Relumbrón y El Emperador durmieron como unos bienaventurados. El uno tenía proyectos colosales para triplicar en pocos meses la suma que había ganado; el otro jamás había visto tanto oro junto, aunque no fuese todo de él, y se proponía, con lo que le había tocado, comprar una carretela y un buen tronco de mulas para que doña Pascuala, que, aunque aliviada, experimentaba alguna dificultad para andar, pudiese desde el rancho ir los domingos a la misa del cura de Tlalnepantla y, en caso ofrecido, hiciera un viajecito de recreo a México, donde hacía años que no ponía los pies.
Baninelli durmió mal. En unas cuantas horas su compañero, el coronel Relumbrón, que no habla ni olido la pólvora, era dueño de una fortuna bastante para hacer la felicidad de una familia, mientras él, que había consumido su juventud en los caminos y en los cuarteles y con el cuerpo lleno de heridas, no tenía por todo capital más que doscientos pesos y cinco a seis mil que le debía la Comisaría General y que probablemente no le pagaría nunca. Él jugó una vez y perdió. ¿Por qué este capricho de la fortuna? Él, a fuerza de años y de campañas, una tras otra, había ganado sus ascensos, mientras Relumbrón sentó plaza de capitán, sin saberse cómo, y de la noche a la mañana subió a coronel, con el grado de general de brigada. ¿Qué razón para justificar este otro capricho de la fortuna? Estas comparaciones, que no podía menos que hacer mirando desde su cama el montón de oro que había quedado en la noche sobre la mesa, lo hacían desgraciado y lo ponían de un humor de todos los diablos, viniéndole también a su memoria las miserias y las penas que acababa de sufrir en la última desgraciada campaña; pero, en compensación, algo sentía en su interior que le decía que él, pobre y simple coronel, pues había rehusado el grado de general porque el Presidente consintiera en hacer capitán al cabo Franco, era muy superior y valía mucho más que el ridículo y hasta cierto punto misterioso personaje que había sido el vencedor en el juego del contratista de vestuario.
Relumbrón, no obstante haberse acostado muy tarde, despertó a la madrugada, se lavó, se peinó, se puso encima cuantas alhajas de oro y brillantes tenía y entró hecho una sonaja al cuarto del coronel Baninelli, el que, esperezándose y de mal gesto, hacía en su lecho las reflexiones que acabamos de apuntar.
—¡Arriba coronel! Vamos a hacer el balance para saber el resultado de la campaña de ayer. Fue tan completa la victoria que me encontré además de lo que hay sobre la mesa, con algunos escudos rezagados en los bolsillos de mi guandanbur —y diciendo y haciendo fue echando sobre la mesa puños de doblones—. Inútil es decirle, amigo Baninelli —continuó— que antes de que contemos puede tomar a discreción lo que quiera, pues al último usted me acompañó a esta peligrosa expedición, y desde que entré en su casa estuve casi cierto de que usted me daría la fortuna, y me la dio, en efecto, con este muchacho que usted llama El Emperador y que promete ser uno de los tunos más notables de México. Su ninguna experiencia le impidió ganar tanto como yo; entre los dos nos habríamos levantado el monte en menos de una hora.
En seguida se puso a contar las onzas sin que Baninelli hubiese contestado si admitía o no su oferta. La parte del Emperador estaba separada y arreglada en montoncitos de onzas y escudos en una esquina de la mesa. Importaba menos de tres mil pesos; la de Relumbrón cerca de treinta y siete mil.
—No es mal pico, amigo Baninelli. Con esto hay para almorzar bien el día de mi santo, que es el jueves próximo. Está usted convidado desde ahora. Ya sabe usted, entre las doce y la una…
—Convenido —le contestó Baninelli— si el servicio me lo permite y no ocurre algo de extraordinario.
—De todas maneras, el cubierto estará sobre la mesa… Pero no me ha contestado usted el ofrecimiento que le hice. El oro está contado sobre la mesa, separe usted lo que quiera.
—Espero que no será más que una chanza —le respondió Baninelli con seriedad y mirándole fríamente— pero ya que usted se empeña, deje una friolera para darle a mi tropa un buen rancho el jueves, y celebrará el santo de usted.
—Feliz idea; no he hablado de chanza, y esperaba que no correría un desaire a un amigo… pero no hay que hablar más y me conformo.
Relumbrón entregó cuarenta onzas a Baninelli, así como lo que correspondía al Emperador, metió su dinero en las talegas que al salir le dio González, se despidió muy afectuosamente, y a riesgos de que se le desfondara su coche, montó en él con su tesoro y tomó el camino de México.
En la capital el lunes no se hablaba de política, ni de negocios, ni de ninguna otra cosa más que de Relumbrón y del contratista de vestuario y su derrota.
—Relumbrón —decían— desmontó en Panzacola. Relumbrón ganó cincuenta mil pesos. Ya era muy rico, porque es hombre que se mete en todos los negocios, pero hoy es más, y les dará tantas vueltas a los cincuenta mil pesos, que dentro de dos meses tendrá doscientos mil más.
Estas y otras cosas parecidas y a cual más exageradas se platicaban en los cafés, en los teatros y en las calles, y a decir verdad, la mayor parte de las gentes se regocijaban de la ruina de Panzacola. El propietario era tan mal querido, que los mismos que los domingos comían de balde en su mesa, salían hartos de buen vino y de exquisitos guisados, criticándole por el más insignificante motivo.
Relumbrón llegó sin que se le desfondara el carruaje, y bien temprano por cierto; pero ya lo esperaban en la puerta más de veinte personas, unas para pedirle el barato y otras para proponerle negocios.
Los jugadores cuando ganan son por demás generosos: así, Relumbrón dejó contentos a los que le pidieron el barato, y prometió ocuparse en la semana de los asuntos de los proyectistas; entre ellos había uno que tenía un secreto segurísimo para ganar siempre al juego, aunque la suerte le fuese contraria. Por muestra le dejó una baraja compuesta para que la examinara durante ocho días, y si le encontraba defecto, o más bien dicho, el secreto, perdería ocho onzas que sacó del bolsillo y que trataba de darle a Relumbrón para que las mantuviese en depósito.
—¡Ocho duros! —le contestó éste—. ¿Dónde diablos quiere usted que guarde sus onzas, si tengo tantas que no sé en este momento dónde ponerlas, porque mi caja está repleta? En cuanto a las cartas, ya debe usted pensar que no nací ayer y que he visto infinidad de barajas mágicas, pero a mí me gusta jugar a la buena.
—Como apunte, pase, pues no puede usted hacer otra cosa —le contestó el proyectista— pero un día u otro le dará la gana ser montero, y entonces esta baraja vale una fortuna. No importa como quiera jugar, eso es cuanto de usted. Mi secreto vale doscientas onzas y es barato. Quédese con estos dos paquetes, regístrelos con cuidado, haga las pruebas que quiera, y dentro de una o dos semanas nos veremos. Estoy seguro de que haremos negocio.
El proyectista, sin hacer caso de la respuesta, le dejó los dos paquetes de cartas y se marchó con cierta indiferencia.
Relumbrón estaba de prisa, tenía muchas cosas que hacer, entre otras, ver a su compadre; pero no pudo resistir a la curiosidad, y cuando el proyectista desapareció detrás de la puerta de su despacho, abrió los paquetes de cartas; eran de la fábrica nacional, con el sello de la administración, absolutamente nuevas. Las examinó una a una con el mayor cuidado, las restregó con los dedos, especialmente por los extremos, y las encontró sin el más pequeño defecto.
—Nunca he querido jugar con cartas compuestas. La fortuna me ha sido favorable y me ha bastado —se dijo— y he temido, además, que si un día u otro se descubría, perdiese yo la reputación que tengo de calavera honradísimo e inteligente. A esto debo la elevada posición que tengo, la confianza del Presidente, el respeto de mi mujer, el amor de mi hija, de mi hija, que es lo único que quiero en el mundo, y a la que a la vez respeto. Si ella supiera un día que su padre se había enriquecido por medios ilícitos, me miraría con desprecio en el fondo de su corazón, y tal vez llegaría a perderme el cariño. Para mí sería esto la muerte; pero si en efecto hay un secreto en esto que sea imposible que descubra el más consumado jugador, bien vale las doscientas onzas y se puede adquirir, manejándose con tino y prudencia, una renta segura y módica para no llamar la atención. Una partida que asegura una utilidad neta, siquiera de ciento cincuenta o doscientas onzas cada mes y donde talle González dos veces por semana para infundir confianza al público, sería un bonito negocio. Pensaré mucho en esto, hablaré con el pillastre, y con la mitad de lo ganado en Panzacola se puede hacer un ensayo.
Examinó por sexta vez las cartas, pero el reloj dio las diez.
—¡Canario! Mi compadre se va a la misa de once al altar del Perdón y no tendremos tiempo de hablar.
Guardó las cartas en su ropero, se vistió más modestamente, entró a las piezas interiores a saludar a su mujer y a su hija, y a poco rato tocaba el aldabón de una de esas casas pequeñas de la Alcaicería, que pertenecieron a la sucesión de Hernán Cortés, y desaparecía tras una puerta grasosa, pintada de color verde oscuro hacía lo menos treinta años.
El interior de la habitación correspondía al exterior pintado, también hacía años, de cal y almagre, lleno de telarañas y de manchas negras dejadas por la iluminación de candilejas con sebo, que no faltaban en la novena de Guadalupe y en la mayor parte de las festividades religiosas en que había luces. En una sala muy pequeña, con muebles antiguos de ningún mérito y recompuestos y vueltos a recomponer con piezas de madera de diferentes colores, llamaba sólo la atención un gran nicho de plata lleno de adornos de cristal y oro, con una Purísima Concepción de la renombrada escultura guatemalteca. Las hermanas del Marqués de Valle Alegre habían ofrecido tres mil pesos por ese nicho, y su dueño había sonreído diciéndoles que el conde del Sauz le había rogado que se lo diera en cuatro mil y que había rehusado porque era como una alhaja de familia que venía de padres a hijos. En la recámara, unas cuantas sillas de tule, un aguamanil y una mesita de la Calle de la Canoa; pero la cama era plata maciza, no sólo imitando, sino mejorando la construcción de las camas inglesas de metal dorado, que eran rarísimas entonces. El comedor, muy aseado, con mesa y sillas de palo blanco, pero a la hora de la comida, la criada sacaba de un armario la vajilla y los cubiertos de plata. Sin embargo, el amo de esta curiosa casita comía en cazuelitas vidriadas de Cuautitlán, que la cocinera colocaba en las macizas y bien cinceladas fuentes de plata que parecían obra cuando menos de un discípulo de Benvenuto Cellini.
Por último, la cocina toda, de arriba abajo, así como el brasero, de azulejo blanco y limpia y propia hasta la exageración, lo mismo que la cocinera, que era una mujer de más de treinta años, de color algo más subido que trigueño, pero guapetona, con buenos ojos, un poco de bigotillo fino en el labio superior, principio de patillas, y por el estilo y corte de Cecilia, de la que era conocida, pues le compraba para su amo la mejor fruta y las pocas pero muy escogidas legumbres que vendían nuestras antiguas amigas, La Trajinera y las dos Marías. Ño hay para qué decir que guisaba de chuparse los dedos, y que el propietario de la casa de la Calle de la Alcaicería era un gastrónomo de primera fuerza.
—Temía no encontrar a usted, compadre —dijo Relumbrón sacando el reloj—. Faltan cinco minutos para las once y debía usted estar en la Catedral. He encontrado en la calle tantos impertinentes que me han felicitado, que me ha sido imposible llegar antes. Ya sabrá usted mi campaña de ayer… Ya la fortuna se reía a carcajadas con nosotros, ya volveremos a ser ricos.
—Nada sé, compadre. Cogí anoche un resfriado al salir de la Profesa, tomé al acostarme una infusión muy calientita de flores cordiales, me quedaré hoy en la cama y no bajaré a la platería, a pesar de que estoy muy atareado con la obra de la custodia para la capilla del Rosario, que los señores de la cofradía quieren que se estrene el Jueves Santo.
—Ya comprendo por qué nada sabe usted, porque en toda la ciudad no se ocupan más que de nosotros, es decir, de la ganancia loca que hice ayer en Panzacola. Desmonté al avaro y grosero D. X… y probablemente se muere hoy de la pesadumbre y del colerón que hizo ayer. A poco más o menos, treinta y siete a treinta y ocho mil pesos, de los cuales, según hemos convenido, toca a usted la tercera parte, como en todos mis negocios, y poco es, con relación al dinero que usted me da cada vez que lo necesito.
Un rayo de alegría brilló en los ojos del compadre, un tanto opacos y llenos de legañas, a causa del catarro que habla cogido en la puerta de la iglesia de la Profesa; pero trató de disimular, se abrigó con su capa y dijo simplemente:
—¿En oro?
—¡Oh, en oro, por supuesto! Ya sabe usted que en Panzacola no se admite la plata.
—Viene ese oro, compadre, como mandado por Dios; lo emplearemos en la custodia y haremos un ahorro, porque en la Casa de Moneda cuesta muy caro, y las onzas, corren con cuatro reales de premio, pero me decía usted, compadre, hace un momento, que la fortuna nos sonríe y que ya volveremos a ser ricos. ¿Pues qué no lo éramos?
—Sí y no —contestó Relumbrón acomodándose lo mejor que pudo en el canapé—. El dinero va y viene, eso bien lo sabe usted, y hacia ya largos meses que era contraria la fortuna y no he tentado cabeza que no me salga calva… Nada le había dicho para no afligirlo, pero cambió el domingo y ahora le puedo contar cuanto quiera y responder a cuantas preguntas me haga.
—Usted —dijo el compadre— ha hecho algunas contratas de vestuario, y ese negocio solo es una fortuna.
—Un grave error, compadre, lo mismo creía yo, pero me he llevado un gran chasco. La falta de experiencia. He perdido no sé cuántos miles de pesos queriendo dar gusto al Presidente y derrocar completamente al viejo de Panzacola; le he dado la ropa más barata y de mejor clase; le he regalado dos vestidos completos y magníficos de paño fino, para la música y la banda del batallón de granaderos, y he pagado a las costureras dos reales y medio por camisa, real y medio por cada calzoncillo y así lo demás; una verdadera ruina. Pero ya se enmendará eso; por ahora todo es meter y meter dinero.
—¿El juego, entonces?
—Ha acertado usted, compadre todo ha sido perder en más de dos semanas, no sólo en las partidas, sino en el tresillo.
—¿Y el descuento de libranzas?
—Protestadas más de veinte. Empleados drogueros y faltos de vergüenza que venden tres veces sus sueldos a los usureros, y es menester prorrogarles los plazos y no demandarlos, porque sirven en los muchos negocios que tengo con el gobierno.
—Y supongo, compadre, que esos negocios, de los cuales me ha referido usted, algunos irán bien, ya que todo lo demás está mal.
—Se equivoca usted, compadre; andan de todos los diablos. No sé qué se le ha metido en la cabeza al Presidente de cuatro meses a esta parte. El mismo manda hacer los pagos, distribuye el dinero y no cree que hay otra cosa que pagar más que a los soldados, sin acordarse de las contratas de mulas, de carros, de vestuario de cañones y otras en que tengo más o menos parte. En lo que va corrido del año no he podido lograr más que un abono de mil pesos, y tenemos sólo en esos negocios un capital improductivo, o tal vez perdido, de más de cien mil pesos.
—Las haciendas no estarán mal, el tiempo no ha podido ser mejor y la cosecha de maíz debe ser muy abundante —observó el platero.
—Precisamente —prosiguió Relumbrón— a causa del excelente tiempo, el maíz ha bajado a un grado tal, que por mayor no se puede vender ni aun a tres pesos la carga. Es necesario guardarlo y esperar la ocasión. Otro capital improductivo de cerca de treinta mil pesos, teniendo que gastar más de diez mil en reponer la presa; y es cosa urgente, pues de lo contrario no habrá agua para regar el trigo el año entrante.
—¿Y las fincas? —dijo tristemente el compadre.
—Se ha gastado más en composturas que lo que han producido de rentas.
—¿Es decir, que todo va mal?
—Muy mal, de todos los diablos, ya se lo dije a usted al principio, y no me pregunte más, si no quiere seguir oyendo lástimas. Decididamente, soy un tonto o, mejor dicho, un completo imbécil que no sé manejar los cuatro reales que tenemos, a la vez que los gastos son cada día mayores.
—Pero… pudiera usted moderar… —aventuró a decirle tímidamente el compadre.
—¡Imposible! ¿No ve usted que es necesario mantener el aparato y la representación? El día que esto acabe, tendremos que pedir limosna, al menos yo, que usted, viviendo económicamente y con el trabajo de su platería le sobra para vivir y morirse rico. Y luego… ¿quiere usted que eche a la calle a Luisa, y a Rafaela, y a Juana? ¡Imposible! Primero me muerdo un codo; y ni se dejarían; armarían un escándalo que llegaría a los oídos de Severa, lo sabría también mi hija, y era yo hombre perdido… Por mi hija lo hago todo… Decididamente yo no nací más que para jugador, y eso de apunte, y gracias a esto he ido saliendo de tanto compromiso. Por esto, ya desesperado y aburrido con tanta contrariedad, me decidí ayer a dar un golpe de juego que hiciera ruido, que causara escándalo, y lo di, compadre; mi casa está llena de oro, este oro traera más, y le repito: volveremos a ser muy ricos, como hace dos años, en que todos los negocios marchaban en prosperidad. No tiene usted idea, compadre, de la multitud de proyectos que tengo en la cabeza a cual más atrevidos. Ya platicaremos despacio; por ahora me basta el ser yo el primero que le haya dado noticia de mi campaña de ayer. Le daré el oro que necesite para su custodia, y me devolverá el importe en plata, porque todavía tengo más picos que la custodia que está haciendo, y sobre todo procederé a la reparación de la presa de la hacienda. Hasta más ver, y oiga usted lo que oyese de mí, no haga caso, que yo le informaré la verdad en el momento que nos veamos, y no pasará de una semana.
Estrechó la mano un poco calenturienta de su compadre, y se marchó a Palacio a hacer su servicio ordinario. Ya se deja entender que fue recibido como en triunfo por los ayudantes y demás personas de la servidumbre.
Haremos un más amplio conocimiento con el compadre de Relumbrón.
¿Quiénes fueron los padres de éste que podríamos llamar un artista imitador, sin saberlo, de Benvenuto, al que de seguro ni había oído mentar?
—¡Quién sabe! Ni importa saberlo.
Los antiguos vecinos del Callejón de la Olla y de la Alcaicería, decían que hacía años que lo conocían en la misma casa y trabajando en su platería, que tenía instalada en la accesoria. En la puerta había una especie de mesa alta o mostrador angosto que estaba cubierto con un abultado color de chocolate, sobre el cual adhería las láminas o piezas de oro y de plata, y desde las ocho de la mañana hasta las cinco o seis de la tarde, con interrupción de la hora de comer, estaba con un pequeño martillo dando a los cinceles golpes acompasados y secos que se escuchaban en toda la calle. En el fondo había una fragua con su fuelle, a los costados de la pieza dos mesas de cada lado, pintadas de negro, de igual forma, en las que trabajaban, bajo su dirección, los oficiales. Las paredes estaban ennegrecidas con el carbón de la fragua, y cubiertas todas con moldes fijados con clavos y alcayatas. En la puerta y al lado del mostrador, donde trabajaba el maestro de este taller, se colocaba un aparador con cristales verdosos, lleno de dedales y milagritos de plata, de anillos de oro y de sartas de corales y de perlas pequeñas, alguna que otra mancerina de filigrana, y de tarde en tarde algún anillo o fistol de diamantes; pero todo esto de una hechura muy común, y sin ningún aparato, y más bien parecía viejo, pues con el tiempo las piezas de plata, que eran casi siempre las mismas, se habían manchado y oxidado. Esta platería, por lo demás, era idéntica a otras que había en la misma calle y de las que quedan ya muy pocas.
El platero se llamaba don Santos Aguirre. Había comenzado hacía años como aprendiz, ascendiendo después a oficial y, finalmente había, no sólo sucedido a su maestro en el taller, sino comprado la casa; pero todas estas mudanzas se contaban por años y años, y de los vecinos y parroquianos pocos se acordaban ya del nombre del primitivo dueño de la platería y del inquilino que ocupaba los altos de la casita. Por esto se puede concebir que don Santos Aguirre, que era conocido por don Santitos, no era un niño. ¿Qué edad tenía? ¡Quién sabe! Tampoco le importaba a nadie el saberlo. Trabajaba lo mismo que el primer día, era metódico y hasta maniático; dormía bien y comía lo mismo; así, aunque viejo, representaba menos años que los que realmente tenía.
A las ocho de la mañana, menos cuando tenía resfrío o catarro, que padecía frecuentemente, bajaba y abría él mismo la platería, distribuía el trabajo a los oficiales, que ya esperaban en la calle; hacía a veces algunas fundiciones en la fragua, y en seguida tomaba su martillo y no cesaba de cincelar y labrar hasta pocos minutos antes de las once. De un brinco se ponía en la Catedral, oía su misa con mucha devoción y recogimiento, y volvía al taller hasta las dos de la tarde, en que se cerraba para dar tiempo a que pudiesen comer los oficiales. Él comía poco de cada uno de los cinco o seis sabrosos platos que le servía la cocinera, dormía media hora la siesta, y a las cuatro se volvía a abrir la platería, para no cerrarse sino cuando absolutamente era de noche y el sereno encendía el farol que estaba fijado en su pie de gallo, precisamente entre el zaguán de la casa y la accesoria.
Las noches que había Ejercicios en la Profesa, no faltaba. Tenía ya su disciplina en propiedad, con estrellitas de fierro poco afiladas. Cuando, después del sermón y los rezos, se oscurecía la iglesia, se aplicaba en las espaldas algunos disciplinazos con bastante moderación y de modo que no le hicieran daño. De una manera o de otra, a las diez cenaba invariablemente una cazuelita de sopa de ajo, un cuarto de pollo muy bien frito y unas hojas de lechuga. A las once, dormía profundamente. Esta vida, sin más variación que ir algunos domingos a la Alameda, había durado muchos años; don Santitos se conservaba perfectamente, y las gentes que lo conocían y trataban con él, decían: «No pasan días por don Santitos; siempre lo mismo que lo conocimos hace quince años».
¿Don Santos Aguirre era rico? Unos decían que sí, que era muy rico, pero muy avaro: jamás se le había visto dar un medio a un pobre, y añadía que en lo interior, de su casa se trataba como un miserable; otros, por el contrario, aseguraban que hacía caridades muy en secreto y que sólo tenía para vivir con desahogo, y salvo la cama y la vajilla de plata, no tenía otra cosa más.
¿Don Santos había sido casado y tenido familia? Nadie lo sabía. Los unos le creían viudo, la mayor parte soltero, y varios se avanzaban a decir que era padre de un hijo logrado, que disfrutaba de una elevada posición social. En resumen don Santitos era un misterio que el público no había podido penetrar.
La verdad es que don Santitos era muy rico, y para alcanzar esa buena posición había contado con dos poderosos elementos: los frailes de San Francisco, y una doña Viviana corredora muy acreditada.
Una semana le mandaba hacer un copón, otra una custodia, el mes siguiente la imagen de algún santo de oro y plata maciza. No eran solamente las obras del convento de San Francisco, sino que los padres, que lo estimaban mucho, le procuraban las de los conventos de monjas y aun las de la Catedral; el caso era que todo el año, él y cuatro o seis oficiales, estaban ocupados en la construcción de vasos sagrados, a cual más preciosa por su forma y por las labores y figuras cinceladas con primor. Los frailes y las monjas se encantaban con las piezas que salían del taller de la Alcaicería; pero su fama no pasaba de ese círculo religioso, ni tampoco pretendía él más, ni lo necesitaba; ni siquiera tenía él mismo conciencia de su habilidad.
Pero el producto anual que le proporcionaba la corredora excedía con mucho al que le pagaban las iglesias. Doña Viviana tenía relaciones intimas con la aristocracia de la ciudad. ¿Tenía alguna marquesa algún apuro que no podía confiar a su marido, a su padre o a su hermano? Mandaba buscar con cualquier pretexto a doña Viviana y le confiaba sus alhajas, para que las llevase al montepío. ¿Se ofrecía a algún conde o a su presunto heredero, hacer el día del Carmen o de Guadalupe un regalo a excusas de su familia? Era doña Viviana la que compraba la alhaja y la llevaba a la casa de la belleza que le indicaban. En las bodas, doña Viviana figuraba constantemente. Anillos, tembeleques para la cabeza, hilos de perlas, aretes, abanicos, pulseras, cuanto era de gusto y de valor, se encargaba a doña Viviana.
Se ocupaba también de vender alhajas en abonos semanarios, y siempre tenía treinta o cuarenta casas a quienes servir o complacer. Recogía mil y hasta dos mil pesos semanarios, y los repartía entre los plateros que le habían proporcionado aderezos, clavillos y perlas, guardándose su comisión, que ella misma fijaba a su antojo, pues por comprar al fiado, pagaban los clientes el doble de lo que valían los efectos que recibían.
Pero la principal ganancia de la corredora, que era ya rica, consistía en comprar oro, plata y piedras preciosas, a los pobres infelices, como ella les decía. Tenía dos casas: una buena vivienda con balcón en la Calle Ortega, y otra interior y en piso bajo en la Casa de Novenas de la Soledad de Santa Cruz.
En la calle de Ortega hacía su comercio con la gente rica y pudiente de la capital; recibía a las amas de llaves y lacayos y aun a las mismas señoras y duques y marqueses que necesitaban hablarle a solas y comunicarle sus asuntos con la mayor reserva. En el barrio de Santa Cruz recibía a los pobrecitos, envueltos a veces en una simple frazada y otras con buenas calzoneras con botonadura de plata, que también vendían y compraban joyas de valor. En la Casa de Novenas era conocida con el nombre de doña Mónica. En la Calle de Ortega, donde no se sospechaba la existencia de doña Mónica, ya hemos dicho que se hacia llamar Viviana, y que pasaba por un modelo de actividad y de honradez; sobre todo, como mujer a quien se le podía fiar un secreto. Esto la hacia muy estimable, y por esto y por todo lo demás gozaba de mucho crédito.
Pues bien, doña Viviana y don Santitos eran dos seres distintos, y todavía lo más grave: de distinto sexo, en una sola persona. La mayor parte de los negocios los hacia doña Viviana con el platero de la Alcaicería. Unas mismas utilidades, una misma responsabilidad, las más hábiles mañas y un secreto inviolable.
Entraba los más días doña Viviana y a cualquier hora, en el taller, saludaba a don Santitos y a los oficiales por su nombre y con mucho afecto y zalamerías, siempre riéndose y enseñando una dentadura blanca y unos labios encarnados, hubiese o no motivo para risa.
—Necesito cuatro milagritos para Nuestra Señora de la Soledad, unos anillos de oro, una sarta de perlitas y dos o tres aderezos de piedras finas y diferentes precios para enviarlos a doña Ana y a doña Dolores. Ya veremos lo que coloco en la semana, y si tiene usted otras cosas bonitas y baratas, vengan.
Don Santos correspondía al saludo riendo también, viniera o no el caso; abría su aparador y surtía el pedido de la corredora. Los oficiales, acostumbrados a esto, correspondían a sus saludos llamándola doña Vivianita, y continuaban su trabajo de fundición o de labrado, sin fijar la atención en su patrón, ni había para qué. Eran los negocios diarios y el giro de la platería con doña Viviana y con cuantos marchantes se presentaban, y por cierto no faltaban, especialmente los días de Corpus, de Guadalupe, de la Ascensión, de San José y de los demás santos célebres y populares.
Al recibir doña Viviana el surtido y el apunte de lo que valían las prendas, deslizaba entre las manos de don Santos uno o más papelitos pequeños y cuidadosamente atados con seda, y le decía al oído:
—Todo esto por doscientos pesos. Si le gustan, los pagaremos el sábado.
Guardaba el platero en su bolsillo los bultitos, acababa de despachar a la corredora y a los demás que entraban a comprarle algo, y seguían él y sus oficiales trabajando como si tal cosa. En la noche, cuando volvía de la Profesa después de haberse azotado suavemente, abría el papelito. ¡Maravillas! Un anillo con un diamante como un garbanzo, una sarta de perlas netas y parejas, un alfiler de rubíes, una sortija antigua de rosas, una cadenita de oro sin el reloj (jamás doña Viviana ni el platero admitían relojes), una perla suelta, un arete de coral, y todo por doscientos pesos; lo que, vendido barato, valía dos mil. El platero sonreía, volvía a envolver las alhajas y las guardaba en un armario pequeño de ébano que estaba junto a su cama y donde tenía siempre el valor de cien mil pesos en joyas a cual más ricas y preciosas. Cuando volvía la corredora, le entregaba con el mismo disimulo los doscientos pesos en oro y recibía o no otros ataditos, y así iba esta clase de comercio, que se extendía a objetos diversos de plata.
Don Santitos tenía una regla que dicen que es jesuítica: No tengo que mezclarme en la conciencia y en los negocios de mi prójimo sino cuando me convenga para el servicio de Dios, y deducía esta consecuencia: Si lo que me venden me conviene, lo compro, no tengo que averiguar su origen, ni nada importa esto para el servicio de Dios. La responsabilidad será para doña Viviana.
No hay para qué decir que don Santos personalmente desmontaba las alhajas, fundía el oro y la plata y hacía con las piedras, añadiendo otras, joyas cinceladas admirables, y surtía a la corredora, la que las vendía a subido precio, quizá a los mismos a quienes se las habían robado. Al cabo del año, este comercio producía miles de pesos, de los que Viviana tomaba una buena parte, según la recta conciencia de don Santitos. Ya era rica, tenía oro guardado y refundido donde ni ella misma lo sabía, y había comprado dos casas de vecindad en el Puente de la Leña, precisamente limítrofes con el almacén de fruta de Cecilia.