LVII. La red

Don Pedro Martín de Olañeta, un verdadero sabio de su profesión, ilustrado a la moderna y hasta cierto punto amigo del progreso, en materias de dogma y de religión no transigía con nadie. Como doña Rafaela la dulcera, no frecuentaba, porque tenía mucho que hacer y porque Casilda no dejaba de ocasionarle ciertos malos pensamientos que, en obsequio a la verdad, diremos que procuraba desechar.

En esta vez creyó necesario cumplir con el Sacramento para pedir a Dios le diese imparcialidad y acierto para administrar recta justicia, y la fortaleza necesaria para no cometer una debilidad por salvar a las personas hasta cierto punto de su familia que estuviesen complicadas en la tenebrosa trama. Hízole así, y antes de abrir públicamente la causa, pidió audiencia al Primer Magistrado de la República.

El crimen de la Calle de Don Juan Manuel se había transpirado apenas y era en voz baja y en secreto como hablaban de él muy pocas personas. Los cadáveres, después del reconocimiento del médico de cárceles, habían sido llevados a las primeras horas de la mañana a la Santa Veracruz y depositados en un nicho del panteón, por si en el curso de la causa fuese necesaria una inhumación, y la casa, custodiada en lo interior por dos agentes de policía, permanecía cerrada como de costumbre. El juez había procurado el más grande sigilo en todos sus procedimientos, a fin de que los culpables, sabiendo que la justicia procedía, no evitasen con la fuga el castigo merecido.

El Primer Magistrado concedió la audiencia pedida; pero el día antes el marqués de Valle Alegre se presentó en la casa de don Pedro Martín. Su fisonomía estaba completamente cambiada; en su vestido, siempre tan esmerado, se notaba algún desorden; hasta en el modo de andar y en las inflexiones de su voz se reconocía lo que había sufrido.

—Vengo a desahogarme, licenciado, con usted, que es mi paño de lágrimas. Soy el hombre más infeliz de la tierra y cambiaría mi vida por el más miserable de los pordioseros que piden limosna en la puerta de las iglesias, con tal que se me mitigase este dolor que me destroza el corazón.

El marqués se llevó la mano al pecho, y en efecto, medio sofocado se dejó caer en un sillón que le presentó don Pedro Martín, el que no pudo menos que enternecerse mirando la honda pena que, con mucha razón, afligía a su amigo.

—Figúrese usted, licenciado, por un momento, mi situación. El domingo pasado se leyó en la parroquia la última amonestación. El Arzobispo está ya avisado que el jueves próximo nos va a dar las manos. Todos mis parientes y lo más principal de México, convidados para la boda. Un gran banquete de cien cubiertos dispuestos en la nueva casa de la Ribera de San Cosme, las papeletas impresas, todo arreglado, listo… ¡Qué campanada, que catástrofe! ¡Qué horror en toda la población cuando se sepa que…! ¿Qué va a ser de mí, qué va a ser de esa Amparo, que es un ángel, de esa madre y de esa esposa, cuya vida ha sido ejemplar? ¡Me vuelvo loco, licenciado! ¡Mi cabeza es un volcán!… ¿Qué haré? ¿Qué haré? ¿No habría medio de que Relumbrón…?

Don Pedro Martín se puso en pie y miró al marqués con un aire terrible.

—Señor marqués de Valle Alegre —le dijo— si vuelve usted a pronunciar otra palabra semejante, saldrá de mi casa y no volverá a ella jamás.

El marqués, en medio de su agitación, conoció la grave falta que había cometido, y queriéndose arrojar a los pies del juez, exclamó:

—Perdón, perdón, señor don Pedro, usted ha escuchado a un loco, a un desgraciado que no sabe lo que dijo. Olvide esa palabra y vuélvame su amistad, que es lo único que me ha quedado en el mundo.

Inclinó su cabeza sobre el bufete, se metió las manos entre los cabellos como queriendo sacar de entre ellos las ideas negras de que estaba llena, y derramó un torrente de lágrimas.

Don Pedro dejó que se desahogara, y después le dijo con cariño:

—Vamos, amigo mío, cálmese usted; nadie mejor que yo conoce lo terrible de su situación; pero hay cosas que no tienen remedio y en estos momentos no hay más refugio que Dios, que dispone estas cosas misteriosas sin que alcancemos sus designios.

—¿Y Amparo, y Amparo? —repetía el marqués.

—Mártir, mártir por la conducta de su padre, encontrará en la religión y en las virtudes de su alma el consuelo que ni usted ni nadie le puede dar ya. ¿Ha ido usted a la casa?

—No he tenido valor ni sé si lo tendré. ¿Qué consejo me da usted?

—Yo ninguno le puedo dar a usted; no soy más que juez, y además, ésas son cosas muy personales.

Así siguieron hablando largo rato hasta que las gentes comenzaron a llegar al estudio de don Pedro para diversos negocios. El marqués, aparentemente, se retiró más tranquilo; pero sostenía una lucha dura y terrible en su corazón. ¿Echaría a un lado, arrollando con todas las consideraciones sociales, y se casaría con la hija de un ladrón, o la abandonaría a la suerte, tomaría la diligencia y se marcharía a Europa sin volverla a ver? Tal era el dilema que rompía sus sienes y trabajaba su mente. Amaba profundamente a Amparo ¿y Amparo, cuando estallara ese volcán que tenía a sus pies, querría aceptarlo como marido?

A la hora señalada, don Pedro Martín se presentó en Palacio; las puertas se le abrieron inmediatamente, y un ayudante le introdujo al salón de audiencias, donde no tardó en presentarse el Presidente.

—Asuntos desagradables, pero muy graves, me traen aquí, señor Presidente —le dijo don Pedro con mucha calma y respeto— y tengo necesidad de pedirle a usted permiso y perdón por las preguntas que le voy a hacer.

El Presidente, que consideraba y estimaba mucho a este íntegro magistrado, y le había dado la mano y lo había hecho sentar en un sillón enfrente de él, le respondió con afabilidad:

—Nada de lo que viene de usted me parece mal, y el perdón anticipado es inútil, pues usted no es capaz de cometer la más leve falta.

—Gracias, señor Presidente, gracias. Necesito para un suceso, el más raro de cuantos se registran en los anales del crimen, que me preste usted su autoridad y su poder por veinticuatro horas. Eso bastará.

—No sé el asunto y ni me lo diga usted si no conviene; pero mi influencia personal y mi poder como Presidente lo tiene usted por cuantas horas lo necesite.

Don Pedro se inclinó; en una mirada que dirigió al Presidente le expresó su profundo agradecimiento por tan grande confianza, y comenzó a referirle en extracto las revelaciones de Juliana y de Cecilia y la confirmación plena que había tenido en su conciencia, cuando practicando las diligencias en la casa de la Calle de Don Juan Manuel encontró en la caja de dinero la cartera que, sin duda en el afán de sacar los pesos, cayó del bolsillo de Relumbrón. El juez refirió también con todos sus pormenores lo que pasó en casa del conde, y la manera como fueron encontrados el cadáver de la pobre Consuelo y los de las dos viejas sirvientas.

El Presidente se agarraba la cabeza y no podía creer lo que el magistrado le estaba refiriendo.

—Aquí tiene usted la cartera, señor Presidente, con las tarjetas del coronel y una carta de una de sus queridas.

El Presidente examinó una y dos veces la cartera y la devolvió al juez.

—De su pobre hija —le dijo— no cabe duda. ¡El malvado! Lo tenía yo por calavera, pero habría metido las manos en la lumbre por él… Me ha servido más de una vez en asuntos importantes con fidelidad y honradez… lo protegía yo, ganaba en varios negocios y me daba yo razón de su lujo. ¿Qué quiere que se haga, señor licenciado?

—Es necesario echar la red y coger a un mismo tiempo a todos los culpables, y antes que todo al coronel.

—Ahora recuerdo —dijo el Presidente— ese hombre ha de haberse marchado ya para Europa. Le di una licencia por seis meses y hace ocho días que se despidió de mí… Espere usted. Si se fue lo buscaremos en Veracruz, en todo el mundo… No se me escapará.

El Presidente tocó la campanilla y un ayudante entró.

—Se va usted ahora mismo a la casa del coronel. Y si no está en ella lo busca usted donde quiera que esté y me lo trae sin separarse un momento de él, y si intenta fugarse, le mete usted la espada. Mucho secreto y no se presente sin el coronel, porque le mandaré a usted a un castillo.

El ayudante prometió cumplir con su comisión y salió del salón. Don Pedro siguió hablando y le expuso el plan que había formado para la captura de los reos, el que fue aprobado.

—Voy a poner a disposición de usted dos personas que lo secundarán y que no admitirán nada, aunque les cueste la vida, por cumplir con lo que usted les ordene; son los coroneles Franco y Moctezuma.

—Perfectamente —le contestó don Pedro— con eso me basta; al primero lo conozco de vista, al otro más íntimamente; con eso me basta…

El ayudante, entre tanto, más bien voló que no corrió a la casa de Relumbrón, y como compañero y amigo que era, se coló hasta su recámara y lo encontró en pechos de camisa, muy afanado en componer su baúl. Tenía sus letras para Londres y París, sus buenas cartas de recomendación, su billete tomado en el paquete inglés, todo arreglado para la marcha que debía verificarse al día siguiente del casamiento de Amparo.

El ayudante disimuló y le dijo simplemente:

—Vístase usted, compañero, que el Presidente lo llama para un asunto urgente y ya sabe que no le gusta esperar.

Relumbrón, sin sospechar nada y acostumbrado a recibir órdenes cuando menos lo pensaba, cerró el baúl, se vistió con su uniforme y sus cruces, pues el Presidente no consentía que sus ayudantes se le presentasen en traje civil, y siguió a su compañero a Palacio.

No acababan don Pedro y el Presidente de combinar todas las medidas que había que tomar en el caso, cuando la puerta se abrió y se presentó Relumbrón. En el acto que vio allí a don Pedro y echó una mirada al rostro airado del Presidente, se puso pálido como un muerto, pero trató de reponerse y, con la sonrisa en los labios, saludó al licenciado y dijo:

—Aquí me tiene usted, mi general, dispuesto a recibir sus órdenes.

—¿Conoce usted esta prenda? —le dijo el Presidente con un tono severo presentándole la cartera.

Relumbrón, que ni remotamente pensaba haberla perdido y que creía guardada en algún cajón de su mesa, contestó con mucha seguridad:

—Sí, señor Presidente, es mía, y me la regaló mi hija el día de mi santo.

—¿Y sabe dónde se ha encontrado esta cartera?

—Lo ignoro… la habré dejado en alguna parte…

—¿La habrá usted dejado por casualidad en el fondo de la caja de dinero del conde del Sauz, en la Calle de Don Juan Manuel?

Fue tal el terror de Relumbrón al oír estas palabras, dichas con un tono terrible, que no teniendo cerca silla ni pared en qué apoyarse, se le aflojaron las rodillas y sin poderlo evitar cayó al suelo.

La cólera del Presidente no tuvo entonces límites.

—¡Levántese usted, miserable! —le dijo—. ¡Al crimen de un salvaje añade usted la cobardía de una mujer! ¡Levántese usted o le mando dar aquí mismo cincuenta palos! ¡Levántese usted!

Relumbrón hizo un supremo esfuerzo, se levantó, buscó la pared para apoyarse, y su vista descarriada se dirigía al techo y a las puertas por no encontrarse con las miradas del Presidente y del juez.

El Presidente se le acercó lentamente, y a medida que se le acercaba corrían por la frente de Relumbrón gotas de sudor frío y temblaban todos sus miembros.

—¡Cobarde, cobarde, miserable! —repitió el Presidente—. Ha deshonrado usted al ejército, y no merece que lo maten las balas de los soldados. Va usted a ser entregado a la justicia ordinaria. Es usted indigno de llevar esas presillas y esas cruces.

Y al decir esto le arrancó las presillas de los hombros y las cruces del pecho, y las tiró al suelo; tocó después la campanilla y entró el ayudante.

—Lleve usted a este hombre al Cuartel de Órdenes, lo encierra usted en un calabozo seguro, le pone dos centinelas de vista y dice usted al jefe que manda el cuerpo, que él me responde del preso. Que le pongan a pan y agua y quedará rigurosamente incomunicado. Nadie entrará ni lo verá más que el señor juez, y mucho secreto; nadie tiene por ahora que saber esto.

El ayudante tomó del brazo a Relumbrón, que apenas podía andar, se lo llevó al cuartel y, como lo había mandado el Presidente, quedó encerrado en un calabozo.

—Siéntese usted un momento, señor don Pedro —le dijo después de un rato el Presidente— y dispénseme, quizá no debí… pero no me pude contener.

El Presidente se dejó caer en un sillón y más de diez minutos estuvo respirando con trabajo. La cólera le sofocaba. Ya más calmado, dijo al juez:

—Señor don Pedro, yo mismo daré las órdenes y todo quedará por ahora en el mayor secreto. Usted tiene mi poder, es el Presidente de la República en este asunto. Esta noche o mañana muy temprano, se presentarán en la casa de usted los coroneles Moctezuma y Franco, con orden de obedecerlo como si yo lo mandara. Estoy seguro que quedarán bien.

—Es que tengo que prender al capitán de rurales y a toda su gente —dijo don Pedro.

—A todo México si es necesario, señor don Pedro; le repito que usted es el Presidente y que los que vengan a quejárseme o a suplicarme no encontrarán apoyo ninguno.

Don Pedro Martín salió de Palacio enteramente satisfecho y fuerte para administrar justicia, con la decidida protección del Presidente.

A la mañana siguiente, antes de que se levantara, ya estaban en la antesala Moctezuma III y el cabo Franco.

El plan de don Pedro Martín era coger en un mismo día, y si era posible en una misma hora, a todos los culpables para que ninguno se escapara, y los dos militares, que no se andaban con chicas y abundaban en expedientes, le facilitaron el trabajo.

—Aunque hagamos el oficio de policías —le dijeron cuente usted, señor juez, con que será servido. Lo manda el Presidente y no tenemos más que obedecerlo y cumplir.

Moctezuma mandaría un escuadrón, con un oficial de confianza, para que cayese al molino de Perote y se trajese, amarrados codo con codo, al licenciado Chupita y a los monederos falsos con toda su maquinaria. En Perote había carros, mulas y cuanto era necesario, perteneciente a la misma negociación. Él marcharía a Río Frío, con el resto de la caballería, para prender a Evaristo.

El cabo Franco, con piquetes de tropa de infantería, sorprendería a los ladrones que se reunían en la tienda de Santa Clarita, y a doña Viviana, en su casa o en el almacén de vestuario. El gobernador, por disposición del juez, se encargaría de la partida de juego de don Moisés.

Don Pedro Martín se encargó de ir personalmente a la casa del platero.

Combinado así el plan, veamos cómo se desarrolló. A la casa de Relumbrón se mandó decir con un ayudante del Presidente que no tuviesen cuidado, pues estaba ocupado en una comisión del servicio. Así, cuando el marido estaba ya a buen recaudo, en la casa había la mayor tranquilidad y se disponían de antemano guisadas, dulces, flores, luces y adornos para el día de la boda.

El marqués, como loco y sin saber qué resolución tomar, no se había atrevido a ir a la casa; de pronto no le ocurrió otra cosa más que escribir a Amparo que estaba muy afanado en concluir lo que faltaba en la casa de la Ribera de San Cosme. Así, la prisión de un personaje tan visible y conocido en México como Relumbrón no fue sabida de pronto por el público.

El oficial comisionado por Moctezuma hizo sus jornadas sin fatigar a la caballería y al sexto día entró de rondón en el molino de Perote. La gente, ocupada en el trabajo de fabricar la moneda, no hizo resistencia alguna, el licenciado Chupita, al verse descubierto y preso, se desmayó; pero el oficial no se anduvo con consideraciones; amarró codo con codo a cuantos encontró allí; a Chupita, desmayado como estaba, lo mandó amarrar también, envolver en una sábana y cargarlo por dos de los monederos, y así bajaron todos a la casa de Perote. Al día siguiente se recogió el dinero, lo principal de la maquinaria y, cargado todo en unos carros, con Chupita, que volvió en sí, dieron la vuelta para México, habiendo mandado antes un extraordinario a su coronel informándole que había cumplido con su comisión.

Seguro ya de esto Moctezuma, hizo montar el resto de su caballería y se dirigió directamente a Río Frío, resuelto a matar personalmente al capitán de rurales si no lo podía coger vivo; pero la fortuna le ayudó. Llegó como a las siete de la noche y encontró en la taberna alemana reunidos a todos los bandidos que habían llevado a sus mujeres, y estaban bebiendo, cantando y bailando. Cuando acordaron y volvieron en sí con el susto de la borrachera, ya estaba el edificio rodeado de caballería y, en la única puerta de salida, Moctezuma con pistola en mano y diez hombres con carabinas preparadas.

—¡Que se presente aquí el capitán! —gritó con energía.

—No está aquí —respondió el mismo Evaristo, que no veía otro medio de salvación.

—Ya veremos si está aquí. Afuera la familia del alemán, y pronto.

El alemán y sus hijas salieron y se fueron a refugiar al monte. Los soldados les dejaron pasar.

Moctezuma llamó al resto de su fuerza y volvió a gritar:

—Si no se presenta el capitán, fuego, hasta que no quede uno.

Evaristo tuvo que vencer su cobardía y se presentó. Dos dragones se apearon, le quitaron una sola pistola que tenía en la cintura y le amarraron. Así fueron haciendo con todos los demás y colocándoles entre filas, advirtiéndoles que al menor movimiento que hicieran para escapar, serían muertos a balazos. A Evaristo lo tenían lazado del cuello y de la cintura y llevadas por dos soldados las reatas, de modo que teniendo las manos amarradas por detrás, al menor movimiento que hiciera para escaparse se ahorcaba él mismo. Así, de grado o a cintarazos, hizo entrar en filas a treinta bandidos, tomando inmediatamente el camino para México y adelantando un soldado para que avisase al juez.

Siguió entonces la prisión de los de la tienda, que no tuvo dificultad. Juliana había señalado hasta las horas en que se reunían allí para repartirse los robos. Una patrulla llegó al mismo tiempo que iban a cerrar. El primero que cayó y quiso hacerse el valiente, fue el tuerto Cirilo; pero el cabo Franco le quitó los bríos con una soberbia bofetada, y amarrado, como a todos, se los llevó al cuartel de los Gallos, que a la sazón estaba vacío, y fue puesto a las órdenes de don Pedro Martín.

Doña Viviana fue capturada al salir de su casa para dirigirse al taller. Se cerró su habitación, que quedó al cuidado de un agente del juzgado.

Hechas todas estas prisiones, tocó su vez a don Pedro Martín. Quiso personalmente hacer la captura, porque con mucho fundamento supuso que el platero tenía gran cantidad de piedras preciosas robadas, dinero y papeles de importancia.

Dirigióse a la Calle de la Alcaicería, acompañado solamente del escribano de diligencias y un agente del juzgado, y los dejó un poco atrás antes de llegar para que ni las gentes fijaran su atención, ni se alarmase el platero. Entró al taller y encontró la fragua encendida, los sopletes en actividad y seis u ocho oficiales trabajando muy afanados bajo la dirección del compadre de Relumbrón.

—Me encuentra usted precisamente, señor licenciado —le dijo— muy atareado para concluir pasado mañana las alhajas que el señor marqués de Valle Alegre va a regalar a su novia. Ya le he entregado bastantes; pero él se empeñó a última hora, como quien dice, en que le hiciese otras nuevas, pues nada le basta, y quisiera el mundo entero con todas sus riquezas para regalárselo a Amparito, pues parece que no la ama, sino que la adora como a una Virgen. Aquí están todos los estuches y las alhajas ya listas; se las voy a enseñar a usted.

—Sí le parece a usted —le dijo el juez con calma— mejor las veremos en su casa.

En esto llegaron el escribano y el agente; don Pedro se separó un poco, y dijo a éste en voz baja que no se apartase del taller ni permitiese que saliese ni entrase ninguna persona. El platero, sin desconfianza y tomando la delantera para servir de guía, subió a su casa, seguido del juez y del escribano.

—Las funciones de un juez son penosas —le dijo don Pedro luego que estuvieron en la sala— pero es preciso cumplirlas y vengo yo mismo a intimarle que me siga.

—Pero, señor licenciado, ¿qué es esto? —le dijo el platero tartamudeando y turbándose—. Yo soy un hombre honrado; usted mismo me ha visto trabajando: alguna calumnia, algún chisme… Es una arbitrariedad…

—Usted no es más que un ladrón, y la mitad, si no todas las alhajas y valores que tiene usted, son procedentes de robos y de maldades. Queda usted preso y ya vendrá la fuerza armada para llevarlo a usted donde están su compadre y los demás cómplices. Me obliga usted a decirle esto para probarle que todo lo sabe la justicia y que no hay arbitrariedad ninguna. Entretanto, nada de escándalo; si es usted inocente, lo probará en el curso de la causa el abogado a quien elija usted para que lo defienda; vamos a formar el inventario de cuanto tenga usted aquí en el taller, propio y ajeno.

Mientras el juez, con una voz seca y dura decía esto, el platero se fue levantando lentamente de la silla en que estaba sentado, y fueron presentándose en su fisonomía fenómenos nerviosos los más extraños y horribles. Los ojos se le contraían, y mientras uno bajaba casi a la mitad del carrillo, el otro subía y parecía que la pupila quería hundirse en el cerebro; la boca tan pronto se le cerraba y aparecía imperceptible, como se le abría ancha, queriendo articular palabras o gritar, sin poderlo conseguir; las orejas y las narices tomaron un color amoratado sanguinolento, y los cabellos se le erizaron en la cabeza.

Don Pedro y el escribano llevaron involuntariamente sus manos a los ojos, para apartar de su vista ese monstruo, que, como aparición de otro mundo fantástico, se les presentaba, en lugar del platero de fisonomía amable e hipócrita a quien habían ido a residenciar.

Todo esto duró apenas cinco o seis minutos, y don Santitos, sin haber podido proferir una palabra, cayó muerto, dando contra el mismo mueble que había lastimado a la cocinera Juliana.

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