Cuando regresó Evaristo y contó sus hazañas a Relumbrón, éste se frotó las manos y reía a carcajadas.
—¡Qué chasco! ¡Qué chasco para esos señores que parece que no los merece la tierra! ¿Qué ha dicho el gobierno?
—Aquí está un oficio muy satisfactorio —le contestó Evaristo— en que me da las gracias y me previene me vuelva a mi puesto, porque parece que la diligencia ha sido robada por el Pinal. Me voy en el acto a ver lo que pasa. Creo que será alguna fechoría de Hilario, que se va volviendo muy pícaro y muy voluntarioso.
Por una garita se fue el capitán de rurales a Río Frío y por otra salió don Pedro Cataño a su segunda expedición a la Tierra Caliente. Se proponía en esta vez pasar tres o cuatro días en Atlihuayan con el marqués, mientras iba llegando su gente al cerro, y de allí caer a la hacienda de Santa Clara, donde había mucho dinero, recoger cuanta suma pudiese y dar por lo menos una buena paliza a los Garcías, a quienes odiaba a muerte, aunque no los conocía ni de vista.
Por este tiempo se descolgó por el antiguo mesón de San Justo, José Gordillo, el cochero del conde del Sauz.
Gordillo sabía cuanto había pasado en la hacienda, hasta la escena de las alhajas entre el marqués y Mariana, pues se la había referido una de las camaristas con quien tenía amores; no se le ocultaba la importancia del robo, pero estaba todavía muy lejos de creer que valían más de cien mil pesos, y cien mil pesos era una suma que no podía comprender; pero de todas maneras se las hubiera robado y con su producto hubiera marchado a Texas o a cualquier otra parte, sin hacer maldito el saco de sus compromisos con Evaristo y con Relumbrón; pero desde luego se le presentó una invencible dificultad: ¿cómo realizar estas alhajas? En cualquier ciudad del interior que las intentase vender, llamaría la atención que un simple campesino vestido de gamuza amarilla fuese dueño de un tesoro semejante. Sería, en consecuencia, perseguido y puesto en la cárcel; perdiendo, como se dice vulgarmente, hacha, calabaza y miel.
No hubo remedio, tuvo que resignarse; se rellenó los bolsillos de perlas, de diamantes, de zafiros y de rubíes, y se encaminó a México a seguir bajo la férula de Relumbrón. Con unos saquitos de seda llenos de oro menudo, que Mariana había puesto por distracción en la cajita de las alhajas, le bastó no sólo para el camino, sino que le quedó un buen sobrante.
Relumbrón quedó agradablemente sorprendido al hacer su visita semanaria al mesón para arreglar cuentas, de encontrarse con Gordillo, al que creía no ver en mucho tiempo.
Se encerraron en un cuarto, y de los bolsillos del cochero pasaron las alhajas a los del coronel Relumbrón, quien, como era domingo, de allí se fue derecho a la casa de su compadre el platero a almorzar, y no pudiendo resistir, aun sin la precaución de cerrar la puerta, echó a granel sobre el blanco mantel la abundante pedrería. No hay necesidad de decir el apetito con que comieron los compadres los sabrosos guisados de Juliana, ni la alegría y buen humor con que platicaron hasta muy tarde.
Las alhajas eran magníficas, pero muy antiguas; contaban como ciento cincuenta años y habían ido pasando de generación en generación en la casa de los marqueses de Valle Alegre, aumentándose cada día hasta la época del malogrado casamiento. Santitos, desde que terminado el almuerzo, se marchó su compadre, se encerró, encendió su soplete, sacó los instrumentos necesarios y se puso a desmontar, a clasificar las piedras y a envolverlas en sus papelitos blancos, como acostumbran los joyeros. Al día siguiente comenzó a trabajar para montarlas maravillosamente en anillos, collares, aretes, y demás primorosos dijes, que, a medida que estaban concluidos, los encerraba en estuches de terciopelo y seda que mandaba comprar a París y que en el centro tenía un letrero dorado que decía:
Santos—Platero—México—Calle de la Alcaicería
Como se ve, los asuntos de Relumbrón caminaban viento en popa, y su grandioso plan estaba a poco más o menos desarrollado. Don Moisés, además de su parte de utilidades, se había asignado diez onzas diarias como director de las partidas, pero como los puntos eran de lo más rico de México, para todo había y presentaba un balance mensual con un saldo a favor de la compañía de tres a cinco mil pesos. La casa de moneda, dirigida con un cuidado extremo por el licenciado Chupita, que decía que era mejor paso que dure que no trote que canse, producía un mes con otro sus tres mil pesos líquidos, y los hábiles monederos iban a gran prisa haciendo sus economías para el caso de una desgracia. La hacienda, bajo la inteligente dirección de Juan, tenía unos frondosos sembrados de trigo, de cebada y de maíz, y no sólo daba para sus gastos, sino que siempre tenía Juan en el cuarto de raya dinero sobrante.
Las expediciones de don Pedro Cataño más eran de ruido que de dinero; sin embargo, podía calcularse en seis u ocho mil pesos cada mes, entre vales al portador y morralla que se recogía en las tiendas y cuartos de raya.
A pesar de esto, la población de la capital no se resentía de una manera notable de esta agresiva organización. Los gachupines de las haciendas, con tal de que no volvieran las fuerzas del capitán de rurales, habían concluido por entenderse con Los Dorados, y como su jefe, salvo la tentación que tenía de dar una paliza a los Garcías, era de lo mejor y no habían mediado ni asesinatos, ni incendios, se ordinariaron las cosas al grado de que Cataño y sus treinta y dos muchachos habitaban en Tierra Caliente con tantas comodidades y seguridad como en su propia casa. Por miedo, por egoísmo, por conveniencia propia, ningún vecino pensaba en denunciarlos ni en perseguirlos. Las personas a quienes trajo presas el capitán de rurales, fueron puestas en libertad mediante los pasos y actividades de Lamparilla, y como el gobierno tenía tantas cosas más graves de qué ocuparse, los negocios de la Tierra Caliente fueron mal que bien arreglándose solos y el azúcar y el aguardiente comenzaron a llegar y a venderse en la ciudad con la regularidad de costumbre.
Faltaba a Relumbrón, para complemento de su plan, darle la última mano al servicio de la ciudad.
El tuerto Cirilo y su pandilla estaban comiendo de balde, entreteniéndose en armar bola en las puertas de las iglesias, en pasearse y comer cacahuates, naranjas y cocos en las luces de Regina y de la Merced, aprovechando ellos y sus mujeres la ocasión de sacar algunos pañuelos y cortar las faldas de las rotas, por sólo hacerles daño. Tal situación no podía prolongarse y perjudicaba notablemente a Relumbrón, pues Lamparilla se ocupaba constantemente de sacar de la cárcel a mascaderos y borrachines.
Cuando, como se dice en México, se sueltan los ladrones (como si alguna vez hubiesen estado amarrados) los robos se verifican de dos maneras: en las calles, deteniendo a los transeúntes en alguna solitaria y exigiéndoles el dinero y el reloj, y por las azoteas. Este género de robo presenta un carácter especialísimo que creo exclusivo de la capital de México.
La construcción de la ciudad parece que se presta a ello. Tiradas las calles a cordel de Sur a Norte y de Oriente a Poniente, está dividida en manzanas; cada manzana forma un espeso cuadrilongo de doscientas varas de largo por ciento de ancho. En él están juntas, pegadas unas con otras, casas chicas, medianas y grandes, o solas, es decir, de una habitación, y todas tapadas con techos enladrillados de más de media vara de espesor. Cada casa tiene, por lo menos, un corredor descubierto que da luz a un patio y a las piezas interiores; pero la mayor parte tienen corredor y azotehuela, es decir, un espacio de techo descubierto, lo que se concibe bien siendo la mayor parte de las casas de un piso bajo y de un segundo alto. La ciudad es regular, hermosa y, por lo general, de elegantes construcciones; pero para los acostumbrados a vivir en Europa, donde hay casas hasta de siete pisos que se confunden con las nubes, les parece un gran tablero, al que una raza de gigantes aplastó y niveló hasta el ras de la tierra. Estas azoteas, que no dejan de tener peligros para quien no las conoce, se comunican con raras excepciones, y son el amplio campo de maniobras para los ladrones.
Como Relumbrón iba precisamente a soltar a los ladrones, tenía a su disposición para emprender sus hazañas las muchas calles, plazas y callejones de la capital y sus espaciosos terrados.
Pero quería golpes seguros y de resultados positivos. Como su tertulia de los jueves era cada vez más concurrida y la asistencia constante del marqués de Valle Alegre le había traído una parte de la rica aristocracia, particularmente de caballeros, ya sabía, con la manía de preguntar la hora que era, quiénes tenían reloj de doscientos pesos arriba, quiénes sortijas y botones de brillantes, y a poco más o menos el dinero que acostumbraban llevar en la bolsa. En cuanto al interior de las familias, poseía pormenores tan curiosos y tan precisos que hubiese podido escribir un Diablo Cojuelo, más interesante que la insulsa novela que tan inmerecida fama ha dado a su autor.
Era ya tiempo y comenzó a obrar.
A las siete en punto de la mañana se presentaba doña Viviana la corredora, en la tienda de La Gran Ciudad de Bilbao, y le leía, por ejemplo, el siguiente apunte de don Jesús el tinacalero.
Don Sebastián Camacho. Reloj de oro inglés con diamantes; cadena de oro con un botón o corredera de zafiros. Se retira a las nueve de la noche a su casa, pasa por la Plazuela de San Fernando. No carga armas y es tímido.
Don José Govantes. Botones de gruesos brillantes en la camisa. Mucho dinero en oro en la bolsa. Vive en la Calle de Medina; es muy gordo, muy viejo y muy cobarde. Con un grito se sume. Al entrar en la puerta de su casa se le pueden arrebatar los botones. Es tuerto.
El escribano Orihuela. Carga mucho dinero cuando se retira de su oficina. Por la Calle de Santa Inés se le puede asaltar en una noche lluviosa, pues va envuelto en su capa, y abrazándole por detrás no se moverá; pero será necesario taparle la boca, pues dará de gritos al sereno. Cobardísimo.
Casa número 6. Puente de Solano. Vive el capellán de la Santísima Virgen de la Soledad de Santa Cruz y tiene mucho dinero de las limosnas y las alhajas de nuestra madre y señora. Observar la casa y decir cómo se dará el golpe de seguro.
Casa número 5 de la calle de la Pila Seca. Un matrimonio muy rico. Viven solos con una criada, el portero es borrachín. Observar la casa y preparar por el zaguán de la calle o por la azotea un asalto.
El lunes próximo, 16 de septiembre, armar mucha bola en la Alameda cuando acabe el discurso del orador. Los regidores tienen buenos relojes y cadenas de oro. Aprovechar todo lo que se pueda.
Por este estilo seguían las instrucciones de doña Viviana, y una vez que acababa rompía en pedacitos menudos el papel y se marchaba. Don Jesús el tinacalero, con su mala letra, pero muy buena memoria, escribía a su vez otro apunte que guardaba cuidadosamente en su bolsillo. En la noche, cuando iban entrando uno a uno el tuerto Cirilo y sus conclapaches, sentados en la trastienda alrededor de una mesa y tomando buenas copas de cuanta variedad de licores había en la tienda, recibían sus instrucciones, y don Jesús a su vez hacía menudos pedazos de su papel. Al día siguiente, bajo la dirección del tuerto Cirilo, que era el jefe, la cuadrilla de trabajadores de la tierra se ponía en movimiento. Cada semana, según las circunstancias, se modificaba o variaba el plan de operaciones. En la tienda y bajo la responsabilidad de don Jesús, se guardaban las prendas robadas para hacer la liquidación. Además del sueldo fijo de dos pesos diarios que tenían asignados los de la banda, se abonaban al tuerto Cirilo veinte pesos por cada reloj de oro; diez pesos por cada cadena o bejuco de oro, como entonces se decía; dos pesos por cada reloj de plata; la mitad del dinero que se sacase del bolsillo de cada víctima y desde un peso hasta veinte por cada anillo, según su valor y calidad. Los pañuelos, mascadas, guantes, capas, sombreros, etc., quedaban a beneficio de la cuadrilla. El tuerto Cirilo, cada mes, hacía su liquidación y repartía por iguales partes el producto entre las mujeres y pillastres que le ayudaban. Todos estaban juramentados, y en caso de caer en la cárcel, negar, negar, siempre negar, y asegurar, en caso de evidencia, que no había cómplice y que el acusado era el único responsable.
Surtió el plan más allá de lo que se esperaba. No había semanas que no se reunieran dos o tres relojes de oro y otras tantas cadenas de plata, anillos y lentes de oro, sin contar más de sesenta mascadas y pañuelos sacados de los bolsillos en la solemnidad del 16 de septiembre. A don Sebastián Camacho, afortunado desde que nació, no lo pudieron pillar porque le ocurrió retirarse en coche para conservar su salud, pues era tiempo de aguas. A Govantes lograron arrancarle de su camisa un par de solitarios, que seguramente valían cuatro mil pesos. Al escribano Orihuela le vaciaron los bolsillos y perdió más de trescientos pesos que sus clientes le habían pagado ese día; pero Govantes, como era tesorero general e intendente del ejército y perdió en los estrujones el ojo de vidrio que tenía, le pareció que era ridículo que un personaje que tenía obligación de ser valiente, se hubiese dejado robar impunemente en la puerta de su casa. El escribano Orihuela reflexionó que, aunque se descubriese y se cogiese a los ladrones, su dinero quedaba definitivamente perdido, tuvo a bien callarse y no contar su aventura más que a su mujer.
Lo que preocupaba más a Relumbrón, muy contento con la adquisición de los solitarios del intendente del ejército, era el capellán de la Soledad y doña Dominga de Arratia. Ella misma, que era parlanchina y le gustaba hacer alarde de sus riquezas, le había contado lo mucho que le producían sus haciendas y sus fincas, añadiéndole que, desconfiando de todo el mundo, aun del Montepío, que podía quebrar algún día, ella misma guardaba su dinero; pero escondido de tal manera en su casa que desafiaba a todos los ladrones de México a que lo encontraran. La dificultad era llegar a saber cuál era el escondrijo para no dar un golpe en vago. Relumbrón previno inmediatamente a doña Viviana se dedicase a esta averiguación y diese las instrucciones que fuesen del caso, al tuerto Cirilo. La casualidad vino a ayudar al intento. Doña Viviana llenó su saco con una colección de alhajas preciosísimas; eran precisamente parte de las del marqués de Valle Alegre, transformadas por don Santitos el platero, y se dirigió a casa de doña Dominga de Arratia, que acababa de vender su cosecha y estaba del mejor humor. Dos verdaderas tarabillas, platicaron hasta que se quedaron sin saliva, y doña Dominga concluyó por comprar a la corredora por valor de trescientos pesos, que le pagó en el acto. Al despedirse, ya en el portón, doña Dominga le dijo:
—Me va usted a hacer un favor, doña Viviana, y es buscarme una muchacha, pero fea, muy fea, porque la que tengo es muy visvirinda y bonitilla, y mi marido no me deja criada a vida. ¿Lo creerá usted? Mi cocinera va a cumplir los sesenta, y todavía mi marido, cada vez que puede, hace viajes a la cocina, donde nada tienen que ver los hombres.
—Difícil es lo que usted quiere —le contestó la corredora— porque no hay quince años feos, y todas nuestras muchachas tienen, mal que bien, algo que guste a los hombres; pero trataré de hacer su encargo, y si le consigo criada como usted la desea, se la mandaré con un recado.
La casualidad, como se ha dicho, hizo que a los dos días se presentara en el taller de vestuario una anciana acompañada de una muchacha que no tendría veinte años; se llamaba Inocencia.
Era baja de cuerpo, muy delgada, de tez morena oscura, ojos pequeñitos que parecían dos cuentas de azabache, una boca que era un verdadero agujero con delgados labios morados, la nariz muy pequeña, lo mismo que las orejas; era una miniatura, pero una miniatura extraña y de la más clásica fealdad. Venían a solicitar que se les diese ropa de munición y traían un papel del cura del Sagrario que decía:
La portadora se llama Inocencia Cuervo, es una muchacha honrada, confiesa y comulga cada ocho días, mantiene a una tía anciana y busca trabajo.
Doña Viviana le dijo que por el momento no había ropa que dar a coser, pero que le proporcionaría colocación, y la despachó con el mismo papel del cura a la casa de doña Dominga.
En el momento que ésta la recibió, leyó el papel, alzó los ojos y examinó a Inocencia, la admitió y aumentó un peso el salario que acostumbraba dar a las recamareras y dijo:
—Si de ésta se enamora mi marido, es que está dejado de la mano de Dios.
La visvirinda bonitilla fue despedida al día siguiente.
El domingo inmediato, la tía y la sobrina Inocencia fueron a dar las gracias a la corredora y le dijeron que estaban muy contentas. La tía tenía asegurado el pago de un cuartito de a doce reales en la Plazuela de Villamil y el bocadito, y la sobrina muy contenta del trato del ama.
—Solo el señor —añadía Inocencia— es un poco serio.
Bastaron cuatro semanas de conversación para que la corredora supiese cuanto interesaba a Relumbrón, y el asalto se dispuso.
El tuerto Cirilo había tomado en arrendamiento, o mejor dicho, La Palomita, una muchacha alegre, amiga de Pancha la Ronca que formaba ya parte de la pandilla, una vivienda en una casa de vecindad de la calle de la Cerca de Santo Domingo. Habían pagado tres meses adelantados y metido algunos muebles, y esto bastó a la casera. La vivienda tenía una azotehuela, con una escalera de mano era fácil la subida a la azotea, y una vez en la azotea, el descender a la casa de doña Dominga era todavía más fácil, ya con una cuerda amarrada a una canal, ya con la misma escalera.
Como la casa de vecindad de la Calle de la Cerca de Santo Domingo era muy grande y habitaban en ella más de cien personas de la clase de artesanos y gente pobre, desde que se abría a las seis de la mañana la puerta, hasta las diez de la noche en que se cerraba, el entrar y salir de toda clase de personas, en trajes diferentes, según su condición, no tenía término; así, sin llamar la atención, pudieron entrar a la vivienda de La Palomita cinco de los más resueltos de la banda del tuerto Cirilo y él, a la cabeza, como jefe y director del asalto. Allí permanecieron en silencio hasta un poco después de las doce de la noche. Ya sabían que no había en la casa más que doña Dominga, su marido, la cocinera vieja e Inocencia, que se recogían temprano y dormían profundamente desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana, hora en que tomaban su chocolate y su vaso de agua destilada. En cuanto a la portera, porque no había portero, se encerraba a las diez en el cuarto bajo y dormía hasta las seis, en que abría el zaguán. De las escaleras de mano que llevó entre sus muebles La Palomita para poder subir a tender su ropa en la azotea, una la aplicaron a al pared y otra la subieron para servirse de ella. El material que llevaba para el ataque consistía en cuerdas gruesas y delgadas, pañuelos ordinarios de algodón, una colección de ganzúas, unas tenazas, cuatro o seis mordazas y un par de puñales muy afilados cada persona.
Doña Dominga, como tenía de costumbre, se estuvo platicando hasta las nueve con las hermanas de don Pedro Martín, a quienes visitaba frecuentemente cuando estaba en México, y su marido jugando su ajedrez en el Café del Águila de Oro. A las nueve y media de la noche se reunieron en su casa, cenaron su arroz de ollita, sus lomos de carnero asado y sus frijoles refritos, y a las once ya estaban los dos muy abrazados en la cama, donde no tardaron en dormirse profundamente. Cerca de la una de la mañana, el marido se incorporó y despertó a su mujer.
—¡Dominga! —le dijo con las quijadas temblorosas—. ¡Pasos en la azotea!… ¡Escucha!
—¡Quita allá y déjame dormir! Siempre estás creyendo que anda gente, cuando son los gatos… Ya sabes, es la época… y hacen un ruido como si los techos fuesen a caer.
Nada hay tan aterrador para las familias de México como los pasos en la azotea en el silencio profundo de la noche. A los pasos en la azotea sigue el robo y muchas veces la muerte. Yo recuerdo que cuando era niño no había semana en que no hubiese en la casa en que vivía, pasos en la azotea, que nos dejaban a todos helados de terror. Muchos años después, a la segunda ocasión que hubo pasos en la azotea de la casa de la Calle de Santa Clara, que yo habitaba, apagué las luces, y cuando los ladrones amarraban un grueso cordel a la cabeza de la canal, les disparé un tremendo balazo con mi fusil de munición de guardia nacional, y no aparecieron más; pero hecha esta digresión, volvamos a la casa de doña Dominga.
Pasaron diez minutos, ésta se había incorporado; el marido casi estaba sin resuello.
Pasos acompasados y solemnes como los del convidado de piedra se escucharon de nuevo.
—¡Sí, en efecto, son pasos en la azotea! —dijo doña Dominga—. ¿Si nos querrán robar?
—¿Está cerrada la azotehuela? —preguntó el marido.
—¡Sí —respondió ya muy asustada— pero se me olvidó poner la tranca!
—¡De seguro nos roban y nos matan esta noche, Dominga!
—¡Espera, escucha, hay ruido en la azotehuela! ¡Están forzando la puerta!
—¿Y el comedor está cerrado?
—¡Abierto, abierto!
—¡Santo Dios! ¡Nos matan esta noche!
—¡Levántate! —le dijo temblando doña Dominga—. Abre el balcón y grita al sereno.
El cuitado marido hizo un esfuerzo, saltó de la cama al parecer con mucho ímpetu, pero en la mitad de la sala se le doblaron las rodillas y cayó sin poder levantarse.
Doña Dominga descendió a su vez de la cama, temblando, y a tientas trató de reunirse con su marido; pero tropezó con un mueble y cayó también, porque sus rodillas flojas no la podían sostener.
La vidriera se abrió con estrépito, y el tuerto Cirilo, con un farolillo en una mano y un largo puñal en la otra, se introdujo en la recámara dirigiéndose a la cama, que encontró vacía. Pensó, naturalmente, que los esposos, habiendo oído el ruido que hicieron al forzar la puerta de la azotehuela, habían acudido al balcón a pedir socorro y era necesario impedir esto. Registró con la dudosa y escasa luz de su farol la pieza y no encontró a nadie. Penetró resueltamente a la sala y tropezó con doña Dominga, y a poca distancia con el marido. El miedo les dio fuerzas para arrodillarse ante el bandido sin poder articular palabra, pues que se les aflojaron las piernas y se les trabaron las quijadas.
El tuerto Cirilo y dos más que lo seguían no estaban pintados con sebo negro, sino que tenían unas narices disformes de cartón con erizados bigotes de pelos de cochino, que les daban un aspecto siniestro que aumentó el pánico del infortunado matrimonio.
—¡Vaya, levántense y no sean collones! —les dijo el tuerto Cirilo—. Nada se les hará si no arman escándalo y dan las llaves.
Doña Dominga, un poco animada con esta promesa, se puso en pie y al hacerlo pisó su camisa de dormir, rompióse la jareta y la ropa cayó al suelo, dejando a la virtuosa señora en el traje primitivo de nuestra madre Eva, menos las hojas de higuera. El tuerto Cirilo alumbró y recorrió la luz por todo el cuerpo de doña Dominga, y él y sus dos compañeros se recrearon un momento con este espectáculo, pues es menester decir, en obsequio de la señora, que pudo más el pudor que el miedo, pues levantó su camisa, se cubrió y corrió a la recámara a refugiarse en su cama.
—Para lo vieja que es —dijo el tuerto Cirilo— no parece tan de lo peor; pero no venimos a eso, que bastante tenemos en nuestra casa. Adelante, y a concluir pronto.
Fuéronse a donde estaba el marido sin movimiento, lo levantaron en brazos, lo llevaron a la cama, lo acostaron junto a su mujer, y con los cordeles que ya llevaban preparados, los amarraron uno contra otro, de modo que no pudieran mover ni pies ni manos. Encendieron en seguida las velas de una pantalla; uno se quedó con puñal en mano vigilando al matrimonio, y el tuerto Cirilo con su compañero, entraron con un farolillo en la mano a las demás piezas de la casa, que no eran muchas, y no encontraron nada de particular. Buscaban a las criadas, que encontraron en la cocina.
Inocencia y la cocinera no sintieron los pasos en la azotea, pero despertaron al ruido que hicieron los ladrones al romper la cerradura de la puerta. Cuando entraron Cirilo y sus dos compañeros, con la vacilante luz del farolillo vieron encima de ellas las caras con las disformes narices y los bigotes erizados, y prorrumpieron en estrepitosos gritos de horror.
—¡Misericordia! ¡Misericordia! ¡No nos maten, señores ladrones; nosotras somos unas pobres criadas!… ¡Piedad, por la Santísima Virgen de los Dolores! —y seguían gritando más fuerte cada vez que los ladrones las amagaban con los puñales.
No hubo medio de hacerlas callar, y era un peligro, pues podían oírse los clamores en la vecindad. En menos de cinco minutos las amarraron fuertemente, les rellenaron la boca con los trapos de la cocina, les envolvieron la cabeza y cara con unos pañuelos ordinarios, y descendieron rápidamente la escalera, por si acaso los gritos hubiesen despertado a la portera. Todo estaba oscuro, silencioso y tranquilo; la portera nada había escuchado y dormía. Uno de los ladrones, puñal en mano, quedó de guardia en el patio, y los demás volvieron a subir.
—¡Vengan las llaves y señalen dónde está el dinero! —dijo el tuerto Cirilo al matrimonio que, temblando, esperaba de un momento a otro ser asesinado.
—¡Prometo darles cuanto tenemos, con tal de que no nos quiten la vida! Las llaves están debajo de la almohada y en la cómoda están el dinero y las alhajas.
El tuerto Cirilo, sin responder, metió bruscamente las manos debajo de la almohada, retiró un manojo de llaves pequeñas, se dirigió a una gran cómoda de caoba y no tardó en avenir una de ellas a los cajones y abrirlos.
Encontró en unos canastillos de chaquira algunas monedas de oro y algunos pesos en plata menuda, que eran destinados al gasto diario de la casa. En los otros cajones encontró rosarios de perlas y de corales, libros de misa, pañuelos y algunos otros objetos de poca importancia.
—¡No es eso, vieja maldita! —le gritó Cirilo—. ¡Te voy a hundir este puñal si no me das la llave que necesito!
—¡Ninguna otra llave tengo, lo juro, ni hay más dinero en la casa! —contestó doña Dominga—. Se lo juro por los cinco señores…
—¡Por los cinco demonios que te van a llevar al infierno en este instante! —y el tuerto levantó el brazo armado de un puñal muy agudo de una tercia de largo.
Doña Dominga dio un grito como si hubiese recibido una puñalada, y dijo:
—¡Daré la llave, la daré, pero no me maten!
—¡Venga la llave, pronto; venga la llave y no hay que gritar!
El marido tenía las quijadas trabadas y no podía articular una palabra; pero el temblor de su cuerpo era tan fuerte, que sacudía a su mujer, contra la cual estaba amarrado, y hacía rechinar la cama.
—¡En el seno de la Dolorosa que está en la rinconera está una llave muy pequeña, ésa es!
El tuerto Cirilo tomó una vela, abrió la puerta del nicho, rasgó la vestidura negra de una pequeña virgen, y cayó una llavecita de plata. Sin decir ya una palabra, se dirigió a la sala, y entre él y otro descolgaron un gran cuadro que contenía una imagen de la Virgen de Guadalupe. Doña Dominga, que desde la cama veía esto, dio un grito ahogado y perdió el conocimiento.
El tuerto Cirilo, alumbrando bien la pared con la luz y pasando suavemente la mano por el tapiz de papel, encontró al fin un pequeño agujero, metió la llave, le dio dos vueltas y se abrió una alacena tan perfectamente disimulada, que de día claro no se hubiese podido reconocer. La alacena estaba llena de ropa blanca, de zapatos, de sombreros, de retazos de todos colores, y todo al parecer del uso diario de una casa. Cirilo sacó con impaciencia el contenido y regó la sala con todos los trebejos, quedando vacía y limpia la alacena, y volvió a la sala.
—¡Vieja avarienta, nos ocultabas tu tesoro, y debes dar gracias a la Virgen de Guadalupe que no te matemos por embustera! Levántate y ven a abrir el secreto de esta trampa, que detrás deberá estar la morralla; ya verás lo que te pasa si no encontramos nada.
Cirilo desató a doña Dominga, la tiró con fuerza de un brazo, y la pobre mujer, en camisa, fue a enseñar el secreto, que, por cierto, no consistía más que en una corredora. La pequeña y fingida alacena salió con facilidad con sólo oprimir un botón y se descubrió un agujero oscuro. Cirilo aplicó la vela; allí estaba el tesoro. Sacaron cinco talegas de pesos y se llenaron las bolsas, hasta no caberles más, de oro, de onzas, medias onzas y escuditos. En cuanto a la plata, después de consultarse entre sí, en el idioma figurado con que se entienden los ladrones en todos los países, resolvieron dejarla y sólo tomaron unos puños de pesos para regalarlos a La Palomita. Volvieron a meter las talegas en el secreto, hicieron que doña Dominga metiese la ropa y lo que estaba esparcido en la sala, colgaron el cuadro de la Virgen de Guadalupe, se guardaron la llavecita de plata, volvieron a amarrar más fuertemente a doña Dominga y al marido, apagaron las luces de la pantalla y se marcharon por donde habían venido, retirando su escalera.
Pasaron la noche en la vivienda de La Palomita platicando, contando el dinero que había robado y acomodándolo en pedazos de trapo, pero con el mayor silencio, y a la mañana siguiente, cuando abrió la casera y comenzaron a salir los artesanos a su trabajo y a entrar la cebera, la melcochera, la india de las venas de chile, los aguadores y los vendedores de tapabocas, fueron esquivándose los amigos de La Palomita uno a uno, vestidos como cualquiera de los de la vecindad, llevando en la bolsa sus ordinarias narices de cartón y enredados a raíz de la cintura los cordeles sobrantes. La Palomita recibió su regular ración, salió, como de costumbre, a barrer su pedazo de corredor y en seguida cerró su puerta, y con su canasta en el brazo salió a hacer su mandado.
Entre tanto, la portera de la casa de doña Dominga también abrió la puerta como de costumbre y salió a barrer y a regar la calle; pero viendo que eran cerca de las diez y que la cocinera no bajaba para comprar la leche y los huesitos de manteca para el desayuno, entró en cuidado, subió, encontró cerradas las puertas que daban al corredor, y comenzó a llamar a sus amos, los que de adentro respondieron con gritos desgarradores. Atados fuertemente el uno contra el otro, marido y mujer, y en una misma postura desde las dos de la mañana en que acabó la función, se les habían dormido las piernas y los brazos, materialmente ya se morían.
La portera descendió, y lo primero que se le ocurrió fue llamar al tendero de la esquina, el que se prestó a venir acompañado de dos de sus dependientes provistos de martillos, hachas y barretas, por si fuese necesario derribar las puertas. Poco se necesitó para abrir una. Penetraron en la habitación, y encontraron a los esposos presa de los más crueles sufrimientos; al marido, que estuvo en silencio toda la noche, se le habían compuesto las quijadas y gritaba como un desaforado. Fueron inmediatamente desatados (y fue necesario cortar con cuchillos los cordeles, pues tantos nudos así tenían) y, vestidos marido y mujer, comenzaron a referir el lance y a recorrer las piezas de la casa para saber la suerte que habían corrido Inocencia y la cocinera. Las encontraron en la cocina amarradas, les quitaron los pañuelos paliacates con que tenían envuelta la cabeza, sacaron aprisa los trapos que rellenaban su boca; todo en vano. Inocencia y la cocinera estaban muertas.