LVIII. Don Pedro, mártir de su deber

Era necesario hacer el inventario y asegurar los considerables valores que en oro, plata y piedras preciosas existían en el taller y en la casa del platero; así, su cadáver no podía permanecer allí ni un momento más. El juez dispuso que fuese llevado provisionalmente al Hospital de San Andrés. Los oficiales de la platería quisieron salir, el agente del juzgado lo impidió y todo esto hizo que se fuese reuniendo gente, se formó escándalo y con esto acabó el secreto riguroso que hasta entonces se había guardado. El juez tuvo necesidad de mandar a un cuartel por fuerza armada que despejara la calle y guardase las esquinas, y pudo ya entonces dedicarse a practicar las diligencias que, como se debe suponer, fueron largas, y a recoger la colección maravillosa de diamantes, rubíes, zafiros y esmeraldas, además de multitud de alhajas, entre ellas un fistol hecho con la exquisita perla del marqués de Valle Alegre, que Mariana aceptó con tanta indiferencia y que se hallaba entre las alhajas que fueron robadas por el vengativo cochero José Gordillo. La platería fue cerrada y de pronto enviados a la cárcel los oficiales.

La causa se proseguía con la mayor actividad habilitando horas, y el juez apenas tenía tiempo para comer un bocado y dormir tres o cuatro horas en la noche. La ciudad toda era presa de una curiosidad y de una excitación tal, que no se hablaba de otra cosa, especialmente porque el frustrado casamiento del marqués de Valle Alegre se mezclaba de una manera especial en este inesperado acontecimiento.

La primera visita que recibió don Pedro Martín, fue la de su hermana Clara, que entró como un huracán hasta la biblioteca, sin que la pudiesen contener Prudencia y Coleta.

—¡Siempre lo he dicho! —le dijo bruscamente a don Pedro Martín, encarándose y arrebatándole el papel en que escribía—. ¡Tú eres el tirano de tu familia! ¿Cómo te has atrevido a poner preso a mi marido, y complicarlo en esa causa de ladrones y de asesinos? Sábete que es muy honrado, y que si donde estaba empleado se hacían o no pesos falsos, era con tu consentimiento, y entonces el primer preso deberías ser tú. Ahora mismo me firmas una orden para que salga en libertad o armo un escándalo.

—¡Clara! ¡Cierra esa boca —le gritó don Pedro levantándose indignado— o me obligarás a… no sé que cosa! ¡Sal de aquí! ¡Prudencia, Coleta…! ¡Saquen a esta mujer o soy capaz de hacer un disparate!

Coleta y Prudencia, que estaban en acecho, acudieron, y Clara, asustada con el aspecto imponente y la voz terrible de su hermano, que se le había acercado para obligarla a salir de la biblioteca, cambió de sentimiento, como sucede generalmente en las mujeres, y se arrojó hecha un mar de lágrimas en sus brazos.

—Retírate, Clara —le dijo— porque después de haber proferido tan grave insulto, no debes poner los pies en esta casa.

—¡Perdónalo, perdónalo; en tu mano está salvarlo! —continuó diciendo Clara—. ¿Qué va a ser de mí? ¿Quién volverá a saludarme en la calle? ¿A qué casa iré donde no me cierren la puerta? ¡Considera mi situación, hermano mío, y salva a mi marido!

—¡Tú, tú —le interrumpió don Pedro quitándose del cuello los brazos de Clara que lo oprimían— eres la que has conducido a tu marido al crimen y te has labrado la situación en que efectivamente vas a quedar! Ese lujo, esas alhajas, esos carruajes con que no sólo llamabas la atención, sino que escandalizabas a la sociedad de México, han obligado a ese hombre a hacer gastos cuantiosos y a ligarse con un gran criminal. Me cansé de darte consejos que nunca quisiste escuchar, y ya ves el resultado. Yo nada puedo, nada soy, nada valgo; no puedo castigar ni perdonar. La ley es la que obra en estos casos. Si tu marido, por las diligencias que se practiquen, es inocente, saldrá en libertad y se rehabilitará en la sociedad; pero si es culpable, ni lágrimas, ni súplicas, ni amenazas servirán de nada. La ley lo castigará. Es mi última palabra, Clara.

Don Pedro Martín volvió las espaldas, y Prudencia y Coleta, tomando del brazo a Clara y calmándola en cuanto les era posible, la sacaron casi a fuerza de la biblioteca.

Por la corredora doña Viviana se empeñó medio México. Tenía tantas relaciones con las familias principales, y era tan complaciente, tan viva, facilitaba tanto los negocios y se portaba con tanta honradez y exactitud en sus contratos, que nadie creía que pudiese estar complicada en robos y maldades, y atribuía su prisión a las calumnias y a la venganza de algunas personas que, habiéndoles fiado alhajas y trajes, no le querían pagar y había tenido necesidad de citarlas ante un juez. Don Pedro fue inflexible, y contestaba lo mismo que dijo a su hermana.

La visita que le causó una impresión profunda fue la de doña Severa y Amparo. Vestidas sencillamente de negro, entraron a la biblioteca, se sentaron temblorosas sin poder articular palabra, y durante un cuarto de hora hubo un lúgubre silencio que asustó a Prudencia y a Coleta, y se escaparon conmovidas a sus recámaras, no queriendo, ni por curiosidad, saber lo que iba a pasar.

¿Qué había de decir el juez? Quería comenzar la conversación para que de cualquier manera terminara tan penosa entrevista; pero no sabía cómo hacerlo sin agravar más el dolor de las desgraciadas víctimas de Relumbrón.

En pocos días la juventud lozana de Amparo había acabado como si hubiesen pasado años y años; sus mejillas blancas, estaban hundidas y como transparentes; sus ojos, antes dulces, tenían una mirada de amargura, y en su fisonomía toda, que no podía contemplarse sin emoción, estaban retratados los agudísimos sufrimientos de su alma.

Ella fue la primera que rompió el silencio, y con una voz dolorosa apenas pudo decir:

—¿Si fuera posible?… Usted, señor, que tanto nos ha querido… —y sus ojos se llenaron de lágrimas y su voz se ahogó en su garganta.

El juez aprovechó la oportunidad, comprendiendo lo que Amparo quería decirle, para terminar, aunque fuese dolorosamente, una conferencia que no podía tener ningún resultado favorable.

—Es verdad —le dijo a Amparo— no sólo las he querido, sino que las he estimado y admirado por sus virtudes, y me duele el corazón; pero no soy en este momento más que el juez inflexible que tiene que cumplir con la ley.

Doña Severa y Amparo comprendieron que eran inútiles sus ruegos; no hablaron más, se levantaron, tomaron ambas las manos del juez para significarle lo que sufrían, y se retiraron lentamente, sin esperanza, mudas, tristes, pálidas, como dos sombras que caminan al oscuro recinto de las tumbas y de las eternas lágrimas.

Inútil es referir al lector las muchas peripecias, trámites e incidentes de tan ruidosa y complicada causa, que llenó resmas de papel, y bastará darles cuenta de lo más esencial y del final resultado.

Relumbrón comenzó por negar obstinadamente, diciendo que era víctima de una vil calumnia; pero concluyó por confesar presentando su defensor, como circunstancia atenuante, la organización especial que lo arrastraba sin poderlo evitar, al robo, lo que constituía una verdadera monomanía que lo hacía irresponsable de sus acciones. Cuestión de frenología que apenas había dado a conocer don José Ramón Pacheco, y que no hizo ninguna impresión en el ánimo del juez.

Evaristo al principio negó también y fue osado e insolente en las respuestas; más adelante confesaba unas cosas y se desdecía después. Quería echar la culpa entera a Relumbrón y complicar al licenciado Lamparilla y a Cecilia, pero habiendo sido reconocido en rueda de presos por doña Rafaela la dulcera y las vecinas de la Estampa de Regina como asesino de Tules, y confrontándose el mechón de cabellos que le arrancó Pantaleona con la cicatriz que aún tenía en la cabeza, confesó todas sus fechorías, haciendo gala de ellas y sintiendo solamente no haber matado a Cecilia y a Lamparilla, que consideraba autores de su desgracia. Si Cecilia lo hubiese querido y casádose con él, en vez de ser un ladrón sería un hacendado rico y honrado.

Hilario dijo que él no era más que un soldado que recibía órdenes de su jefe, que de nada era culpable ni responsable, y que él personalmente no había asesinado a nadie.

Doña Viviana lloró desde que la aprehendieron hasta el día de la sentencia. Toda se retorcía, enclavijaba las manos, pedía misericordia y perdón sin descansar; no comía ni dormía y estaba a punto de morirse de miedo a la muerte.

Sólo el tuerto Cirilo se estuvo firme. Primero mártir que confesor. A cuanta pregunta le hicieron en el curso de la causa, respondió invariablemente que él era un hombre de bien que ganaba su vida como jicarero de una pulquería de la señora Adalid, que eso lo sabía todo el mundo y que no tenía mas que decir; que si lo mataban, poco le importaba y es cuanto, y así terminaban los interrogatorios.

Relumbrón, Evaristo el tornero, Hilario, el tuerto Cirilo y cuatro de los valentones a quienes se probó que habían cometido varios asesinatos en el camino de Río Frío, fueron condenados a muerte. Doña Viviana a veinte años de trabajos forzados en la cárcel, y los demás reos que resultaron culpables, a cinco y diez y veinte años de presidio. Los oficiales de la platería y Luisa, a quien de pronto se puso presa, salieron en libertad. La sentencia fue confirmada y negado el indulto.

Mientras estos acontecimientos pasaban en México, otros no menos graves ocurrieron en casa de personas con las que hemos hecho ya conocimiento, y mientras los reos se disponen a bien morir, daremos una ligerísima idea de ellos en el capítulo siguiente.

Share on Twitter Share on Facebook