LIX. Una incursión de salvajes

Los comanches, en el tiempo en que pasaron estos acontecimientos, vivían diseminados en esas interminables y solitarias praderas de la frontera del norte, que hoy son atravesadas por grandes líneas de caminos de fierro, que unen las Californias con Nueva York y México.

Para cazar el cíbolo se citaban, se reunían, celebraban un gran consejo, discutían y formaban su plan de campaña, y en seguida marchaba un considerable número de guerreros, atravesando a caballo en poco tiempo grandes distancias, hasta que reconocían, con el instinto admirable que sólo ellos tienen, los lugares por donde debían pasar las numerosas manadas de cíbolos que, huyendo del frío de las regiones heladas del norte, venían a buscar el pasto a veces muy cerca de nuestras fronteras. Con flechas, lanzas y armas de fuego, los indios hacían una carnicería horrible en esos inofensivos animales, les quitaban las pieles y las lenguas, y las iban a vender a las factorías de la frontera de los Estados Unidos, recibiendo, en cambio, armas de fuego, pólvora, tabaco, abalorios y aguardiente. Cuando se habían provisto de todo esto, se dividían de nuevo en tribus más o menos numerosas, mandadas por un capitancillo, y comenzaban a penetrar en las fronteras mexicanas, cometiendo en los ranchos y pequeñas poblaciones indefensas de los Estados de Sonora, Chihuahua y a veces Durango, Coahuila y Tamaulipas, todo género de atrocidades.

Desorganizadas las antiguas compañías presidiales, e inútil la tropa de línea para esa clase de guerra, de marchas rapidísimas y de continuadas sorpresas, las gentes de esos países comprendieron que era necesario organizarse y defenderse, y entraron en ciertas combinaciones, de modo que cuando se sentían los salvajes, como dicen todavía por allá, cada hacienda o pueblo concurría con cierto número de hombres montados y armados que se reunían en un punto dado, comenzaban la persecución de la partida o partidas de indios, y lograban muchas veces quitarles los cautivos y la caballada que se habían robado o, por lo menos, los hacían huir, ocultarse en la sierra o entrar a los desiertos de la frontera americana.

Don Remigio ya estaba acostumbrado a esta clase de guerra, y muchas ocasiones, sólo con los vaqueros de la hacienda había arriado a los indios, logrando salvar a la caballada y mulada que abundaba en los potreros y que era el producto principal de la finca. El conde mismo, por diversión y por hacer gala de su denuedo, acompañaba a don Remigio en estas aventuras, y su gran deseo era cautivar siquiera un comanche, lo que nunca pudo conseguir.

Pero cuando una manga de trescientos gandules penetraba en la frontera, ya era una cosa seria, y en la imposibilidad de batirlos, las gentes se encerraban en sus casas y ranchos, y los ganados, esparcidos en una inmensa extensión de terreno, quedaban a merced de tan astutos enemigos. En esta vez las declaraciones del cautivo las demás noticias que comunicó don Remigio al doctor Ojeda, fueron enteramente exactas, y en el momento en que menos se esperaba se presentó al rayar el día, a la vista de la hacienda del Sauz, una manga como de doscientos guerreros. Don Remigio armó a los vaqueros y apenas tuvo tiempo de juntar algún ganado, colocarlo en el lugar más seguro y encerrarse en la casa para defenderse desde las azoteas y desde el campanario de la iglesia; pero el conde se empeñó en que habían de salir a batirlos con todos los hombres que pudieran disponer. Don Remigio le hizo cuantas reflexiones le sugería su larga experiencia, pero no hubo medio de convencerlo.

—¿Se dirá —contestaba a todos los argumentos— que el conde del Sauz, hallándose en su hacienda, tuyo miedo a cuatro indios desnudos y con flechas y palos? Mi primo el marqués de Valle Alegre, cuando lo sepa, se reirá y se burlará de mí. Ni por pienso; vamos, Remigio, y si tiene usted miedo, quédese.

Don Remigio no tuvo más camino que obedecer, salieron a la cabeza de unos cincuenta vaqueros y caminaron derechos a encontrar a los salvajes, que estaban a tan corta distancia que podían contarse desde la torre de la iglesia.

Apenas los comanches vieron venir las gentes de la hacienda, arrojaron (según su costumbre) horrorosos alaridos que llenaron el aire, agitaron sus chimales en señal de desafío, se dividieron en varios trozos y echaron a correr. El conde, entusiasmado, picó su caballo y se lanzó como un insensato a perseguirlos. Don Remigio y los vaqueros tuvieron que seguirle; pero la fuga no fue sino simulada, y casi al momento hicieron una evolución contraria y las gentes del conde quedaron rodeadas completamente. Un alarido unánime y más aterrador que el primero resonó, y al mismo tiempo una nube de flechas y muchas balas silbaron en el aire. Los caballos de los vaqueros, asustados con los alaridos, arrancaron sin que nada valiese el freno, y en minutos quedó dispersada la fuerza con que el conde presentó su batalla campal. Don Remigio, con una admirable serenidad, reunió a los que tenía más cerca, tomó osadamente las riendas del caballo del conde, lo hizo retroceder y comenzó la retirada con un mediano orden, haciendo fuego a los salvajes para que no se les acercaran, porque sabía que el sistema de ellos es no perder, si es posible, ni un hombre, sino acometer cuando casi no hay riesgo; así lograron acercarse a las tapias trancas y puertas de la hacienda, pero al momento de entrar y como cesasen de hacer fuego, se escuchó otro alarido, y con la velocidad del rayo se les vino encima el grueso de los gandules. Don Remigio, pensando en Mariana, apenas tuvo tiempo de entrar a la casa con los vaqueros que lo seguían; el conde quedó cortado y los salvajes lo hicieron prisionero.

No puede haber idea de la alegría feroz de los bárbaros, que bailaban, disparaban flechas al aire, dando saltos y haciendo mil gestos y contorsiones espantosas. Apearon al conde del caballo, le quitaron su famosa espada de Toledo, con la que en vano trató de defenderse, lo amarraron fuertemente en un árbol y se dispusieron a sacrificarlo a su manera.

La tarde declinaba y los indios esperaron que la noche cerrase para comenzar sus lúgubres ceremonias.

Delante de la casa colocaron una especie de guardia armada de flechas y rifles americanos para impedir toda salida, y a poca distancia del árbol en que estaba amarrado el conde, encendieron un gran círculo de hogueras. Mangas Coloradas y sus capitancillos ocuparon el centro, encendiendo, fumando y pasándose de una mano a otra una tosca pipa de barro, que rellenaron dos o tres veces de tabaco. Terminada esta ceremonia, Mangas Coloradas pronunció en pocas palabras la sentencia de muerte del conde y el exterminio completo de la hacienda por medio del incendio. Un alarido, que contestaron los que estaban cerca de la casa, fue la señal de aprobación, y mientras unos aglomeraban cerca de las puertas ramas, leña y cuanto combustible tenían a mano, otros bailaban y saltaban como demonios salidos del infierno alrededor de las hogueras, proyectando en el suelo y desapareciendo alternativamente las sombras de sus grandes cuerpos medio desnudos y de sus penachos adornados con plumas de aves y abalorios brillantes. Cuando terminaban sus saltos y cabriolas, cada capitancillo tomaba un tizón de las hogueras y lo iba a aplicar al cuerpo del conde medio desnudo, pues le habían arrancado a pedazos una parte de sus vestidos.

El conde bramaba de rabia y de dolor, y gritaba:

—¡Malditos, malditos, bárbaros, acábenme de matar! —y se retorcía furioso como una culebra herida, pero sin poder hacer uso de las manos ni de los pies, pues estaba fuertemente atado con cuerdas hechas de nervios de animales.

Mangas Coloradas quiso tener el honor de arrancar la cabellera del conde, reconociéndolo como amo y señor de la hacienda, y se acercó con un mal cuchillo de fierro en la mano para hacerle la incisión alrededor del cráneo, tirar después por el centro de los cabellos y lograr completa e intacta la cabellera con todo el pellejo.

Don Remigio veía esto desde la azotea, y nada podía hacer, pues en el momento que cualquier puerta se hubiese abierto habría penetrado la banda de salvajes y asesinado con la misma barbarie a todos los que estaban dentro. No temía por él, pues nada le importaba ya su vida, sino por Mariana, que hubiera sido cautivada y conducida a los lejanos aduares de la indiada.

Mariana se había escapado de la vigilancia de Agustina y subido a la torre de la iglesia, y desde allí, con los ojos muy abiertos y el semblante impasible, contemplaba tranquilamente todos esos horrores como si hubiera sido una farsa ordenada expresamente para divertirla.

Don Remigio sufría un martirio comparable quizá al del conde, y tan pronto quería salir con los criados que le quedaban y pelear hasta morir, como cambiaba de resolución considerando la inutilidad del sacrificio y las consecuencias de una irrupción dentro de la casa.

Mangas Coloradas, para dar más solemnidad a la ceremonia de arrancar la cabellera al conde, dispuso que se repitiese la danza infernal alrededor de las hogueras, y estaba al terminar esta farsa sangrienta, cuando se oyeron voces en español, seguidas de una nutrida descarga de balazos y un grito que llegó a los oídos de don Remigio:

—¡Aquí está Juan Robreño, salvajes! ¡No necesito más que la cuarta de mi caballo para echarlos lejos de aquí!

Y en ese mismo instante, Juan Robreño, seguido de Juan, del doctor Ojeda y de sus muchachos, se presentaron repartiendo cuchilladas a diestra y siniestra, y metiendo sus espadas en los ojos, en las barrigas, en los lomos gordos y tostados de los indios que, sorprendidos y acobardados, huyeron en todas direcciones, y diez minutos bastaron para que no quedasen más que muchos indios muertos en la calzada y patio de la hacienda.

Don Remigio salió de la casa a recibir a sus salvadores; el doctor Ojeda, que vio al conde casi moribundo, lo desató, y entre él y don Remigio lo cargaron y colocaron en su lecho.

La Lucecilla a caballo, haciendo jornadas largas, más fuerte, más animosa que cualquiera de los hombres, había acompañado a Juan, y en largas conversaciones con él y con el fingido don Pedro Cataño, se había impuesto de la historia de ambos y sabía también, por el doctor Ojeda, que la quería mucho, los más insignificantes pormenores y hasta las entradas y salidas de la casa de la hacienda. Ella acabó de descubrir la verdad, al poner en contacto franco y cariñoso al padre y al hijo y se comprometió a curar a la condesa y a volverle el juicio con una sorpresa. Así, en cuanto vio abiertas las puertas de la hacienda, se apeó del caballo, y sin hacer caso de nada, pisando muertos y heridos, penetró en el patio y no paró hasta la torre donde había divisado a Mariana. Llegó, se apoderó de ella dándole muchos besos, tomándola del brazo y conduciéndola haciéndole mil cariños hasta la recámara. Luego que la sentó sin miramiento alguno, le dijo bruscamente y muy recio:

—¡Señora condesa, le traigo a usted a su esposo y a su hijo, que es mi cielo! ¿Lo oye usted? ¡A su esposo y a su hijo a quien adoro! Pero no tenga cuidado, seré no su criada, sino su esclava. Ya le contaré a usted, señora condesa… pero por ahora, óigame usted bien: ¡Le traigo a su esposo y a su hijo y aquí están, mírelos usted!

En efecto, el fingido don Pedro Cataño y Juan estaban delante de ella.

Mariana los miró un minuto, como incrédula, pasó la mano por su frente como queriendo quitarse una cosa que la oprimía y después ocultó su pálido y bello rostro en el seno de Lucecilla, derramando un torrente de lágrimas.

La locura había desaparecido.

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