El licenciado don Crisanto de Bedolla y Rangel era un hombre muerto. La prisión lo resucitó. Desde que, a no dudarlo, se supo por el acreditado periódico La Sabiduría que no cabía duda de que estaba incomunicado en uno de los lóbregos y sucios cuartos del antiguo convento de Santiago, convertido en prisión militar, el público, es decir, el público que se ocupa y vive de chismes de política, y que esperan mejorar de fortuna con uno o más cambios de personal en el ministerio, lo consideró como un personaje gigantesco y sobrenatural, que tenía en su mano cerrada la suerte y los destinos de la República y que no tenía más que abrirla para que saliera, según su voluntad, un enjambre de desgracias o una lluvia de oro que vendría a fertilizar las profundas bolsas vacías y secas de los partidarios y del partido vencido o caído que hacía la oposición al gobierno existente.
Durante una semana permaneció Bedolla incomunicado, durmiendo en un petate, sin una silla en qué sentarse ni una mesa en qué comer, y ni Lamparilla mismo obtuvo permiso para verlo, ni se le permitió que le llevasen cama y los muebles más indispensables. Se hacía cruces el licenciado; pensaba día y noche y no podía acertar con la causa que había determinado al Presidente a tratarlo tan cruelmente. Su conciencia le acusaba en verdad; pero jamás había escrito una carta con su letra, ni menos se acordaba de haber firmado nada que pudiera comprometerlo. Sus sospechas recaían contra don Pedro Martín de Olañeta, que, por ocupar su puesto, lo había denunciado y aun llegó a dudar de la amistad de su tocayo y condiscípulo Lamparilla.
—Bien mirado —decía Bedolla sentado en su petate, en un ángulo de la celda que ocupaba vale más que el tirano se haya descarado, porque de esta manera mi situación política quedará bien definida, seré jefe de partido y lucharé frente a frente con el poder. ¡A cuántos hemos visto que tal vez de esta misma celda que ocupo han salido para el Palacio a ocupar un ministerio! Si consiguiera Lamparilla que me trajesen mi cama, mi sillón, un canapé, la comida de mi casa y me dejaran dar un paseo por los corredores, sería relativamente feliz. Llevo tres noches de no dormir; la detestable comida de los bodegones de Santa Ana me ha estragado el estómago. Tres o cuatro semanas más, y no saldría vivo.
Bedolla, de estas reflexiones pasaba a la tristeza y al abatimiento, y al cuarto o quinto día pensaba de otra manera; sufría tanto de los insectos, del insomnio y de la soledad e incomunicación, que se tiraba de los cabellos y las lágrimas le venían a los ojos. Un sentimiento indefinible, que podría llamarse remordimiento, lo atormentaba. ¿Los infelices vecinos de la casa de la Estampa de Regina eran verdaderamente culpables? ¿No fue ligero, vanidoso, cruel y hasta asesino al haberlos hecho sufrir meses en la cárcel, condenándolos a muerte y aun contra el tenor mismo de las leyes, que no señalan iguales penas para los asesinos que para sus cómplices? Casi se alegraba de que el Presidente los hubiese indultado, porque los espectros sangrientos de sus víctimas se le habrían aparecido en las altas horas de la noche en el sombrío calabozo que ocupaba.
La esperanza y la luz del día borraban estas ideas y decía:
Al fin hice bien; esas gentes ordinarias y viciosas no son lo mismo que yo. Ellas viven a poco más o menos en cuartos tan lóbregos e infectos como éste. No pensemos más en estas patrañas. Ya me la pagará ese viejo hipócrita y malvado de don Pedro Martín. Arrieros somos y en el camino andamos. Su día le ha de llegar, y los martirios que estoy sufriendo los ha de pagar bien caros, hasta con la vida.
Al fin de la semana, el mismo ayudante se presentó en la prisión, y sin saludar a Bedolla, le dijo secamente:
—De orden del Presidente, está usted comunicado.
El Presidente había estado durante la semana pensando qué haría, sin resolverse a nada. La carta que lo obligó a mandar poner preso a Bedolla no era un juicio, una prueba suficiente; así, cuando fuese juzgado como conspirador por la autoridad militar, tendría que ser absuelto y el ridículo caía sobre el Gobierno. Además, fueron tantas las cartas y recomendaciones verbales en favor del presunto culpable, que no pudo resistir. El primer momento de cólera había pasado, Baninelli había destruido al enemigo, y el nuevo Ministerio opinaba que debían adoptarse medidas de conciliación y no de rigor; pero el razonamiento que influyó más en su ánimo fue el de uno de sus más íntimos y allegados partidarios y amigos, que le dijo:
—Está usted haciendo, sin saberlo, un héroe a Bedolla. No es más que una de esas notabilidades de provincia que vienen a darse importancia en la capital; no tiene más mérito que ser hombre de acción, y si ha medrado algo desde que está en México, es debido a la protección de usted. Tenerlo preso equivale a confesar que se le tiene miedo y que vale algo. El desprecio del Gobierno lo reducirá a la humilde condición que tenía en su pueblo.
El Presidente se limitó de pronto a levantar la incomunicación.
Desde que se supo que ya se podía hablar con el personaje que había excitado la cólera del Presidente, y que éste se había declarado su perseguidor y enemigo personal, el prestigio de Bedolla aumentó un ciento por ciento. Desde las once de la mañana hasta las cuatro de la tarde no cesaban las visitas de personas de todos los partidos que aprovechaban la ocasión para saludar al que había sido influyente para sublevar al Estado de Jalisco y hacer vacilar en su solio al tirano que se había encaramado en el gobierno.
Ya Bedolla tenía un catre y un colchón con su ropa de dormir, un canapé, una mesa y unas cuantas sillas; le traían en un portavianda su almuerzo y su comida, y pasaba los días en tertulia, como un príncipe destronado que un día u otro puede volver al poder; pero él, con suma modestia y haciéndose la víctima, no dejaba de referir a los que él titulaba sus leales y buenos amigos, los sufrimientos de los primeros días de su prisión, la falta de urbanidad del ayudante y el rigor del comandante de la fortaleza.
—Si no hubiera sido por los soldados, me muero de hambre y de frío. Ellos, los pobres, me han convidado de su escaso rancho; ellos, los pobres, me han prestado sus jergas para taparme. Podría enseñar a ustedes las espaldas, donde todavía tengo grabadas las labores del petate.
—¡Pobre licenciado Bedolla, víctima del despotismo! —se decían unos a otros en voz baja, tratando de sacar en limpio la causa que había originado su prisión y los pormenores del grave choque que tuvo con el Presidente, de quien meses antes era el favorito.
En este punto Bedolla era más modesto, y aseguraba que él jamás había faltado en lo más leve al respeto y a la amistad; que la verdad era que diferían en algunos puntos de política y que él le había aconsejado, pero que no habiéndose llevado de sus consejos, había estallado la revolución en Jalisco, donde el sanguinario Baninelli había hecho horrores; que él ponía la mano en su corazón y se consideraba completamente inocente; que suponía que su prisión la había originado alguna calumnia de los muchos enemigos que tenía, porque en el cumplimiento de sus deberes ni andaba con contemplaciones, ni transigía con nadie.
De verdad o de mentira, muchos de los que lo visitaban le ofrecían sus servicios, le estrechaban la mano y salían diciendo para sí:
—¡Qué talento tiene este licenciado! Se hace un poco la mosca muerta, pero a pesar de eso no puede negar que es hombre de acción. Quién sabe adónde iría a dar, y bueno es que le hayamos hecho su visita. Nada cuesta estar bien con todos los partidos.
Bedolla se llenaba de orgullo, correspondía los apretones de manos y daba gracias a Dios (aunque no creía mucho en él) de que le hubiese ocurrido al Presidente ponerle preso, con tal de que las cosas no pasasen adelante.
Cuando le dejaban solo las visitas, aprovechaba la oportunidad para contestar las cartas que recibía y echar sus tiempos a ciertas personas ricas.
Muy respetable y estimado amigo:
Privado de mi empleo y de mis bienes y reducido a una estrecha prisión, aunque con mortificación ocurro a la generosidad de usted, suplicándole me haga el favor de prestarme doscientos pesos, que le devolveré tan luego como me halle libre y reciba de mi tierra fondos, que espero de un momento a otro, procedentes de las rentas de mis fincas.
Dándole las gracia de antemano, quedo a su disposición como su más atento S.S.Q.B.S.M.,
Licenciado Crisanto de Bedolla y Rangel.
En su estrecha prisión de la fortaleza de Santiago Tlaltelolco.
Así escribía diariamente cinco o seis epístolas, que Lamparilla hacía llegar a su destino. Unos contestaban de acuerdo, y remitían el dinero; otros se excusaban, y el mayor número queriendo más bien perder el amigo que el dinero, le devolvían la carta con otro sobre-escrito, y no volvían a aparecer a visitarlo.
Sin embargo de estos desdenes, que eran otros tantos desengaños de lo que son las gentes tratándose de dinero, Bedolla había reunido unos dos mil pesos, sin contar lo que Lamparilla a título de honorarios o agencias, se aplicaba sobre las cartas que, como ellos decían, surtían efecto.
Durante tres semanas era un verdadero jubileo. Una fila de coches estaba siempre en la puerta, y una fila de gentes subía y bajaba por las viejas escaleras. Los ociosos y descontentos habían formado una especie de punto de reunión para hablar de política y tomar el sol en los corredores.
El comandante de la prisión llegó a molestarse, puso en conocimiento del Gobierno lo que pasaba, y el Presidente se decidió a hacer cesar tal estado de cosas.
Una mañana se presentó el mismo ayudante, regañó de parte del Presidente al comandante de la prisión por su tolerancia, echó a la calle groseramente a las visitas, y cuando Bedolla estuvo solo, sin saludarlo le dijo secamente:
—De orden del Presidente, prepárese usted para salir dentro de cuatro días para la Isla de los Caballos, y entre tanto, queda usted incomunicado.
Bedolla se puso como muerto, quiso decir algo al ayudante; pero éste había ya salido sin siquiera volver la cabeza. Bedolla le era muy antipático por haber sentenciado a los vecinos de la Estampa de Regina, y lo trataba lo peor que podía.
Lamparilla, como tenía de costumbre, visitaba a su condiscípulo los más días, a la hora que se lo permitían sus amores y sus ocupaciones, entre las que contaba la muy importante de dar los buenos días a Cecilia, hablarle algunas palabras y preguntarle si algo se le ofrecía.
Lamparilla estaba medio loco de alegría después que Cecilia (al revés de lo que siempre acontece y toca al hombre) le había dado palabra de casamiento, y revolvía en su cabeza mil proyectos, hasta el de transar y reconciliarse con los Melquiades, con tal de terminar el complicado negocio de los cuantiosísimos bienes de Moctezuma III. Sin concluir ese negocio, el casamiento era imposible; Cecilia se lo había repetido. No quería ella ponerse en el más completo ridículo viviendo en la capital y vistiendo el traje de las señoras ricas, que no sabía llevar, a la vez que con el de china y mujer del pueblo era la admiración de cuantos miraban su pie desnudo, terso y rebosando un trozo lustroso de su empeine sobre el calzado fino de seda.
A la pregunta de estampilla, Cecilia respondió un día al licenciado:
—Se me ofrece, señor licenciado…
—¿Por qué no me dices Crisanto? Te lo he suplicado —le interrumpió Lamparilla.
—Eso será después y cuando se gane ese pleito, que nunca se ganará —le respondió Cecilia—. Aun entonces quién sabe si lo podré hacer, pues los pobres siempre tenemos respeto a los decentes y a los ricos como usted.
En esos momentos Lamparilla no tenía diez pesos juntos, y se le figuró que la frutera se burlaba de él; medio enojado, le dijo con seriedad:
—Vamos, acaba ¿qué se te ofrece?
—Se me ofrece, señor licenciado —continuó Cecilia sin notar la seriedad de su pretendiente— que las cosas no pueden quedarse como están. No me parece que sea culpable el viejecito del tendejón de la esquina, pero no me quiero meter en eso, sino en lo que me toca. Nada tengo que hacer con la justicia; todo el mundo, y el primero usted, sabe lo que pasó. ¿Por qué no se me deja quieta y no que cada rato con lo que ustedes dicen que se llaman diligencias tengo que firmar abajo de lo que escriben, en un papel tan malo, que trabajo me cuesta; la verdad, no sé lo que firmo, y un día firmaré mi sentencia de muerte? Pues que usted dice que es tan amigo del juez, que se me ofrece que me dejen en paz, y es cuanto… y no me parece mucho.
—Quedarás servida y pronto. Dejaré para mañana la visita de don Pedro Martín; me voy en el acto a buscar al juez y tratar de que se termine, en lo que a ti toca, el negocio.
—¿Y a Pantaleona, qué le toca más que a mí?
—Por supuesto, y no hay ni para qué decirlo. Dentro de una semana, cuando más, concluirá —le contestó muy contento de poder prestar a su idolatrada frutera un nuevo servicio.
De la casa de Cecilia, donde había tenido lugar esta corta conferencia, Lamparilla se dirigió a la de Bedolla, sólo que la que iba a tener con él debería ser más larga y de doble interés. La asonada de Jalisco, si no se propagaba y triunfaba, por lo menos desorganizaría el Ministerio, y con otras personas en esos puestos, quizá resolverían favorablemente él y Bedolla la cuestión del dinero que les faltaba; ya habría una reconciliación con el Presidente; sobre todo, volverían a enderezar el negocio de los bienes de Moctezuma III, que en esos momentos era enteramente favorable a los reclamantes de España.
Ni Lamparilla ni Bedolla se creían autores de la revolución; pero sí sospechaban que sus intrigas, los anónimos enviados con profusión a multitud de personas y las cartas con sentencias y palabras equívocas y misteriosas imitando la letra de ministros, coroneles y oficiales, habían surtido efecto, y que, sin que ellos mismos supieran, se había organizado una conspiración de importancia. Verdad es que Valentín Cruz no había escrito más que una vez a Bedolla; pero había recibido por el correo unos diez ejemplares del plan en que figuraba el artículo importante de pedir la separación de los ministros. Con estas y otras ideas análogas, llegó a la casa de su amigo y subió las escaleras. El portero quería hablarle, pero no le hizo caso, se entró en la recámara, que encontró en el más grande desorden, registró las piezas y no encontró ni aun a la cocinera. Fue entonces cuando hizo caso al portero que lo seguía, y supo por él que Bedolla había sido arrebatado tan violentamente durante la noche, que ni los calzoncillos ni los calcetines se pudo poner; y, en efecto, estaban tirados en el suelo.
El primer sentimiento de Lamparilla no fue indagar dónde había sido llevado su amigo para socorrerlo e interesarle por él, sino cuidar por su propia persona, marcharse de la casa y esconderse. Estaba seguro de que la conspiración había sido descubierta y que la vanidad o la imprudencia de Bedolla los había comprometido. Ordenó al portero que recogiese y guardase la ropa esparcida por las piezas, que despidiese de pronto a la cocinera cuando regresase, que cerrase la casa, y que él volvería al día siguiente. Dadas estas disposiciones, volvió a bajar las escaleras con precaución y mirando de un lado a otro, evitando los conocidos para no detenerse en hablarles; así llegó al convento de San Francisco, donde pidió hospitalidad y asilo al padre Pinzón (del que nos ocuparemos en su lugar), el que no tuvo dificultad en concedérsela y le destinó una de las celdas más apartadas. Allí fue sabiendo sucesivamente lo que pasaba. La noticia de la derrota de Valentín Cruz lo abatió a tal grado, que el padre Pinzón lo creyó enfermo. ¡Y a fe que había razón para ello! Sus esperanzas de un próximo casamiento se desvanecían como el humo, y los bienes que él codiciaba, porque los consideraba como suyos, olvidándose del heredero y de doña Pascuala, se repartirían en definitiva entre los Melquiades y los de España, y él quedaría reducido a los negocios que le proporcionaba don Pedro Martín de Olañeta, sin probabilidades de hacer una fortuna que le permitiese comprar una hacienda.
La noticia del cambio de ministros, entre los que contaba uno que podría ayudarlo en sus asuntos, y la vuelta de don Pedro Martín al juzgado, le volvieron el ánimo y casi se alegró de que Bedolla estuviese preso.
—Este Bedolla —dijo, como si alguno lo escuchara— tiene más presunción que talento; su amor propio lo pierde; si no fuera por mí, no habría sido ni alcalde de barrio. Alguna de sus cartas ha caído en manos del gobierno, o ha hecho por pura vanidad una tontera. En cuanto a mí, estoy seguro que no he escrito a nadie con mi nombre, y desafío al más consumado maestro de escuela a que descubra que yo he escrito las cartas que se parecen a la letra de los ministros. ¡Claro, ya tengo la clave! Por eso han abandonado sus sillas los ministros, y no sería extraño, ¡tanto se ve en nuestro país!, que los ahorcarán en unión de Bedolla. ¡Me alegraría, por bestia!
Fortalecido con tal género de reflexiones, se atrevió a salir a la calle; creyó que era mejor afrontar la situación de una vez, presentarse en la prisión de Bedolla tan luego como estuviese comunicado y llenar, aunque fuese en apariencia, los deberes de la amistad. Lo hemos visto prestando diversos servicios a Bedolla en su desgracia y aprovechando la ocasión de sisar algo de los dineros que colectaba por medio de las cartas de que se ha dado muestra.
Cuando Lamparilla fue a visitar a don Pedro Martín y a darle la enhorabuena, ya este magistrado había puesto en libertad al desgraciado don Joaquinito y terminado la causa en lo relativo a Cecilia y a Pantaleona, declarando que la primera no era culpable de la muerte del ladrón, pues que el suceso había pasado mientras ella dormía; y que en cuanto a Pantaleona, había obrado en propia defensa, todo lo cual estaba bien probado por las diligencias que había practicado su antecesor y las que él había continuado y constaban en la causa, la que quedaba abierta contra el autor o autores que habían practicado la horadación para introducirse a la casa, robarla y asesinar a los que la habitaban, como habían hecho con el remero que estaba en la canoa.
Aprovechó la oportunidad para hablar a don Pedro Martín del asunto pendiente de Moctezuma III.
—Registrando unos papeles antiguos del marqués de Valle Alegre —le contestó don Pedro— me he encontrado una real orden del emperador Carlos V relativa a los terrenos que reclaman como suyos los antecesores del actual marqués, y que lindaban con los que pertenecían a los reyes aztecas, y la cuestión está claramente resuelta en favor de los herederos de Moctezuma. Seguramente era la real cédula que debe encontrarse en el Ayuntamiento de Ameca y que usted fue a buscar. Con razón los Melquiades se opusieron y prefirieron matar a usted antes que permitir que registrase el Archivo. Con esta real cédula tiene usted ganado redondo el punto a los de Madrid, y no falta sino la fe de bautismo del ahijado de doña Pascuala, que usted llama Moctezuma III, para que el Gobierno haga la declaración terminante y ponga al legítimo heredero en posesión de los bienes, que de veras son cuantiosos. Yo sé mejor que usted cuáles son, pues que he leído todos los voluminosos títulos del marquesado de Valle Alegre, y se hace mención de la mayor parte de ellos con motivo a linderos y a concesiones de tierras hechas por Carlos V y la reina doña Juana.
Lamparilla no acabó de escuchar a don Pedro Martín, sino que prorrumpió en exclamaciones desacordes y se atrevió a abrazar al magistrado, no obstante el respeto que por gratitud y por su saber le tenía.
—Usted, señor don Pedro, que ha sido mi protector, va a ser el patrono de este negocio; será para usted una fortuna, que bien merece por sus años de estudio y de servicios a la patria. Renuncie hoy mismo al juzgado y dedíquese a este negocio justo y legal, según usted mismo lo ha calificado; sus honorarios serán una hacienda, donde irá usted a descansar, a reponer su salud y a vivir feliz e independiente por el resto de la vida.
Don Pedro Martín sonrió tristemente. Se le paseó por la cabeza que bien podría realizar, en compañía de Casilda, ese idilio pastoral que con tanto entusiasmo le proponía Lamparilla. El negocio presentaba por todos lados buen aspecto; la fe de bautismo de Moctezuma III podría fácilmente encontrarse en una de las parroquias de México o de los pueblos del valle, quizá en Ameca mismo. No era obra más que de paciencia y de gastar algún dinero. Se quedó un momento con la cabeza inclinada y reflexionando. Después de unos momentos, contestó con una sonrisa amarga:
—Imposible. He admitido el juzgado y no volveré a separarme sin la voluntad del Presidente. Me concedió la vida de los infelices que la torpeza o maldad de su amigo de usted, Bedolla, había condenado a muerte, y en cambio le ofrecí mis servicios. Cuando me ha ocupado, he cumplido mi palabra, usted habría hecho lo mismo ¿no es verdad?
Tiene usted razón; pero creo que el servicio del juzgado no impedirá que se ocupase usted de un asunto enteramente ajeno y distinto de los que se versan…
—Consejos y nada más puedo dar a usted, y cuando juzgue que es oportunidad de continuar el negocio, no creo habrá dificultad de que un escribano saque copia de lo contundente, que se halla contra los títulos de la hacienda de Coxtitlán, que perteneció al marqués de Valle Alegre; pero le escribiré al marqués, sin cuyo consentimiento nada puedo hacer.
Lamparilla no quedó muy contento con esta cortapisa; pero al fin, confiado en la bondadosa protección que le dispensaba el licenciado, se retiró, deshaciéndose antes en agradecimientos y estrechando varias veces la mano de don Pedro Martín. No es necesario decir que en el acto, y sin pensar en comer ni menos en ir a visitar al preso, se fue en busca de Cecilia, a la que anunció que el negocio estaba ganado, que antes de un mes estaría en posesión de los bienes, que dispusiera todas sus cosas, vendiera las canoas y las casas de México y Chalco, o dejase sus negocios a cargo de Pantaleona y dispusiese lo necesario para la boda.
Cecilia no se hallaba segura ni en Chalco, ni en su casa de México, ni aun en el mismo puesto de la plaza, lleno constantemente de gente y cercano a Palacio. Se le figuraba que Evaristo personalmente la acechaba a todas horas, y en cada gente desconocida que pasaba cerca de ella creía ver un asesino que le hundiría por detrás un puñal. Tenía bastante energía y valor para luchar personalmente con Evaristo; pero la acobardaba el asesino invisible; así, las proposiciones de Lamparilla fueron muy bien acogidas, cerró los ojos sobre los inconvenientes de un matrimonio desigual, con tal de tener una persona que la protegiera y de abandonar México y Chalco y vivir encerrada, pero segura en una de las haciendas de que iba a ser dueño Lamparilla.
No eran de igual naturaleza las impresiones y pensamientos de don Pedro Martín. La asonada de San Pedro y su pronta y aparente conclusión había modificado o cambiado las escenas de la vida de nuestros personajes. Bedolla, sentenciado a destierro de quién sabe cuántos meses o años en la mortífera Isla de los Caballos; Lamparilla en vísperas de hacerse dueño de valiosas y pintorescas haciendas; los tres muchachos habitantes de Santa María de la Ladrillera, con las jinetas de sargentos, pues Baninelli, informado por el cabo Franco, los había hecho sargentos en el mismo campo de batalla y el Gobierno lo había aprobado; don Pedro Martín vuelto al despacho de su juzgado, y en la más crítica y difícil situación. Sabía y tenía las pruebas de que el capitán de rurales que en tan pocos meses había logrado una fama de honrado y de valiente, no era otro más que el asesino de Tules, el jefe de los bandidos de Río Frío y el autor de la horadación de la casa de Cecilia, ¿pero podría al mismo tiempo ser acusador, testigo y juez?
Imposible. ¿Inducir y obligar a Cecilia a que fuese acusadora? Tampoco. Era perjudicar y complicar en una causa a una mujer cuyas prendas conocía y estimaba y entregarla a la venganza de Evaristo, si éste no era, por cualquier motivo, castigado con la pena de muerte o con cadena perpetua. ¿Hacer conocer en lo particular al Presidente la clase de persona que era el famoso capitán de rurales? Era lo más práctico; pero el papel de denunciante le desagradaba y también temía que por los servicios reales o fingidos que había prestado en los últimos días, el Presidente no diese mucha importancia a esta confidencia, o cerrase el ojo de pronto, atendiendo el estado incierto de la política y los rumores que circulaban de una próxima y formidable revolución, no obstante la derrota de Valentín Cruz y el cambio del Ministerio. Aconsejar, instigar al Presidente a que mandase a Baninelli (puesto que ya no era necesaria su presencia en Guadalajara) para que sorprendiese a la fingida escolta, que no era más que una banda de ladrones, y colgase en un árbol al capitán de rurales, era lo más fácil y definitivo; pero no cabía en el carácter y en los sentimientos religiosos de don Pedro Martín un proceder semejante, así fuese con el más detestable asesino, como lo era Evaristo. Desechó este extremo como mal pensamiento y los otros como difíciles y sembrados de inconvenientes en la práctica, se limitó de pronto a lo legal y posible en la causa del ataque a la casa de Cecilia, y se reservó a cavilar para tratar de dar una solución a lo demás. Era, pues, don Pedro Martín, un hombre desgraciado, tolerando a sabiendas que, mientras era juez, fuese jefe de la seguridad del camino más concurrido de la República el asesino condenado a muerte por su mismo antecesor. No tenía más que decir una palabra; pero esa palabra no la podía decir. Aumentó más su disgusto y las turbaciones de su conciencia el artículo del interesante y popular periódico La Sabiduría, que ya conocen los lectores, y del cual recibió seis ejemplares. Después de la grande y solemne frase ¡Dios salve a la República! inventada un día 16 de septiembre por uno de nuestros grandes políticos y hombres de Estado, había un suelto, asaz capcioso, que decía:
Para sustituir en el Juzgado al inteligente y enérgico abogado señor don Crisanto de Bedolla y Rangel, el Ministerio respectivo ha nombrado al antiguo licenciado Pedro Martín de Olañeta, que lo había desempeñado antes.
En cuanto a Evaristo, su comportamiento desde que regresó a lo que él llamaba ya sus tierras, con el grado de teniente coronel, fue de los más irregulares y arbitrarios (se entiende con los indios y gente pobre e indefensa) exigiendo ya sin disimulo la contribución semanaria de pollos, quesos, mantequillas, legumbres y cuanto más podía; de manera que vivía en medio de la abundancia; pero atormentado con la idea de ser denunciado por Cecilia, por don Pedro Martín de Olañeta y aun por el mismo Lamparilla, a quien miraba con desprecio, pero que llegó a temer. Resolvió, pues, matar a los tres, juntos o separados, a una misma hora o en distintas épocas. El caso era destruirlos, y hacer recaer las sospechas sobre cualquier persona, para alejarlas de él.
Determinó que Cecilia sería muerta a pedradas en su mismo puesto de fruta de la plaza del Volador; que don Pedro Martín moriría envenenado por la misma Cecilia, y Lamparilla asesinado por sus mismos mozos en uno de los viajes que hacía a Chalco.
Esto era fácil o difícil, Evaristo, durante días y noches, fácil o difícil, resolvió que se había de hacer en el más corto tiempo posible.