XIX. Aventuras de los tres reclutas

Se acercó el cabo Franco, y su mano se tiñó con la sangre caliente que brotaba de una herida que tenía en la cabeza cerca de la frente el desgraciado.

—¡Maldita sea mi estampa! —gritó metiendo mano a sus cabellos y arrancándoselos con rabia—. He matado al capitán. Soy un bruto y un salvaje. Seguramente dejé una bala en alguno de los cartuchos, y debe ser el tiro de Juan el que le ha pegado, pues estaba precisamente en línea recta, y estos reclutas, que no saben ni disparar, han aprovechado el único cartucho que tenía bala, pero… yo soy el recluta y el que tengo la culpa. ¿Qué voy a decir al coronel?…

Se acercó más, tentó y registró el cuerpo de Robreño. No tenía más que esa herida; su corazón latía y su respiración no era trabajosa. El cabo Franco recogió su kepí, que había votado al suelo, y llamó a Juan el recluta.

—Mira, Juan, entre tú y El Emperador, que sois mozos fortachones me cargan con mucho cuidado al capitán, que todavía respira y que es necesario que salvemos; caminen a la casa del cura. Ya los sigo.

Mandó retirar al cuartel el resto del pelotón, y Juan y El Emperador, que en efecto tenían unas fuerzas de Hércules, levantaron con cuidado y facilidad, como si fuese una pluma, al capitán herido, y se encaminaron a la parroquia, mientras Franco corrió a su alojamiento y tomó del botiquín las vendas y medicinas que creyó más propias e indispensables para la primera curación. Era ya práctico en la cirugía, pues frecuentemente, después de una acción, ayudaba a los médicos y practicantes del regimiento.

Las campanas de la pequeña torre de la iglesia tocaban el alba, el sacristán abría las puertas de la iglesia y preparaba los altares y ornamentos para la misa de cinco, que tenía costumbre de decir el cura y a la que acudían la mayor parte de las gentes del pueblo.

El cabo Franco, sin ceremonia, se introdujo en la iglesia, seguido del Emperador y de Juan, que sostenían el cuerpo de Robreño, el uno de la cabeza y espalda, y el otro de la cintura y piernas, colocado de tal manera que parecía que le habían formado con sus brazos una hamaca. Siguió el grupo por la sacristía, y de allí hasta la sala del curato, donde encontraron ya al cura dispuestos a bajar y decir su misa.

El cura era un viejo clérigo de cosa de sesenta años, corrido de mundo en su juventud, sabio, bueno, caritativo y filósofo en su mayor edad. Había visto muchas y extrañas cosas en las revoluciones y en la política; conocía íntimamente a Valentín Cruz, a Baninelli, a este general, al otro coronel, a muchos jefes, en fin, que habían pasado o estacionádose en el pueblo de Mascota, donde llevaba cerca de doce años de ser cura. Ningún asombro le causó ver entrar al cabo Franco seguido de los soldados que conducían un herido. Había escuchado entre sueños tiros de fusil lejanos, que tampoco llamaron su atención. Pensó que se había acercado alguna partida de pronunciados y que todo se había reducido a una escaramuza, puesto que en la plaza y en las calles cercanas había silencio y tranquilidad y los vigías de la torre no habían dado aviso con ciertos toques de campana que había ordenado el comandante de las fuerzas.

—En mi cama, en mi cama. Ésa es la caridad y es mi deber —le dijo al cabo Franco, antes de saludarlo y de preguntarle por qué llevaba allí al herido, teniendo en el pueblo cuartel y hospital militar.

El mismo cura retiró un colchón, sacó de un ropero almohadas y ropas de cama, y Juan y El Emperador colocaron cuidadosamente al herido y se marcharon a una señal que les hizo su jefe.

—Me voy a confesar con usted, señor cura, pues lo que voy a decirle es bajo el sigilo de la confesión, y entonces comprenderá por qué no he conducido a este capitán, que creo gravemente herido, al cuartel o al hospital de sangre, y he venido, pasando por la iglesia, a depositarlo en la casa de usted, más bien a entrégarselo, y ya traeré, luego que le haya hecho la primera curación, su caballo, sus armas y su ropa. Todo es un secreto.

Refirióle lo que sabía de más señalado e importante de la vida de Robreño, especialmente el lance de la ejecución de justicia que acababa de pasar, explicándole que su jefe, el coronel Baninelli, se había encontrado entre su deber de cumplir la Ordenanza y sus sentimientos de amigo íntimo, y que habiéndosele confiado la ejecución, él había creído adivinar la idea dominante de su jefe, de cumplir con la fórmula fusilándolo y salvándole realmente la vida, y que la herida era causada por una bala que inadvertidamente había quedado en un cartucho.

—Haga usted de cuenta, señor cura, que me he confesado con usted; pero lo que importa en este momento es curarlo; algo entiendo en esto, haciendo años que soy militar y he practicado con los médicos, cuando las circunstancias me lo han permitido.

Con asombro y duda escuchó el cura esta extraña narración, y tan pronto se le paseaba por la cabeza que era una venganza política, como se inclinaba a creer un rarísimo acto de clemencia. Para el cura, Baninelli pasaba por uno de tantos militares atrabiliarios que cuentan por nada la vida humana y están familiarizados con las desgracias y la sangre; pero dejó para más tarde ampliar en su mente estas reflexiones, y dijo al cabo Franco:

—Pierda usted cuidado, que lo que me ha contado será como si lo hubiese encerrado en una tumba; serviré a este infortunado como si fuese yo su padre; porque efectivamente debo ser el padre de los necesitados y desvalidos; pero dejemos por ahora todo esto, que ya bastante sé, y procedamos a la curación.

Juan Robreño respiraba; a pesar de lo tostado por el sol, se notaba la palidez de su semblante, y su desmayo se parecía un poco a la muerte.

El cabo Franco creyó de pronto que no duraría media hora; pero lavó la cara y los cabellos del paciente con agua fresca y con alcohol, y notó que la herida no era grave. La bala había seguido la curva del cráneo sin fracturarlo, y sólo había un surco sin carne ni cabellos. Lavó la llaga, le aplicó ungüento y vendas, y seguro de que Robreño no moriría, se marchó recomendándolo al cura, porque escuchó el toque de diana.

Baninelli no había dormido en toda la noche, y oyó los tiros. Temía que el cabo Franco no hubiese comprendido bien sus órdenes y estaba inquieto.

—Ninguna novedad, mi coronel —le dijo siguiendo sus antiguos hábitos de soldado—. El capitán ha sido fusilado a las cuatro y media de la mañana como usted mandó.

Baninelli se lo quedó mirando fijamente.

—Entendido, mi coronel. Una herida leve, por inadvertencia; no es nada. En una semana estará bueno. Lo entregué al cura.

—Bien —le contestó Baninelli—. Tenemos que marchar dentro de una hora. Acabo de recibir un extraordinario de México.

—Listo, mi coronel, a la vanguardia, como siempre.

Acabada la diana, Baninelli mandó dar el primer toque de marcha. El cabo Franco llevó a la casa del cura el caballo, las armas, la tagarnina y una bolsita de seda llena de oro. Robreño no había vuelto en sí; pero en su rostro era fácil reconocer que la curación le había hecho provecho.

—Señor cura, le entrego a usted a un hombre que ha muerto para el mundo; cuando resucite, que resucitará, tomará un nuevo nombre, inventará parientes o no los inventará, nadie lo perseguirá ya; pero tampoco nadie lo reconocerá. Es lo más singular que he visto en los años que tengo de vida y de servir en la carrera de las armas. Usted, señor cura, lo auxiliará, le dará sus consejos. Si sigue mal, haga que lo vea el médico más cercano. Con el oro que hay en este bolsillo sobra para sus gastos y su curación, porque vivirá, y mucho que sí; es como yo, fuerte, robusto y habría aguantado bien los siete balazos. Yo me marcho con la tropa; dejamos al pueblo tranquilo, que se alegrará al ver que nos alejamos, quizá para no volver.

No daban las siete de la mañana cuando el cabo Franco a la vanguardia, y Baninelli con sus infantes, caballos y comisaría, ambulancia y trenes, salían de Mascota rumbo a Zacatecas.

Cada día, como hemos dicho, era mayor el afecto que el cabo Franco tenía por los tres reclutas. Su exactitud en el servicio, su aspecto ya casi marcial, el buen humor que tenían siempre y la robustez y fuerza muscular, le llamaban mucho la atención. Caminaban siempre a su lado; mandando alternativamente la descubierta, los ocupaba como escuchas y exploradores, y para estos servicios les había dado caballos, de los muchos que recogían a título de requisición en las haciendas y pueblos por donde transitaban.

Juan ni remotamente podía sospechar que había fusilado a su padre, que la bala que lo hirió era de su fusil y que lo había llevado en sus brazos hasta la casa del cura de Mascota; pero estas escenas le causaron una impresión quizá todavía más profunda que la del asesinato de Tules. Esta memoria, como un corolario preciso, le traía la de la pobrecita trapera que lo libró de las mordidas de los perros; la de la trajinera Cecilia, que lo recogió; la del sabio abogado don Pedro Martín, que lo escondió en su casa, y no hay para qué decir que Casilda bailaba siempre en su imaginación, mezclándose, viniese o no al caso, en todas estas escenas. La afección y el buen modo con que lo trataba el cabo Franco lo consolaba, y, no obstante la fatiga de la campaña, se consideraba feliz; pero temía que cambiase de suerte, porque siempre que llegaba a conformarse con la vida y a sentirse bien relativamente, venía un suceso inesperado a cambiar su existencia. Espiridión y El Emperador, como le decía el cabo Franco a Moctezuma III, lo querían también, estaban frecuentemente juntos, y no pudiendo aspirar a más, se consideraba dichoso de continuar en la carrera militar. Así iba pensando cuando salieron de Mascota y caminaban por las ardientes y tortuosas calzadas rumbo a Zacatecas.

Las marchas y contramarchas de la brigada ligera de Baninelli fueron idénticas a las que ya hemos descrito. Bagajes, alojamientos, raciones; por aquí cogen un caballo, por allí una mula, dejando en el camino las bestias cansadas o lastimadas con el mal trato de los arrieros. Unos alcaldes eran hostiles y negaban a la brigada todo género de auxilio; otros, que eran partidarios del Gobierno, exprimían a los vecinos y daban a la tropa más de lo que necesitaba y pedía. Así pasaron muchos días sin que Baninelli pudiese alcanzar un resultado final. Valentín Cruz huía, aumentando o disminuyendo sus fuerzas, sin hacer alto sino unas cuantas horas, y sin presentar batalla, lo que ocasionaba una fatiga inútil a la brigada, que cada día iba a menos por la deserción y por la absoluta falta de recursos, que no podía remitirle el gobierno a pueblos pequeños, donde el comerciante más rico no tenía quinientos pesos juntos.

Valentín Cruz, a su paso, como si fuese un pequeño Atila, no dejaba ni yerba, de modo que cuando Baninelli llegaba, apenas tenía unos cuantos sacos de haba seca o de frijoles, para dar un escaso rancho a la tropa. El que no conozca al soldado mexicano apenas podrá creer cómo con escasísimos alimentos, puede caminar por senderos ásperos y quebrados diez o doce leguas diarias, y, si se ofrece, batirse con brío y denuedo como si acabase de comer bien y echar buenos tragos de aguardiente. Sin embargo, el sufrimiento humano tiene sus límites, y la brigada de Baninelli no podía ya más, lo que causaba que su jefe estuviese de un humor de todos los diablos. Nadie más que el cabo Franco se atrevía a hablarle y era bien recibido, y vamos a explicar el motivo de esta preferencia. En primer lugar, Franco era el niño mimado del coronel; pero no era eso lo principal, porque con todo y ello solía Franco aguantar terribles tempestades de rayos y centellas, de las que no hacía caso, pues pasaban con la misma rapidez con que venían, sino los cuidados y mimos de que disfrutaba el coronel, a pesar de la desolación de los pueblos por donde transitaban. El cabo Franco hacía dos o tres años que había adquirido una alhaja de inestimable precio. Esta alhaja era una cocinera. Mujer de más de cuarenta años, fea hasta no producir tentación alguna ni en campaña, pero robusta, sin ser gorda, muy limpia hasta donde se lo permitía su escaso equipaje y el polvo del camino, y, sobre todo, activa y de inagotables recursos para sacar partido de las malas situaciones. Caminaba con la brigada en un caballo robusto y cuidado con esmero por ella misma; con la cara envuelta en un pañuelo de modo que apenas se le veían los ojos; con un ancho sombrero de petate con su barboquejo para que no se volara; con su jorongo embrocado y rodeada de cacerolas y cubos colgados en la silla. No se cuidaba si estaba cerca o lejos del enemigo; entraba la primera a los pueblos y se dirigía a la mejor tienda o a la plaza, si era día de tianguis. Compraba lo necesario con dinero al contado, y en el acto, en un cuarto o patio del mesón, o en la plaza debajo de un árbol, o donde encontraba sombra, descendía con facilidad y presteza, descolgaba del caballo, como si fuese un tinajero, su batería de cocina y disponía lo necesario para un buen almuerzo o comida, según la hora en que se vencía la jornada. Mientras se encendía el fuego, se calentaba el agua y se cocían las legumbres que había adquirido y, si no las había, los garbanzos, arroz y frijoles, acomodaba su caballo en algún corral, lo limpiaba, lo hacía revolcar, le daba agua y lo dejaba en el pesebre, bien provisto de hojas de caña o de cebada, y cuando no había otra cosa, de zacate o de paja. Se daba el título de Cocinera Mayor del General en Jefe, y echaba con profusión pesos y pesetas en el mostrador; todos, como quien dice, se quitaban el sombrero delante de ella y la servían al pensamiento. La riqueza y, podría decirse, opulencia relativa, prevenía de que desde que el cabo Franco ascendió a capitán, era la depositaria de los haberes de la compañía; llevaba la cuenta con mucha exactitud con granos de maíz, y por mucha que fuera la falta de haberes, siempre tenía en caja más de cien pesos. Cuando, no obstante el dinero en mano, no encontraba nada para su cocina, se metía en los sembrados de parte de Dios, que puede más que nadie. Cosechaba calabacitas, quelites y verdolagas en las milpas, y de los corrales extraía por entre las cercas de palo o por encima de las de piedra, dos y hasta cuatro o seis gallinas por medio de un aparato de su invención. Ataba bien a la cuerda un pedazo de carne y la lanzaba en medio del corral. Las gallinas acudían, y tragaba la carne con todo y cuerda la polla más lista y más gorda. Entonces Micaela, que así se llamaba esta excelente mujer, tiraba suavemente, atrayéndose a la gallina, y así que la tenía a mano le torcía violentamente el pescuezo. Si el tiempo se lo permitía y no era observada, repetía la pesca, y así se retiraba con tres o cuatro de las mejores gallinas sin que costaran ni un tlaco, regresando a su lumbre, que estaba ya bien encendida y el agua hirviendo en las ollas.

Cuando la tropa, cansada y hambrienta, apenas tenía por todo rancho arroz sin sal, cocido en agua tibia, habas duras y unas cuantas tortillas frías untadas con chile, Baninelli almorzaba un arroz blanco con ajo, unos frijoles bien fritos y una gallina cocida con una buena salsa de tomate, debido esto al cuidado de Micaela. Cuando terminaba su colación el coronel, seguía el banquete del cabo Franco, en el que se encontraba jamón, mantequilla, chorizos fritos, gallina guisada, quesadillas de flor de calabaza, comprado o adquirido por la astucia de la excelente cocinera. Mal que bien caminaron así nuestros amigos, siempre con ánimo esforzado y deseando por la noche encontrar al enemigo, al día siguiente batirse con él y terminar gloriosamente la campaña; pero no fue así, y sus deseos y su bizarría eran completamente ineficaces; las marchas del enemigo eran tan rápidas, que por más esfuerzos que hizo la vanguardia de Baninelli, jamás lo pudo alcanzar, y en los mesones y posadas dejaban los pronunciados escritas con carbón en las paredes atroces insolencias contra las tropas de línea y el gobierno de Jalisco.

Uno de tantos días la jornada fue difícil y fatigosa. Lomas erizadas se sucedían unas a otras; interminables subidas y bajadas a la caballería; una que otra mota de yerbas malsanas de un verde tirando a negro, seguramente venenosas, pues las mulas de carga las olían y se apartaban sin querer morder ni una yerba; polvo, calor y sed devoradora. El terreno se prolongaba así, monótono y triste, hasta un horizonte que parecía interminable, pues mientras más se caminaba más se alejaba, sin cambiar su incansable uniformidad. Baninelli estaba furioso; cualquiera que se le hubiese presentado, con excepción del cabo Franco, lo hubiese mandado fusilar.

Así, andando, subiendo y bajando, se acabó la tarde y vino la noche calurosa y negra, sin que se vislumbrara ni la luz de una ciudad ni la fogata de una cabaña. Hombres y caballos caían cansados en aquel polvo blanco y ardiente, y el cabo Franco y los reclutas confesaron que, si dentro de una hora no encontraban un pueblo o una hacienda, no continuarían más aunque el coronel Baninelli se lo mandase. Era una rebelión completa, causada por el hambre, la sed y el cansancio. Por fin, y cuando menos lo esperaban, se encontraron en la plaza de una población que, por el aspecto de aquélla, de la iglesia que estaba enfrente y de las casas que la rodeaban, parecía ser de alguna importancia; pero esa población estaba desierta. Encontró la brigada alojamiento de sobra, porque todas las casas, sin excepción, estaban abiertas y abandonadas; pero ningunos víveres ni recursos. La única tienda, vacía completamente. La cocinera Micaela agotó sus recursos e industrias, que nunca le faltaban, sin poder encontrar ni una mazorca de maíz, ni una legumbre, ni un puñado de chícharos, ni una gallina que pescar. Esa noche los soldados, que no habían comido al medio día, no tuvieron ni una tortilla que cenar en la noche, y Baninelli, el cabo Franco y los tres reclutas tuvieron que conformarse con unos mendrugos de pan duro que Micaela había guardado para espesar y condimentar las salsas. Después de buscar agua por todas partes, dieron con un pozo que tenía su cubo de cuero y su larga cuerda pendiente de una garrucha y pudieron extraer a la profundidad de cincuenta varas un agua clara, pero salada al punto que produjera náuseas a los que la bebían con avidez y a poco dolores y descomposición de estómago.

El cabo Franco tuvo que arengar a su vanguardia:

—Muchachos, no hay que rajarse ni beber más agua. Mañana encontraremos qué comer y el agua de un río. Yo he andado otra vez por estas malditas tierras. ¡A dormir!

Baninelli ni bebió un trago de agua ni quiso comer los mendrugos duros que le presentó Micaela. Echó a la cocinera y al cabo Franco unos cuantos ternos, se envolvió en su capotón militar y, como última palabra, dijo:

—Si alcanzo a Valentín Cruz no le doy ni cinco minutos. A las tres de la mañana el primer toque, a las tres y media el segundo y a las cuatro en marcha.

El cabo Franco y los tres reclutas se repartieron como hermanos dos tortillas duras y un pedazo de cecina, y pudieron, a fuer de la fatiga que los tenía hechos pedazos, dormir un par de horas.

A las cuatro y cuarto la brigada estaba en marcha por senderos todavía más difíciles y ásperos que los del día anterior. Por fortuna encontraron los exploradores un charco de agua rodeado de árboles, y allí sestearon, agotaron el agua hasta el grado de chuparse el lodo; pero esto les dio la vida y pudieron llegar también, ya de noche, a un pueblo que encontraron igualmente abandonado. Micaela se echó en busca de gallinas, de carneros y de legumbres. Nada: las chozas vacías; los campos secos y con rastrojo de la reciente cosecha, de modo que los caballos y las mulas fueron los mejores librados. Aguas frescas en abundancia de un arroyo cercano, que se derramaba y se perdía en el agujero de un río subterráneo. Concluyó Micaela por encontrar en un jacal un depósito de mazorcas de maíz y oyó gruñir a un desgraciado cochino que estaba encerrado en el corral inmediato. Ya los soldados habían escuchado este gruñido, que para ellos era la vida, pues llevaban treinta y seis horas de ayuno. Sin cuidarse de la disciplina y sin temor a la severidad de Baninelli, se habían desbandado, hecho pedazos la cerca del corral y precipitándose sobre el cochino dándole sablazos, bayonetazos y puñaladas hasta hacerlo un picadillo, a pesar de los gritos desgarradores del infeliz animal. Micaela pudo traerlos a la razón prometiéndoles guisar el cochino y aprovechar hasta la última gota de su sangre. En efecto, cargaron dos soldados con el animal, hasta el campamento de Micaela, la que hizo una buena lumbrada y, rodeada de cacerola, antes de dos horas había hecho tantas y tan sabrosas preparaciones, que bastaron para saciar el atrasado apetito de los hambrientos militares. En un jacal había encontrado un soldado sal y jitomates. El Emperador, que con calma recorrió una a una las chozas, ajos y unas bolsas de masa de maíz preparadas el día anterior, con las que pudieron hacerse tortillas. El Emperador fue aclamado por toda la brigada, y mereció el honor de ser llamado por Baninelli y de una sonrisa, pues el jefe, ante un rimero de tortillas calientes y un trozo de tocino asado, había desarrugado el ceño.

—Ya le haremos pagar muy caro a Valentín Cruz estos trabajos. Cuento contigo, Emperador, y si continúas portándote bien, pronto serás capitán como el cabo Franco.

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