XXIII. Panzacola

Parecerán increíbles las escenas que acabamos de describir; pero lejos de eso, son de la más rigurosa exactitud. México es un país singular como no hay otro. Mientras en una población reina la peste y es destrozada por esa gente nómada que circula a pie y a caballo por el país, sin oficio ni beneficio y en busca de ocasiones para habilitarse, en otra, muy poco distante, se disfruta de una paz y de una seguridad completa. Llega el jefe de tropa a un rancho, hacienda o pueblo pequeño, dispone de la fortuna y aun de la vida de los habitantes, se hace servir por los alcaldes y regidores como si fuesen sus criados, se apodera de los caballos y a veces de las más bonitas muchachas, y se marcha dejando a los habitantes en la más grande consternación, a la vez que otro jefe, que camina por otro rumbo, se encuentra sin tener ni quien le proporcione una gallina; tiene precisión de pagar todo a precio de oro; deja en ese pueblo cuanto dinero tiene en caja, y sale a toda prisa para no ser víctima de la hostilidad de las gentes que lo habitan, que favorecen la deserción de la tropa, se hacen pagar muy caro los más insignificantes auxilios, le roban los caballos y mulas, y lo extravían en su ruta. Esto, que parece no común, se repite frecuentemente; y Baninelli, que ha visto de todo, ha tenido a veces esas contrariedades, no obstante su carácter enérgico y poco sufrido.

Pero donde se pueden marcar bien tales contrastes es en la capital misma. Llegada la temporada de San Ángel, ya no se piensa en otra cosa. Que la República arda por el sur o por el norte, que el Ministerio cambie, que los generales se pronuncien, que las pagas de los empleados anden escasas, que el Gobierno caiga; todo esto y más todavía es completamente indiferente para los habituados a la temporada de San Ángel.

No les falta razón. Es un pueblo tan tranquilo, tan bello, de una dulce temperatura y tan sano, que muchos enfermos, aun de gravedad, con sólo el aire que respiran logran la salud en menos de dos meses. Situado a cosa de 72 varas de altura sobre el nivel de la Plaza Mayor de México, el aire no está impregnado de los miasmas deletéreos producto de los desechos de una numerosa población, y el oxigeno de los pinos de la montaña y el perfume de las flores de los jardines influyen en reconstruir el organismo de una manera tan rápida, que parece fabulosa. Ninguno puede dar mejor testimonio de ello, que el simpático y tiernísimo poeta Casimiro del Collado, que prefiere su castillo y sus extensos y aromáticos jardines de San Ángel a los espléndidos y decorados salones que habitaba en un barrio aristocrático de París, en la calle que tiene el nombre de uno de los más célebres escritores franceses (Rue de Balzac).

El pueblo, solitario más de la mitad del año; las casas, cerradas; los pocos vecinos, vegetando más bien que viviendo, en una especie de calma y soñolencia apacible, de la que despiertan un momento el domingo, con el tianguis y con la llegada en su coche o en el ómnibus de algún propietario que, teniendo, como los Gargallos y Collados, sus casas dispuestas y amuebladas, van a descansar del trabajo y fastidio de la semana.

Pero apenas se comienzan a sentir en la capital los calores del verano, se habla de casos de disentería o de tifus en algunos de los barrios pobres y desaseados, cuando se arrebatan, como quien dice, las casas, y más de la mitad de los que las solicitan en arrendamiento, se quedan sin ellas. Ya a fines de junio, la animación, el movimiento y la alegría no conocen límite, no sólo en el pueblo, sino desde la garita del Niño Perdido. Coches y carretelas elegantes, pesadas máquinas antiguas que se conocían con el nombre de coches a la Bombé, carros y carretones de dos ruedas, burros cargados y caballeros galopando en buenos corceles, llenan la calzada, especialmente los sábados. Es más bien un paseo de tres leguas que no un camino transitado sólo una parte del año por los carros que conducen la leche y por los hortelanos que van a vender frutas y flores a la capital.

Antes de llegar al pueblo de San Ángel se encuentra un río poco caudaloso en las secas; pero bien surtido de agua en la estación de las lluvias, las más veces cristalina, y ruidoso por su lecho de piedras sueltas y redondas, con sus orillas siempre tapizadas de flores silvestres amarillas, rojas y azules. Termina esta calzada con un viejo y vasto edificio de una fachada sucia con el polvo y las aguas, y al parecer arruinado; pero disminuye su aspecto sombrío con el matiz verde de unos fresnos gigantescos que forman fresca bóveda antes de penetrar a los patios interiores.

Este edificio se llama El obraje de Panzacola, porque, en efecto, se construyó, o se adaptó por lo menos, en tiempos muy anteriores, para una fábrica de paño que nunca pasó de ser muy ordinario y de malísima calidad, que se destinaba, en competencia con el paño de Querétaro, para vestir a la tropa de línea.

Cerróse la fábrica y quedó por algunos años abandonado el caserón al cuidado de un jardinero y de algunos peones, destruyéndose día por día y siendo, según malas lenguas, el refugio de ladrones; de manera que, al llegar a Panzacola, los paseantes y viajeros tenían miedo de ser asaltados, sacaban sus pistolas y apresuraban el paso, y no se consideraban seguros sino cuando pasaban la capillita en la gran y pintoresca calle de Chimalistac, que por esa parte parece el término de la llanura y el principio de la sierra frondosa que circunda al Valle de México. Está formada esa calle recta por una serie de casas de campo con jardines y amplias huertas cerradas con muros de piedra, sobre los cuales se derraman, en graciosos festones, las rosas enredaderas amarillas y blancas, las campanillas azules y las ramas de los perales y manzanos.

En una de esas casas, formando chaflán, su portada elegante adornada con dos altos pinos al frente, fue donde Relumbrón instaló a su amigo Baninelli.

La calle principal de Chimalistac termina en lo que se llama El Arenal, y desde allí se descubre, como elevado expresamente a la manera de los jardines de Semíramis, el pueblo de San Ángel, dejándose apenas ver, entre las verdes y frondosas copas de los fresnos, las relucientes cúpulas de azulejos del convento del Carmen. Allí estaba alojada la destrozada brigada; y allí, haciendo su servicio con la mayor inteligencia y puntualidad, nuestro antiguo amigo Moctezuma III.

El Arenal es una calzada o, mejor dicho, la continuación de la Calle Real de Chimalistac. En el lado izquierdo, viniendo de México, está la famosa huerta de los carmelitas, limitada con una alta muralla de piedra volcánica que permite, sin embargo, ver las copas de un cerrado bosque de peras y manzanas; y si se vuelve la vista por la derecha, se recrea con el panorama que forman las lomas, que suave y gradualmente conducen a lo alto de la montaña, en cuyo pie parece estar situada la hacienda de Guadalupe, como una isla rodeada del mar verde que remedan las espigas del trigo y de la cebada cuando el viento pasa sobre ellas y las agita, ocasionando una verdadera tempestad. El Arenal es penoso para las mulas flacas de los coches pesados y para los caballeros que han galopado desde la garita y tienen que vencer con trabajo y a paso lento el fin de la jornada; pero quedan sobradamente indemnizados con el ambiente suave y perfumado de la montaña, con la alegría de un cielo azul y limpio, de un suelo verde y florido y con la dulce sombra de los copados fresnos del atrio del convento.

Estamos ya en el San Ángel de la temporada. Las casas ocupadas, alegres, abiertas de par en par puertas y ventanas desde las seis de la mañana, dejando ver sus patios y jardines; las más bonitas muchachas, vestidas de trajes ligeros de colores fuertes y variados, entrando y saliendo a la iglesia, cuyas campanas sonoras llaman a la misa y a la festividad dominical; niños corriendo y saltando, jóvenes elegantemente vestidos de verano, y señores graves y mayores con sus bastones de puño de oro y sus levitas de piqué blanco, revisando y fijando sus lentes en las devoradoras criaturas que tienen ocasión de lucir su garbo y destreza en manejar sus rebozos de seda; y todo este moviente cuadro variado con las indias cargadas de fruta y de legumbres que se dirigen al tianguis, con los ómnibus que salen o vienen de México, y con los coches que llegan llenos de gente de buen humor y de convidados a una casa o a otra a pasar un día de campo.

En la tarde paseos a Chimalistac o a Tizapán y al Cabrío. Las señoras en burro, los hombres a pie o a caballo, y los músicos detrás de la caravana, para improvisar un baile debajo del primer grupo de árboles que encontrasen al encumbrar la montaña. No hay para qué decir que los tamalitos cernidos, el atole de leche y los chongos son todavía el elemento indispensable de estos paseos, en los que el amor, con todos sus graciosos y multiplicados incidentes, tomaba una parte activa; no pocos casamientos se concertaron en el Cabrío y en las huertas frescas y floridas de Tizapán.

Imposible mencionar a San Ángel sin recordar tiempos que pasaron y que, como las golondrinas de Bécquer, no volverán. Un capítulo sería poco para describir las variadas escenas de una Temporada; y la pluma más fácil y valiente haría siempre descripciones pálidas de esa naturaleza, que, sin ser lujuriosa y exuberante como las de las tierras calientes, tiene todo el año su alegre vestido de verdura salpicado de flores, donde se encuentra un clima templado y dulce, y una serenidad y calma como la de los Campos Elíseos de los antiguos griegos. Basta, pues, con estos renglones, y volvamos a Panzacola para no interrumpir el hilo de nuestra narración.

Un contratista de vestuario (porque desde años atrás los contratistas de vestuario, entendiéndose con algunos oficiales poco escrupulosos y sisando hasta las hebras de hilo a las infelices mujeres que cosen ropa de munición, han hecho grandes fortunas, y muchos de ellos han ingresado a la aristocracia) compró esa grande finca casi en ruinas, donde se decía que espantaban, desde que la policía descubrió a unos fabricantes de moneda falsa que huyeron, dejando en circulación su imperfecta moneda y sus sombras para asustar durante la noche a los que pretendieron habitar la desmantelada casa. El contratista, que era un viejo corrido de mundo, no se arredró por esto; obtuvo la finca por menos de nada, se propuso restablecer la fábrica de paños y reconstruyó de pronto el frente de la casa con todas las comodidades, para habitarla en las temporadas de verano. En la fachada, que tenía vista a la calzada de los viejos fresnos, construyó un extenso salón o mirador de cristales; a éste seguía otro salón decorado de blanco y oro, con una balconería en cada costado, desde la cual se descubría, de un lado la ciudad de México con sus cien torres y cúpulas y como terminando en el pequeño cerro del Tepeyac con su capilla en la cumbre, y, del otro, el caserío de San Ángel y la pintoresca gradación de lomas sembradas de trigo, que sirven como de una grande escala que termina en la alta montaña sombría, cubierta de un bosque de pinos. Seguía una serie de piezas destinadas para alcobas, más o menos bien decoradas, pero amplias y cómodas, que terminaban en el comedor que cerraba el cuadro y tenía también un mirador de cristales que daba al campo. Lo demás del edificio, que sirvió para fábrica de paños y de moneda falsa, guardaba el mismo aspecto ruinoso y sombrío, esperando que su nuevo propietario u otro cualquiera lo destinasen a una industria honesta y útil: pero esto no llegó a verificarse, pues el contratista, que, como dicen, estaba en fondos, encontró que el juego podría ser un negocio mejor que el de fábrica. Y dicho y hecho: apresuró cuanto pudo la conclusión de los trabajos de reparación, amuebló y adornó la casa con un lujo de hombre ordinario y sin gusto, y un domingo convidó a sus amigos, a los hombres de dinero y a todos los demás que podían perder quince o veinte onzas. En el gran mirador de cristales apareció una mesa con su carpeta verde, sus dos velones y sus dibujos para designar el lugar de la talla, y en el comedor una mesa aún más grande que la del juego, donde cómodamente podían sentarse cien convidados. La concurrencia fue mayor que la que esperaba y la sesión de medio día le produjo doscientas onzas libres de todo gasto; la de la noche, trescientas. Una utilidad a poco más o menos de ocho mil pesos cada semana, o treinta y dos mil al mes, le quitó de la cabeza toda idea de ser industrial, y se dedicó a ser montero.

La talla del mediodía comenzaba entre doce y una y terminaba a las tres y media de la tarde. A las cuatro, la mesa del comedor estaba cubierta de guisados, de más de treinta frutas diversas, de antes, postres, jaleas, tortas y pasteles, como entonces se usaba; vino a discreción, nada de ordinarieces; chile y pulque, ni olerlos. El rico contratista se había procurado uno de los raros cocineros franceses que había en la ciudad, y, el viejo Paoli, con su exquisito beefsteak contribuía no poco a hacer que el banquete dominical fuese espléndido. La talla de la tarde comenzaba a las seis y duraba hasta las once de la noche. La mesa se cubría de nuevo con carnes frías, té, chocolate, helados y pasteles, y todos los concurrentes a la carpeta verde, y aún los que no lo eran, tenían plena libertad para entrar y salir al comedor; inútil es decir que tal modo de conducir la negociación producía los mejores resultados. Cada domingo era más numerosa la concurrencia, y muchos no cenaban o se ponían a dieta el sábado, para llenar el estómago el domingo y darse gusto hasta más no poder. Unos pagaban bien caro la fastuosa hospitalidad, y les costaba cien o doscientos pesos la comida; otros comían bien y se retiraban en la noche con media docena de onzas en el bolsillo; los dependientillos de almacenes y los muchachos que comenzaban sus excursiones al campo en caballos alquilados, ni se acercaban al salón de juego; comenzaban a comer de todo y por su orden, y no cesaban hasta medianoche, en que regresaban a México en camada, sin haber perdido ni un centavo.

El negocio caminaba así viento en popa, hasta un domingo en que apareció por Panzacola nuestro conocido Relumbrón (así continuaremos llamándole) que era, en el fondo, rival del viejo contratista y, en la apariencia, amigo. Lo iba a visitar, pues hacia más de dos meses que no lo vela, y aprovechaba la ocasión, con motivo de la residencia en San Ángel de su amigo el coronel Baninelli; pero su verdadera intención era probar fortuna. Por todo capital efectivo le quedaban veinte onzas y un par de cientos de pesos que había dejado en su casa para el gasto. Relumbrón, sin embargo, tenía casas en México, una hacienda, una huerta en Coyoacán, la casa que había cedido a Baninelli en Chimalistac y muchos otros negocios, y ganaba dinero por aquí y por allá; pero al mismo tiempo hacía cuantiosos desembolsos: pagaba libranzas por efectos comprados a crédito; sostenía tres casas con lujo; prestaba a los amigos y no les cobraba; hacía frecuentes regalos de valor a los personajes influyentes; en una palabra, ningún dinero le bastaba, y desaparecía de sus manos como si un prestidigitador se lo quitase en uno de sus pases de destreza. No tenía ni orden ni contabilidad; un dependiente le llevaba meros apuntes en un libro de badana encarnada, y eso cuando estaba de humor de darle los datos. Lo que sí llevaba con mucha puntualidad era un registro, que cargaba en su bolsa, de la fecha en que debía pagar las libranzas que había aceptado. Ya tendremos ocasión, y pronto, en que él mismo nos cuente su vida y sus negocios.

La semana que precedió a su excursión a Panzacola, parece que habían llamado con campanita a sus acreedores: sastre, costureras, rentas de las casas de las odaliscas de su serrallo, letras vencidas, la mar… Fue para él una semana magna, que ocupó toda en pagar, no quedándole el sábado a las seis más que las cantidades que ya hemos dicho; pero era un hombre de expedientes y no se abatía cuando la fortuna se le presentaba un tanto huraña. ¿Pedir dinero? Ni por pienso. Tenía seguridad de que con cuatro letras a cualquiera de los agiotistas a quienes conocía, habría tenido en el acto dos o tres mil pesos; pero eso acababa con su crédito. Él siempre la echaba de rico y decía frecuentemente, viniese a no al caso: «¡Ocho duros! ¡Nunca me faltan en mi caja mil o dos mil onzas…!». ¿Hipotecar las fincas que tenía? Tampoco; eso era largo a causa de las formalidades que son necesarias, y, además, algunas las había comprado al crédito y todo lo debía; así, alegre delante de su familia, pero, sin poderlo remediar, un poco alarmado, pues estaban próximas a vencerse otras libranzas por compra de cuatro mil cargas de maíz que no podía vender sino perdiendo la mitad, resolvió dar un golpe decisivo en Panzacola, y si le salía mal, vendería el maíz en cualquier cosa, empeñaría sus alhajas y ya vería lo que le ocurría para completar.

Mandó poner el carruaje más elegante de los cuatro o cinco que tenía y el mejor tronco de caballos; se vistió de verano, sin dejar de cubrir su pechera y puños de camisa con diamantes; se echó en la bolsa un grueso cronómetro con la leontina más escandalosa, una verdadera cadena de presidiario, de oro y rubíes; y como seguro de su buena estrella, fue fumando habaneros por todo el camino y sonriendo como si estuviese haciendo la corte a una hermosa dama. Fuese derecho al cuartel del Carmen, donde estaba seguro de encontrar a su amigo el coronel, que no se despegaba de su tropa, deseoso de reconstruir lo más pronto posible su derrotada brigada. No lo encontró; había, en efecto, trabajado desde las cinco de la mañana y acababa de retirarse a su casa, o mejor dicho, a la de Relumbrón. En menos de cinco minutos sus briosos caballos lo condujeron a ella.

Después de los saludos de costumbre y apretones de mano, los dos amigos entraron en conversación.

—Almorzará usted conmigo —le dijo Baninelli—; almuerzo de soldado, pero bien hecho. Micaela, mi cocinera, está como en la gloria con tanta legumbre, frutas y carne como hay en este pueblo. Me contenta con dos o tres platos, pero a cual mejor.

—No prosiga usted; ya sé qué casta de cocinera tiene usted, y vale oro, especialmente en campaña, que cuando todo el mundo se muere de hambre le sirve a usted un banquete; otro día aceptaré; lo que es hoy, los dos almorzaremos o comeremos en Panzacola. He venido con el propósito firme de derrotar a ese viejo ordinario que usted sabe se enriquece cada día más a costa de los soldados del ejército mexicano…

—Como que yo… —interrumpió el coronel.

—No diga usted más; ya sé que usted ha hecho proposiciones para que su tropa misma, en la que cuenta sastres y cortadores, construya el vestuario por la mitad de lo que se le paga al contratista; pero no le han hecho a usted caso, ni le harán.

—¿Y cómo sabe usted tantos pormenores, aún los de mi cocinera? —preguntó Baninelli.

—¿Y cómo un soldado viejo como yo no sabría estas y otras cosas, siendo además jefe del Estado Mayor del Presidente? Él ha referido delante de mí anécdotas muy curiosas de las campañas de usted, y ¡ocho duros! lo que más gracia me cayó fue lo relativo a Micaela y los ingeniosos medios de que se vale para apoderarse de las gallinas, palomas, cochinos y de cuanto encuentra; pero dejemos eso. Vístase usted de paisano y venga conmigo a Panzacola, allí pasaremos un día muy divertido, y será usted testigo de una batalla como jamás la ha visto usted desde que es soldado.

—Y bien que la he visto —le contestó Baninelli—. Campaña de albures. Perdí una vez hasta la camisa, y ahora me alegro; aproveché la lección. Juré no volver a jugar en mi vida; van veinte años, y he cumplido mi palabra; pero eso no importa, lo acompañaré a usted y me divertiré con las caras de los jugadores; eso sí me gusta, y me alegro mucho de ver las ansias de los que pierden; así las pasé. Se quedó el montero con lo poco que tenía yo en Tampico, y hasta ahora no le he vuelto a recobrar… Vamos.

Baninelli comenzó a cambiar su uniforme militar, con el cual nunca dejaba de presentarse en el cuartel, por el traje de paisano.

—Creo —le dijo Relumbrón— que usted me traerá la fortuna aconsejándome, pues los jugadores desengañados siempre aciertan. Yo soy jugador viejo, he ganado mucho dinero, como usted lo sabe, y me he pasado noches enteras haciendo cálculos y llenando cuadernos enteros de ceros y de números, combinando proyectos, a cual más brillantes, en el papel solamente, y ensayando jugar, lugar y chicas y grandes y cuanto usted puede imaginarse, y cada vez estoy más convencido de que en el juego de albures no hay más que dos extremos: o la fortuna o la droga; pero tengo, además, mis supersticiones para atraer a la fortuna. Quisiera hoy tener a mi lado una persona que nunca hubiese jugado en su vida. Le darla media onza para que jugase, y yo, quitándome de las preocupaciones y de las reglas de los jugadores, seguiría su elección. Le repondría la media onza aunque la perdiese ocho o diez veces, y a la primera carta que acertase le seguiría a la dobla. Así estaría seguro de no dejar ni un escudo a ese pícaro viejo. Hoy talla González, que es el hombre más honrado que hay entre la canalla de tahúres, y se puede apostar sin riesgo de ser engañado.

Baninelli se quedó pensando un corto rato, y después dijo a Relumbrón.

—Amigo, nada es más fácil; en el cuartel tengo un valiente muchacho a quien llaman El Emperador, porque se dice descendiente de Moctezuma, y lo creo un verdadero inocentón. Lo cogió el cabo Franco de leva en un rancho, y nos ha salido excelente.

Baninelli gritó al ordenanza y le dijo que fuese a decir a Moctezuma que vistiese su traje de paisano y viniese en el acto.

Mientras los dos amigos platicaban de una cosa y de otra, llegó Moctezuma muy aseado y guapo, con un traje nuevo de paisano que había comprado con sus ahorros, pues la brigada recibió una buena suma a su llegada a México.

—¿Sabes lo que son albures? —dijo Baninelli a Moctezuma, luego que lo vio llegar.

—Sí mi coronel. He visto jugar a la baraja, muchas veces en Tlalnepantla y en Cuautitlán. Siempre que hay fiestas hay juego, y a ocasiones en la casa del alcalde.

—¿Y has jugado tú?…

Moctezuma se sonrió y contestó ingenuamente:

—Me han dado tentaciones, mi coronel, pero nunca me he atrevido; se habría enojado doña Pascuala.

—Éste es mi hombre —interrumpió Relumbrón.

—¿Y jugarías si yo te lo permitiese? —le preguntó Baninelli.

—Por mi gusto, no, con perdón de mi coronel, porque perdería lo poco que tengo, y sabe Dios cuándo me devolverán mis bienes los Melquiades de Ameca, que por poco matan a mi tutor el licenciado Lamparilla. Me lo ha contado todo; usted lo salvó, y por eso daré la vida cuando mi coronel me la pida, y haré lo que mi coronel mande.

—¡Es mi hombre, es mi hombre! —dijo Relumbrón sonando las manos—. Ahora estoy más seguro que nunca… Vamos, que se acerca la hora de la talla y es necesario coger buen lugar y no desperdiciar ni un albur. En el camino le daremos las instrucciones a este buen muchacho.

Baninelli, deseoso de presenciar esta campaña y de ver el resultado de capricho de Relumbrón, acabó de vestirse en pocos minutos, y los tres bajaron la escalera y montaron en el carruaje. El Emperador, con todo y su desembarazo y su título que ostentaba entre los indios reclutas, estaba como avergonzado y confundido de verse en un carruaje tan lujoso, frente de su coronel y de un señor tan rico.

—A Panzacola —grito Relumbrón.

Era el día de la fiesta del Carmen. La calzada estaba como nunca, completamente llena de carruajes y de gente a caballo y a pie. Las plazas de San Ángel rebosaban de tanta gente, que el coche de Relumbrón transitaba muy lentamente y con dificultad; pero al fin llegó a Panzacola y penetró al patio mismo del que podía bien llamarse palacio. Como no entraban coches más que de amigos íntimos, el viejo contratista salió al corredor a ver qué amigo era el que llegaba. Relumbrón subió de dos en dos los escalones, y cuando el coronel y El Emperador, que le seguía, llegaron, ya él había estrechado la mano del contratista y le había dado un abrazo tan sincero como el de Judas. ¡Quién sabe que mal presentimiento tuvo el viejo que recibió de mal talante a su amigo (en el fondo lo consideraba como su enemigo) que no le correspondió el abrazo! Sin embargo, no pudo menos de decirle:

—Vaya, vaya, Relumbrón, ya se divertirá usted o soltará algunas onzas de oro.

A Baninelli le hizo esmerados cumplimientos con su estilo ordinario, y a Moctezuma se lo quedó mirando como con desconfianza y cólera; sin dirigirle la palabra, echó a andar, y le siguieron al salón del tapiz verde nuestros personajes.

Hacía diez minutos que había comenzado la talla. González tenía en la mano las cartas; el oro, manejado por los gurrupiés que pagaban y los puntos que recogían, dejaba oír ese sonido seductor que no se parece a ningún otro sonido del mundo. El canto de las aves, la voz de una cantatriz, el cristal, la plata, nada es comparable con las monedas de oro cuando al contarse por una mano diestra chocan unas con otras y van despertando las más lisonjeras ideas de los placeres y comodidades que se pueden disfrutar con ese que algunos necios, y seguramente muy pobres, han llamado vil metal.

Como Relumbrón y Baninelli eran personas muy conocidas y respetadas en la sociedad, el uno por ser muy rico y el otro por ser muy valiente, la mayor parte de los puntos se pusieron en pie, ofreciéndoles asiento, concluyendo por acomodarse él y Moctezuma, pues Baninelli, que no jugaba, prefirió permanecer en pie. González barajó con mucha limpieza y dirigió a Relumbrón una mirada y una sonrisa como diciéndole: «No tengas cuidado, en mis manos nunca han andado las barajas de peque, y si tienes suerte te llevarás el monte». Relumbrón dejó pasar tres o cuatro albures sin apostar. Cuando lo creyó conveniente, puso media onza en manos de Moctezuma, y le dijo:

—Puedes apostarla a la carta que te salga de inclinación.

Moctezuma, como todos los muchachos y jugadores noveles, era aficionado a las figuras, y en la mesa había un rey de bastos y un tres de copas; por supuesto, y sin vacilar, puso su media onza al rey.

A las pocas cartas, dijo González:

—Tres de bastos, viejo.

Moctezuma no pudo menos de sentir latir su corazón más fuertemente que la noche del asalto de San Pedro. Lanzó un suspiro y se quedó mirando triste y tímidamente a Relumbrón.

—¡Ánimo y no tengas miedo! —le dijo éste—. Toma otra media onza.

González echó sobre la carpeta un seis y un cinco. Moctezuma no apostó. Relumbrón no le hizo ninguna observación y lo dejó obrar a su voluntad.

Siguió una sota y un siete. Moctezuma arrimó la media onza a la sota y la perdió.

Relumbrón volvió a darle otra media onza, y a decirle otra vez:

—No hay cuidado, sigue jugando las cartas que te agraden, que dinero sobra aunque pierdas todo el día.

—A mí solo me gustan las figuras —le contestó Moctezuma— y como siempre pierden, es seguro que voy a quedar mal, y mi coronel se enfadará.

—Ni lo pienses —le dijo Baninelli, que estaba de pie detrás de las sillas, muy empeñado en ver el resultado de la experiencia, que hasta aquel momento pintaba muy mal— haz lo que el señor te ordene, y nada más.

—Yo no le ordeno —contestó Relumbrón— sino que lo animo, y suceda lo que sucediere le dejo que siga su voluntad; si le gustan nada más las figuras, vengan o no vengan, que apueste a ellas; estoy resuelto a hacer la experiencia hasta la última media onza.

En esto González había vuelto a barajar y un caballo y un as estaban sobre la mesa. Moctezuma arrimó su media onza al caballo. El as vino a la puerta. Relumbrón, que hasta ese momento había estado jovial y chancero, sin jugar y platicando en voz baja con los que tenía a su lado, comenzó a desconfiar y a ponerse serio. Sin decir una palabra sacó otra media onza, pues había cambiado sus onzas en menudo, y se la dio a Moctezuma, que, tranquilo, porque estaba seguro de que el coronel no lo reñiría, seguía su capricho, apostando sólo a las figuras; así fue perdiendo un albur tras otro; y cuando Relumbrón metió mano a la bolsa no tenía más que la última media onza. Hacía calor y mucho en aquel salón de cristales lleno de gente; el tiempo, además, estaba pesado y las nubes espesas y bajas hacían una presión que sentían aun los menos nerviosos.

Relumbrón, sin embargo, sudaba frío. Sacó su pañuelo y se limpió la frente. Nadie había fijado su atención en Moctezuma, completamente desconocido en aquella reunión, que apostaba una insignificante media onza y la perdía tontamente apostando a las figuras, cuando ganaban constantemente las cartas blancas; sólo Baninelli, que estaba en el secreto, observaba lo que sufría Relumbrón y la desesperación pintada en su semblante cuando sacó la última media onza y se la dio al funesto muchacho, a quien, en ese momento, detestaba con toda su alma.

—Juega, juega lo que te dé la gana; no necesito repetirlo.

Moctezuma tomó la media onza, lo miró y no pudo menos de notar lo demudado de su cara; no obstante, estaba decidido a seguir su capricho.

—Espero un rey —le dijo— y en nombre de Moctezuma mi antecesor voy a ponerle esta última media onza; si gano, no jugaré más, y ya me duele perder el dinero aunque no sea mío.

Mientras esta escena extraña para los demás concurrentes pasaba a media voz, el monte había tenido una actividad como ninguno de los domingos anteriores. Las personas más ricas y más caracterizadas de la capital habían venido a San Ángel con motivo de la popular y célebre función anual de Nuestra Señora del Carmen, y les había servido de pretexto para llenarse las bolsas de oro y dar su paseo a Panzacola. La partida habitualmente era de dos mil onzas de oro; ese día era de tres mil: dos sobre la mesa y una debajo para reponer en el acto las pérdidas y tener siempre completas las dos tablas formadas de montones de veinte onzas, que brillaban a derecha e izquierda de González.

La fortuna, hasta el momento en que Moctezuma esperaba la salida de la imagen de su antecesor (al menos él se lo figuraba así), estaba toda de parte del monte. Se habían atravesado apuestas de doscientas, trescientas y hasta setecientas onzas; pero los que se habían puesto a jugar a la dobla, al tercero o cuarto albur sucumbían, los gurrupiés de González juntaban con su varita, verdaderamente mágica, montones de oro en onzas y menudo. Relumbrón no había puesto tampoco cuidado en esto, preocupado con su proyecto.

Salió al fin un monarca a la carpeta verde y le siguió un caballo. Era un compromiso para Moctezuma; pero fiel a su familia y a su raza, botó con una especie de orgullo la última media onza que cayó en el centro del rey de oros.

Relumbrón, que pocas veces se conmovía, suspendió el resuello.

A las cuatro cartas, rey de copas.

Relumbrón respiró ampliamente con todos sus pulmones.

Moctezuma se quedó como si tal cosa. Estaba seguro que iba a ganar.

Siguió la talla con un momento de interrupción, mientras González tomó una copa de Jerez y un Bizcocho que le sirvió uno de los muchachos criados.

Volvió a salir un rey, y no hay para qué decir que Moctezuma volvió a apostar a él y ganó así sucesivamente cinco albures a la dobla. Cuando tuvo delante dieciséis onzas. Relumbrón tomó quince y comenzó a jugar.

—Sigue apostando —le dijo a Moctezuma— a la carta que te agrade y la suma que tú quieras, yo voy a comenzar, y seguiré tu lección.

González, contentísimo por la suerte que ese día había tenido la partida, pero con su seriedad y calma habitual, echó dos cartas sobre la mesa y dijo:

—Caballo y seis, todo nuevo.

Moctezuma arrimó su onza al caballo y Relumbrón las quince onzas. A las tres cartas, caballo de bastos.

González miró al soslayo a Relumbrón y pensó desde luego, pues ya lo conocía, que tenía al frente un enemigo poderoso, pero sin desconcertarse barajó con mucha calma y echó a la tentadora carpeta verde un caballo y un as.

Relumbrón puso las 30 onzas, y El Emperador solamente una.

Volvió a ganar el caballo y detrás de él los tres caballos juntos, lo que llamó la atención de la numerosa concurrencia.

—¡Qué caprichos tiene la baraja! —dijeron varios en coro—. Si no estuviese en manos de González se diría que en Panzacola se amarraban los albures.

Siguieron a este albur otros de cartas blancas.

El Emperador no apostó, ni Relumbrón tampoco.

González no quitaba la vista de éste, que muy contento cuchicheaba con Baninelli, que estaba detrás de él y parecía ver con indiferencia el juego.

Apareció en la mesa un caballo y un rey. Moctezuma pareció vacilar, y teniendo su mano en el aire, no sabía dónde dejar caer dos onzas que tenía. Fiel a su raza como lo hemos ya dicho, las puso al rey. Relumbrón arrimó las 60 onzas.

El viejo contratista que rondaba y vigilaba la mesa, se acercó a González.

—¿Cómo vamos? —le preguntó al oído.

—Mal —le contestó— ese muchacho, que creo que es la primera vez que juega, es enteramente aficionado a las figuras, y a su oreja apuesta el coronel Relumbrón.

En efecto, a las dos cartas vino el rey. Relumbrón retiró 120 onzas. El contratista gruñó y dijo entre dientes algo que no se puede escribir. El monte perdió una gruesa suma, pues muchos seguían también el juego del Emperador.

Nueva talla y un caballo y un dos sobre la carpeta.

Moctezuma puso tímidamente una onza al caballo y Relumbrón las ciento veinte.

—Caballo a la segunda, viejo —dijo González.

Relumbrón retiró las 240 onzas, hubo un murmullo en la concurrencia que se aumentaba más y se apiñaron cabezas sobre cabezas, formando dos filas alrededor de los que ocupaban las sillas, interesados todos en esta lucha homérica entre el monte y el atrevido punto.

El señor y dueño de Panzacola se paseaba de un lado a otro del salón echando ternos entre dientes; y no sabiendo qué hacer para evitar una catástrofe, se resolvió a una media suprema, y se acercó a la mesa.

—Señores, a almorzar, la mesa está servida y tengo unos vinos que acabo de recibir de Francia. Por ser el día de la Virgen del Carmen, me he esmerado en obsequiar a los amigos. González, levante usted la baraja, a la tarde continuaremos, y en la noche gran baile, todas las familias de San Ángel están convidadas.

Relumbrón se puso en pie y sacó el reloj.

—Amigo mío —le dijo con voz enérgica y decisiva— la talla debe concluir a las tres y media, usted la ha fijado así, y no son más que las tres. Falta, pues, media hora.

—Es verdad —le contestó sacando también su reloj—. Pero este día es de festividad extraordinaria, y sobre todo, yo soy el dueño de mi casa, es mi dinero y haré lo que se me dé la gana.

—Usted no hará lo que se le dé la gana, sino lo que debe hacer —exclamó Relumbrón furioso, dando una palmada en la mesa que hizo temblar y resonar las onzas de oro de que estaba cubierta— yo no le permitiré semejante cosa y se las habrá usted conmigo ahora mismo.

Y a este tiempo tomó su silla para lanzarla a la cabeza de su amigo el contratista, pero las gentes que estaban junto a él lo contuvieron.

—Este intruso que ha venido aquí no sé de dónde —dijo el contratista, señalando a Moctezuma III— es el que ha venido a descomponerlo todo, yo no lo he convidado a mi casa, y, por lo menos, tengo el derecho de lanzarlo. ¡Afuera, afuera! —repitió con cólera y queriendo tomarlo del brazo.

—Su casa de usted —dijo Baninelli— desde el momento que pone usted el monte, es una casa pública, y este intruso es un oficial de mi brigada que ha venido en mi compañía. Déjese usted de voces y groserías y que continúe el juego hasta la hora convenida. Yo ni soy jugador ni he apostado ni una sola onza; pero si continúa usted con ese modo soez que acostumbra usar con todo el mundo, lo castigaré a usted severamente.

El tono decisivo de Baninelli impuso al viejo contratista más que la amenaza de Relumbrón, y dijo con una especie de desprecio:

—Tengo dinero para tapar a todo el mundo; pero que diga González.

—Sí, que diga González —apoyaron dos o tres de los concurrentes.

Hubo un momento de silencio. González sacó su reloj, miró la hora, lo volvió a guardar y dijo:

—Creo que lo decente y lo justo es que continúe la talla hasta las tres y media.

Un rumor de aprobación se escuchó en toda la concurrencia que estaba aglomerada hasta la puerta de entrada; la calma se restableció y González, inmutable, tomó un nuevo paquete de barajas, las revisó de modo que todo su público viese que estaban completas, las barajó un minuto más que de costumbre y presentó en la mesa un caballo y un cinco.

Moctezuma, que había permanecido callado y tranquilo durante el incidente, puso con mucha modestia una simple onza al caballo. ¿Desconfianza? De ninguna manera. Simplemente no era jugador y no sabía aprovecharse de la suerte.

Relumbrón, que hizo ya poco caso de las groserías del contratista una vez que consiguió que siguiera el monte, contó con calma las 240 onzas que tenía delante y las puso del lado del caballo; otros muchos lo siguieron, de modo que el cinco quedó casi solo.

A las pocas cartas aparecieron las patitas del caballo de espadas, de modo que González no quiso acabar de descubrir y lo anunció a su público, los gurrupiés tuvieron que pagar además de las 240 onzas de Relumbrón, apuestas de ochenta, de cien, de ciento cincuenta onzas.

El Emperador había ganado hasta ese momento unas quince onzas, pero habla sido, y continuaba siendo, el azote de la hasta entonces afortunada partida de Panzacola.

González siguió barajando con calma, pero la fortuna le era contraria y las cartas caprichosas, y volvió un caballo de oros contra una sota de copas.

Los puntos se descompusieron y titubearon, menos Moctezuma III, que hizo un acto de arrojo mayor que cuando libertó al cabo Franco de las garras de sus enemigos, y puso quince onzas al caballo. Relumbrón lo siguió con las 480, y los demás puntos con diversas cantidades cubrieron literalmente al caballo y dejaron a la sota con su ancha cara, enteramente sola.

—¿Responde el monte? preguntó alguno.

—Responde —contestó sencillamente González.

Relumbrón pidió la baraja para correr el albur.

González se la dio de tal manera que nadie pudiese ver la puerta, y el coronel jugador comenzó a correr el albur sin temblarle la mano. Hubo un instante de un silencio profundo. A las siete cartas apareció el caballo, y a la carta siguiente una sota descolorida y avergonzada de su derrota, con una boquita chocante y diminuta como acostumbran pintarla los fabricantes de naipes.

Un murmullo de esos inexplicables que significan triunfo, alegría felicidad, un desahogo que no ha imitado ninguna música y que denota que el corazón se ha descargado de algún peso, se hizo escuchar hasta la calle, a pesar del bullicio de la multitud y de los carros y carruajes que no cesaban de transitar. Hasta los que no apostaron se alegraron, pues los banqueros son siempre odiados.

El viejo contratista estaba detrás de González, fijo como una estatua, con las quijadas colgándole materialmente como si se le hubieran desprendido y los ojos fijos en la carpeta verde.

González, impasible, sacó el reloj: faltaban diez minutos.

—Señores, el último albur.

—¿Responde el monte? —volvió a preguntar alguno.

González consultó con el señor de Panzacola y contestó:

—Responde.

El contratista pensó que se agotarla la vena del intruso muchacho y que Relumbrón y los demás que lo seguían perderían en el último albur lo que habían ganado y su triunfo sería completo; y, bien mirado, era lo único que le quedaba por hacer.

González barajó de nuevo, y echó dos caballos a la carpeta. Decididamente se salían de la baraja y no abandonaban a los que los seguían. Volvió, pues, a barajar y salieron caballo y siete.

—Si las reglas no me engañan —dijo González al oído del contratista— el siete debe venir a la tercera o cuarta carta. Vamos a recoger doble de lo que hemos perdido.

Moctezuma, ya azorado y no queriendo perder lo que había ganado, puso únicamente una onza y se guardó lo demás en el bolsillo. Relumbrón, un poco tembloroso, arrimó las 960 onzas; los demás no jugaron precisamente a la dobla, pero apostaron fuertes cantidades; de modo que en esta vez la mesa estaba materialmente cubierta de oro.

—Corre —dijo González.

En esta vez el silencio profundo lo interrumpía el leve e imperceptible latido de los corazones, pero leve como era, alguno que hubiese fijado su atención lo habría escuchado.

Una, dos, tres, cuatro, cinco cartas y ningún indicio.

Relumbrón, al parecer muy tranquilo, clavaba las uñas de su mano derecha en los barrotes de su silla, y con la izquierda jugaba con la pesada leontina de su reloj.

Diez, quince cartas y nada.

Allá en lo profundo de la baraja apareció el caballo de copas, que causó la ruina del monte. Por mera curiosidad de tallador, siguió corriendo González la baraja. Detrás del caballo de copas estaban los de espadas y bastos, el de oros estaba en la mesa. En seguida de los caballos venían los tres siete juntos.

En esta vez fue un grito de triunfo, y Relumbrón, que sin sentirlo se había ido levantando de la mesa mientras se corría el albur, cayó a plomo en su silla.

Entretanto pasaba esto, se había formado una tempestad en la montaña, que caminó en momentos en la dirección de San Ángel y Panzacola, y truenos y rayos, y no gotas sino cántaros de agua que caían del cielo, dispersaron la concurrencia de la calzada, que se refugió debajo de los árboles o en las casitas vecinas y ofuscó el vocerío de los jugadores del salón.

El contratista, furioso como un tigre, mandó cerrar el salón del comedor, diciendo a gritos:

—¡A comer a la calle, aquí no hay comida, no hay nada! ¡Mal rayo me parta por dar hospitalidad a los que vienen a llevarse mi dinero!

Y al mismo tiempo, criados más groseros que él cerraban las puertas y casi empujaban a los concurrentes hacia la escalera.

Todos, aturdidos de esta brusca conclusión, no se atrevían a responder; los que tenían carruajes se apresuraron a tomarlo, y los que no lo tenían tuvieron que salir en medio de los aguaceros que no cesaban. Cuando el contratista se aproximó a donde estaban Baninelli y Moctezuma III, Relumbrón le dijo:

—Aquí tiene usted mil novecientas veinte onzas, que me pertenecen. Mañana ocurriré por ellas a su escritorio.

—Yo no guardo dinero de nadie, y sobre todo, si lo quiere dejar, no respondo.

—Perfectamente —contestó Relumbrón—. Me lo llevo.

Relumbrón, Baninelli y Moctezuma llenaron sus bolsillos y pañuelos de oro, y con mucha dificultad pudieron retirar la cantidad total del tapiz verde. Montaron en el carruaje y, bajo torrentes de lluvia, se dirigieron a su casa.

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