Mucho ruido en la ciudad a causa del robo de la casa de doña Dominga de Arratia, tanto porque era una persona conocida de muchas familias, como porque no dejó de saberse, con todos sus pormenores, el descubrimiento del secreto de la caja fuerte que había hecho construir desde que compró la casa, en la espesa pared divisoria.
Doña Dominga mandó poner trancas y cerrojos en todas las puertas; pidió al Ayuntamiento dos serenos de confianza, uno para la azotea y otro para el portal de la calle; el marido compró pistolas, escopetas y mucho parque; pero ya era inútil. El oro sacado de la alacena no volvería más. Hecha un mar de lágrimas, no tenía más consuelo que visitar las más noches a Prudencia y a Coleta, hablarles de su desventura y de las agonías que experimentó desde que escuchó los pasos en la azotea hasta que la portera la vino a libertar. ¿Quién había indagado dónde guardaba su dinero, pues ni a su confesor se lo había comunicado? Recayeron sus sospechas en Inocencia; pero la pobre muchacha había sido la primera víctima; así, no era posible, y desechó ese mal pensamiento; se devanaba los sesos y no podía descifrar el enigma. El marido acobardado, pasaba las noches en vela, y con las pistolas en la mano, escuchando siempre pasos en la azotea. No pudo aguantar más y se decidió a marcharse a la hacienda, donde jamás habían penetrado Los Dorados y se consideraba más seguro. Ella, tan nerviosa y tan enferma del susto, concluyó por pedir asilo por unos días a sus amigas, y don Pedro Martín no tuvo dificultad en consentir.
El juez de turno a quien tocó hacer las primeras averiguaciones, desplegó la mayor actividad, registró las azoteas y no encontró rastro ninguno, cateó la mayor parte de las casas de vecindad y no pudo averiguar la menor cosa. A la vivienda de La Palomita ni entrar quiso, pues la casera y los vecinos le dijeron que era una muchacha muy quieta que se mantenía de coser ropa de munición, que no la visitaba más que un tío y una tía, y eso de tarde en tarde. Sentadas las declaraciones de doña Dominga, de su marido y de la portera, que nada vio, terminó la averiguación llevándose los cadáveres a enterrar, quedando la causa en tal estado, como muchas otras que habían en los juzgados.
Pero el ejemplo de este robo, hecho con tanta destreza y fortuna, animó a los ladrones de la ciudad que no estaban afiliados a la banda del tuerto Cirilo, y los pasos en la azotea se escuchaban cada noche, ya en una casa, ya en otra. Y sea que fuesen efectivamente de ladrones o de gatas enamoradas, en las altas horas de la noche se abría un balcón y se asomaban muchachos, ancianos y hombres barbudos, algunos de ellos coroneles y generales gritando con voz trémula:
—¡Sereno! ¡Sereno! ¡Ladrooones! ¡Ladrooooones!…
El sereno de la esquina tocaba el pito, venían corriendo con sus farolitos en la mano cuatro, cinco o seis serenos, aplicaban la escalera al balcón, entraban a la casa con el chuzo en la mano, dispuestos a combatir; registraban debajo de las camas, en los roperos, en la carbonera de la cocina, seguidos de la familia en paños menores, con cabos de vela en la mano alumbrándose y guareciéndose detrás de ellos. Finalmente, con mil trabajos subían la escalera de la calle, la metían entre dos por las recámaras, apenas podían entrar por la cocina, la aplicaban al borde de la azotea, que a veces era muy alta, pero al fin lograban montar en la barda y ya eran dueños de todo el terrado de la manzana. Recorrían con precaución a pasos de lobo, alumbraban con los faroles los rincones oscuros, se asomaban a las azotehuelas, examinaban el suelo para ver si descubrían cordeles, puñales o ganzúas tirados, y al cabo de dos horas… nada.
La familia daba las gracias a los serenos y cuando más una peseta para todos, y después, comentando el suceso, los hombres, echando verbos y baladronadas y las mujeres encomendándose a San Dimas, se acostaban cuando salía la luz y no había el menor peligro, y dormían hasta mediodía.
El barrio o por lo menos la calles de una y otra acera, se alborotaba. Los balcones se abrían, los de la casa se asomaban preguntando al vecino de al lado qué sucedía, cuál era la casa asaltada, cuántos eran los ladrones, cuántos los matados, cuánto dinero habían robado. El vecino, que nada sabía, preguntaba al que le seguía y así sucesivamente, hasta que concluían por no saber nada.
El alcalde del cuartel escribía al día siguiente al inspector de policía un parte concebido así:
En la Calle de la Quemada, número 5, a cosa de las once de la noche, pidieron auxilio por el balcón, gritando que había ladrones. Habiendo ocurrido los guardias 65, 68, 70 y 71, registraron la casa y las azoteas, y no habiendo encontrado nada, se retiraron sin novedad.
Estas escenas se repetían noche a noche por diversos rumbos. En algunas casas los vecinos, ya prevenidos, y valientes, en cuanto oían pasos en la azotea disparaban sus armas; en otras cerraban herméticamente las puertas, reforzando las trancas con mesas, colchones y sillas, y se ponían a rezar la letanía en el momento que escuchaban el son acompasado y solemne de las pisadas, sin atreverse a llamar al guarda por no abrir el balcón.
Relumbrón que, como si fuese el director de la policía, tenía un parte diario circunstanciado de lo que pasaba en la ciudad, se reía y se burlaba de la tontera de los ladronzuelos sueltos que no querían entrar en la banda del tuerto Cirilo y se exponían a caer o en la cárcel o de una azotea, por robar ropa usada y el prorrateo de algún pobre empleado, alegrándose, por otra parte, de los escándalos nocturnos, porque ellos ocupaban la atención del público y de la poca guardia de que podía disponerse para la custodia de una ciudad ya bastante grande, y le dejaban tiempo para combinar y llevar a efecto los golpes seguros y productivo que tenía meditados.
El tiro echado al capellán de la Soledad de Santa Cruz fue más sencillo, aunque menos productivo que el de doña Dominga de Arratia.
La casa del viejo capellán estaba situada en la mera esquina del Puente de Solano, y el costado de ella daba al canal, cuyas aguas turbias y cenagosas se confundían y mezclaban con las que manaban las dos atarjeas de la Calle de la Acequia; la casa era sola, pequeña, sombría, húmeda, triste, enfermiza; pero así y todo, el capellán y su hermana la habitaban hacía treinta años. Estaba cerca del templo y esto bastaba.
Durante dos semanas, el tuerto Cirilo observó la casa y adquirió cuantas noticias eran necesarias. El capellán pasaba de los sesenta, y su hermana, de poco menos edad, ambos inofensivos por carácter y débiles por los años, no podían oponer resistencia, y además, eran muy confiados, porque en treinta años nada les había sucedido y creían que la Virgen de la Soledad cuidaba su dinero y sus joyas. La hermana vestía y desnudaba a la Virgen, limpiaba y cambiaba las alhajas de su manto, y las que no estaban en uso las conservaba más o menos días guardadas en una primorosa cajita. El padre vaciaba los cepos de la iglesia, recogía las limosnas y las ofrendas secretas; de todo se llevaba cuenta y razón con la mayor honradez y se entregaban las cuentas al tesorero de la archicofradía. El capellán y su hermana eran servidos por una indita que tenían como huérfana, que no cumplía los catorce años. La puerta de la calle estaba apolillada y lo mismo las demás de la casa, pero no había necesidad de entrar por la calle ni por la azotea. En el costado que daba al canal había, a poca altura, un balcón pequeño con barandal de hierro. Ese balcón comunicaba a un entresuelo muy bajo de techo y oscuro, que no pudiendo darle otro destino, lo ocupaba el capellán en guardar palos y trastos viejos. La puerta que daba al descanso de la escalera estaba entreabierta, y sujetas las hojas con un mecate para que no se abriesen con el viento.
El tuerto Cirilo arregló sus procedimientos conforme a estas noticias. Compró a los Trujanos un chalupón viejo en cuatro pesos, y él y Chucho el Garrote se ensayaron algunos días en remar en el canal y recorrerlo hasta encontrar el recodo que conducía al costado de la casa del capellán.
Eligieron una noche oscurísima para su expedición, y a las nueve estaban en la chalupa, debajo del puente, esperando que acabasen de cerrar los tendejones de la calle y que hubiese una soledad completa, lo que acontecía habitualmente, pues las gentes de ese barrio triste se recogían muy temprano. A las diez era tal la oscuridad, que ni las manos se veían, y reinaba un silencio que podía oírse el zumbido de un mosco. Las aguas, pesadas y sucias se estrellaban con un ligero ruido en la orilla izquierda, dejando al retirarse un depósito de basura y de yerbas. Colocáronse en la chalupa debajo del balcón, y con facilidad echaron una reata al barandal; por ella subió el tuerto Cirilo y Chucho el Garrote quedó en la chalupa esperando el resultado.
El capellán y su hermana acostumbraban cenar una cazuelita de sopa cada uno, un caldo de frijoles y un vaso pequeño de pulque; platicaban una hora, siempre de la Virgen, de la iglesia, de las festividades religiosas, de las limosnas y de los diamantes y perlas de los vestidos de la afligida Madre de Dios, y tales asuntos eran para ellos inagotables, pues no tenían más ocupación y las demás cosas que pasaban en el mundo les eran completamente indiferentes. Entretenidos delante de una pequeña mesa de pino, acababan su modesta colación y la hermana daba precisamente cuenta al capellán de que en la mañana había llevado las alhajas más valiosas a don Santitos, el platero de la Alcaicería, para que les hiciese ciertas composturas necesarias y las limpiase, cuando se presentó repentinamente, como si hubiese salido de una trampa, el tuerto Cirilo, con sus deformes narices de cartón y un afilado puñal que puso al pecho del capellán.
—¡No hay que moverse o son muertos! —les dijo con voz ronca que procuró hacer más terrible e imponente.
La anciana dio un grito y se tapó los ojos; el capellán permaneció sereno.
—No hay necesidad de un crimen; dos viejos ninguna resistencia pueden hacer —dijo con voz entera, y desvió con la mano el puñal que el tuerto Cirilo mantenía cerca de su pecho.
—¿Dónde está el dinero y las alhajas? —interpeló el bandido retirando el puñal.
—Aquí, seguidme —le contestó el capellán tomando la vela de la mesa.
—¿Qué vas a hacer? —interrumpió la hermana algo mimosa, al ver que el ladrón había guardado ya el puñal en su cintura.
—Cedo a la fuerza —dijo tranquilamente el capellán.
Y andando delante, condujo al tuerto Cirilo a su recámara y abrió los cajones de una cómoda antigua de caoba. En ella estaba la cajita de alhajas, casi vacía, y una serie de tecomates. El capellán recogía cada semana el dinero de los cepos, y como algunos cristianos destinan para las limosnas la moneda más lisa e inservible que tienen, y a veces la falsa, tenía el cuidado de separar los tostones, pesetas, reales, medios, cuartillas, y echarlos en los tecomates, amortizando la sospechosa que, con la inservible, enviaba al platero de la Alcaicería para que la fundiese.
El capellán, que tenía con mano firme el candelero de cobre con un cabo de sebo, alumbró la cómoda, sacó la cajita de alhajas y se la mostró al tuerto Cirilo.
—Mira —le dijo— está casi vacía, y lo que ves es lo de menos valor. Por fortuna las piedras más preciosas están en poder de un hombre honrado, y si se las robaran, las pagaría sin vacilar un momento.
Después sacó uno a uno los tecomates y los acercaba a los ojos del ladrón.
—Ya ves —continuó— hay de todas monedas y es mucho, quién sabe cuánto, no lo he contado todavía, pero ello no es mío ni de mi hermana, sino de Dios, de la Virgen y de la Iglesia. Son ofrendas de personas piadosas, seguramente más felices que tú, que estás en carrera de terminar en la horca y en las llamas eternas del infierno si no te toca Dios el corazón y te arrepientes a tiempo. Una vez que sabes esto, toma lo que quieras o llévatelo todo; yo mismo te abriré la puerta si no quieres salir por donde has entrado a turbar la paz que durante treinta años ha reinado en esta casa; pero si exiges mi consentimiento, no te lo daré y puedes sacar tu puñal y matarme. Será la voluntad de Dios, entraré al cielo mártir y mis pecados me serán perdonados por esto.
Borracho era una fiera el tuerto Cirilo; pero cuando tenía entre manos una expedición no bebía ni un trago. Quedó verdaderamente pasmado; le hizo tal impresión la actitud del sacerdote y la energía y decisión con que pronunció sus últimas palabras, que en cinco minutos no pudo hablar.
—Bien, padre, usted tiene razón; eso no es de nosotros. No quiero nada, no me llevaré nada. Se acabó… Me voy… me voy por el balcón, que abajo me espera mi compañero.
Y dando pasos atrás y como asustado de la figura tranquila, pero imponente del viejo capellán, que le iba alumbrando con el cabo de sebo en el candelero de cobre, bajó la escalera, entró en el cuarto de muebles viejos, se descolgó por el balcón a la chalupa, quitó la reata y tomando el remo le dijo a Chucho el Garrote.
—Ya te contaré, nos han chafado; habría querido entrar en casa de todos los diablos, pero no aquí.
La chalupa, deslizándose silenciosa entre las aguas negras del canal, desapareció a poco entre las sombras de la noche.
Evaristo, en su rumbo, tuvo en esos días dos lances. Cuando mandaba personalmente la escolta de Río Frío, nunca dejaba de saludar a los pasajeros con muy buen modo, de preguntarles si habían tenido novedad en el camino y, en seguida, metía la cabeza por la ventanilla de la portezuela, examinaba a los viajeros, les daba un momento de conversación y las más veces almorzaba con ellos. La fonda del alemán protegido de Relumbrón había sufrido una completa transformación. Un gran brasero en el fondo con su chimenea de campana; mesas de madera blanca, con toscas tablas y gruesos pies; platos de porcelana colgados simétricamente en la pared; vasos y jarras de metal blanco; en suma, una taberna holandesa de las más acabadas; y para completar el cuadro, él y las muchachas con su pelo liso amarillo y la salud brotándoles por sus mejillas rojas. El aspecto de la taberna ahumada, la vista de la montaña cubierta de cedros, la niebla y la llovizna continuada, la sonrisa franca y las caras redondas y simpáticas de las alemanas formaban un cuadro tan interesante, que se podía hacer el viaje sin más objeto que gozar de él, almorzando y bebiendo buenos vinos y la deliciosa cerveza de Gambrinus. La cuadrilla de Evaristo tenía sus guaridas y cuevas en el centro de la montaña, pero no necesitaban de ellas. Relumbrón había añadido al edificio antiguo algunas construcciones de madera y piedras bastante amplias y cómodas, donde podían caber gentes, caballos y mulas en gran número. Los valentones tenían allí sus habitaciones, comían y cenaban en la fonda, y allí también vivían Evaristo e Hilario, en Texcoco o en el rancho de los Coyotes, que no desatendían. El alemán no hablaba ni una palabra de estas cosas a nadie, y postillones, ladrones, criados y fondistas vivían en la más completa armonía. Cuando pasaba de tránsito Relumbrón, el platero o el licenciado Chupita para el molino o para la hacienda, y se supone lo hacían con frecuencia por sus negocios, mandaban avisar con Romualdo o con cualquiera de los muchachos, y el alemán ponía sus cinco sentidos y les preparaba un banquete; así que, en realidad, en vez de fatiga, eran días de campo agradables y tranquilos, pues no había para estos personajes ni el más leve temor de los balazos de los bandidos.
Uno de tantos días, a la hora en que llegaron las dos diligencias, Evaristo estaba de servicio y, según hemos ya dicho, examinó los coches. En el que iba para Puebla viajaban cuatro mujeres, un religioso dominico y un caballero muy elegantemente vestido. Evaristo almorzó en la mesa redonda y se fijó mucho en el caballero, mientras una de las mujeres agachaba la cabeza sobre su plato y se cubría con el rebozo tanto como podía, echando ojeadas furtivas al capitán de la escolta y como queriendo reconocerlo.
Terminado el almuerzo y remudados los caballos, los cocheros subieron al pescante y los pasajeros tomaron sus asientos. Evaristo se acercó al cochero de la diligencia en que iba el caballero y le dijo algunas palabras; después se dirigió a la portezuela y dijo al caballero:
—¿Usted es el señor don Carloto Regalado?
—Servidor —contestó con cierto aire de dignidad.
Cuando Evaristo se había presentado a saludar a los pasajeros, don Carloto no correspondió al saludo, y durante el almuerzo no se dignó echarle una mirada.
—Pues entonces tengo una carta que entregar a usted en mano propia y algo que decirle, si me hace favor de bajar.
Don Carloto no tuvo dificultad en bajar. Evaristo mismo abrió la portezuela y le puso el brazo para que se apoyase.
A ese mismo tiempo la diligencia partió, los caballos de la segunda, de la cual había bajado don Carloto se encabritaron y partieron como un rayo, sin que los pudiese contener el postillón, que soltó la reata con que los sujetaba.
—¡Qué chasco! ¡Qué chasco! ¡Cochero, cochero, párate, párate! ¿Qué hago aquí? —exclamaba don Carloto, entre tanto la diligencia había desaparecido entre una nube de polvo.
—No hay más remedio que quedarse esta noche y esperar la diligencia de mañana —le dijo Evaristo aparentando mucha calma—. La posada no es mala y la cena muy buena. No hay más que conformarse, y pues que ha cesado la llovizna, si usted gusta daremos un paseo por el bosque.
Don Carloto, dando con el pie en el suelo y muy colérico, se dejó conducir por Evaristo.
Los postillones se retiraron a sus caballerizas, el alemán y las muchachas a la taberna, y Evaristo, con su presa del brazo, fue internándose en el monte.
—Bien ¿dónde está la carta? —preguntó don Carloto saliendo del aturdimiento que le había causado tan rápida como inesperada escena.
—La carta, la… la carta… ya se la daré —contestó Evaristo fingiendo que la buscaba en sus bolsas—. ¿Pero para qué la he de buscar? Ya vamos a llegar a un sitio muy hermoso donde podremos sentarnos.
Don Carloto no sabía qué pensar de esta aventura, y sin saber por qué comenzaba a tener miedo, pero no quiso manifestarlo y continuó andando siempre del brazo de Evaristo, hasta que llegaron a un lugar donde los árboles estaban tan cerrados y el ramaje tan espeso, que era imposible penetrar. Evaristo soltó el brazo de don Carloto, se colocó cerrando el camino por donde habían entrado, sacó una pistola y apuntó a la cabeza de don Carloto.
—Ahora nos hemos de ver la cara, roto arrastrado, y no en la Calle de Plateros. ¿Cree que porque ya pasó el tiempo se me han olvidado los palos que me dio? Aquí en la frente tengo todavía el verdugón.
Don Carloto, helado, no salía de su estupefacción. Se acordaba tanto de los bastonazos que había dado a Evaristo como de la primera camisa que se puso. Ni mucho menos podía pensar que ese lépero, a quien apenas vio y cuya fisonomía se le había borrado del todo, fuese el capitán de la escolta que cuidaba de la seguridad de los viajeros en el camino de Veracruz.
—Pero… lo que está pasando es imposible —murmuraba don Carloto queriéndose volver loco—. Usted es un capitán y no puede ser el mismo… quizá una equivocación… No es posible, pero en todo caso, ya ha pasado mucho tiempo… y no me matará abusando del puesto, porque al fin esto se sabrá y yo tengo amigos…
—Deme el bastón —le interrumpió con altanería Evaristo.
Don Carloto, sin replicar, le dio el bastón, cuyo puño y regatón de oro eran los mismos que tenía el que le quebró en las costillas en la Calle de Plateros.
—Ahora, no con la pistola, porque eso sería hacerle mucho favor, sino con el mismo bastón con que usted me pegó, se lo voy a romper en la cabeza.
Evaristo se encajó la pistola en la cintura y comenzó a blandir el bastón y a amenazar a don Carloto.
—Pero esto no es posible; no hará usted tal cosa… Ya recuerdo; quedamos amigos, usted prometió no vengarse y yo di el dinero que se me pidió…
—Eso es mentira, dio usted doscientos pesos y no los trescientos a que lo sentenció el gobernador, y aprovechó la ocasión de que renunciara para recoger el bastón… de balde, pechado… sinvergüenza… Si siquiera hubiese cumplido su palabra, ahora le valdría de algo.
—Si es por eso, nos podremos arreglar, capitán —dijo don Carloto, viendo una salida, pues creía que amago de la pistola y la prometida paliza terminarían con dar una suma más o menos fuerte.
—Tengo más dinero que usted, pechado, y para nada necesito el suyo; tenga, si quiere jambarse.
Evaristo sacó un puño de pesos de su bolsillo y se los tiró con fuerza a la cara.
Don Carloto dio un grito de dolor y la sangre comenzó a escurrirle de su frente; pero más lastimado su orgullo que su cara, le dijo con una concentrada rabia.
—¡Es una infamia lo que hace usted! Y ya que ha llegado a capitán, tenga el comportamiento de los de su clase del ejército. Ninguno de ellos obraría como obra un cobarde. Le hago el favor de creerlo valiente, y pues que le ofendí, le daré satisfacción como un caballero y nos batiremos aquí mismo. Deme una pistola y a cinco pasos…
Don Carloto, que veía que le esperaba una muerte horrorosa, apeló a ese recurso. Quizá triunfaría, o, en último caso, un balazo a quemarropa terminaría su vida sin ser martirizado.
Evaristo soltó una forzada y brutal carcajada.
—No me faltaba más sino que le diera yo una pistola a este roto para que me matase después de haberme dado de palos.
Y alzando el bastón lo dejó caer en la cabeza de don Carloto, pero éste evitó el golpe con las manos, asió el bastón fuertemente y se trabó una lucha, en la que, como más fuerte, salió triunfante Evaristo. Ya no conoció límites su rabia. Se retiró algunos pasos y, volteando el bastón por el grueso puño de oro, donde estaba en diamantes el nombre del dueño, Carloto Regalado, le descargó un tremendo golpe en la mejilla, por lo que el infeliz cayó al suelo, gritando:
—¡Misericordia! ¡Estoy dado! ¡Perdón, capitán, daré todo cuanto tengo; pero la vida, la vida, por Jesucristo Crucificado!
A medida que don Carloto suplicaba, Evaristo gritaba blasfemias, y los aullidos de dolor de la víctima se confundían con las exclamaciones de rabia del verdugo. Dióle muchos palos en la cara, en la cabeza y en el cuerpo, hasta que se hizo pedazos el bastón y no quedó más que el puño de oro y brillantes. Evaristo, fatigado, apenas podía respirar. Don Carloto ya no respiraba.
—¡Condenado roto! —dijo Evaristo sentándose en una piedra—. Cómo me ha hecho trabajar. Esta gente tiene la vida dura como los gatos. Hoy he estado de fortuna; nunca creí que me podría vengar. Lo que siento es que no hubiera estado aquí Casilda —y se quedó un rato pensativo—. Casilda… Casilda… ¿Habrá muerto? ¿Dónde estará? Voy a gastar cuanto dinero tenga para encontrarla, pero quien me la encontrará es el coronel; ya veré cómo arreglo esto…
Evaristo se vio las manos; las tenía sangrientas. Se las limpió con tierra y hojas caídas de los árboles, examinó el puño del bastón y leyó Carloto Regalado.
—Ya tuvo hoy buen regalo.
Se acercó; don Carloto respiraba, y abrió un momento el ojo que tenía bueno (pues el otro estaba saltado) y miró a su asesino de tal manera, que dio miedo a Evaristo, el que tomó la pistola de su cinturón y le disparó un balazo que le acabó de hacer pedazos el cráneo.
—Ya no me mirarás más, roto arrastrado.
Y tomando lentamente la vereda por donde había venido, descendió a la venta de Río Frío, donde le sirvió el alemán un copioso almuerzo, pues cuando asistió a la mesa de los pasajeros apenas probó bocado, ocupado en observar a don Carloto y meditar el plan para matarlo.
Cuando las diligencias partieron, los postillones, con los caballos ya refrescados, se metieron a las caballerizas y las alemanas a la fonda; así, probablemente nadie notó que Evaristo había entrado con un pasajero de la diligencia al monte y regresado solo; pero el ojo de la Providencia ve al asesino, y el ojo de la Providencia era doña Rafaela la dulcera, antigua vecina de la casa de Regina, que, con motivo de negocios con las monjas de Puebla, hacía cada tres o cuatro meses un viaje. Nunca había encontrado a Evaristo, y no fue poca sorpresa y su miedo cuando lo reconoció, no obstante el tiempo transcurrido y el diverso traje que tenía. Fijó su atención en el pasajero a quien llamó Evaristo, y tuvo por seguro que ese desgraciado iba a ser víctima del asesino de Tules.
Una semana después, Hilario, para dar como quien dice, muestras de vida, pues hacía mucho tiempo que no ocurría nada de particular en el camino de México a Veracruz, dirigió a la autoridad respectiva el parte siguiente:
Hestando de ronda por el monte por que supe que abía jente mala, encontré un ombre echo lla cadáver, tan desconocido que no ubo quien lo conosiera por tan carcomido por los collotes y los aguiluchos que no hubo quien conosiera ni sus uesos que senterraron, sin encontrar quien lo mato pero lo busco y lo remitiré preso.
Por ausencia en el servicio
de mi capitán
Ilario Trueno
La ausencia prolongada de don Carloto Regalado no llamó la atención de sus numerosos amigos de México. Era éste un pequeño propietario; con la renta de dos casas vivía con ciertas comodidades, no teniendo familia ni otras atenciones que le menguasen su renta. Era elegante, aseado, muy altanero y muy déspota con los pobres, y jamás hizo un servicio a nadie ni dio un medio de limosna. Muy relacionado con lo que se llama la alta aristocracia, tenía los días de la semana repartidos, y el lunes comía, por ejemplo, en casa de los marqueses de Valle Alegre, el martes en casa del conde de Santiago, el miércoles en la de Relumbrón (tenía puesta puntería a Amparo) y el jueves con los Peñas.
Cuando reunía algún dinero, se marchaba a París, a donde había hecho seis viajes, y generalmente no se despedía de nadie, porque le gustaba rodearse de cierto misterio y escribir desde allá, desde Bruselas, desde Hamburgo, y así al mismo tiempo avisaba su partida y su llegada escribiendo maravillas de sus viajes. Sus amigos decían:
—Seguramente se marchó don Carloto a la francesa, como lo tiene de costumbre. ¡Dichoso él que es hombre solo y puede gastar su dinero! ¡Qué regalada vida se estará dando con las loretas en el encantador jardín de Mabille!
¡Qué lejos estaban de creer que, por no haber querido comprar hacía años una curiosa almohadilla, había perecido a manos de Evaristo el tornero!
Como a esta famosa hazaña de Evaristo siguió otra, la colocaremos en este mismo capítulo, para ocuparnos en el siguiente de uno de nuestros amigos, que ha hecho un interesante papel en esta verídica historia.
Uno de los valentones más perversos de Tepetlaxtoc, a quien llamaban Marcos el Gallero, porque no había fiesta de pueblo donde no topara gallos, le dijo a Evaristo:
—Mi capitán, ya vi que se sacó usted de la diligencia un… y no ha vuelto a aparecer.
—¿Y por qué has dado en espiarme? ¿Qué te importa lo que yo haga?
—Al fin era un roto, mi capitán, y ha hecho muy bien de quitárselo si le estorbaba. Yo nunca espío a mi capitán. Entré al corral a dar una poca de pastura a mi caballo, y al salir divisé por casualidad a mi capitán que seguía la vereda agarrado del brazo con el roto; pero nada le hace, y tenía que decirle a mi capitán de un golpecito fácil que nos puede convenir.
Marcos el Gallero y Evaristo entraron a la taberna, pidieron refino y se sentaron en una mesa. El alemán les sirvió, y él y sus hijas se retiraron en seguida, y los dos bandidos quedaron solos con sus vasos y la botella delante.
—¿Conoce mi capitán el pueblecito de Coatlinchan y la hacienda de Tepetitlán?
—He pasado de noche varias veces, pues por el rancho de San Jerónimo se corta camino para los Coyotes.
—Pues no le hace —le contestó Marcos—. Conozco esa tierra como mi casa y yo lo guiaré.
—¿Se trata de caer sobre la hacienda de Tepetitlán?
—Eso no, ya lo sabe mi capitán; ni al amo don Pepe, de la Grande, ni al amo don Manuel, de Tepetitlán, los roba nadie en sus casas ni en el camino. El amo don Manuel duerme con las puertas abiertas, con las caballerizas apenas cerradas con una tranca, y eso por los lobos que bajan del monte. Ya nos lo tiene dicho en una fiesta que dio el día de su santo: «Duermo con las puertas abiertas —nos dijo a todos—. Cuando quieran algo no es necesario que me despierten; lo cogen y se marchan sin hacer ruido. Cuando quieran un caballo, se lo llevan, pero dejan otro». No tiene malos caballos, sus sillas y frenos de plata, y un poco de dinero para la raya, y es todo; la casa está cayéndose y la está haciendo de nuevo. El día que robáramos la Grande o Tepetitlán, todo el pueblo de Texcoco nos perseguiría hasta matarnos. Ésta es la costumbre desde antes que mi capitán viniera por acá.
—Pues entonces ¿qué golpe tenemos que dar? —le preguntó Evaristo.
—A un indio gordo como un marrano y relajo como un caballo zarco. Ese indio se llama don Antonio Galicia y es alcalde del pueblo de Coatlinchan. Ha juntado en oro y en plata como cosa de siete mil pesos, se los ha dado a guardar al cura, y el cura los ha escondido en las soleras de las vigas de su recámara.
—¿Y cómo sabes eso? —le preguntó Evaristo.
—Pues un muchacho, sobrino de mi mujer, es peón de don Antonio Galicia, y ha oído las conversaciones con el cura. Es golpe seguro, y con tres o cuatro bastamos, pues el cura duerme solo y al curato se puede entrar por la iglesia y por cualquier parte.
—Bueno, me gusta la expedición. Iré yo mismo y me acompañarás tú y Quirino.
Los dos interlocutores consumieron media botella de refino, salieron de la taberna con dirección al camino real, y acabaron de concertar su expedición y de fijar la noche en que debían ejecutarla.
El curita de Coatlinchan, como le decían por cariño los vecinos del pueblo y los de Texcoco, era un hombre de menos de treinta y cinco años, alto, fuerte, bien parecido, de una sencillez grande y de una bondad inagotable. No cobraba derechos de bautismo, ni de casamiento, ni de entierro. Se mantenía frugalmente de la limosna que le daban las haciendas donde decía la misa los domingos, y lo que le sobraba lo repartía entre los ciegos, cojos y mancos que no dejaban de abundar en el curato, procedentes de los pueblecillos inmediatos.
El único defecto que tenía era el de ser no sólo amante, sino entusiasta por la caza. Tenía rifles y escopetas a cual mejores, y en la estación oportuna salía del curato, subía la montaña y en los trigales de las laderas se estaba hasta dos noches, acostado entre las matas, esperando los venados; nunca regresaba sin traer uno o dos indios cargados con las víctimas de su buena puntería, pues no erraba tiro. Fuera de esto, era hombre sin vicio alguno.
El pueblo de Coatlinchan era entonces de menos de trescientos habitantes, agricultores y hacheros. Las casas de piedra suelta y techos de terrado sostenido por orcones, presentaban el triste aspecto de unas ruinas; ni sembrados, ni macetas de flores, ni nada que alegrase la vista, pues el terreno árido estaba como sembrado de grandes peñascos derrumbados de la ladera con la fuerza de las aguas. La iglesia, comenzada a construir por los jesuitas, tuvo una planta atrevida, con un carácter de arquitectura que aspiraba a ser romana; pero expulsados de México estos religiosos, no se concluyó, y los del pueblo la completaron con piedras sueltas y lodo, y las naves las cerraron con tan poco acierto, que en la estación de las lluvias el agua se filtraba e inundaba el pavimento de ladrillos quebrados y mal puestos. El tiempo vino a completar esta desolación, aflojando las piedras, reduciendo a hojarasca las puertas y desnivelando las escaleras que conducían a la casa del curato y al campanario, poniéndolo todo en un estado de inseguridad, que habría bastado el más ligero temblor para que el edificio se convirtiese en un montón de escombros.
La habitación del cura guardaba relación con el templo. Una gran pieza con cuatro ventanas ojivales que daban al atrio, le servía de recámara. Otra pieza cuarteada y dejando ver el lodo que revestían las paredes, estaba habilitada para salón, despacho y comedor, y lo menos malo era la cocina, que tenía un brasero con tres hornillas, su carbonera y lavadero. Una alacena con puertas nuevas servía al cura para guardar el breviario, el misal, algunos otros objetos de la iglesia; además el pan, el vino de consagrar, el recaudo, la manteca y la carne. Era la única parte donde no podían penetrar las ratas que anidaban en los muchos agujeros del edificio.
Sin embargo, en medio de estas ruinas y de esta monótona soledad, el curita era el hombre más feliz de la tierra. Se levantaba al rayar el día, bajaba a la iglesia, él mismo aseaba la sacristía, limpiaba los vasos sagrados y las vinajeras, sacudía los ornamentos, se los revestía y se acercaba al altar a decir su misa. Al toque de la campana nunca dejaban de ocurrir algunos fieles, y el primero que llegaba le ayudaba la misa. Un día en la semana, si tenía auditorio, subía al púlpito, y en una verdadera plática familiar exhortaba a los oyentes para que fuesen caritativos y honrados, buenos padres y respetuosos hijos, y a las mujeres, esposas amantes y sumisas, prometiéndoles que con este comportamiento ganarían el cielo, pues si eran borrachos, ladrones y pendencieros, sin remedio caerían en los profundos infiernos. Algunas veces estas pláticas hacían mella en las inditas, rudas y sencillas, y salían de la desvencijada iglesia limpiándose los ojos con la punta de sus rebozos. Don Antonio Galicia, muy amigo del cura, nunca dejaba de asistir a la misa y las más veces él la ayudaba. Terminado el servicio religioso y los asuntos del curato, como bautismos, entierros, consultas de los matrimonios desavenidos y demás chismografía del pueblo, subía a la cocina, encendía lumbre, tomaba un ligero desayuno, ponía un puchero en una hornilla con la carne, gallina y legumbres que le regalaban los feligreses, dejándolo a fuego lento para encontrarlo a la noche bien cocido y sabroso. En seguida ensillaba su caballo y se marchaba a la Hacienda Grande, al Molino de Flores, a Coxtitlán, a Texcoco, a Tepetlaxtoc, a cualquier parte. En todas, llegando al medio día, estaba seguro de encontrar una buena comida y una mejor compañía, pues no tenía más que amigos y todo el mundo lo quería en la comarca.
A las siete de la noche volvía de su excursión, desensillaba su caballo, lo colocaba en la caballeriza con abundante ración de grano, subía a la cocina, ponía su limpia servilleta en una pequeña mesa de pino, y se sentaba muy contento a saborear su puchero, apurando por conclusión un gran vaso de agua fresca y cristalina.
Entre paseos en el atrio o en el salón y el rezo del breviario, daban las ocho. Tocaba él mismo la plegaria de ánimas tirando de la cuerda que descendía hasta el rincón de la entrada de la iglesia, y subía a su salón a recogerse, no sin haber examinado antes sus escopetas y rifles, que siempre tenía cargados y apoyados en la pared junto a su cama.
Tal era la persona a quien Evaristo el Tornero y Marcos el Gallero se proponían robar y matar si era necesario.
Evaristo el Tornero, Marcos el Gallero y Quirino el Mechudo salieron de sus antros y calcularon lo que tenían que andar para llegar a cosa de las dos de la mañana a Coatlinchan.
Evaristo, tentado por la codicia y desconfiando de Marcos, quiso él mismo ser el jefe de la expedición. ¡Un cura! Un cura de un poblacho. ¡Bonito era el capitán de rurales para tener miedo a un cura! Se lo comería de un bocado si intentaba hacer la menor resistencia; y si tenía la ocurrencia de predicarle un sermón, no haría lo que el tuerto Cirilo (ya sabía la historia del Puente de Solano) sino que se reiría a carcajadas y se llevaría hasta la sotana. Lleno de placer y de esperanza de verse repletas las bolsas con el oro de don Antonio Galicia, llegó sin novedad, acompañado de los dos valentones, que conocían toda esa tierra a palmos. En una calzada de árboles del Pirú que une al pueblo con la hacienda de Tepetitlán, dejaron bien persogados a sus caballos, y a pie anduvieron la corta distancia que los separaba del curato.
Marcos el Gallero, entrando al atrio, impuso al capitán de rurales de lo que había que hacer; le mostró las ventanas del salón donde dormía el cura, que no tenía más resguardo que unas vidrieras débiles de lo que llaman caramelito; es decir, de pedacitos de vidrio formando labores con soldaduras de plomo, mezquina y pobre imitación de las catedrales góticas. No había más sino que Quirino, que era alto y fuerte, se pusiese contra la pared y él o el capitán, si quería, se subiese sobre sus hombros… Un empujón y ya estaban dentro, le apretaban el pescuezo al cura, que estaría profundamente dormido, y de su cama pasaría a la eternidad.
Si no le parecía bien a Evaristo, entonces harían un agujero a la puerta de la iglesia y la madera, tan podrida y tan seca como una yesca, cedería en menos de cinco minutos, para eso tenían sus puñales tan gruesos y tan bien afilados. Una vez hecho el boquete, no había más que entrar hasta el fondo de la iglesia, a la izquierda se hallaba la sacristía y también una escalera de piedra, por donde se subía y entraba al salón. A la puerta, tan vieja y apolillada como la de la iglesia, bastaría darle un empujón y se abriría sin hacer ruido.
Así, hablando muy quedito y andando con precaución, dieron sus vueltas por el edificio e hicieron sus ensayos. Marcos, subido sobre los hombros de Quirino, alcanzaba perfectamente el borde de las ventanas; pero aunque mal cerradas había que hacer ruido para abrirlas y, despierto el cura, era necesaria una lucha. Se trataba de sorprenderlo y matarlo dormido. Una puñalada y que ni resollara; ellos tendrían entonces bastante tiempo para registrar las soleras de las vigas, recoger el oro y la plata que pudiesen y marcharse antes de amanecer. Cuando los peones de Tepetitlán saliesen al campo, ya ellos estarían muy cerca del Rancho de los Coyotes.
Se decidieron a entrar por la puerta de la iglesia y, en efecto, en menos de diez minutos, sin más ruido que el que haría una rata al roer, tenían ya descubierta una entrada por donde cómodamente pasaban la cabeza y las anchas espaldas de Quirino.
Entraron a la oscura iglesia. Allá, en el fondo, la llamita pequeña de la lámpara dejaba ver apenas en el altar un Santo Cristo de cuerpo entero. Los ladrones tuvieron miedo y se quitaron el sombrero; Evaristo sintió que los pelos se le paraban en la cabeza. Se acordó de su aventura en la casa de Cecilia y se llevó la mano a la cabeza, al lugar donde le arrancaron el mechón de cabellos con todo y casco y que no le había vuelto a salir.
Los ladrones, por lo general, toman tales precauciones, que les parece imposible que nadie los descubra; y sin embargo, siempre sueltan una prenda o cometen alguna falta que les parece insignificante y que los descubre o les destruye el golpe más bien meditado.
Al apearse y amarrar sus caballos en los árboles de la calzada, se quitaron las espuelas, naturalmente, para poder andar con más comodidad y no hacer ruido contra los peñascos. En el ensayo para escalar la ventana, cayeron las espuelas que Quirino llevaba colgadas en la cabeza de la pistola que tenía en el cinturón, formando un ruido que cualquier hombre de campo habría fácilmente interpretado: gente de a caballo, y esto dijo el cura, que tenía el sueño muy ligero, saltando de la cama y aplicando el ojo a un vidrio de la ventana que tenía más cerca.
La noche estaba un poco nublada, pero no tanto que no pudiese notar las siluetas de hombres que se movían con precaución, se separaban, se volvían a juntar y hablaban en secreto, y su cuchicheo en el profundo silencio de la noche llegaba hasta las ventanas, parecido al lejano aleteo de moscardones que se alejan.
Tuvo el cura la presencia de ánimo suficiente para ponerse sus pantalones, su chaqueta y sus zapatillas; tomó una de sus armas y volvió a espiar. Los hombres habían desaparecido. En la pobre iglesia nada había que robaran. El cáliz, el copón, las vinajeras y la custodia de plata sobredorada estaban guardadas en la alacena. Don Antonio Galicia, un mes antes, se había llevado su dinero para pagar unos terrenos que había comprado; así, no comprendía qué venían a buscar los ladrones. Esto se le vino a la cabeza al montar el rifle; pero, pues era evidente que se trataba de un asalto, no había más remedio que defenderse.
Quedóse escuchando y con el arma preparada en el rincón oscuro donde tenía su cama. En el ángulo puesto estaba la puerta y allí reflejaba la escasísima luz que podía penetrar por los vidrios cubiertos de polvo de las ventanas.
A los diez o doce minutos escuchó las pisadas de los bandidos que, acabada de hacer la abertura de los tablones viejos de la puerta de la iglesia, habían penetrado en ella. Un momento después subían la escalera y estaban en la puerta del salón. Marcos, que era el guía, iba por delante; le seguía Quirino el Mechudo, y al último, como era su costumbre en todos los lances, Evaristo. Marcos metió su puñal en la hendidura de la puerta y, formando palanca, la hizo ceder con un ligerísimo ruido y penetró puñal en mano; Quirino le siguió, y Evaristo asomó apenas la cabeza.
El cura, recogiendo la vista, pudo ver esas sombras confusas que parecían acercársele, apuntó a ese grupo de fantasmas e hizo fuego. La bala del rifle americano, que el cura usaba sólo para la caza de los leopardos, explotó en el cráneo de Marcos y lo hizo mil pedazos, que se estrellaron en las paredes y ventanas. Por un movimiento inconsciente, tomó una de las escopetas y soltó otro tiro, que traspasó el pecho de Quirino, el que tuvo una poca de fuerza para huir, yendo a dar contra Evaristo, que retrocedía espantado, y los dos rodaron la ruinosa escalera.
Ningún quejido, ningún ¡ay!, nada. Un silencio profundo sucedió al estallido de las armas; los dos valentones habían caído como heridos por un rayo. El salón estaba lleno de humo y el cura en su mismo lugar, con otra escopeta cargada en la mano. No hizo fuego, esperó un momento, avanzó con precaución, abrió una de las ventanas y procuró registrar en la oscuridad; no sabía cuántos eran los que lo atacaban, que en el momento en que los sintió se le figuraron muchos. ¿Volverían a la carga? ¿Encendería la luz? Tal vez sería una imprudencia y lo cazarían desde la oscuridad. ¿Había matado a alguno, o habían huido? ¿Vendrían los del pueblo o los de la hacienda a auxiliarlo? Nada sabía, y lo único que pensaba era que no tenía más arbitrio que defenderse hasta morir; le quedaban cuatro buenas escopetas bien cargadas, y cuando acabasen los tiros, con las culatas haría lo demás.
Evaristo, aterrorizado, pero precisamente por eso con el enérgico instinto de salvar la vida, pudo desembarazarse del cadáver de Quirino, salió de la iglesia por el mismo boquete por donde había entrado y echó a correr con dirección a la calzada para tomar su caballo.
El cura, que vio una sombra salir del atrio, apuntó y disparó su tercer tiro. Evaristo dio tres grandes pasos, como un ebrio que quiere avanzar y no es dueño de sus movimientos, y cayó de bruces en el suelo.