XVI. Víctima del despotismo

Baninelli dirigió al Gobierno el parte con el mismo laconismo y sencillez que acostumbraba el cabo Franco hacer sus arengas y proclamas a sus soldados en los momentos de peligro.

Llegué a marchas forzadas cuando menos se esperaba —decía el parte de Baninelli—. Mi vanguardia derrotó completamente a los revoltosos en la media noche del 8 de … de 18… Incluyo el estado de muertos y heridos. En las tropas de mi mando hubo tres heridos. Uno de ellos se llama Moctezuma, y dice ser descendiente del emperador de México. Recomiendo el comportamiento del capitán Franco y de los tres reclutas heridos. Cuartel General en San Pedro, etc.

También envió directamente al Presidente, y sin leer, las muchas cartas que contenía el paquete que encontró en la casa de Valentín Cruz, y permaneció en San Pedro esperando órdenes.

Por extraordinario recibió la respuesta:

Persiga usted al enemigo sin descanso. A los cabecillas y oficiales que coja los fusila usted en el acto, y a los soldados los incorpora a su regimiento.

A la llegada del parte de Beninelli, el Ministro de la Guerra, o más bien sus aduladores o pegadizos, corrieron ellos mismos a la calle y mandaron repicar a vuelo las campanas de la Catedral y demás iglesias, y una batería de artillería hizo una salva delante de Palacio, de quién sabe cuántos cañonazos. Un taco acertó a pegar en el hombro a uno de tantos muchachos curiosos, y fue ésta la mayor desgracia que ocurrió en tan célebre campaña, pues el tal muchacho, que cayó como si hubiese recibido la bala en la cabeza, fue conducido al Hospital de San Andrés y no salió sino al cabo de dos meses y con un hombro más alto que el otro.

El Presidente, con tanta felicitación como recibió y tanto adulador que aprovechó la ocasión para pedirle dinero y empleos, dejó como olvidado en su mesa el paquete y no fue sino hasta ocho días después cuando tropezó con el pliego, mandó al ayudante que cerrase las puertas, que nadie lo interrumpiese y se puso a examinar uno por uno los documentos que contenía. Eran cartas y papelitos sin firma, de diversos caracteres de letra; los unos incomprensibles, pero que daban a entender que entre Valentín Cruz y los corresponsales o correspondientes de México había relaciones anteriores e íntimas, no de asuntos privados, sino absolutamente políticos. Otras cartas estaban firmadas y se reducían a negocios de agricultura, comercio y arriería; pero en las fórmulas y frases se adivinaba que contenían una clave que el Presidente reconoció desde luego; pero que era imposible descifrar. Por ejemplo, se decía: Tendré listas mil pacas de algodón para conducirlas a Guadalajara, y usted disponga de ellas.

¿Quién diablos había de mandar mil pacas de algodón a Guadalajara cuando no existía ninguna fábrica de tejidos? Así, evidentemente, lo que significaba esta carta era que irían mil soldados, o mil revoltosos, o mil indios. También podrá conjeturarse que se mandarían mil pesos, o mil pesetas para fomentar con esta suma un tumulto, una sublevación o un pronunciamiento en forma, como sucedió.

Pero ¿quién era el que tenía listas las misteriosas pacas? Anda vete, imposible de adivinar; el Presidente leía otro papel y se perdía en conjeturas. Después de recorrer rápidamente tal género de documentos, si no pudo descifrarlos, sí adquirió el convencimiento de que se tramaba una grande conspiración en toda la república, cuyo centro era el Estado de Jalisco, en su capital o en alguno de sus pueblos, como en efecto aconteció en San Pedro; ya no le cupo ninguna duda y pensó, con razón, que Valentín Cruz era uno de tantos agentes o quizá el principal; pero que en México existía el Directorio, compuesto de personas de categoría y de importancia.

En este examen, que había ya durado más de una hora, llamó particularmente su atención la diversidad de caracteres de letra; algunas se parecían a las de sus ministros, y eran, como maliciará el lector por lo que antes hemos dicho, obra de la sorprendente habilidad de Lamparilla, escritas con más precauciones y misterios de los que eran necesarios, para el caso ya previsto de que si caían en manos de la autoridad, las sospechas recayesen en los elevados funcionarios que estaban cerca de la persona del Presidente, y a quienes otorgaba su entera confianza.

Inquieto, disgustado y cansado el Presidente y dolíendole la cabeza, se disponía a clasificar las cartas ya leídas y a colocarlas en su cubierta, cuando observó que había en el suelo dos o tres papeles que se habían caído sin que lo hubiese notado. Uno de ellos era una carta firmada.


Enterado de todo. Apresure usted los negocios, porque urge. Mándeme, si le es posible, dinero, que necesito con urgencia para seguir los trabajos. Más de una semana he estado enfermo, y por eso no le he escrito.

Sabe de corazón que soy su amigo.

Licenciado Bedolla.
 

—Me la va a pagar este pícaro —dijo el Presidente luego que acabó de leer la carta—. Lo voy a secar en una prisión hasta que no me descubra el hilo de esta revolución; más adelante lo mandaré fusilar. Estoy rodeado de malvados y traidores, y mis mismos ministros son los primeros que conspiran contra mí. Con razón me decía Basadre que si me echaba en manos de los monarquistas, correría la misma suerte de Guerrero. Ya veremos; los tengo entre mis manos.

El Presidente clasificó cuidadosamente los interesantes papeles, los colocó en una cubierta, los ató cuidadosamente con una cinta, las guardó en un armario, lo cerró, se guardó la llave en el bolsillo y dijo muy satisfecho, tocándose el pantalón:

—Aquí los tengo a todos presos, y no saldrán sino a la horca o al destierro. Este Baninelli vale la plata. Cuando acabe su campaña y vuelva a presentárseme, lo recibiré con la banda de general de brigada. Me ha quitado de encima una guerra extranjera batiendo a los bandidos de Río Frío, y ahora una formidable revolución que me hubiera lanzado quizá de la silla presidencial. A los tres reclutas los haré oficiales y al capitán Franco teniente coronel.

Cuando los ministros entraron al Consejo, el Presidente estaba muy alegre y los recibió con más afabilidad que los días precedentes. Las inocentes criaturas no sabían lo que se les esperaba.

Durante algunos días les dictaba acuerdos muy largos, que guardaba dizque para rectificarlos, y era para comprobarlos con las cartas y papeles de Valentín Cruz, hasta que adquirió la más perfecta convicción de su culpabilidad, menos la del Ministro de Hacienda, no habiendo encontrado semejanza de su letra en ninguno de los papeles que había registrado.

En la noche llamó a los jefes del partido moderado y convino con ellos un nuevo Ministerio. El periódico oficial dijo al día siguiente:


NUEVO GABINETE

Habiendo renunciado por razones de conveniencia pública y a causa también de su quebrantada salud, los señores ministros de Relaciones, Justicia y Guerra, Su Excelencia el Presidente, con mucho sentimiento, ha tenido a bien admitírselas, disponiendo que queden los oficiales mayores encargados interinamente del despacho, hasta que se forme un Ministerio en que estén representados todos los partidos y se satisfagan las justas aspiraciones de la nación.
 

El Presidente ordenó a un ayudante que fuese a la casa de don Pedro Martín de Olañeta y, quisiese o no, se lo trajese en el acto.

—Señor don Pedro —le dijo en cuanto se lo presentó el ayudante— me va a prestar un servicio, o mejor dicho a la nación. Va usted a hacerse cargo del juzgado. He separado a ese bribón de Bedolla, y ya verá la suerte que le espera.

—Señor general, me honra usted mucho, pero necesitaría antes…

—Será después —le interrumpió el Presidente—. Tendrá usted mi apoyo y se llenarán por el gobierno los deseos de usted para el buen servicio. No necesito recordarle lo que me ofreció cuando…

—Es verdad; en vez de replicar, lo que debo es agradecerle su confianza. Acepto y quedo a sus órdenes.

—Ya podrá usted hacer algo, don Pedro —le dijo el Presidente sonriendo maliciosamente y estrechándole la mano— por esa buena muchacha Casilda, acabando por descubrir a su perseguidor y aplicarle la ley como merece.

Don Pedro se mortificó y se puso encarnado; pero estrechó a su vez la mano del presidente, no pareciéndole mal, en el fondo, que el Primer Magistrado de la Nación se permitiese con él estas amistosas confidencias.

Cuando don Pedro se retiró, tocó la campanilla y el ayudante entró.

—Tome usted un coche, va en él a la casa del licenciado Bedolla, o al juzgado, a donde lo encuentre usted, lo aprehende, lo conduce a la prisión militar de Santiago, lo entrega al comandante con orden de que lo ponga incomunicado, y no vuelva a presentarse aquí hasta que todo esto quede hecho.

El ayudante salió haciendo una respetuosa reverencia, dando a entender con esto que las órdenes serían fielmente cumplidas.

—Lo que es por ahora está conjurada la tormenta —dijo el Presidente dejándose caer en el sillón—. Ya veremos lo que sigue. En sustancia a la nación la gobernamos. Yo, dirigiendo la política; Baninelli, derrotando a los pronunciados, y ese bandido de Río Frío ahorcando ladrones en el camino, aunque no sé por qué se me ha clavado la idea en la cabeza de que él es el primer bandolero y el primero que debía ser ahorcado. Lo dejaremos, pues por ahora me es útil, mientras yo mismo aclaro las cosas. Sea como fuere, lo que es en este momento la tormenta revolucionaria ha concluido. Mañana veremos.

Una tempestad en un vaso de agua.

No es nuestra idea el ocuparnos a cada momento de política y de periodistas, pero no podemos dispensarnos de aprovechar la ocasión para hacer un justo elogio de los adelantos de la prensa y de poner de manifiesto el juicio, el tacto, sea dicho de una vez, la filosofía con que trataban las más espinosas cuestiones los mismos escritores que al principio de esta historia publicaron tan voluminosos artículos relativos al caso raro del rancho de Santa María de la Ladrillera, y llamaron justamente la atención del gobierno y de los doctores de la Universidad sobre el fenómeno digno de estudiarse que presentaba el vientre de doña Pascuala.

La edad, la experiencia y el estudio habían dado a sus artículos cierto aplomo y solidez de que antes carecían, y, sobre todo, no escribían una línea sin estar absolutamente seguros de la verdad. El lector podrá juzgar por el artículo siguiente, publicado en el famoso diario que redactaban, y que por un efecto de modestia le habían puesto el título de La Sabiduría:


DIOS SALVE A LA REPÚBLICA

Retiramos el editorial que teníamos escrito sobre las importantísimas cuestiones de la contrata de carros nocturnos y limpia de las atarjeas, para dar noticia a nuestros lectores de los graves acontecimientos de estos últimos días, que han conmovido profundamente a los ilustrados habitantes de esta grandiosa ciudad de los palacios, como la llamó el riquísimo y noble italiano conde de Beltrami, que la visitó hace cuarenta años. Asesinatos, robos, asaltos, combates, pronunciamientos y quién sabe cuántas cosas más. Vamos por partes, aunque de verdad son tantas las ideas que se agolpan a nuestra frente, que no sabemos ni por dónde empezar.

Era una noche de las más tenebrosas que hemos tenido en la temporada, y el bello cielo de México se convirtió en una inmensa carpeta de terciopelo negro que se iluminaba a cada minuto con la pálida luz de los relámpagos. Cayeron rayos, no sabemos cuántos; pero nosotros, que no quisimos dormir para poder dar, si era necesario, en La Sabiduría una descripción de la tempestad, contamos siete, de los cuales uno cayó en la torre de San Agustín, dos en la de Santo Domingo, bajando por la pared, haciendo una cuarteadura y llevándose la reja de una ventanilla; de los demás no sabemos a punto fijo, pero fueron por el Puente de la Leña y la Soledad de Santa Cruz. Fue esa noche tremenda la que escogió una banda de ladrones para llevar a efecto el horroroso atentado que hacía semanas meditaban. Se trataba de robar y asesinar a una mujer muy rica, que conoce todo el que tiene afición a las variadas frutas que produce nuestro fértil suelo, y que se llama Cecilia la Trajinera, porque tiene canoa y comercio en Chalco. Esta trajinera vive sola (porque nunca se ha querido casar) con dos criadas y dos o tres remeros, que hacen de noche el oficio de serenos, en una casa muy vieja pero muy grande, situada por el Callejón de la Trapana, y que se comunica con la acequia.

El plan de los ladrones era meterse por unas ventanas que tenían rejas de madera ya apolilladas; pero como Cecilia compuso la casa y cambió las rejas de madera y puso otras de hierro, se les frustró su primitivo plan, y entonces apelaron a hacer una horadación, lo que llevaron a efecto sin costarles trabajo, porque las paredes, aunque gruesas, se están desmoronando. Se proponían matar primero a los remeros, entrar después por el agujero, apoderarse de Cecilia y de las dos criadas, amarrarlas, asesinarlas y después robar cuanto pudieran, pues Cecilia es muy rica y tiene guardado mucho dinero en oro en un ropero colorado, antiguo y con pintarrajos por dentro (que nosotros hemos visto), cargar en seguida una canoa con todo el robo, y ellos, haciendo de remeros, dirigirse a Chalco, forzar las puertas de la casa (pues, como hemos dicho, Cecilia es muy rica y tiene una magnífica casa en Chalco, aunque muy aislada) robarla también y largarse a tierra caliente, tomando el rumbo de Acapulco, donde es imposible toda persecución, pues la tropa o policía que se atreve a pasar el Mexcala es víctima de los pintos y del mal clima.

¡Qué plan tan diabólico, pero qué bien combinado! Pero el de Cecilia fue mejor. No sabemos cómo se puso al tanto de lo que maquinaban los ladrones; el caso es que se calló la boca, los dejó hacer la horadación, y estuvieron ella y sus criadas velando durante ocho días. La noche del aguacero y de los rayos oyeron un ruido como de ratas que escarban y roen, se armaron de unos cuchillos muy afilados y se pusieron al lado de la horadación. Pasadas las doce sintieron pasos en la calle, oyeron que varios hablaban en voz baja, y a poco fue presentándoseles la cabeza de una ladrón que penetraba como la culebra en su nido. Agarraron las mechas de la cabeza; tiraron al ladrón para adentro, y antes de que pudiera gritar y advertir a los que estaban fuera, lo cosieron a puñaladas. Se presentó otra cabeza, y el mismo método, y así hasta siete; el octavo, noveno y décimo, pues la banda se componía de diez, se escaparon y huyeron sin que se sepa a dónde se han escondido. ¡Qué valor de mujeres! Pero también ¡qué refinamiento de crueldad con las infelices víctimas! Nosotros mismos, hombres vigorosos y resueltos y que hemos andado en campaña, no hubiéramos tenido valor ni corazón para estar tirando de los cabellos a tanta cabeza, para inmolar después a hombres ya dados e indefensos, y como decía el esclarecido poeta Delille: De la Justicia a la venganza no hay más que un paso.

Concluida la matanza, la trajinera y sus criadas se pusieron a cenar sin lavarse siquiera las manos, y después durmieron tranquilamente hasta que amaneció y fueron a dar parte al alcalde, el que por pronta providencia quiso mandar a la cárcel a las culpables, pero ellas se resistieron, y a cosa de las diez de la mañana los barrios de la Soledad de Santa Cruz y Puente de la Leña se habían levantado y amenazaba cundir la sublevación por los otros barrios de México. La trajinera es una mujer que goza de mucha popularidad, y el pueblo se oponía a que se la llevaran presa. Apedrearon a la policía y la vinieron persiguiendo hasta la Diputación; mirándose ya solos los vagos y ladronzuelos que abundan por esos rumbos, se echaron sobre cuatro o seis tendejones, los saquearon y lastimaron a los dueños, algunos de gravedad, que fueron después conducidos al Hospital de San Andrés. Como el tumulto crecía y le avisaron al coronel del regimiento que ocupa el cuartel de la Santísima, mandó en el acto dos compañías, que echaron una descarga de bala rasa sobre el pueblo, y así pudo penetrar hasta la casa de Cecilia, que se había encerrado; ella y sus criadas, con puñal en mano, estaban completamente resueltas a hacer una desesperada resistencia.

México y sus beneméritos habitantes han escapado en una tabla. El peligro ha sido inminente, y nada faltó para que se repitieran las dolorosas escenas del año 1828: pero el valor y la energía de nuestros sufridos soldados han evitado a la ciudad daños de mucha trascendencia y, lo que es más, el vergonzoso espectáculo delante de los extranjeros, de una populosa ciudad indefensa y entregada a la voluntad de las turbas.

Hubo un incidente curioso, que no debemos pasar desapercibido. El oficial que mandaba la tropa se hizo de razones con el alcalde por cuestiones de jurisdicción. El oficial que sí, el alcalde que no, hasta que llegaron a las manos. El alcalde sacó un puñal y por poco mata al oficial, y el oficial sacó su espada y por poco mata al alcalde; pero al fin ni uno ni otro se hicieron nada, porque metió la paz el secretario del juez en turno, que había sido enviado expresamente por el licenciado Bedolla.

Sosegado el tumulto, fueron conducidos a la Diputación, entre filas, los cadáveres y los reos (que nosotros hemos visto con nuestros propios ojos) y el licenciado Bedolla comenzó a instruir la causa con la actividad que le es característica. Aunque amigos de este célebre criminalista, a fuer de imparciales, tenemos que hacer la observación de que en esta vez no se ha manejado con la energía que desplegó cuando instruyó la causa del asesinato de la hija natural del conde del… y de los escándalos de la casa de vecindad de la Estampa de Regina; y si los reos no pagaron su crimen, fue debido a la clemencia del Primer Magistrado de la Nación, que los indultó.

Tanto Cecilia la Trajinera, como sus criadas, debieron haber sido presas, juzgadas y sentenciadas. Nada de esto ha sucedido y han quedado en la más amplia libertad, mediante la influencia de personas cuyo nombre no queremos mencionar, porque nos ligan con ellas relaciones de parentesco o de amistad que, como nuestros lectores lo conocerán, son sagradas. Bien que Cecilia y cómplices obrasen en propia defensa y hayan acabado una verdadera hazaña, propia de los tiempos fabulosos de la Edad Media, debieron en el momento que sospecharon que iban a ser robadas, haberse dirigido al gobernador, al juez, al alcalde, en fin, a cualquiera autoridad, porque nadie tiene derecho a hacerse justicia por su mano. ¿Dónde iríamos a dar si todos hicieran lo que Cecilia y cómplices? Acabarían las garantías más preciosas, los derechos del hombre serían letra muerta y la sociedad se convertiría en un caos insondable y oscuro. Aunque parezca una paradoja o un contrasentido, los criminales, por lo mismo que son criminales, tienen derecho a las garantías que otorgan las leyes a los ciudadanos de un país libre que rescató de la tiranía de trescientos años el héroe de Dolores. Estos siete cadáveres inmolados por unas verduleras rabiosas y sedientas de sangre, piden justicia, y, no lo deseamos, pero el sueño tranquilo del licenciado Bedolla ha de ser turbado muchas noches con siniestras apariciones.

Mientras pasaba en medio de la tenebrosa noche el drama sangriento que fielmente hemos referido, se fraguaba en lo más intrincado de nuestras elevadas montañas una conjuración contra la vida y propiedad de los viajeros. Malhechores y gente perdida de los cuatro puntos cardinales de la República, se habían dado cita en un lugar inaccesible cercano a Río Frío, y efectivamente llegaron a reunirse cosa de doscientos, bien montados y armados. Su objeto principal era dar un golpe a la conducta que debía salir de México el día… Por no sabemos por qué motivo se transfirió su salida para la semana siguiente, y eso la salvó, y salvó también de su ruina al sufrido comercio de esta capital, agobiado con enormes contribuciones.

Por fortuna nuestra, o más bien dicho del comercio, hay en la montaña un hombre activo, resuelto y de un valor que raya en temeridad. Tal es don Pedro Sánchez, rico hacendado de por Texcoco o de por Chalco, no sabemos bien. Es rico, le sobra con qué vivir sin necesitar de nadie; pero tiene tal odio a los ladrones, que ha aceptado del gobierno el empleo de capitán de rurales, por el solo placer de batirse con ellos y perseguirlos. No hay que jugar con él: bandido que cae en sus manos de seguro que amanece colgado en los árboles.

Don Pedro Sánchez, como decíamos, se hizo el desentendido; dejó reunirse a los ladrones, les puso una emboscada, y cuando ellos salieron para atacar las diligencias, les cayó como un rayo, los desbarató completamente, no sin que se trabase una verdadera batalla y quedase el campo cubierto materialmente de muertos y heridos. El mismo capitán Sánchez recibió varias heridas graves en la cabeza y en las manos, y uno de nuestros colaboradores lo vio entrar al patio del Palacio, a la cabeza de cincuenta de sus valientes rurales, pues él mismo quiso dar personalmente el parte y presentarse al Presidente de la República, el que lo recibió con la mayor benevolencia y no pudo menos de estrecharle la mano y elevarlo al rango de coronel, con el mando de los distritos de Texcoco, Chalco y Tierra Fría.

Pero grave como es lo que hemos referido, son tortas y pan pintado comparándolo con el estado de nuestra política. Los elementos explosivos y variados fermentan de una manera espantosa en la caldera revolucionaria. Una vasta conspiración, como una red, abraza los más poderosos y ricos Estados de la República. Abortó en la capital de Jalisco; pero el gobernador estuvo quince días sitiado en el Palacio, hasta la llegada del coronel Baninelli, que por casualidad pasaba cerca de San Pedro, pues su verdadero rumbo, según sabe también uno de nuestros colaboradores, era Zacatecas. Entre los pronunciados de San Pedro se trabó una lucha más terrible que la del monte de Río Frío; la suerte estaba indecisa, Baninelli propuso una capitulación, y el denodado y pundonoroso general Valentín Cruz, en obvio de derramamiento de sangre, la aceptó, y con tambor batiente y banderas desplegadas se retiró rumbo a Mascota. La revolución, pues, está en pie, y lejos de acabar es ahora cuando comienza.


¡Dios salve a la República!

ALCANCE A ÚLTIMA HORA
 

Impreso ya nuestro diario, hemos adquirido nuevas noticias, y tenemos que hacer algunas rectificaciones. Los asesinados del Puente de la Leña no fueron siete, sino uno dentro y otro fuera, que era remero. El principal culpable, llamado El Joaquinito, ha sido aprehendido y está incomunicado.

El capitán don Pedro Sánchez entró a Palacio, no con cincuenta, sino con cinco hombres de escolta.

El denodado general Valentín Cruz no capituló, sino que fue batido, y merced a su sangre fría y valor pudo escapar a uña de caballo.

Loor a nuestros valientes soldados.

¡Dios salve a la República!

A ÚLTIMA HORA
 

Vuelven las nubes encapotadas a cubrir nuestro horizonte político. La casa del licenciado Bedolla ha sido allanada a deshoras de la noche y él, desnudo, arrebatado de su sueño tranquilo y conducido a la fortaleza de Santiago. Esto es muy grave. La prisión de un personaje tan importante como el señor Bedolla y Rangel, es un verdadero acontecimiento en la capital. Mucho tememos que tan distinguido ciudadano sea una víctima de la tiranía; con razón tenemos que exclamar al terminar nuestro artículo:

¡Dios salve a la República!

Redactores
 

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