XX. Derrota del cabo Franco

Al salir la brigada del pueblo, o más bien dicho, de la ranchería, donde por una gran fortuna les dio materialmente la vida el desgraciado cochino que fue víctima del furor de más de doscientos soldados hambrientos, atravesó ya con buen ánimo un cañón fresco, pues corría en el centro un arroyuelo paralelo clarísimo, y mariposas y pájaros volaban y casi cubrían el ramaje de las plantas silvestres. Un hombre, sudando como si acabase de salir de un baño de vapor y con el caballo que apenas podía andar, no obstante tener los ijares destrozados y chorreando sangre, se presentó al coronel Baninelli. Era un extraordinario del gobernador de Jalisco. El correo traía en la suela de unos gruesos zapatones un pequeñísimo papel que el coronel desenrolló y leyó:

Está usted rodeado de enemigos y va a caer en una emboscada al salir del Cañón de Cinco Señores. Si no tiene mucho cuidado y si las tropas no se baten hasta morir, será usted derrotado y perdido para siempre. Ánimo, compañero, y decisión para exterminar de una vez a los bandidos.

Baninelli llamó al cabo Franco y al Emperador, les enseñó la comunicación del gobernador y les dio sus instrucciones. La brigada toda, que caminaba en desorden, se organizó a las voces de mando de su jefe como si tuviese ya el enemigo al frente, y así caminó todo el día sin comer, y al caer la tarde salió sin novedad del Cañón de Cinco Señores sin haber visto a alma nacida. Cerca de las nueve de la noche, entró en un pueblecillo que, a primera vista, presentaba el mismo aspecto que los anteriores. Se estableció de pronto el campamento en medio de una plazoleta, y Micaela, el cabo Franco y El Emperador fueron los primeros en explorar los jacales que partían en línea recta de la plaza y formaban una larga calle que terminaba en una capilla y dos casas de alto y de piedra con unos miradores o jaulas de madera avanzadas como una vara sobre las fachadas. Eran el curato y la casa municipal, cerradas, sin una luz en los balcones, silenciosas, como si nadie viviese en ellas. A su regreso por la angosta calle, escucharon ya en una choza, ya en otra, gemidos dolorosos como de personas que han sido heridas y se figuraron que Valentín Cruz había atacado la población, y que, resistiéndose los habitantes a darle dinero o víveres, los había maltratado. No quisieron entrar en aquellas oscuridades, donde podrían muy bien haberse ocultado los enemigos; regresaron a la plaza y refirieron al jefe lo que habían visto. Baninelli dispuso que toda la noche estuviese la tropa sobre las armas, y él mismo, montado a caballo, rondó por las cercanías, hasta que amaneció. Hizo entonces un cauteloso reconocimiento. En la calle única de que hemos hablado, unas chozas estaban vacías, otras con dos o tres muertos, y en las más, gentes tiradas en el pavimento húmedo de tierra, retorciéndose, revolcándose y exhalando dolorosos ayes a causa de los calambres que les retorcían las piernas y brazos hasta darles la figura de esas columnas torneadas que llaman salomónicas. Se retiraban consternados de una choza y entraban en otra, donde se repetían las mismas escenas. Muchos de esos desgraciados parecía que habían hecho un esfuerzo para salir y buscar socorro, y faltándoles las fuerzas, estaban agonizantes en las puertas o muertos a poca distancia de su domicilio. Así caminaron hasta el curato. La iglesia estaba abierta, y en las gradas del altar mayor, el sacristán, oprimiéndose el estómago con las dos manos, y dando gritos cada vez que le atacaban los dolores y las náuseas. Subieron por fin al curato, y no encontrando a nadie que los recibiera, penetraron por las piezas de la casa hasta la recámara del cura, al que encontraron en cama, desfigurado y cadavérico; pero en un estado relativamente mejor que el de los demás que habían visto en las casas.

Luego que el cura vio a los que de rondón se introdujeron hasta su lecho, hizo un esfuerzo para sentarse y reclinarse en las almohadas. Baninelli, que era feroz y hasta inhumano en el calor de las batallas, después que terminaban era el primero en atender a los heridos, aunque fuesen del enemigo; infinidad de ocasiones él mismo los sostenía en sus brazos, mientras los cirujanos y practicantes les cortaban las piernas y los brazos. Con lo que había visto en el pueblo tenía ya motivo para estar disgustado; pero el espectáculo del viejo cura muriéndose en el abandono y aislamiento de una casa de paredes de adobe negro, sombría y medio arruinada, le impresionó, y casi inconscientemente tomó al cura por los brazos y lo ayudó a acomodarse contra la cabecera.

—No venimos a hacer daño alguno al pueblo, ni mucho menos a usted, padre cura; muy por el contrario, tenemos médicos y un botiquín bien surtido, y auxiliaremos a usted y a los pobres del pueblo.

—Creo que por misericordia de Dios he escapado ya —respondió el cura con una voz tan débil, que era necesario acercarse mucho a él para entenderlo— pues que ustedes han venido a salvarme. Lo que tengo ahora es hambre y sed. Creo que los habitantes del pueblo han huido o se han muerto. He agotado el vaso de agua que está en esta mesa, y no he tenido fuerzas para ir a la cocina a llenarlo. Agua, una gota de agua por el amor de Dios, que siento que me quemaré por dentro si no la tomo.

Juan, apenas oyó esto, cuando fue a la cocina y volvió con un vaso lleno de agua cristalina que el cura, a pesar de su debilidad, arrebató de las manos de Juan, lo apuró hasta la última gota y cayó en seguida en una almohada, como si en vez de agua hubiese tomado un tósigo. Baninelli y los que lo acompañaban creyeron que había expirado.

—Al menos murió —dijo Baninelli— después de haber saciado su sed.

El Emperador, sin que nadie se lo hubiese ordenado, bajó en dos brincos la escalera del curato y corrió a la plaza en busca de los médicos y de las medicinas.

Volvió con los practicantes y cargando el botiquín, antes de que Baninelli hubiese podido salir de la estupefacción que le causó el inesperado espectáculo de un pueblo convertido en un cementerio.

Pasó pronto la crisis que causó al cura el gran vaso de agua, y recobró las fuerzas con una copa de vino y unas pastillas sustanciosas que habla entre el surtido del botiquín, precisamente para dar fuerzas a los heridos después de las operaciones y en los casos en que hubiesen pasado muchas horas sin alimento.

Cuando ya pudo platicar, refirió a Baninelli que Valentín Cruz había pasado rápidamente hacía tres días por el pueblo, y que, enojado porque no se le dieron los recursos que pedía, se llevó preso al alcalde a pie, habiéndole robado el caballo que le mandó su hijo político; que al día siguiente de la salida de Valentín Cruz se había presentado en la mañana un caso de cólera morbo fulminante, y en la noche como cincuenta, de los que murieron más de la mitad. Los habitantes, presos del pánico, habían huido, dejando abandonadas sus casas y sus intereses del campo; que el sacristán y él, personalmente, hicieron cuanto su deber les ordenaba, asistiendo y consolando a los enfermos y enterrando los muertos para evitar el contagio; pero que, atacados ellos mismos de la enfermedad, ya no pudieron salir del curato, y suponía él que era la única persona viva que quedaba, puesto que el sacristán no se le había presentado.

Baninelli, que no necesitaba de la narración del cura, pues desde luego había comprendido que una terrible epidemia había invadido al pueblo, le ofreció que se lo llevaría en una ambulancia para no dejarlo perecer, y se dirigió a su campamento para ordenar la marcha inmediata. En el camino encontrarían algo de comer; pero, en todo caso, no era cuerdo permanecer en ese lugar apestado ni una hora más. Juan, El Emperador, el hijo de doña Pascuala y el cabo Franco, antes de seguir a Baninelli entraron a la cocina y bebieron jarros de una agua cristalina y fresca que estaba en un barril. Entraron a la iglesia; el sacristán había muerto. Su cara estaba azul como si la hubieran pintado de añil, y su cuerpo retorcido como un sacacorchos.

A su llegada a la plaza, donde, como se ha dicho, estaba el campamento, se enteró con espanto Baninelli de que más de cien hombres de su tropa habían sido atacados y cerca de la mitad estaba a punto de morir.

Micaela, la cocinera, llegó con unas mazorcas de maíz, un cordero, algunas gallinas y guajolotes que había encontrado en las casas abandonadas, y el cabo Franco, El Emperador y Juan, tomaron el rumbo del campo y volvieron a poco con un buey viejo y flaco. Baninelli suspendió la marcha, no queriendo dejar abandonados a los enfermos, y el rancho a mediodía, preparado por Micaela, no fue del todo malo.

La noche siguiente fue para Baninelli más terrible que cuantas había pasado durante los años de su carrera militar. Sus soldados, que sufrían las operaciones más crueles sin chistar y mordiendo un pañuelo, lanzaban, sin poderlo evitar, quejidos lastimosos con los calambres y se retorcían en el suelo de la plaza, empedrado con pedazos de peñascos agudos y filosos. Los que estaban buenos y ayudando a curar a los enfermos, repentinamente llevaban las manos a su estómago y caían en tierra. De los atacados del día anterior habían muerto cosa de cuarenta. Al salir la luz del tercer día, el espectáculo era horrible. La pequeña plaza estaba sembrada de muertos, y casi todos con las facciones contraídas y la piel de la cara, brazos y piernas de un color azul verdoso. Los que con las diversas medicinas que les aplicaban los médicos, más bien por hacer algo, pues nunca se ha sabido cuál es el mejor sistema para preservarse del cólera, y para curarlo, lograban algún alivio, eran conducidos contra la pared para que no cayeran a causa del hambre y de la debilidad. Juan, El Emperador y Espiridión, que hasta ese momento estaban sanos y fuertes, cargaban a los enfermos, les daban agua y una pequeña ración de vino e iban y venían de la casa del cura a la plaza para vigilar y prestar sus servicios en esa especie de línea militar que se había establecido. La disciplina, que necesariamente se relajaba durante el día, se restablecía en la noche, y con la tropa sana y disponible se montaba la gran guardia y hacían exploraciones más o menos largas para evitar una sorpresa. Baninelli no se decidía a continuar la marcha dejando abandonados a sus enfermos; pero, por otra parte, las defunciones continuaban; cada día era mayor el trabajo de Micaela y el del cabo Franco para proporcionarse víveres, y veía que iba a ser completamente derrotado por ese traidor y terrible enemigo invisible al que era imposible combatir.

Una noche oyeron tiros de fusil en las lomas medio boscosas que formaban por el lado del pueblo la salida del Cañón de los Cinco Señores. Baninelli y su tropa arrojaron un grito de alegría. Una acción contra las chusmas de Valentín Cruz era tal vez su salvación. El calor de la acción sería acaso el remedio contra la frialdad, que impedía la circulación de la sangre y que era uno de los síntomas del cólera; el humo de la pólvora se llevaría la peste y podrían, después de la victoria, continuar su camino y llegar a una población de más recursos y que no estuviese infestada, y de allí volver al socorro de los enfermos y heridos.

Como de costumbre, el cabo Franco organizó su vanguardia y, seguido de los tres reclutas, que eran como sus ayudantes, se lanzó en busca del enemigo, que, en efecto, apareció en la falda de las lomas; pero a los primeros tiros huyó. La mayor parte era caballería, que de un galope se perdió de vista. Los de a pie entraron al Cañón de los Cinco Señores, donde el cabo Franco no los quiso seguir, temiendo una emboscada. Durante el día no se presentó el enemigo, ni tampoco hubo ningún caso nuevo de enfermedad, y solamente fallecieron seis soldados.

En la noche el cabo Franco volvió a situarse frente a las lomas, y dispuesto al combate. El campamento allí era más fresco, y seguramente sano, pues su tropa estaba bien y muy animada. Dos vacas que estaban en un corral, seguramente de alguno de los riquillos del pueblo, sirvieron para dar a la brigada un rancho excelente. Micaela era incansable y más valerosa que toda la tropa junta. No tenía miedo ni a la guerra ni a la peste, y le importaba poco el calor y el frío. Absorbida absolutamente en su misión de cocinera, su familia la formaban dos soldados viejos que la ayudaban como galopines; su ocupación era arreglar y lavar sus ollas y cacerolas, y su alegría llegaba al colmo cuando se apoderaba de un carnero, de una vaca o de unas gallinas, y podía ofrecer a su coronel y al cabo Franco un regular almuerzo en medio de las calamidades de que estaban rodeados. Era la Providencia de la brigada.

Después de haber cenado el cabo Franco y los tres reclutas un buen trozo de carne asado en unas brasas de leña de mezquite, que abunda en el país, nombró a Juan escucha por dos horas. Eran cosa de las doce de la noche. Debería volver a las dos de la mañana.

Juan tomó sus armas, y con cautela y poco a poco se dirigió por el rumbo por donde los enemigos se habían presentado. Reinaba el más completo silencio, la noche estaba clara, tibia y serena, y la luz de las estrellas permitía ver hasta las profundidades de un bosque de árboles pequeños y de tupidos ramajes, que terminaban en la boca del Cañón de los Cinco Señores. Juan se sentó en un peñasco, procurando alcanzar con la vista cuanto terreno podía descubrir a su alrededor. Nada; todo estaba quieto y completamente mudo y solitario. Siguió a poco avanzando y registrando cuidadosamente, sin encontrar indicios de que el enemigo estuviese por allí. Tranquilo y casi seguro de que no serían atacados, creyó que no debía alejarse más y volvió a sentarse debajo de un mezquite para esperar la hora de su relevo y dar cuenta de su guardia al cabo Franco. No pudo evitar el entregarse a una serie de reflexiones sobre los acontecimientos de su vida y el extraño destino que lo había conducido a adoptar la carrera de las armas. La manera brutal con que lo había tratado el cabo Franco cuando lo filió de soldado en el rancho de Santa Marta de la Ladrillera, lo había indignado, al grado de haber pensado muchas noches en asesinarlo, desertarse y reunirse con una partida de ladrones para vengarse robando y matando, y castigar así a una sociedad que no lo había admitido en su seno sino para martirizarlo; pero el cambio de conducta de su tirano había cambiado también sus ideas. Era el preferido del cabo Franco; más bien dicho, su camarada y amigo; y él, huérfano y solo en el mundo, se figuró que Dios le había concedido en el regimiento de Baninelli una familia y un amparo, y decidido a continuar en la carrera militar, pensaba que un día u otro no sólo podría recompensar, sino servir de una manera eficaz al licenciado Olañeta y a la buena frutera Cecilia, que consideraba había reemplazado a su madre después de la muerte de la vieja Nastasita. No olvidaba a doña Pascuala; y a Espiridión y a Moctezuma III los quería como si fuesen sus hermanos. Era Juan de una buena naturaleza y no cabían en su corazón más que sentimientos benévolos.

Haciendo este género de reflexiones y medio dormitando a causa de la fatiga y del trabajo ocupado del servicio militar, y atendiendo además al cura, a los soldados enfermos y ayudando a Micaela a procurarse provisiones, se apoderó de él una especie de sopor, como si hubiese bebido licores con exceso o tomado algún narcótico. Repentinamente sintió dos brazos de hierro que lo sujetaban por la espalda, a la vez que otra persona le ponía un trapo en la boca y se lo ataba fuertemente al cuello para impedir que gritase. En menos de un segundo, y sin darle tiempo para que hiciese uso de sus armas, le ataron fuertemente brazos y piernas, lo levantaron en peso y cargaron con él, tomando, según lo pensó, la dirección del Cañón de los Cinco Señores.

Juan, por supuesto, no apareció en el campamento. El cabo Franco, que, por la costumbre, calculaba con exactitud las horas de servicio sin necesidad de reloj, entró en una gran inquietud, redobló sus precauciones y se entregó a toda clase de conjeturas.

—Juan ha caído en una emboscada o se ha desertado —dijo a Moctezuma III.

—Ni lo uno ni lo otro —le contestó Moctezuma— lo conozco bien. Pertenece, como yo, al regimiento, y no es capaz de abandonarlo. Si se tratara de Espiridión, tal vez… pero Juan… ni por pienso, mi capitán.

El cabo Franco movió la cabeza con una especie de incredulidad, y dijo a Moctezuma III:

—Si dentro de dos horas no se presenta en el cuartel general, lo declaro desertor al frente del enemigo, y donde quiera que lo encuentre, identificada su persona, lo mandaré fusilar; pero de otra manera distinta… tú comprendes; no se salvará como el capitán Robreño.

Moctezuma trató en vano de desvanecer las sospechas del cabo Franco; pero éste meneaba la cabeza y decía:

—¡Lástima, tan buen soldado! Pero ha consumado la deserción, no por miedo al enemigo, sino por miedo al cólera.

Espiridión, que había tenido especial cuidado de llevar alimentos y asistir al cura, que no podía aún moverse de su recámara, pidió permiso al cabo Franco para ir a verlo, y afectado con la ausencia de Juan y también algo preocupado con la peste, sintió dolor de estómago, desvanecimientos y náuseas; pero no dijo nada y tomó el camino del curato; cuando llegó, el cura mismo le conoció en el lívido semblante que estaba herido de muerte.

El cabo Franco, con una especie de desconsuelo, de desaliento, de cobardía tal vez, que jamás había sentido en su vida, se disponía a marchar al cuartel general a dar personalmente el parte de lo ocurrido a Baninelli, cuando oyó un rumor extraño como el de la estampida de un ganado salvaje y a poco tiros de fusil. Una chusma furiosa se arrojó sobre su tropa desvelada, enferma, diezmada por la enfermedad, pues durante la noche más de la mitad estaba atacada por la epidemia y apenas podía sostener el fusil.

—¡Rayos y centellas! —gritó el cabo Franco a sus soldados—. Vale más morir matando que no como unas viejas cocineras, deponiendo el estómago y encomendándose a Dios. ¡Adentro, muchachos!

Sólo quedó en el campo Moctezuma III, con unos cuantos indios reclutas, precisamente de los que sestearon amarrados en el corral del rancho de Santa María de la Ladrillera. Había oído hablar tanto de su antecesor Moctezuma I, le habían metido en la cabeza desde que tuvo uso de razón que él era el sucesor y heredero legítimo del monarca azteca, y estaba tan persuadido que todo esto era una verdad, que en esos momentos se creyó capaz de salvar, no sólo al cabo Franco y a Baninelli, sino a toda la nación, y recobrando toda la tenacidad y el valor de la raza india noble, se encaró con la docena de indios reclutas que lo seguían y les gritó:

—¡A libertar al capitán Franco y a matar a todos esos hijos de un demonio! ¡Soy el emperador y el dueño de México; el que no sea cobarde, que me siga, y a morir como mueren los indios valientes, sin quejarse ni pedir misericordia!

Con espada en mano se lanzó sobre la multitud, repartiendo tajos formidables, sin cuidarse de las balas que silbaban cerca de sus orejas.

Su actitud enardeció a todos.

Los reclutas dispararon sus fusiles, los voltearon por la culata y se arrojaron en medio de los enemigos, repartiendo porrazos tan tremendos, que quebraban quijadas y cabezas y rompían piernas y brazos como si se tratase de muñecos de alfeñique. Esta resistencia inesperada desconcertó a los asaltantes que, a su vez, echaron a correr dejando tirado en el suelo al cabo Franco, que había sido traspasado por una bala y perdía sangre por la ancha herida que le había hecho una de calibre de a onza.

—Aún no estoy muerto, Emperador —le dijo el cabo Franco—. Te has portado como un hombre; quiero que Dios me dé vida sólo para contarle al coronel cómo te has conducido y recomendarle que seas mi sucesor. Es la peste la que nos ha derrotado y no estos collones.

Moctezuma III, sin contestarle y haciéndole seña de que no hablase, lo tomó delicadamente en sus brazos, lo colocó sobre sus hombros, y seguido de sus valientes reclutas se encaminó poco a poco al cuartel general.

Todo esto fue obra de instantes, de modo que Baninelli tuvo conocimiento del ataque y de la derrota a un mismo tiempo. Por más que con su energía habitual quiso organizar una columna y volar al socorro de su vanguardia comprometida, le fue imposible. Ya no era una brigada, sino un cementerio y un hospital. Apenas podía reunir sesenta hombres capaces de llevar el fusil. Más de cien muertos estaban revueltos con los enfermos. De los médicos sólo uno estaba en pie, y de los oficiales las dos terceras partes estaban enfermos y se habían refugiado en los jacales vacíos.

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