Lo que en la capital de México se llama Tierra Caliente, lo componían antiguamente la cañada de Cuernavaca y el plan de Cuautla, lugar histórico y célebre por la resistencia del general Morelos a las aguerridas y numerosas tropas españolas que lo cercaron. Hoy, de esos ricos territorios se ha formado el Estado de Morelos. Por lo demás, las vertientes, tanto al sur como al norte de la gruesa cadena de montañas que forma la Sierra Madre, son de un clima templado, y a medida que se desciende a la costa todo es caliente y la tierra propia para la producción de la caña de azúcar, del café y del cacao.
El que no haya dado un paseo por el rumbo que se acaba de indicar y que, como quien dice, está a un paso de la capital, no tiene idea, aunque se lo explique la Biblia, de cómo era el Paraíso terrenal. El viaje, particularmente a caballo, ni es difícil, ni tiene lugar de arrepentirse el que se resuelva a hacer esta excursión.
Después de subir hasta lo más alto de las montañas que rodean el valle de México, y de internarse en boscosos senderos, repentinamente, y como si se hubiese descorrido un gigantesco telón, se presenta a la asombrada vista un panorama de oro y azul, inmenso, profundo, que parece que va hasta las playas del Grande Océano. La ilusión es tal, que se ven hervir y estrellarse las olas en sus ardientes y desiertas playas.
Es tanta la luz y la reverberación, que es necesario hacer una sombra con la mano sobre los ojos para poder distinguir los pormenores de ese gran cuadro que se mira al través de un espeso polvo de oro.
Así, con las manos sobre las cejas y arrugando los ojos, observó Relumbrón en uno de sus viajes, desde las alturas de Huichilaque, esa hermosa planicie. Casi pudo contar las haciendas con sus imponentes edificios y sus altas chimeneas, elevando sus espesas y rectas columnas de humo negro perdiéndose y desvaneciéndose en el éter azul; sus campos de caña de un deslumbrante y sedoso verde, y los cristalinos apantles refrescando y humedeciendo la tierra sedienta y ardiente.
—Todo esto es mío, todo me pertenece —dijo con esa fe con que se mudan las montañas de una a otra parte—. El trabajo de dos o tres meses en mantener hirviendo las calderas, secando los panes de azúcar y elaborando el aguardiente, es tiempo perdido; en una noche yo dejaré limpios los cuartos de raya, y las tiendas, y los almacenes. Para esto era únicamente necesario unos cuantos hombres resueltos y un jefe que los mandase. Ya lo tengo todo.
En efecto, la gavilla de don Pedro Cataño se había organizado perfectamente por los especiales cuidados del platero, que, sin perjuicio de dar una vuelta por la casa de moneda del molino, había trabajado día y noche en pulir y arreglar las medallas de la Virgen de Guadalupe para entregarlas al Abad y surtir a Los Dorados de cuanto ocurría a su fantasía. Don Pedro Cataño estaba vestido decente, pero sencillamente; tal vez su traje era severo. Calzonera ceñida a la pierna, chaqueta larga y chaleco negro con botonadura oscura. Sombrero blanco, muy fino, de Puebla, sin exagerada ala, con una toquilla representando doblemente enroscada una culebra disecada, con su cabeza de oro y los ojos de dos brillantes negros. No hay que decir que el caballo era el famoso que derribó a Evaristo en la Hacienda Grande, y las armas, espada, pistolas y puñal, de lo más fino y exquisito que se podía conseguir en la época en que pasaban estos sucesos.
Los que formaban la gavilla, que sin ofender al ejército llamaremos soldados, por ser más fácil y llano, estaban vestidos con absoluta igualdad, todos eran casi de una misma edad, de presencia imponente, de obrar resuelto y de pocas palabras. Para la ejecución, sumisos y obedientes a la menor insinuación de don Pedro Cataño; pero entre ellos, alegres, joviales, chanceros, buenos amigos; en substancia, no era mala gente cuando se les sabía tratar; pero una legión de demonios era un juego de niños si se les contrariaba y se les disputaba siquiera lo negro de una uña.
Conociendo a uno ya se conocía a todos, pues aun la estatura ofrecía muy pocas diferencias; sombrero negro con toquillas gruesas de trenzas de oro fino, vestido mezclilla oscuro, la calzonera con botonadura de bolitas de plata, fuste guarnecido, espada filosa debajo de la pierna, reata en los tientos y un par de buenas pistolas en el cinto; dinero siempre en la bolsa, y con qué cubrirse en las lluvias y en las tempestades. Todo muy bien arreglado y ligero; lo primero los caballos, que parecían venados. No eran muchos: treinta y dos hombres, pues don Pedro Cataño no había querido admitir más. No se crea que esta pequeña pero brillante tropa salió a son de trompetas y clarines de la hacienda de Arroyo Prieto; al contrario, fue desapareciendo sin que la tierra lo sintiese. Un día don Pedro, seguido de su mozo, vestido como todos los mozos del campo, se marchó sin decir adiós a nadie; enderezó para el Valle de México, entró por una garita y salió por la otra y fue a dar a la Grande, donde encontró a Pepe Cervantes; almorzó con él, fue en seguida a echar un trago a la famosa pulquería Xóchitl, se cercioró de que el pueblo de Tepetlaxtoc, con la ausencia de los valentones, se hallaba en la mayor tranquilidad; de allí bajó a Texcoco, visitó en Coxtitlán a don Antonio Palomo y en Chapingo a don Agustín Zaro, y provisto de cartas de recomendación, pues precisamente para eso fue, se internó por Ameca y fue a dar al Plan de Cuautla de las Amilpas y del Plan de Cuautla pasó a la Cañada de Cuernavaca. El gran ingenio de San Carlos, Pantitlán, Casasano, Santa Clara, Santa Inés, El Hospital, la pequeña y primorosa Hacienda de Calderón, Atlihuayan; por último, San Vicente y Chiconcuaque, desde donde tomó el camino real de Cuernavaca a México, y de la capital otra vez a la hacienda de Arroyo Prieto, quedando enteramente contento de su expedición. Había recorrido el terreno a su sabor y antojo.
En todas las haciendas que hemos mencionado y otras que dejamos en el tintero, porque la lista es larga, fue recibido, según se acostumbra, a cuerpo de rey. La cocina de esas fincas, sus dispendiosos gastos, el mucho dinero que circula y la amplia hospitalidad que se concede aun a las personas desconocidas, tiene algo de grande y de novelesco. En una de las haciendas estaban los dueños, en otras los administradores, en otras momentáneamente sólo los dependientes secundarios; pero en todas don Pedro, por sólo su buena facha y sin la presentación de sus cartas de recomendación era recibido con franqueza y buena voluntad; comía o cenaba (si llegaba de noche) perfectamente, y se le alojaba en la mejor recámara. A título de viajero y de curioso hacía pregunta tras pregunta, observaba las entradas y salidas de la finca, la disposición de la casa y del real, las armas de fuego de que podía disponer el administrador, y si éste era querido o era odiado de la gente del campo; en fin, cuanto podía serle necesario para dar el golpe seguro. En cuanto a los caminos, veredas, apantles, ríos y cortaduras, poco trabajo le costó; la tierra en lo general era plana y los pequeños ramales de la sierra que la cortaban y que formaban las hondonadas donde estaban las labores, no necesitaban mucho estudio para un hombre nacido en el campo y criado entre los salvajes. Bastaba que una vez pasase por un camino cualquiera, para que no tuviese ya necesidad de que lo guiasen.
Mientras él hizo esta necesaria y provechosa excursión, sus muchachos se alistaron, siguiendo su mismo sistema. Un día desaparecía uno y regresaba a los tres o cuatro con su silla guarnecida de plata, con su vestido nuevo y acaso con otro caballo mejor. Así. al regreso de don Pedro, los treinta y dos estaban ya listos y, como se ha dicho, en seguida fueron uno y otro desapareciendo. Don Pedro les dio cita para el Cerro de Atlihuayan, y calculando el tiempo que emplearían en el camino, les fijó la fecha y la hora en que debían llegar, aconsejándoles que caminaran cada uno por su lado y cuando más de dos en dos. Las horas eran entre las ocho y las nueve de la noche. Entendidos en esto y en otros pormenores, y con su santo y seña para reconocerse en la oscuridad, cada cual tomó el rumbo que su jefe les había previamente señalado.
Cataño se puso igualmente en camino, llegando sin novedad a Yautepec, y pasó el día en la casa del prefecto, informándose, entre cigarro y cigarro, que en casi todos los pueblos de la Tierra Caliente no había sino una especie de guardia nacional muy mal organizada, con unos cuantos fusiles viejos de diversos calibres; que cuando se necesitaba de la fuerza, los alcaldes convocaban a la gente, y que la mayor parte no quería salir por no perder su jornal en el trabajo de los ingenios.
—Por lo demás —añadió el digno funcionario— todo el país está tranquilo y no necesitamos de fuerza armada.
Don Pedro, al montar a caballo, le dijo:
—Cuídese usted, sin embargo, porque cuando menos se piensa, suele aparecer gente mala.
—No haya cuidado, comandante; los batiremos, los batiremos a todos.
Cataño no sabía por qué el prefecto le había llamado comandante; pero no consideró necesario hacer ninguna observación, y dándole otro apretón de manos, tomó la frondosa calzada de gigantescos naranjos que conduce al camino real; y ya al tranco, ya el sochigalope cuando el terreno lo permitía, antes de las ocho de la noche estaba ya en la cumbre del cerro de Atlihuayan. Uno a uno fueron llegando los muchachos, y antes de las nueve estaban reunidos los treinta y dos. Les pasó revista y consideró que, como Napoleón delante de las Pirámides, debía echar una arenga:
—Muchachos —les dijo— esta noche, los que quedemos con vida cenaremos una buena ensalada de lechuga en la hacienda de Atlihuayan; a los que les toque una bala, irán a cenar con todos los diablos; conque, de dos en fondo y adelante.
La noche estaba tibia, la atmósfera transparente, y las estrellas y luceros brillaban con tal claridad, que podía distinguirse desde la cúspide del alto cerro la inmensa llanura cubierta de cañas, la masa negra y confusa de los edificios de las haciendas y las altas chimeneas que de vez en cuando arrojaban chispas y llamas que se perdían en el vacío como si fuesen meteoros, exhalaciones o fuegos fatuos que subiesen de la tierra. Era el tiempo de la zafra. Las casas de calderas estaban hirviendo; los molinos, en su vertiginoso movimiento, devorando las cañas y haciendo correr, como en los cuentos de niños, arroyos de miel; los trabajadores en continuo movimiento, llenando y vaciando formas, y los administradores y dependientes atendiendo aquí y allá las diversas operaciones para elaborar el azúcar. Esto era en el interior de las haciendas; pero en lo exterior, la más completa calma, la más plácida tranquilidad. Ecos de ruidos muy lejanos, el zumbido de las alas de algún murciélago descarriado, bocanadas de viento caliente que traía el olor de la miel y de los naranjos. Después, calma completa y bochornos como si estuviese reverberando el sol a mediodía.
El cerro de Atlihuayan, visto desde cierta distancia, es semejante a un inmenso pan de azúcar; de cerca, pierde algo de su forma. La vertiente que mira a la llanura está casi tajada a pico, y una vereda de piedras sueltas, un verdadero camino de cabras, es el único sendero, rarísimas veces transitado, por donde se puede llegar sin ser visto ni sentido hasta la puerta de la hacienda.
Las piedras que rodaban arrastrando a otras en su caída, las herraduras de los caballos que chocaban contra la roca y resbalaban sacando chispas y una que otra enérgica exclamación de algún jinete en peligro de desbarrancarse y caer del pendiente precipicio hasta el pie de la montaña, formaban en esa tibia y serena noche un concierto extraño, compuesto de ruidos indefinibles que cesaban para volver a comenzar y mezclarse con el soñoliento murmullo de los apantles, que en esos momentos regaban los campos.
Más de una hora dilató la silenciosa tropa en bajar de esa peligrosa pendiente; mas al fin, todos sanos y salvos se encontraban con su jefe a la cabeza, enfrente de la puerta gótica de la espesa muralla que acababa de construir el marqués de Radepont, y que cercaba completamente por ese lado la hacienda de Atlihuayan. Mientras don Pedro y los suyos discuten la manera de penetrar en la hacienda, digamos dos palabras del marqués de Radepont y de su formidable muralla.
El marqués de Radepont era uno de tantos títulos de Francia arruinados por éste o por el otro motivo. Vino a México agregado a la Legación y con buenas recomendaciones.
Al cabo de cierto tiempo, el ministro francés se retiró. Radepont cesó de ser agregado; parece que la pensión que le venía de Francia cesó también, y se vio precisado a solicitar protección de los buenos amigos que tenía. Hombre de finos modales, de variada instrucción y particularmente afecto a los estudios agrícolas, Escandón y Jecker, que eran dueños de la hacienda de Atlihuayan, lo colocaron como administrador, con facultades para que aplicase todos los adelantos de la ciencia a la elaboración del azúcar y del aguardiente. «¿Por qué —dijeron— han de ser precisamente españoles los administradores de las haciendas? ¿Son ellos los únicos que saben fabricar el azúcar? ¿Hemos de estar siempre con los viejos trapiches del tiempo de la conquista, movidos por mulos? ¿No hay molinos horizontales que se mueven por vapor y muelen en un día más caña que los trapiches antiguos en un mes? Salgamos de la rutina». Y como tenían dinero para salir de la rutina, encargaron un molino moderno a Francia y cuantos aparatos nuevos eran necesarios e instalaron en la hacienda al marqués de Radepont. Los españoles que habían empleado en la hacienda y que hacían sus labores de siembra, riego y molienda con regularidad, se disgustaron y se fueron a otras fincas, donde no les faltó colocación.
La casa de la hacienda estaba en lo interior toda pintada de blanco con cal; las camas de lona blanca, con sólo los mosquiteros transparentes y blancos; los muebles de madera pintados al óleo, de blanco; las vidrieras sin cortinajes; nada de cuadros ni de estampas pegadas en las paredes; los suelos de ladrillo, muy unidos y parejos, sin dejar la menor hendidura; toda esta primitiva y sencilla decoración era lo mejor para evitar que anidasen las avispas, las abejas, los alacranes, los cientopies y las tarántulas y culebras, que se producen en esas benditas tierras con más abundancia y facilidad que la caña y el café, y poder registrar y percibir en lo blanco de las paredes y de las camas la pequeña pero horripilante silueta de cualquiera de esos venenosos bichos.
El marqués, según su modo de ver las cosas, encontró la casa en un estado salvaje, y dijo que era indispensable decorar la habitación de una manera confortable, lujosa y digna de los dueños de la finca y de la grande importancia que tenía; en consecuencia, trasladó de su casa de México sus pesados cortinajes de brocatel con flecos, borlas y abrazaderas; sus muebles Luis XV, sus cuadros de paisajes, su panoplia, sus pieles de león, sus estantes y cómodas y cuanto había traído de Francia, siendo lo más importante cuatro cajones de libros, de los cuales la mitad trataban del cultivo de la caña de azúcar, de las clases de azúcar, del análisis químico del azúcar, del riego de las cañas de azúcar, de la venta del azúcar: todo era azúcar y aguardiente en la biblioteca, exceptuándose algunas novelas y diccionarios. El marqués decoró finalmente al estilo Luis XV la habitación, ordenó su biblioteca, comenzó o, mejor dicho, continuó estudiando el azúcar y el aguardiente, y aplicando inmediatamente las teorías que leía hoy, a las labores del día siguiente, alterando y echando por tierra el método antiguo seguido por los macheteros, por los segadores y por los maestros de la casa de calderas. Hasta varió el curso de los apantles, y los riegos de la caña se daban conforme lo decían sus libros y no como lo habían hecho hasta entonces los bárbaros y salvajes operarios de la hacienda. Como la fábrica de aguardiente estaba en ruinas, comenzó desde luego a hacer otra, copiando el edificio de una estampa que representaba un antiguo castillo de Normandía, que se decía ser del tiempo de Guillermo el Conquistador. Una puerta gótica con su pesada reja de fierro y dos torreones a los lados con almenas y troneras, formaban la fachada, y de uno y otro lado también seguía la espesa y alta muralla que, tocando con los edificios antiguos, impedía toda comunicación con el campo. Este edificio, que no dejaba de ser imponente, no era más que la sustitución de la fábrica vieja. Aún estaba a medio hacer, y ya se habían gastado cien mil duros.
La decoración y el lujo de la casa produjo el resultado que debía esperarse. Antes de un mes, los pliegues y graciosas ondulaciones de las cortinas eran nidos de arañas y de alacranes; en los florones matizados del tapiz de papel, se paseaban sin ser vistos toda clase de insectos dañinos; debajo de los pesados sillones y canapés, empañados con la humedad de la atmósfera, trataban de anidarse ciertas culebritas, caseras más o menos dañinas. El marqués había sido picado por un alacrán y curándose gracias al maravilloso específico que liberta de la muerte a la gente que trabaja en los campos de caña, y del cual se burlaba pocos días antes diciendo que eran brujerías y supersticiones de la ignorancia en que vivían esos pueblos. Precisamente hablaban de esos el marqués y Escandón, que estaban sentados en la mesa del comedor, tomando café después de haber cenado tan bien como lo podrían haber hecho en el restaurant Helder de París.
—Me alegraré, marqués —le decía Escandón— que le piquen a usted dos o tres veces más los alacranes. Estos adornos y este lujo es bueno para la capital; pero en estas tierras, blanco y nada más que blanco por todas partes, porque de esa manera se ven venir los enemigos. Si una semana antes vengo a la hacienda, por nada de esta vida le habría permitido que tapizara las paredes y que colocase cortinas, afortunadamente se le olvidó a usted reformar la última recámara, y en ésa he tenido que refugiarme. Si continúa usted durmiendo en su gran cama de madera, la noche menos pensada se le descuelga a usted del pebellón un escorpión o un cientopiés, y amanece usted muerto; pero cada cual tiene su gusto. Lo que me parece grave es lo de los campos; la caña no ha crecido como debía; las hojas están como marchitas; en fin, yo no entiendo de nada de esto, pero lo que no puede dudarse, es que los campos de otras haciendas me parecen mejores que los de Atlihuayan, y es sin duda porque ha suprimido usted un riego, según me han informado.
—No tenga usted cuidado alguno —le respondió el marqués, con mucha calma— precisamente la caña debe estar como usted la ve. Los campos que presentan un aspecto muy frondoso no dan mucha miel, y ya verá que este año Atlihuayan molerán cien mil arrobas de azúcar, mientras las haciendas que usted admira no llegarán a sesenta mil, y si es verdad que se ha suprimido un riego, es porque no se pudra la raíz, y porque la caña extraiga de la tierra más substancia sacarina.
Escandón meneaba la cabeza con un aire de incredulidad. Los viejos operarios le habían informado que el marqués de Radepont todo lo echaba a perder, que la caña se estaba secando y que él lo trataba de hacer conforme lo decían unos libros que leía todo el día, y no según la experiencia de años.
Como hacía un calor sofocante, sin llamar a los criados, entre Escandón y el marqués sacaron casi la mitad de la mesa del comedor a un terrado y colocaron las velas en unas guardabrisas, adonde no tardaron en acudir, atraídos por la luz, multitud de bellas de noche, de catarinas, de mosquitos microscópicos, de variedad de bichitos alados de todas formas y colores. Escandón y el marqués se divertían con tan infinita variedad de animalitos, seguían la discusión el primero, defendiendo la práctica para el cultivo y manejo de la hacienda, y el segundo apoyándose en la autoridad de los cientos de autores que leía, cuando el silencio que reinaba, pues habían cesado los trabajos, fue turbado por el disparo de un arma de fuego, que se reprodujo en el eco de la bóveda de la poterna de ese extraño castillo.
—Nos asaltan —dijo el marqués poniéndose pálido—. Ya me habían dicho que un día u otro tendríamos que sostener una verdadera batalla, y vea usted la razón por qué, con motivo de reparar una fábrica de aguardiente que se caía, he construido un castillo. No tenga usted cuidado, nos defenderemos, y no entrarán. Voy a buscar mis armas y a reunir la gente.
—No, nada de eso, marqués —le contestó Escandón con mucha serenidad—. Observe usted por alguna parte, si en efecto es gente que trata de entrar o algún viajero que ha disparado su arma de intento para llamar la atención, y que se le dé hospedaje.
—Podrá muy bien ser eso, voy a ver —le respondió el marqués.
Y en efecto, subió a la azotea, donde había un lavadero con un cobertizo, y desde allí se descubrían, no sólo las oficinas y patios de la hacienda, sino el campo a una gran distancia. El marqués registró cuidadosamente con la vista y no tardó en descubrir, a la claridad de las estrellas, a los asaltantes al pie de la muralla. Descendió precipitadamente y dio parte a Escandón.
—Son muchos hombres a caballo, quizá doscientos.
—Entonces es una tropa del gobierno tal vez.
—No lo creo —dijo el marqués.
—Pues sea quien fuere, lo mejor es hablarles por la reja, y abrirles la puerta.
Escandón, que no era espadachín, que en su vida había tenido una pistola en la mano y que hasta hacia gala de ser tímido, tenía, sin embargo, rasgos de verdadero valiente, como lo hemos visto en el asalto de la diligencia, y sobre todo, era tal su manía de hacer negocios, que su amor propio quedaba satisfecho con hacerlos hasta con un ladrón y figurarse que no obstante ser robado había ganado alguna cantidad.
—Ni por pienso, don Manuel —dijo el marqués cuando Escandón insistió en que se abriese de par en par la reja y la segunda puerta— nos van a asesinar, y yo moriré, pero moriré matando.
—No se haga usted ilusiones, marqués. Si efectivamente es una banda de ladrones y entran en la hacienda, los operarios tendrán más simpatías por ellos que por nosotros y lo dejarán a usted solo en la pelea, y en ese caso puede contarse como muerto. Abramos.
El marqués que no abriría, Escandón que sí, y en esta discusión estaban, cuando un hombre alto, bien proporcionado y bien vestido de oscuro, con una fisonomía varonil e imponente, se presentó ante ellos con una pistola amartillada en cada mano.
—Al menor movimiento disparo y son muertos, sin remedio —les dijo con una voz firme y resuelta, y en esto y en sus ojos conocieron que no decía mentira, y que no tenía más que apoyar el dedo en el gatillo y en un segundo pasaban de Atlihuayan a tierras más calientes quizá, pues de seguro Escandón y el marqués estaban en pecado mortal.
Al marqués le temblaba la barba de cólera, debajo del espeso bigote entrecano. Escandón se había quedado mordiéndose las uñas, como lo tenía de costumbre desde el momento que trataba un negocio grave, y don Pedro Cataño, con el cañón de sus pistolas dirigido al pecho de sus víctimas, estaba también inmóvil como una estatua. Esta situación no podía durar muchos minutos. Escandón fue el primero que rompió el silencio, y aunque con las quijadas un poco caídas, pudo decir:
—No hay necesidad, coronel. —Escandón, que pensaba en todo, no quiso decirle capitán, porque ese título, aplicado al jefe de una banda de ladrones, habría podido parecerle ofensivo, y juzgó que el título de coronel era mucho más adecuado—. Coronel —repitió acentuando la palabra— no hay necesidad de armas, estamos desarmados y muy ajenos de oponer resistencia alguna, tome usted asiento y hablaremos.
—¿Tengo el honor —dijo Cataño— de hablar con el señor don Manuel Escandón, dueño de Atlihuayan?
Y al mismo tiempo colocó las pistolas en el cinto y tomó asiento sin ceremonia, como si estuviese en su propia casa. Escandón inclinó la cabeza y se sentó maquinalmente; el marqués siguió también el movimiento.
—No hace muchos días, quizá un mes, que he almorzado en este mismo comedor y en esta misma mesa con el señor marqués de Radepont, a quien entregué una carta de recomendación.
El marqués, sorprendido, atarantado y presa de mil encontrados sentimientos, no se había fijado en el personaje que tan repentinamente se había presentado; pero la indicación de Cataño le volvió en sí.
—Querido amigo —le dijo tendiéndole la mano— ¿por qué no apretar el botón que está en la reja de la puerta? Habría sonado la campana y habría usted entrado a cenar con los amigos que trae. Es hora todavía y algo ha de haber en las cocinas.
—Precisamente eso dije a los muchachos hace poco rato en la cumbre del cerro. Les prometí que cenaríamos bien, pues estamos, como quien dice, en ayunas, y veo que por la finura y galantería francesa, les puedo cumplir mi palabra. ¿Tendría usted la bondad de mandar abrir la puerta y que entren y acomoden sus caballos?
El marqués no esperó que su cher ami se lo dijese dos veces. Él mismo bajó, abrió la puerta de la reja, cuya llave traía, y los muchachos de don Pedro entraron, y bien aleccionados como estaban, se repartieron en las entradas y patios, listos para la defensa por si los operarios o amos la intentaran. Dijeron al marqués que, cuando bajase su capitán, se sujetarían a sus órdenes. Los mozos subieron a refrescar la mesa del comedor, y el cocinero francés se dispuso a cubrirla de nuevo de buenos platos y de frutas, calabaza en tacha y otros dulces exquisitos.
Don Manuel Escandón no volvía en sí de su sorpresa. Llegó a pensar, pero lo desechó como mal pensamiento, que el marqués era cómplice del capitán de la cuadrilla, o entre los dos habían fraguado una farsa para sacarle dinero.
Don Pedro Cataño descendió a dar sus órdenes. Dejó montados y armados guardando la puerta, que quedó abierta, a diez hombres, con orden de no dejar entrar ni salir a nadie; a los demás les permitió que dieran un pienso a sus caballos sin quitarles la silla, y les añadió que cuando acabara él de cenar con los amos, ellos cenarían en el mismo comedor, y que lo podrían hacer despacio y con tranquilidad, pues él los cuidaría.
El marqués observaba azorado todas estas disposiciones, dictadas con tanto aplomo y seguridad, como si fuese el dueño de la hacienda.
Cuando esto terminó, el marqués y don Pedro volvieron al comedor, donde había permanecido Escandón pensando cómo acabaría este lance, y qué partido podría sacar de su mala ventura. La cena estaba servida y Escandón y el marqués, que estaban ya muy tranquilos, no dejaron de picar algunos platos, beber unas copitas de vinos viejos y brindar por la salud y de su extraño convidado.
—Vea usted —le dijo Cataño al marqués— cómo a veces las mayores precauciones son inútiles. ¿De qué le ha servido a usted este castillo feudal y las gruesas barras de fierro de la reja? La verdad, no toqué la campana, porque el día que estuve de visita no vi el botón de la reja ni la campana que está en la segunda entrada, y si lo hubiera sabido, quizá en la hora que era me habría convenido entrar por otra parte.
—Es admirable, coronel, lo que usted ha hecho —le dijo Escandón—. Si no es indiscreción ¿no podría decir cómo entró y pudo aparecérsenos repentinamente?
—De una manera la más sencilla. Arrimamos un caballo muy manso a la muralla, uno de los muchachos se paró sobre él como un cirquero, otro pretendió subirse en los hombros del que estaba en pie sobre la silla del caballo para alcanzar la muralla; pero salió mal la suerte y los dos vinieron abajo, ninguno se lastimó, pero se salió de la pistola un tiro, que ustedes han debido escuchar. Ya no había remedio, estábamos descubiertos y era necesario no perder tiempo. Repetimos el ensayo y yo quise entrar el primero a la hacienda, era mi deber; alcancé una almena, la lacé con una reata y me descolgué al otro lado. La luz me guió, tomé la escalera y, sin encontrar a nadie, llegué hasta donde estaban ustedes muy tranquilos, pensando en la inmortalidad del cangrejo. Ahora somos ya amigos o por lo menos conocidos, y ya se puede decir todo; y a propósito y para que sigamos en buenos términos, exijo el más completo secreto; no hay que decir ni una palabra de esto en México; como si nada hubiera pasado; no hay tampoco que dejar salir fuera de la puerta de fierro a ninguna persona, al menos por cuatro o cinco días. No olvidar que la vida va de por medio, y que si alguna denuncia se hace a la autoridad, usted, don Manuel, y usted, marqués, un día u otro y con mucho sentimiento mío, serán cosidos a puñaladas. Los operarios estarán advertidos en el curso de la noche por mis soldados, y pues que han manifestado simpatía por nosotros, poco hay que temer de ellos. Arreglado esto, nada tienen ustedes que temer y continuemos platicando como buenos amigos. Me han recibido como caballeros y como hombres de mundo, y de la misma manera me portaré.
Para inspirarles más confianza, don Pedro se quitó sus dos pistolas del cinto y las puso sobre la mesa.
Siguieron en plática hasta muy entrada la noche, y tanto Escandón como el marqués quedaron muy prendados de las maneras del capitán o coronel, como le llamaban y de lo variado y florido de su conversación. Les contó sus viajes en la provincia de Texas y Nueva Orleáns, adonde había ido por tierra; sus campañas con los indios comanches, la vida patriarcal de los habitantes del extenso territorio que los españoles llamaban provincias internas; las aventuras de su juventud, que más de una vez pusieron en riesgo su vida; pero por más que Escandón hizo, no pudo descubrir por qué con tan buenos elementos de educación, con tan robusta salud y con tan notable valor, había adoptado una carrera tan peligrosa, en vez de buscar una colocación honrosa y productiva. Se avanzó hasta ofrecerle un destino en las minas o en alguno de los establecimientos agrícolas o industriales de que era dueño.
Don Pedro, por toda respuesta, le dijo:
—Es el destino el que me guía; hace tiempo que no tengo voluntad propia; no puedo disponer de mí. En cuanto a dinero, nunca me ha faltado y ¿para qué lo quiero?
Cataño, a quien la benevolencia de Escandón había despertado los recuerdos de amor, sacó de la bolsa un puño de oro, lo tiró sobre la mesa, y casi enternecido repitió:
—¡Para qué lo quiero, para qué me sirve… sin ella! —añadió en voz baja y limpiándose con su pañuelo el sudor de la frente, o más bien la humedad de sus ojos. Se levantó y salió al terrado, donde se paseó agitado por más de un cuarto de hora.
Cualquier cosa habrían dado Escandón y el marqués por satisfacer su curiosidad y saber quién era este raro y misterioso personaje; pero tuvieron miedo de insistir, y cuando regresó del terrado lo invitaron a descansar y lo condujeron a una recámara, mientras los muchachos ocupaban el comedor, que ya comenzaba el cocinero a surtir de nuevo de manjares.
¡Dormir!… ¿Quién habría de dormir en esa noche que se pasó en fumar y en tomar el fresco por los patios? Fue a la madrugada cuando don Pedro, después de dar ciertas y terminantes disposiciones, sacó un catre de lona, se recostó y durmió profundamente un par de horas. Escandón y el marqués se retiraron a sus habitaciones; pero ni se desnudaron ni pudieron pegar los ojos.
Todo el resto del día estuvo don Pedro y su gente en Atlihuayan, y cuando cerró bien la noche, se pusieron en camino.
—Estoy seguro —le dijo Cataño a Escandón al despedirse— que no seré tan bien recibido como aquí en la hacienda donde pienso pasar la noche; pero ya veremos; de la misma manera me portaré yo.
Escandón dio la mano a Cataño y le deslizó un papelito. Cataño lo abrió y lo leyó. Era un vale de tres mil pesos al portador.
Cataño se quedó mirando fijamente a Escandón y le preguntó:
—¿Se puede cobrar?
Escandón, con otra mirada contestó cuanto le quería preguntar Cataño, y le dijo con naturalidad y sencillez:
—No lo habría dado.
Cataño guardó su papel, dio las gracias con los ojos a Escandón, prendió las espuelas a su caballo, y a poco se perdió entre la bruma de la calurosa noche.
—Hemos hecho un magnífico negocio —le dijo Escandón al marqués al entrar y cerrar tras sí la gruesa reja de la puerta gótica.
—Sí, señor, muy buen, negocio. Este coronel o este capitán podría muy bien habernos matado… matado no, porque no es ese su negocio; pero sí exigido lo menos diez mil pesos… Se ha contentado con tres… hemos ganado siete.