Baninelli recibió por extraordinario violento la orden para perseguir a Valentín Cruz hasta exterminarlo. En la misma noche salió su vanguardia al mando del cabo Franco, y él, dejando el depósito de los cuerpos y una compañía de infantería al cuidado del gobernador, marchó al día siguiente.
Fue una correría fantástica, que dejaba azoradas y consternadas a las pequeñas y pobres poblaciones por donde pasaban los pronunciados que huían y las tropas de línea que los perseguían sin parar.
Llegaba Valentín Cruz con su chusma. Lo primero que hacía era llamar al alcalde o al prefecto, exigirle en el término de una hora raciones, bagajes, y dinero, bajo la pena de ser fusilado. El alcalde hacía lo que podía, ejerciendo a su vez su autoridad sobre los vecinos más pudientes. Quién daba un caballo flaco, quién una carga de maíz picado, tres o cuatro pesos, o cuando menos una mula llena de mataduras: cualquier cosa, lo peor que tenía a la mano, con tal de librarse de ir a la cárcel o concitarse la mala voluntad del alcalde. Los partidarios de Valentín Cruz, que se aumentaban con los vagos y malas cabezas del pueblo, entraban a las tiendas o la tienda, pues en algunas partes no había sino una sola, bebían, se comían el queso y el pan sin pagar nada, y a poco salían precipitadamente y dejaban a los vecinos temblando, aunque daban por bien empleada la forzada contribución con tal de que no volviesen.
Al día siguiente aparecía el cabo Franco y su tropa y a pocas horas Baninelli, con el grueso de la infantería y la caballería. Nueva requisición. El cabo Franco (es preciso no olvidar que era capitán) mandaba reunir al Ayuntamiento entero, al alcalde primero o al prefecto, y les decía en su lenguaje conciso:
—Me voy a llevar a todos presos por traidores al gobierno. Ayer o antier han estado aquí los pronunciados y el pueblo todo los ha acogido con entusiasmo, dándoles dinero, víveres y buenos caballos. Me la van a pagar. Si no me dan raciones para mi tropa y caballos de remuda (les dejaré los cansados) y una buena recua de mulas para cargar el parque, el depósito y el archivo de la Comisaría de guerra, los amarro codo con codo, los hago filiar en el regimiento y todos marchamos a batir al enemigo.
El Ayuntamiento, el alcalde o prefecto protestaban que eran inocentes; que forzados bajo la pena de muerte por Valentín Cruz, le habían dado en dinero una friolera que no pasaba de cincuenta pesos, y en cuanto a bagajes, unos cuantos caballos viejos y lacrados y tres o cuatro mulas inservibles y llenas de mataduras; y aunque todo lo que hicieron para nada les servia, ni aun eso le habrían facilitado a no ser por fuerza, porque temieron que Valentín Cruz, llevando a efecto sus amenazas, cometiese una arbitrariedad (como si no fuesen bastantes las que cometía) fusilando a uno, dos o tres inocentes.
El cabo Franco no entendía por ese lado; sordo de las dos orejas, ningún valor daba a las mil excusas del género que hemos indicado, y sostenía sus órdenes con la más decidida energía diciéndoles:
—Cuidado con darme gato por liebre, mis amigos, que yo soy suave y amante como una doncella; pero cuando me engañan, un tigre hambriento es manso cordero comparado conmigo cuando se me sube a la cabeza todo lo Franco; conque a obrar, no hay tiempo que perder; antes de que amanezca tengo que seguir mi camino y dejar preparado todo para cuando llegue el coronel, que no tardará.
El cabo Franco, que no se andaba con contemplaciones ni cumplimientos, se instalaba en las Casas Consistoriales o en la del prefecto; comía y bebía él y su tropa, preparaba todo para cuando llegara el coronel Baninelli y salía a deshoras de la noche, de modo que cuando los habitantes despertaban, se encontraban con el pueblo desocupado, pues ya él llevaba vencida una buena parte de la jornada.
Valentín Cruz al huir de su cuartel general de San Pedro, fue seguido de una docena de los suyos que estaban a caballo; los que no lo tenían, que eran los más, lo siguieron a pie o se dispersaron o se escondieron; pero en los pueblos y haciendas por donde pasaba, lo primero que hacía era apoderarse de los mejores caballos y de las armas que podía, montaba su gente de a pie y continuaba su marcha. Cuando llegó a Mascota, relativamente tenía mucho mejor y más gente que en San Pedro.
Por precipitada que fuese la marcha del cabo Franco, la de Valentín Cruz lo era más y no pudo darle alcance. En Mascota se detuvo para organizar sus fuerzas; pero apenas tuvo noticia de que las tropas de Baninelli, reunidas y con una pieza de montaña que había sacado de Guadalajara se acercaban, cuando dio la estampida tratando de ganar la sierra, donde no podía ser fácilmente atacado, o, si lo era, se defendería mejor o disolvería sus hombres, dándoles cita para otro lugar, si le convenía. Baninelli creyó dar fin a la campaña, pedir instrucciones a México y situar entre tanto su cuartel general en Mascota, desde cuyo punto protegía a los Estados de Jalisco, Zacatecas y Durango. Como su comisario tenía regulares fondos enviados de México, el cabo Franco no tuvo necesidad de continuar sus atrocidades ni de arruinar ranchos, como lo hizo a su salida de México con el de Santa María de la Ladrillera; y ya que recordamos a esta pintoresca propiedad donde comenzaron las escenas de nuestra historia, diremos que los tres muchachos que fueron filiados en el regimiento de Baninelli eran los favoritos del cabo Franco, que los quería verdaderamente; pero era lo que podría llamarse un amor militar. Prendado de su buen carácter y fijando su atención en su constitución vigorosa que resistía el sol, las aguas, el hambre y la continua fatiga que ocasionaba la persecución de un enemigo que parecía más bien cabalgar en venados que en caballos, y que los obligaba a caminar doce y catorce leguas sin tomar a veces ni el rancho sino cuando vencían la jornada, se propuso educarlos para soldados; así es que los tenía a su lado, los colocaba de avanzada, los mandaba como espías antes de entrar él a los pueblos, y cuando había lances de guerra, como en San Pedro, los hacía entrar los primeros, y siempre iban como cien varas delante de la tropa que mandaba, de suerte que eran la vanguardia de la vanguardia.
Los muchachos, rabiosos al principio y pensando atrocidades para vengarse del cabo Franco, concluyeron por calmarse, por conformarse a su situación y aun entusiasmarse por la carrera militar cuando se vieron con sus jinetas de sargento y con mando y autoridad sobre los mismos reclutas que habían visto amarrados en el corral del rancho. De esa gente, una parte desertó en las marchas, otra se enfermó y se fue quedando en los pueblos, y el menor número fue incorporado en diversas compañías. Entraba por mucho la esperanza que tenían de que el licenciado Lamparilla haría algo por ellos y de un momento a otro llegaría la orden para su libertad. Ignoraban la muerte de don Espiridión y la grave enfermedad de doña Pascuala, y pensaban, también, que gastaría cualquier dinero para buscarles reemplazos y volverlos a su lado. A los veinte años se acepta cualquier situación y se saca partido de la misma desgracia. Juan, por su parte, pensaba en Casilda; a imitación del cabo Franco se proponía, cuando la ocasión se le presentase, distinguirse y ejecutar verdaderas hazañas para llegar a ser oficial, merecer el aprecio de su jefe y servir siempre bajo sus órdenes. Baninelli, desde que fue informado por Franco del valor con que los tres reclutas se manejaron en San Pedro, repartiendo culatazos y golpes a diestro y siniestro hasta poner en fuga a los enemigos, y que cayendo heridos todavía peleaban y se defendían, los había distinguido asistiendo a su curación y llamándolos los mejores soldados de su regimiento. Esto les medio voló la cabeza y estuvieron a punto de olvidar su rancho, su libertad y las comodidades de que disfrutaban en su casa. Para Juan, el hijo adoptivo de señá Nastasita, era una fortuna. Él no era ni dueño de Santa María de la Ladrillera, ni heredero de Moctezuma I, sino simplemente un huérfano, sin más apoyo que el del licenciado Olañeta, en cuya casa volvería a servir como criado, y nada más. ¡Qué diferencia de un criado a un teniente, a un capitán! Más adelante, con esta posición y estas ínfulas, se casaría con Casilda, que probablemente, como él, era una huérfana sin más protección que la del licenciado y, como él, criada, recamarera o cocinera, lo mismo da. ¡Qué diferencia entre una sirvienta y la esposa de un capitán! Fuerte y decidido por este género de reflexiones, aprovechó una oportunidad para acercarse al coronel y manifestarle que, lejos de abandonar el regimiento, aun cuando llegase la orden de México, estaba decidido a seguir la carrera militar y servir toda su vida a las órdenes de un jefe tan valiente; que le rogaba lo pusiese en los lugares de más peligro, porque quería imitar el valor de su capitán Franco y llegar a ser como él, un oficial apreciado y considerado por su coronel. A Baninelli le gustaba mucho este proceder; y el cuadro de su regimiento, que contaba siempre 1,200 plazas, estaba compuesto de gente de esta clase. Los reclutas indígenas se desertaban tan luego como podían; pero los soldados voluntarios y viejos, aun cuando los derrotaran, volvían a su cuartel, como lo habían hecho varias veces al cabo Franco y otros muchos.
Baninelli dio una palmada en el hombro de Juan y le dijo:
Tú has hecho, a poco más o menos, lo que el cabo Franco; tienes vocación de soldado y yo te protegeré; te haré soldado de veras, y adelantarás. Quítate el vestido de soldado y te vas con el Emperador (porque ya toda la tropa le decía riendo Emperador a Moctezuma III) y, disfrazados de paisanos viadantes, me recorren los pueblos de las cercanías, miran lo que hay, indagan si hay cerca o lejos pronunciados o ladrones; en fin, quiero saber lo que pasa, no por los alcaldes y vecinos, sino por mis propios soldados, y como si yo lo viese. Franco les dará instrucciones. Desde hoy eres mi protegido y te llamaré, como una distinción, el sargento Juan, como llamé y llamo todavía cabo a Franco, aun cuando es capitán.
Juan, muy contento, fue a contar lo ocurrido al cabo Franco, tomó sus instrucciones y al día siguiente salió a su correría en compañía del Emperador, disfrazados de paisanos viandantes. Podrían haberse desertado y no lo hicieron. Tenían ya cariño al regimiento y una especie de orgullo por las heridas, aunque leves, recibidas en su primera campaña. Baninelli quiso, más que inquirir, hacer una prueba. Si volvían al cuartel general a los tres días que les había señalado, podía estar seguro de ellos y contar con dos mocetones adictos, fuertes y voluntarios como él quería que fuesen los 1,200 hombres de que se componía su regimiento.
Entretanto recibía Baninelli instrucciones del Gobierno, no descuidaba la disciplina de sus tropas ni la vigilancia en el país a diez o quince leguas de distancia. En las tardes sacaba a sus soldados a hacer ejercicio de fuego, y otras veces, con una corta escolta de caballería, recorría distancia especialmente por los rumbos donde se le decía que podría haber partidarios y agentes de Valentín Cruz.
Una tarde regresaba ya al anochecer a su cuartel general y atravesaba una cañada estrecha en los momentos en que la luz del día luchaba con las tinieblas de la noche, cuando vio venir un caballero envuelto hasta los ojos en un jorongo y montando un arrogante caballo que traía a media rienda. En tiempos tranquilos, nada hubiese tenido de particular este encuentro y habría dejado pasar al jinete; pero en la situación en que se hallaba el país, invadido por las chusmas que, de grado o por fuerza había levantado Valentín Cruz, creyó deber marcarle el alto.
El caballero picó su caballo con las espuelas y, desembolzándose, sacó la espada. Baninelli hizo otro tanto y los dos se acercaron y estuvieron a punto de comenzar una lucha. Un rayo de sol que se hizo paso por el abra de una montaña iluminó la Figura del caballero, pues, al sacar la espada, había caído el jorongo de un lado y quedó descubierta su Fisonomía varonil, que una barba negra, cerrada, hacía más resuelta.
—¡Juan! —exclamó Baninelli.
—¡Juan! —exclamó también Robreño.
—¿Qué has venido a hacer por aquí, y por qué me has encontrado? Desgraciado de ti, me vas a dar el más gran disgusto que espero pasar en mi vida —le dijo Baninelli deteniendo el caballo y envainando la espada.
—Te buscaba, Juan —le respondió Robreño— y he andado leguas y leguas antes de encontrarte. Luego que vi la escolta supuse que eras tú, y si saqué la espada fue en la desconfianza de que fuese otro jefe y me acometiese, juzgándome como uno de los muchos sublevados que andan por estos caminos; pero, te repito, te buscaba, y cualquiera que sea mi suerte, me he alegrado de encontrarte.
—Ven —le contestó Baninelli— vamos al pueblo donde tengo mi cuartel general, y allí te diré lo que te espera y lo que me obligas a hacer por tu imprudencia. Yo no te he buscado y he procurado olvidar que por ti quedé por primera vez en mi vida en el más completo ridículo. Ese miserable del Gonzalitos, que no es ni cabo de escuadras, se burló de mí y se me escapó, cuando debía haberlo cogido y fusilado.
Juan Robreño no contestó nada. Envainó su espada, se embozó hasta los ojos en su jorongo y así continuaron caminando en silencio al lado el uno del otro, hasta que llegaron a la casa del pueblo que servía de habitación y de cuartel general a Baninelli.
Apeáronse y entraron en la sala que ocupaba Baninelli, llena de baúles, armas y estorbos de todo género, teniendo por todos muebles un catre de campaña, una mesa de madera de pino, tres o cuatro sillas y un cabo de vela de sebo puesto en el cuello de una botella a guisa de candelero.
Los asistentes sirvieron una frugal cena, que los dos comieron en silencio y con poco apetito. Una botella de vino Jerez era lo único digno de mencionarse. Baninelli llenó dos vasos pequeños y presentó uno a Juan Robreño; éste lo aceptó y quiso tocarlo con el del coronel.
—Eso no —dijo Baninelli— no puede ser. Equivaldría a una traición y a una burla. No puedo brindar contigo. Ya puedes figurarte lo que te espera y no puedo brindar por tu próxima muerte.
—Es verdad, tienes razón. Era una prueba que quería hacer. Bebo porque tengo sed nada más.
Juan Robreño, un poco pálido, pero sin temblarle la mano, bebió el vino y depositó el vaso vacío sobre la mesa.
—¿Me querrás decir ahora por qué desertaste en los momentos mismos en que era más necesaria tu presencia? Hubieses esperado cinco, seis horas, un día más; yo te habría dado el permiso, y hoy de seguro serías coronel como yo, y mandarías una brigada como yo.
Juan Robreño sacó de su bolsa un papel envuelto en un sobre, algo sucio y maltratado.
—Saca la carta que contiene y lee —le dijo a Baninelli, tendiéndole el sobre.
Baninelli leyó con mucha atención.
Era la carta de Mariana, la carta que escribió delante de la milagrosa Virgen de las Angustias, medio borrada con sus lágrimas, en los momentos supremos en que iba a dar a luz al recluta protegido en esos mismos momentos por el cabo Franco.
Cuando observó Robreño que el coronel había terminado la lectura, le preguntó:
—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar?
—Lo mismo que tú: desertarme —le contestó devolviéndole la carta.
—¿Entonces?… —le preguntó Robreño con algún interés.
—Habría volado al socorro de mi mujer o de mi querida y en seguida, presentándome a mi superior para que se formara la causa, defenderme yo mismo y ser absuelto o condenado a muerte y caminado al lugar de la ejecución firme, sin temblar, como no debe temblar jamás un soldado. Tú no has hecho eso. Quizá te habrías salvado; has cometido una falta, y muy grande, y debes recibir el castigo.
—Tenía, de una manera o de otra, que hacer saber la causa de mi ausencia momentánea, pues no fue deserción, y el honor de Mariana, y mi padre, y el conde… un escándalo… En fin, perdí la razón, hice lo que hubiese hecho un loco; pero… ya estoy aquí. Mi padre, que está en la hacienda en una posición tan crítica que un día u otro tiene que matar al conde o dejarse matar por él, me ordenó me pusiese en camino para México y aprovechase la proximidad de una fiesta nacional para pedir indulto; conseguido éste y libre y con dinero (pues mi padre tiene más del que necesita) pedir la mano de Mariana al conde, lo que conseguiría con el apoyo del marqués de Valle Alegre. Éste es el compendio de la hasta ahora funesta historia, que sería larga de contar; pero antes quise buscarte en Zacatecas; me informé de tus campañas, de tus victorias sobre los revoltosos de Jalisco y el lugar probable donde podía encontrarte para pedir indulto primero a ti y después al jefe de la República…
—Segunda falta, otro error perjudicial; debías haberte dirigido primero a México. Perdonado por el Presidente ¿qué podría yo hacerte? En tanto que ahora… Ya recordarás lo que convinimos cuando entraste a servir a mis órdenes. No puedes retroceder ni relajar la disciplina. Si mis oficiales saben, como llegarán a saberlo algún día, que he dejado deliberadamente impune tu delito de deserción, no podré contar con ellos; desertarán también a la hora que les dé la gana, y me dejarán solo al frente del enemigo. Para qué hablar; me conoces que soy inflexible.
—Es verdad, tienes razón, y yo tengo la culpa de todo. Por lo menos, no seré débil ni cobarde a la hora suprema.
—Te prometo una cosa para que veas que no he cesado de ser tu amigo ni por un solo momento. Monta esta noche en tu caballo, lárgate y no te me presentes otra vez; haré cuenta que no te he visto desde nuestra despedida en las montañas de Toluca.
—No acepto la vida así; para nada me sirve. Estoy a tus órdenes.
—Bien; entonces ve a alojarte con el cabo Franco al cuartel.
Juan se levantó de su asiento sin aparente emoción y tendió la mano a Baninelli.
—No, tampoco; no me conviene; no puedo estrecharte la mano; ¡sería una villanía! Ve y dile al cabo Franco, o mejor dicho, al capitán Franco, pues es ya capitán por su valor y por su subordinación, que se presente en el acto.
Juan inclinó respetuosamente la cabeza para dar a entender que cumplía sencillamente una orden de su jefe, se dirigió al cuartel, que estaba a poca distancia, se constituyó prisionero y comunicó la orden a Franco, el que inmediatamente se presentó al coronel.
—Raras veces me he arrepentido en mi vida de haber adoptado la carrera militar. Es mi vocación, me lisonjea el mando, no me cansan ni el servicio ni los caminos, y perseguir y batir al enemigo me llena de orgullo. Preocupaciones todas, Franco —le dijo el coronel antes de saludarlo— pero en casos como éste, maldigo hasta la hora en que nací y el momento menguado en que mi padre me hizo cadete de su regimiento. Tú no puedes comprender todavía. Tengo que mandar fusilar a Juan Robreño; era mi mejor oficial, tú lo sabes, y es todavía, y en estos momentos más que antes, el amigo que más quiero. Tú no puedes comprender esto, te lo repito. Es preciso que se cumpla lo que manda la Ordenanza y no hay remedio; pero al mismo tiempo me duele aquí —continuó señalándose el corazón— como si me hubiesen ya dado de balazos; tú sabes tu deber. Puede que tenga que escribir o que encargarte algo. Trátalo bien; que beba y que coma lo que quiera. No le pongas centinela de vista, no digas que va a ser fusilado. Si se fuga, tanto mejor para mí; pero no lo hará estoy seguro de ello, aun cuando se lo dijeras. Retírate; que a no ser por una cosa muy urgente, nadie me vea hasta que me des cuenta de lo que haya pasado para mandar el parte a México.
El cabo Franco, no obstante ser capitán, tenía tanto respeto a Baninelli como cuando era cabo, y el respeto estaba también mezclado con un cariño sincero, pues le debía sus adelantos y su carrera y no ignoraba, porque se lo habían contado los oficiales, que rehusó la banda de general, con tal de conseguir para Franco las presillas de capitán. Sin dar señal ninguna de ternura ni permitirse ninguna observación, respondió llevándose los dedos de la mano derecha a su frente como si fuese soldado:
—Está bien, mi coronel. Sé lo que tengo que hacer —y se retiró en silencio.
Baninelli, que jamás bebía más que vino y en poca cantidad, pidió al asistente un vaso de mezcal, bebió la mitad de él, cerró su puerta y se arrojó con una especie de rabia en su catre.
El cabo Franco no se dirigió directamente al cuartel, sino que salió fuera de las casas del pueblo y buscó un sitio solitario y apartado, donde había unos cuantos jacales arruinados y vacíos y tres o cuatro árboles torcidos y muriendo a causa de lo seco del terreno.
—Aquí —dijo— está de lo más propio para la ejecución. Los tiros los puede oír en su recámara el coronel. Las órdenes que me ha comunicado las entiendo perfectamente, y aunque no las entendiera, no había yo de ser el verdugo de este oficial tan guapo y tan valiente. Quizá sé su historia mejor que el coronel. Sus asistentes me han contado sus amores con una muchacha muy linda, hija de un conde. Creen las gentes que nada saben los inferiores y los pobres, y nada se nos escapa. Cosas de mujeres y nada más. ¡Qué idea del coronel! Debió en vez de mandarlo fusilar, recomendarlo al Ministro de la Guerra para que le concediera el indulto; pero tratándose de la Ordenanza, tiene caprichos el coronel que no le quita ni Dios Padre. Veremos cómo puedo arreglar las cosas, y si algunas resultas hay, de algo me ha de servir el exponer el pellejo todos los días. El coronel brincará y echará por esa boca, pero después se alegrará. Lo conozco bien.
Acabado este monólogo escogió el más grueso de los raquíticos árboles, y dijo:
—Aquí será fusilado.
Durante el día pocas palabras se atravesaron entre el cabo Franco y Juan Robreño, el que permaneció en el cuarto de prevención, sentado, inmóvil en un banquillo, con la cabeza entre las manos. Comió poco y fumó mucho. Los soldados lo veían con respeto, no sabían lo que iba a pasar y no se atrevían a hablar una palabra.
Franco nombró para su servicio especial a siete hombres y un cabo, cargó él mismo los fusiles sacando la bala a los cartuchos. Los siete hombres se componían de los tres reclutas del rancho de Santa María, y de indígenas que apenas sabían tomar el fusil. Todo esto era muy irregular; pero el cabo Franco estaba autorizado para hacer lo que le diera la gana y en campaña y cuando no lo sabía Baninelli, se relajaban mucho los usos y costumbres militares. El caso era también extraordinario y especial. A eso de las cuatro de la mañana, el cabo Franco entró al cuarto de bandera y despertó a Juan Robreño que, sentado en un banquillo y envuelto en su jorongo, dormitaba recargado en el rincón de la pared de adobe.
—Mi capitán —le dijo Franco— si viniese usted a mi alojamiento tendría mucho gusto en que tomásemos un trago juntos. Querría yo que todo estuviese concluido antes del toque de diana y cuanto más pronto mejor.
Juan Robreño se restregó los ojos, se levantó del banquillo y siguió con paso firme al cabo Franco, hasta que llegaron a una casa baja de adobe, de pobre apariencia, como la mayor parte de las casas del pueblo; pero amueblada con una comodidad y decencia relativas. Franco sabía escoger y procurarse el mejor alojamiento en los pueblos donde debía permanecer algunos días.
Sentáronse delante de una pequeña mesa, donde había dos velas de sebo encendidas, unas botellas de mezcal y unos vasos.
—Los militares, mi capitán —dijo Franco, que se consideraba todavía cabo y nunca quería creerse igual a los que habían sido sus jefes— tenemos la vida vendida, como dicen muy bien las mujeres. A la hora menos pensada, un balazo o una lanzada en el pecho, y se acabó; así, lo mismo es una cosa que otra. Echemos un trago, y mi capitán no me querrá mal ni… porque es duro, pero ya lo sabe usted, tengo que cumplir las órdenes del coronel.
Juan Robreño tomó el vaso lleno de licor, bebió unos tragos y se sentó con tranquilidad.
—No vayas a figurarte que tengo miedo —le contestó Juan Robreño sentándose con aparente tranquilidad en la silla que le ofreció— sino que el hombre deja en la tierra, cuando le viene la muerte, algo que quisiera llevar al otro mundo; por lo demás, mi vida es tan mala, tan extravagante, tan sin remedio posible, que estoy por agradecerle a Juan que haya puesto término a ella, porque las esperanzas que tenía yo en el indulto eran muy remotas, y después del indulto, si lo hubiera conseguido, seguía la lucha y las dificultades invencibles… Qué diablos vale más concluir; dices bien; cuanto más pronto mejor. No me andes con medias palabras; vamos…
—Otro trago, mi capitán… no urge tanto, tenemos tiempo —le respondió Franco llenándole el vaso— la diana se toca a las seis.
Juan Robreño, aunque animoso de suyo y desesperado por su mala suerte, tenía, como todos los hombres, el instinto de la conservación, y la esperanza, que vive en el corazón hasta el último instante, le presentaba cuadros a cual más halagüeños para el porvenir. Quiso sin duda darse valor y apuró el vaso que tenía ya en la mano. Era lo que quería el cabo Franco.
—¿Le ocurre a usted, mi capitán, hacerme algún encargo?
—¿Tienes tinta y papel?
—Y como que tengo todo lo necesario.
Buscó tintero y papel en una caja que contenía el archivo o papelera del regimiento, y los puso sobre la mesa.
Juan Robreño escribió:
¡Mariana querida! ¡Adiós!
Juan
—Si algún día vas por la hacienda del Sauz, o tienes una persona de tu entera confianza a quien confiarle esta carta, haz que llegue a manos de la condesa.
—Descuide usted, mi capitán, me daré traza de que llegue, y pronto, a manos de la señora condesa… Vaya y que llegará. Yo mismo se la entregaré. Pediré al coronel que me dé licencia, que me encargue una comisión, y quién sabe si persiguiendo a Valentín Cruz iremos a dar allá; pero siéntese usted, mi capitán. Platíqueme, desahóguese conmigo, que lo he querido como al coronel, y bebamos el último trago.
Juan Robreño le contó algo de lo que en su lugar sabrá el lector, y entre tragos y cigarros llegó la hora que creyó el cabo Franco oportuna para la ejecución, atendido el estado intermedio entre la razón y la embriaguez a causa del licor bebido por Robreño.
—Vamos —le dijo Franco— deme usted el brazo. El sitio escogido es solitario y muy a propósito. Hay un árbol para que se recargue, mi capitán, y no se azote contra el suelo. Los soldados que he escogido son los mejores tiradores. Cinco, ¡qué cinco! Un minuto y todo estará concluido. Deme el brazo, mi capitán, y en marcha.
—No, no lo necesito. Franco, dices bien, menos de un minuto y tal vez, y si la vida es dura como la mía, de nada sirve. ¡Vamos!
Franco tomó el brazo a Juan Robreño, que no resistió, y caminaron en la oscuridad de la noche al sitio solitario que había escogido.
—Aquí está el árbol que le dije. Es un triste árbol que apenas tiene hojas, pero forma con una de sus ramas una especie de respaldo en que puede recargarse cuando los muchachos hagan fuego, y así no caerá al suelo. No tiene usted idea, mi capitán, de lo que me puede el ruido que hace el fusilado cuando da un zapotazo en el suelo. Es lo que me da lástima. Ya he fusilado un oficial y sus soldados, y siempre lo mismo. Acomódese usted bien, que el pelotón está listo.
Juan Robreño no contestó; pero siguió el consejo del cabo Franco y se acomodó en esa especie de respaldo que formaba el tronco torcido y las ramas del árbol viejo, que en efecto tenía una que otra hoja seca que caía con el viento frío del invierno que soplaba todos los días en la madrugada.
El cabo Franco se acercó a Juan Robreño y le dijo al oído:
—Si mi capitán quiere fugarse, es todavía tiempo. Su caballo y armas están listos, no tiene más que montar y ojos que te vieron ir. Cuando amanezca ya se habrá tragado algunas leguas.
—No, no, te lo agradezco —respondió Juan Robreño buscando la mano del cabo Franco y estrechándosela con efusión—. No me conviene. He dado mi palabra desde el monte de Toluca a Baninelli, y tengo que cumplirla. Despacha pronto, estoy ya bien acomodado.
—¿Quiere mi capitán que le vende los ojos?
—Ni lo vuelvas a decir otra vez. Me daría un disgusto y creería que no eres mi amigo. Despacha.
El cabo Franco se dirigió al pelotón de reclutas que estaba esperando órdenes desde las cuatro de la mañana, detrás de los abandonados jacales de paja.
—Muchachos —les dijo— tenéis que cumplir, lo mismo que yo, con un deber muy penoso. Entrar en una acción, recibir el fuego del enemigo, oír silbar las balas y repartir golpes por todos lados, no es nada; lo acabamos de hacer en San Pedro; pero fusilar un hombre a sangre fría, es un sacrificio, y más cuando se trata de un oficial valiente y amigo querido de nuestro coronel; pero la Ordenanza antes que todo… Conque, adelante, armas al hombro y en marcha…
—Mi capitán —dijeron Moctezuma III y Juan— preferimos ser fusilados antes que fusilar a ese oficial, que sin duda es el que vimos ayer en el cuarto de banderas.
—El mismo —respondió el cabo Franco— y nadie lo puede querer como yo… No hay que discutir ni que replicar; la Ordenanza manda al soldado obedecer, sin que pueda replicar ni hacer observaciones a su superior… Conque adelante… al hombro… en marcha.
Ninguno replicó más, y el cabo Franco condujo al pelotón a veinte pasos de distancia del árbol donde Robreño estaba inmóvil recargado contra el tronco.
Juan había entrado, antes que ninguno, a San Pedro; se le habían venido encima cuatro, cinco, quién sabe cuántos enemigos con palos, con espadas con puñales. Él, por la propia defensa, había resistido descargando su fusil sobre el grupo, y después, volteándolo por la culata, había repartido golpes con tal furia y vigor, que en menos de cinco minutos puso en dispersión a los que lo atacaban, quedando libre a costa de un garrotazo que recibió en las espaldas. No había tenido miedo; pero matar a un hombre indefenso, verlo caer ensangrentado y hecho pedazos, lo llenó de terror, y recordó la noche sangrienta de su lucha desesperada con el tornero de la Estampa de Regina. Estuvo a punto de tirar su fusil y correr, correr, como había corrido por las calles de México hasta refugiarse en el mercado; pero cuando iba a ejecutar este movimiento nervioso reflexionó que era inútil.
—Al fin han de matar a este oficial, pero no será la bala de mi fusil la que lo hiera. Tiraré muy alto y quizá tendré fuerzas para no caer, como el infeliz caerá… adelante —y marchó a la voz imperiosa del cabo Franco.
Formóse el pelotón frente a Robreño. El cabo Franco, dijo:
—¡Firmes! ¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!…
Una descarga cerrada, como si la hubieran ejecutado los mejores soldados del regimiento, asustó a los gallos que cantaban y a las urracas y pájaros que despertaban y comenzaban sus alegres gorjeos, y volaron lejos de las ramas desnudas del árbol torcido, donde se había reclinado Juan Robreño para terminar su fatigosa vida.
El horizonte comenzaba a pintarse con una rayita amarilla y luminosa; y a esta media luz triste, el cabo Franco vio, cuando se disipó el humo, tendido en el suelo el cuerpo de Robreño.