XXI. Hambre y peste

Derrotado Valentín Cruz en San Pedro, hemos dicho que huyó para Mascota con unos cuantos hombres de a caballo. Permaneció allí unos días y no pudo avanzar gran cosa. Entonces se dirigió a este pueblo y al otro, huyendo siempre de la persecución de Baninelli; pero sublevando al país, dando despachos de capitanes y de coroneles a los más perdidos y viciosos de los pueblos, y estos capitanes y coroneles improvisados, reclutaban a su vez gente de la peor especie para obrar por su propia cuenta, obedeciendo a Valentín Cruz de pura fórmula, recorriendo el país y cometiendo en los ranchos y haciendas toda especie de arbitrariedades y demasías. Fue éste el motivo que decidió al gobernador de Jalisco mandar a Baninelli el correo extraordinario que lo alcanzó en el Cañón de los Cinco Señores. Baninelli hubiese dado cuenta fácilmente con todos esos improvisados oficiales derrotándolos y dispersándolos, pero el cólera morbo se anticipó a dispersarlo y derrotarlo a él primero que a los otros.

Atacada y vencida la vanguardia que mandaba el cabo Franco, las diferentes partidas reunidas y concentradas para destruir a Baninelli no se atrevieron a atacarlo; pero sí lo rodearon y establecieron un sitio en forma.

Cuando Baninelli vio llegar al Emperador cargando en sus espaldas al cabo Franco, que perdía sangre en abundancia y estaba pálido como la muerte y a punto de desmayarse, tuvo un movimiento de ternura muy ajeno a su carácter, pero del que no pudo prescindir. Él mismo, manchando de sangre sus vestidos, ayudó al Emperador a depositar al herido en su propio catre y bajo su tienda de campaña, y una lágrima que se atrevió a asomar a sus ojos, la limpió de pronto y con la manga de su uniforme.

—Me han matado —dijo— no solamente a mi mejor oficial, sino al amigo más querido. ¡Y no poder vengarlo! ¡Veremos!

Los médicos y practicantes rodearon al cabo Franco, restañaron de pronto la sangre y le hicieron la primera curación. La bala había pasado cerca del corazón sin interesarlo, y si dentro de dos horas podían extraerla, respondían de su vida. El cabo Franco volvió de su desvanecimiento y con semblante alegre y casi chanceando dijo a Baninelli, como de costumbre:

—Ninguna novedad, mi coronel. El cabo Franco herido levemente y salvado por El Emperador. Los dos reclutas, Espiridión y Juan, han consumado deserción al frente del enemigo y he prometido que serán fusilados en el momento que se les encuentre. Si el cabo Franco muere, El Emperador lo reemplazará, y ruego a mi coronel que lo distinga y que lo quiera como a mí.

El cabo Franco cerró los ojos y no pudo decir más. Los médicos le dieron con la pistera un poco de vino generoso y uno de ellos quedó de guardia a su cabecera, mientras los otros fueron a buscar a su campo los instrumentos necesarios para extraerle la bala.

—Si me lo matan en la operación, ya pueden componerse; los fusilo como hay Dios —les dijo Baninelli— y ya sabrán otra vez aprender bien en la Escuela de Medicina.

Y recobrando su energía y su actividad dictó las órdenes convenientes, no sólo para defenderse, sino para organizar una columna y atacar a los pronunciados que, indecisos, habían quedado en su puesto sin atreverse a penetrar en la plaza del pueblo.

—Irás a mi lado —le dijo Baninelli a Moctezuma III—. Te has portado bien y te repito que si no me matan, serás capitán como lo fue ese pobre cabo Franco.

—Mi coronel —respondió el muchacho— desde que abrí los ojos, mi madre, porque considero a doña Pascuala como mi madre, me ha dicho que yo soy el descendiente del Gran Emperador de México Moctezuma I, y el licenciado Lamparilla, que es nuestro apoderado, me ha dado un libro de historia de don Carlos María Bustamante, que he leído y casi sé de memoria, y aquí en la brigada me llaman El Emperador. Pues bien, mi coronel, un Emperador de México no tiene miedo, como mi coronel no lo tiene, cualquiera que sea el número de los enemigos, y ya vieron que no los dejé que cogiesen prisionero a mi capitán y se los quité de sus garras. Quiero volver a mi rancho cuando pueda y probar a doña Pascuala que la raza del Emperador de México no ha degenerado, y que yo no me dejaré engrillar de los españoles ni matar de una pedrada. Lo que usted quiera, mi coronel; no hay sino mandarme.

A pesar de la peligrosa posición en que se hallaba Baninelli, no pudo menos de escuchar con interés el singular y extraño discurso de Moctezuma III. El cabo Franco había concluido por indagar y saber la historia de los tres reclutas que tan arbitraria y violentamente había sacado del rancho de Santa María de la Ladrillera, y en el camino la había referido al coronel; así, Baninelli había fijado su atención en estos tres robustos muchachos, y desde el ataque de San Pedro eran como quien dice sus favoritos. En ese momento supremo consideraba a Moctezuma III como el mejor soldado de su brigada, y el valor con que rechazó a los enemigos y recogió al herido, llamaron fuertemente su atención.

—No hay que perder tiempo —dijo a Moctezuma III estrechándole la mano y cortando la conversación que no tenía trazas de concluir—, se formará una columna y atacaremos a esa canalla antes de que se atreva a entrar al pueblo; pero ¡qué diablos!… ¿Por qué estás solo y han consumado la deserción tus compañeros?

—No lo creo, mi coronel. Algo les habrá sucedido, pues de no ser así, estarían conmigo. Desde que fuimos filiados, juramos no separarnos. Los tres tenemos que correr la misma suerte, y el día que mi coronel lo determine, regresaremos a nuestra casa a cuidar de nuestros intereses, y a doña Pascuala que es nuestra madre, que está ya vieja y ha de haber tenido mucha pesadumbre cuando nos vio salir con la tropa.

Baninelli no acabó de oír lo que platicaba El Emperador y dio sus órdenes para formar una columna… pero ¡imposible! Era un hospital y no había ni cien hombres capaces de llevar las armas y sostener un combate. La tropa que no había sido atacada de la enfermedad, estaba completamente desmoralizada, y Baninelli pensó que no era prudente dejarse derrotar y aniquilar; prescindió de su primera idea y se limitó de pronto a establecer algunas fortificaciones pasajeras y organizar una fuerza que en el momento posible saliese a buscar víveres. Este servicio lo encomendó al Emperador.

Los médicos se decidieron a hacer la operación y extraer la bala; el cabo Franco la sufrió con tal valor, que no lanzó ni un solo quejido y ayudó él mismo a tener las hilas, vendas e instrumentos de los médicos.

Así pasaron cuatro días. Las pocas mazorcas de maíz y gallinas que podían conseguirse costaban un combate, y el día que logró El Emperador apoderarse de una vaca, le mataron dos hombres y le hirieron a cuatro. La situación era insostenible, pues el cólera, aunque con menos intensidad, no dejaba de hacer sus víctimas. La resolución única que tenía Baninelli, que era la de retirarse a Mascota y de allí a Guadalajara, no se decidía a llevarla a cabo a causa del orgullo militar, que más bien le sugería defenderse hasta morir; pero los mismos enemigos le hicieron mudar de propósito. Una noche se decidieron a acabar con Baninelli y cayeron todos a la vez sobre él. Gracias a las fortificaciones que habían hecho, y a que sin duda carecían de parque, pues el fuego de fusilería no era muy nutrido, fueron rechazados con grandes pérdidas. Persuadidos de que no podían tomar la plaza donde se había fortificado el jefe de la brigada, establecieron un sitio en toda forma, y así estaban seguros de que se rendirían por el hambre y tendrían la gloria de hacer prisionero a uno de los jefes más intrépidos del ejército de línea.

Baninelli se sostuvo el primer día con las provisiones que tenía reservadas la valerosa Micaela; el segundo no se pudo distribuir más que una ración de dos tortillas por soldado; el tercero, El Emperador no se sabe cómo se apoderó de un cochinito que se distribuyó con la mayor economía entre toda la fuerza; el cuarto nada… nadie comió, y hubieron de contentarse con beber el agua cristalina de la fuente del curato; el quinto día, ni esperanza, y varios convalecientes murieron de hambre. Micaela les hacía un caldo de agua, sal y unas verdolagas y yerbas que cogía en el cementerio. Les hacían un daño visible; pero el sexto día, ni aun eso, las verdolagas que nacían de la barriga de los muertos enterrados hacía años en la parroquia, se habían agotado; los enfermos pedían por favor que se les matase; los soldados viejos del regimiento apenas podían levantar el fusil; las mulas de carga comían tierra y estiércol seco, y los perros de la tropa ladraban de hambre y roían los cueros de los aparejos. Baninelli, los médicos y los oficiales habían consumido las reservas del botiquín, de trigo y de maíz, de tapioca y de arrorut y un par de botellas de Jerez seco; quedaba un frasco de alcohol, y esto era todo.

Micaela se presentó ante Baninelli.

—Mi coronel —le dijo— estoy resuelta a marcharme al anochecer. Yo, que hace quince años que soy cocinera, no quiero morir de hambre. Aquí le traigo a usted las seis últimas tortillas que me quedan, le puedo hacer una sopa sin sal, porque hasta la sal se me ha acabado. Yo veré si me como un pedazo de barriga de esos condenados; pero me voy con permiso de usted. Ya procuraré escapar, y si me matan, tanto mejor. Ya soy vieja y algún día he de morir.

Este corto discurso hizo mucha impresión en el ánimo de Baninelli.

—No tenemos más remedio, Micaela, que morir matando; no te vayas, nos iremos todos esta noche —le contestó Baninelli—. Haz la sopa sin sal, tráemela y mañana, o estaremos cenando en la eternidad o tendrás surtida la cocina como para un día de mi santo. Si logro llegar a San Dieguito, pueblo que yo conozco y no dista mucho de aquí, ya verás ¡que legumbres y qué carneros! ¡Hasta flores tendremos!

Baninelli estaba alegre y se chanceaba, primero, porque se habla ya fijado la resolución de romper el sitio y tomar la dirección de un pueblerino donde habla estado diversas ocasiones y recordaba que era muy fértil y comerciante, y sus labradores llevaban sus semillas, frutas y legumbres hasta la misma ciudad de Guadalajara, que no estaba muy cerca; y, segundo, por la sopa de tortillas duras sin sal, que le había prometido la buena Micaela. Hacía treinta horas que ni él ni los oficiales habían tomado más que una copa de Jerez de la última botella, ya agotada. Micaela volvió a cosa de una hora con una olla despidiendo un oloroso vapor. Había encontrado en una bolsa de brin, donde echaba cuanto desperdicio encontraba, y que en esta vez fue muy útil, cabezas de ajo, sal, tomillo, mejorana, cabezas de cebollas, mendrugos de pan, un trozo de queso de La Barca, un armazón de pollo; en fin, tesoros por este estilo. Con todo esto y las tortillas duras y agua a discreción, compuso una sopa abundante, y muy ufana y contenta la presentó al cuartel general.

Baninelli separó una poca para los enfermos, y el resto la comieron él, sus oficiales y los médicos.

Fue el más delicioso banquete de su vida. Confesaron que jamás habían gustado nada tan exquisito; y se admiraron de que una mujer de carne y hueso hubiese podido guisar tal maravilla. Le llamaron la sopa de los ángeles; y, en efecto, la mayor parte de los enfermos que la comieron recobraron las fuerzas y cobraron ánimo para marchar, pues el coronel declaró formalmente que en la noche rompería el sitio y tomaría la dirección del pueblo de San Dieguito, y que si lograba llegar, lo que quedaba de la brigada se salvarla.

Gracias a su práctica militar y al conocimiento que tenía de los caminos, pues que años antes había hecho una campaña por esos rumbos, se proponía romper el sitio, tomar el camino con dirección a Mascota para engañar al enemigo, y cortar a la izquierda por una vereda que atravesaba una sierra pequeña, en cuya falda opuesta se hallaba el pueblo de San Dieguito, lugar, en efecto, de abundantes recursos y apartado del camino real. Prescindiendo de su categoría de jefe y de su genial orgullo, quiso consultar con Moctezuma III y lo llamó aparte.

—Te ha bastado esta campaña —le dijo— para hacerte un buen soldado. ¿Qué harías tú si estuvieses en mi lugar?

—Mi coronel, en vez de morirme de hambre, buscaría la manera de salir de aquí, engañando al enemigo o dándole de golpes hasta acabar con él o que él acabase con nosotros.

—Pues precisamente es lo que voy a hacer esta noche —le contestó— y tú reemplazarás al cabo Franco e irás a la vanguardia.

—Como mi coronel ordene —contestó Moctezuma—. Sólo que…

—Sólo que… ¿Rehúsas obedecerme? —le interrumpió el coronel con enojo.

—Sólo que —prosiguió Moctezuma— si mi coronel me deja escoger a los indios reclutas, le prometo que dejaré a los enemigos tan escarmentados, que le permitirán que pase muy despacio con sus enfermos y heridos, y sobre todo con mi capitán Franco, que si no hay otro modo, yo mismo lo llevaré cargado en las espaldas.

—Concedido; escoge tu vanguardia.

—Esos indios, mi coronel, ya saben que soy su emperador y se dejarían matar uno a uno antes de abandonarme; si otro oficial los manda echarán a correr y se desertarán. Los indios somos así. El que nos trata bien y no nos desprecia, puede contar con nosotros; no somos cobardes ni ingratos, y si mi coronel…

Moctezuma, que había heredado sin duda de su antecesor la manía de los discursos (según el verídico historiador Solís) era interminable una vez que soltaba la lengua. Lamparilla le daba lecciones de retórica y elocuencia cuando iba al rancho de Santa María, mientras doña Pascuala preparaba el almuerzo, y además lo había instruido perfectamente en la historia de su antecesor; de modo que sabía de memoria la ingratitud de Cortés mandando prender al gran Moctezuma I después que le había comido sus tamales y tortillas; lo de la tremenda pedrada que le dieron en la frente sus mismos súbditos; la retirada del conquistador y sus lágrimas debajo del ahuehuete de Popotla; por último, el sitio de México y su destrucción; el viaje a las Hibueras y el fin trágico del Mártir de Izancanac (que la baronesa de Wilson ha resucitado).

Esto y mucho más hubiese referido Moctezuma, no obstante lo apremiante de la situación; pero el carácter de Baninelli no era propio para escuchar largos discursos ni lo permitía el grave conflicto en que se encontraban; así, le interrumpió en lo mejor de su peroración y se limitó a decir con el aire de autoridad que acostumbraba:

—Bien, bien; entiendo. Te formaré tu vanguardia como deseas, y si te portas bien, ya serás capitán; pero si sucede lo contrario y nos derrotan estas miserables bandas de ladrones, cuenta con que te mando fusilar con los cuatro hombres y un cabo que me queden.

—Como usted quiera, mi coronel —contestó simplemente Moctezuma y se mordió los labios, disgustado de que no le hubiese permitido el coronel decirle cuál era su plan y el resultado que se prometía.

Baninelli estaba en la más desastrosa situación; no tenía más arbitrio que rendirse sin condiciones a esa siniestra reunión de bandoleros que lo habían sitiado; pero su carácter tenaz y su orgullo de soldado veterano lo sostuvieron, y no influyó poco en su resolución de intentar a todo riesgo una retirada, la confianza y serenidad de Moctezuma III. Restableció, en tanto que pudo, la disciplina y servicio conforme a la Ordenanza, de la gente que le quedaba; mandó formar con los fusiles inútiles y las mantas de los soldados muertos unas camillas para conducir a los heridos y enfermos de la peste, destinando la más cómoda para el cabo Franco, que se encontraba muy aliviado después de la extracción de la bala; organizó, finalmente, con los reclutas indígenas que habían sobrevivido, la vanguardia, y confirió el mando a Moctezuma, nombrándolo capitán, a reserva de la aprobación del gobierno. Concluido el terrible trabajo de organización, con una brigada de muertos (moralmente) y de agonizantes y estropeados, Baninelli montó a caballo, mascó un pedazo de cecina con que lo obsequió Moctezuma, y esperó el momento favorable. La noche había cerrado oscura y cargada de nubes; la vocería de los enemigos acampados en las cercanías venía de cuando en cuando con las bocanadas de aire, y los que podían llamarse más bien esqueletos que soldados, preferían la muerte en el combate que la inacción en que estaban.

Moctezuma habló con sus indios:

—Si caemos en manos de esas bandas que son más bien de ladrones que de pronunciados, seremos matados a palos y a balazos como perros hambrientos; si nos abrimos paso por en medio de ellos, escaparemos casi todos. Yo soy el emperador de México, vuestro emperador, y además, capitán; me acaba de nombrar el coronel Baninelli; así, yo os mando e iré por delante. No hay que tirar, pues apenas tenemos cartuchos. Andar juntos con dirección al enemigo, arrastrarnos por el suelo si es necesario, para no ser vistos, y cuando estemos cara a cara, voltear los fusiles y dar golpes hasta que no quede ni uno. Ya veré si sois verdaderos indios y si dais la victoria al emperador y capitán Moctezuma III.

Otro de sus flacos era querer a los curas. Educado cristianamente por doña Pascuala, los curas eran para él unos semidioses, y les daba más importancia que a Lamparilla; así, no quiso dejar el pueblo sin saber la suerte del cura, dio un brinco al curato, que no estaba lejos, y cuál fue su sorpresa al encontrarse con Espiridión tendido en el suelo inmóvil y verde como una figura oxidada de Pompeya. Con un visible esfuerzo abrió los ojos y echó una lastimera mirada a su amigo y compañero, sin poder hablarle una palabra. Al entrar al curato a llevarle algunas provisiones al eclesiástico, había sido atacado violentamente del cólera y caído a los pies de la cama, sin poderse ya mover ni, por consecuencia, regresar al campamento. El cura, por su extrema debilidad, no había podido prestarle auxilio ninguno, y en aquel momento los dos estaban convalecientes. El monstruo asiático los había perdonado; pero el hambre se los llevaba más que de prisa.

Moctezuma, que, como su antecesor, era espléndido, la había pasado menos mal que el mismo comandante de las fuerzas, y desde su salida de Guadalajara llevaba enredadas en la cintura algunas varas de cecina y una bolsa de pinole; y estas provisiones las renovaba constantemente, debido en parte a la amistad íntima que tenía con la que llamaremos cantinera Micaela. Lo primero que hizo fue dar de beber agua cristalina en abundancia a los enfermos, dejarles una ración de pinole y de cecina, infundirles ánimo y marcharse; y ya era hora, pues Baninelli había movido las riendas de su caballo, y esa reunión de espectros iba entrando lentamente en las profundidades de una noche oscura.

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