Al orden y prosperidad de los primeros meses, sucedió el desorden y la decadencia en los negocios. Relumbrón estaba no sólo disgustado, sino aburrido con sus dependientes y cómplices.
Don Moisés con todo y su baraja mágica, se había dejado desmontar por Juanito Roo, que le levantó de la mesa mil onzas en un día de campo en Tlalpan; los gastos de la partida de la Esquina del Colegio de Niñas, iban cada día en aumento, y pasaban ya tres meses sin que se hubiesen podido, por un pretexto o por otro, liquidar las cuentas. Así, las discusiones entre los dos socios eran cada vez más agrias, al grado de haberle amenazado don Moisés con una separación completa. El secreto de la baraja era suyo y él tenía bastante dinero con qué continuar la partida sin la ayuda de nadie.
El licenciado Chupita en verdad que desempeñaba perfectamente la administración del molino. Las cifras de su contabilidad eran exactas, la acuñación aumentaba y los costales de plata y de harina caminaban con regularidad a Puebla y a México; pero las exigencias de Clara eran cada vez mayores y su lujo ya escandalizaba a don Pedro Martín, que la reñía frecuentemente; pero en definitiva, el marido tenía que darle fuertes sumas de pesos, que apuntaba a su cuenta, lo que equivalía a absorber más de la mitad de la ganancia mensual.
Doña Viviana, la corredora, había adquirido tal influencia y tal dominio en la fábrica y vestuario, que ya la consideraba como suya, y en punto a cuentas, se hallaban más enredadas que las de don Moisés. Relumbrón tenía que pagar al contado las remesas de paño de Querétaro, las rayas y los demás gastos, y a pesar de su influencia en el gobierno, de tarde en tarde la Tesorería General le abonaba dos o tres mil pesos. Doña Viviana, sin embargo, tenía al tanto a Relumbrón de todo lo que pasaba en la ciudad y fuera de ella, y era el vehículo de comunicación con todas las bandas, aun la que mandaba don Pedro Cataño. Cada día las redes de doña Viviana se extendían más por toda la capital y sus pueblos cercanos, por Texcoco, por Chalco y por el mismo monte de Río Frío. Dondequiera tenía espías y servidores. Era la rueda motriz de la Gran fábrica de robos.
Don Pedro Cataño, con las singulares relaciones que adquirió con Escandón, con el marqués de Radepont y con los Peñas, había modificado mucho su carácter y su modo de obrar. Asaltar una hacienda hoy, otra mañana y comenzar otra vez cada semana, no era ni productivo ni conveniente. Los hacendados habrían tenido que suspender forzosamente sus labores, el país quedaba pobre y desierto y los mayores rigores del mundo no habrían sido bastantes para sacar en ese estado de cosas un solo peso. Así, el terrible capitán de Los Dorados, cuyo nombre causaba terror a los que no lo conocían, concluyó por establecer tácitamente un modus vivendi, como si fuese un alto personaje diplomático, que le proporcionaba la manera de que viviesen ampliamente sus treinta y dos muchachos, de que sin zozobra volviesen los gachupines a sus puestos y las haciendas siguiesen sembrando la caña y moliendo el azúcar.
Los treinta y dos muchachos se habían establecido, unos en Yautepec, otros en Cuautla, otros en Puente de Ixtla, tenían ya sus mujercitas y se habían aquerenciado y dado a respetar, tanto como los ulanos en Francia. Bastaban tres o cuatro Dorados, para que el alcalde en persona saliese a entregarles las pocas armas de que podía disponer en el pueblo de su mando, ni más ni menos como lo hacían los prefectos terrestres y marítimos de Francia en tiempo de la guerra con los alemanes. Cuando era necesario, don Pedro los juntaba en el lugar que le convenía, y los disolvía y les daba suelta cuando no le eran necesarios; y él, libre también, se pasaba lo más del tiempo en la Hacienda Grande, en el Molino de Flores, con los Cervantes y Camperos, que ni remotamente pensaban que era el jefe de Los dorados. Como hemos dicho, lo consideraban como un ranchero rico de la frontera, amigo íntimo del viejo Rascón. Cataño iba a sus excursiones en casa de esos amigos, acompañado del doctor Ojeda, y es oportuno decir cómo se habían encontrado. La última vez que se vieron después del escándalo de la capilla de la hacienda del Sauz, convinieron en corresponderse por medio de cifras. Cataño escribía precisamente cada semana a su buen amigo el practicante, el lugar en que se hallaba y a dónde pensaba ir, y el practicante le contestaba con un nombre convenido y cada vez distinto, al punto donde le señalaba su amigo. De esta manera fue fácil al doctor Ojeda encontrarlo a los pocos días de llegado a México, y la cita fue precisamente en el Molino de Flores, donde se vieron y se contaron mutuamente sus aventuras, aprovechando la ausencia de los propietarios de tan ameno lugar, que estaban en México ocupados en asuntos graves de familia. El doctor Ojeda exigió decididamente a don Pedro que se separase de Relumbrón, manifestándole que un día u otro debería descubrirse esta gran maraña de robos y asesinatos, y él sería tal vez complicado en tan vergonzosos acontecimientos. Desde luego convinieron los dos en que las alhajas robadas al marqués de Valle Alegre deberían en su mayor parte estar en poder de Relumbrón, pues que el antiguo cochero del conde pertenecía a las bandas subordinadas al coronel y Jefe de Estado Mayor. Don Pedro reconoció la fuerza de las observaciones de su amigo, y le juró que aprovecharía la primera oportunidad para separarse y dar otro destino a sus treinta y dos muchachos, que cada día le eran más fíeles y se portaban mejor con él.
Una de las veces en que don Pedro y Relumbrón se veían, la conversación no fue muy agradable.
—Compañero don Pedro —le dijo Relumbrón (como militares se trataban de compañeros)— los negocios van mal; sepa usted que estoy perdiendo el dinero. El mantener a tanta gente, el dar gratificaciones por un lado y por otro, prestar a tanto petardista como hay en México, a los que es preciso contentar, porque son malos enemigos si no se les complace, y en multitud de gastos, se me va más dinero que el que entra en mis cajas, y el mes pasado, como quien dice y no dice, me ha costado una pérdida de cuatro mil pesos. Esto no puede marchar así. Es preciso que usted me ayude como hemos convenido. Para el mes entrante necesito unos diez o quince mil pesos. Esos hacendados, que trata usted como si fuesen sus hermanos, se han echado con las petacas, y dan los pesos como quien da una limosna. Haga usted una de las suyas. Amarre usted y fusile, si es necesario, a Escandón o a uno o a todos los Garcías, y verá cómo los demás andan en un pie.
Cataño le contestó seca y lacónicamente:
—Si no está usted contento, no tiene más que enviar a la Tierra Caliente a ese baladrón de Río Frío y a sus cincuenta asesinos. Yo me marcharé a otra parte. Tiene usted tres días para resolverse.
Como al decir estas palabras había vuelto la espalda a Relumbrón, éste lo llamó, le dio mil satisfacciones, le estrechó la mano y concluyó por abrazarlo y asegurarle que jamás se separaría de un compañero tan querido y que juntos correrían una misma suerte.
Don Pedro, por un movimiento de debilidad que no pudo evitar, pareció reconciliarse y permaneció unido a Relumbrón, pero sin darle gusto y resuelto a separarse de un compañero tan farolón y tan pícaro, que ya le chocaba.
El tuerto Cirilo daba también a Relumbrón disgustos diarios. Se había envalentonado de tal manera, que no se podía aguantar. Rodeado de la mayor parte de los valentones y pillastres de los barrios, emprendía asaltos y robos por su propia cuenta; los pasos en las azoteas tenían ya aterrorizados a los habitantes y el resultado era completamente nulo, pues o no consumaban el asalto, o, si lo lograban recogían prendas de un valor insignificante o ropa usada; además, Relumbrón había notado que, a la vez que se quejaban (aunque por vía de conversación) muchos de sus amigos de haber sido despojados de sus buenos relojes al salir del teatro o entrar a su casa, en la tienda de la Gran Ciudad de Bilbao aparecían relojes de oro, es verdad, pero de poco valor y distintos de los que Relumbrón, como pretexto de dar cuerda, había examinado y reconocido en poder de los más íntimos amigos que frecuentaban la tertulia. El tuerto Cirilo era un verdadero cartujo en la época en que figuraba los lunes en compañía de Evaristo, comparada su conducta con la que observaba bajo la protección del coronel. Recorría las pulquerías que un gobernador del Distrito, entusiasta por las mejoras materiales y amante del progreso y de la cultura, había permitido que se estableciesen en las calles más céntricas y concurridas de la ciudad, y allí, reunido con sus aparceros, pasaba las mañanas bebiendo, vociferando, profiriendo las más asquerosas desvergüenzas e insultando a los que pasaban, especialmente a las señoras. Doña Severa y Amparo fueron insultadas un día, llamándolas el tuerto Cirilo y la canalla que lo rodeaba, rotas… y otras cosas que las llenaron de rubor, y tapándose las orejas y la cara con la mantilla, se desprendieron con trabajo de la bola que habían formado los borrachos, pretendiendo que les diesen un beso.
El licenciado Lamparilla no tenía tiempo ni para desayunarse; andaba de juzgado en juzgado y en la casa de los escribanos para defender a tantos pillos, pues de esas reuniones resultaban forzosamente los escándalos y riñas con su sal, pimienta de tranchetazos y puñaladas. No pasaba día sin que tres o cuatro de la banda de Cirilo cayesen en la Tlalpiloya, y él exigía imperiosamente que se les pusiese en libertad a los tres días.
Relumbrón creyó una mera fábula la narración que doña Viviana le hizo de la escena entre el tuerto Cirilo y el capellán de Nuestra Señora de la Soledad de Santa Cruz.
—Este Cirilo —dijo Relumbrón con un acento de verdad— en un solemne ladrón; ha dejado al pobre capellán hasta sin sotana, y ha querido que comulguemos con ruedas de molino. Él tiene las alhajas.
Don Santitos el platero lo desengañó más tarde, y entonces con el mismo acento de convicción, dijo:
—Después de todo, Cirilo es un buen muchacho.
Al capitán de rurales lo tenía también entre ceja y ceja. Las diligencias habían sufrido algunos asaltos en el Pinal, que eran dirigidos por Hilario, que mandaba a los valentones ociosos a que hicieran de las suyas por el camino y por el monte de la Malinche. Tlaxcala estaba continuamente amagada, y una noche, antes de las ocho, entró una partida de diez hombres hasta la plaza, robó la tienda de la esquina y se salió paso a paso; lo más que hicieron los habitantes, fue cerrar sus puertas y atrancarse por dentro.
El asalto al curato de Coatlinchan, que naturalmente hizo mucho ruido en Texcoco y aun en la capital, disgustó mucho a Relumbrón, y cuando Evaristo le enseñaba su sombrero traspasado de parte a parte por el balazo que le tiró el cura, Relumbrón dijo para sus adentros: «Si le hubiera dado en la mitad del cerebro, qué fortuna hubiera sido».
Costaba mucho dinero esta banda de ladrones que no le daba ninguna utilidad, pues no se había podido realizar ningún golpe de provecho, y cavilaba día y noche en modificar su organización o deshacerse de tan mala gente. El único de sus dependientes que lo tenía contento, era Juan. Las labores de la hacienda nada dejaban que desear; las cosechas abundantes, el ganado bien cuidado, las cuentas al día. Juan se había dedicado en cuerpo y alma al trabajo y no se mezclaba en nada, ni preguntaba nada, y evitaba todo género de indagaciones que lo pudiesen comprometer. Notaba como, por ejemplo, los treinta y dos muchachos tan bien vestidos y montados que entraban y salían a la hacienda, ya juntos, ya separados, y no acertaba a saber si era una fuerza organizada por el gobierno o una gavilla de ladrones o de pronunciados que iban a merodear y se reunían de tiempo en tiempo, habiendo elegido la hacienda para su cuartel general. Desde que llegó don Pedro Cataño, fijó su atención en él y no tardó en reconocer, por su fisonomía y por la cicatriz que marcaba su frente, que era el mismo desgraciado oficial que fue fusilado por orden de Baninelli; pero se guardó muy bien de esclarecer el misterio. Disimulaba estas y otras cosas, se hacía el desentendido, trataba muy bien a cuantos se presentaban en la finca, y tiempo le faltaba para trabajar y cumplir sus obligaciones. Relumbrón sabía apreciar bien esta discreción y, sin quererlo, tenía verdadera simpatía por el único hombre de bien que contaba entre su variada pandilla.
Pero por más que quedase satisfecho del estado de la hacienda en su última visita que hizo, no era esto bastante, y necesitaba un lance que fuese parecido en utilidad al de las cinco mulas cambujas.
Se le habían clavado en el cerebro, y las tenía como fotografiadas, dos casas; la del conde del Sauz y la de Pepe Carrascosa. En las dos había dinero y mucho. El producto de la caballada y mulada vendidas en la feria, estaba en las cajas de la casa de la Calle de Don Juan Manuel, y Pepe Carrascosa, debería tener mucho dinero en oro y sobre todo en alhajas y curiosidades de un valor inapreciable. Si lograba que cayesen en su poder, se proponía venderlas en Europa, a donde un día u otro tenía la intención de hacer un viaje.
Estos golpes maestros era de suma utilidad, especialmente el de la Calle de Don Juan Manuel, y no veía otro medio sino intentarlo personalmente; pero quería que esto coincidiera con otro acontecimiento que llamase la atención del público.
La llegada del licenciado don Crisanto de Bedolla a la capital, después de estar meses y meses desterrado, vino como de molde para sus proyectos.
Lamparilla, fiel amigo (hasta cierto punto) de Bedolla, fue a recibirlo en su coche hasta Tlalpan. Se figuraba encontrarlo flaco como un bacalao, enfermo, postrado hasta no poderse tener en pie. Nada de eso; Bedolla estaba alegre, gordo, fuerte, vanidoso y engreído por haber sufrido una injusta persecución por la patria y sus opiniones políticas, y vestido de una manera extravagante, con un saco o, más bien dicho un costal de nipe atado a la cintura con una correa, y unas zapatillas de tafilete encarnado.
Los primeros días sufrió mucho Bedolla: al día siguiente de llegado al puerto de Acapulco, lo trasladaron a la Isla de los Caballos y lo dejaron con un cántaro de agua y unas galletas duras en una choza de palma. Los mosquitos hambrientos cayeron en nubes sobre el extranjero que venía tan a propósito a servirles de pasto; pero al día siguiente, Comonfort, administrador entonces de la Aduana, que supo la llegada de Bedolla, se interesó con el comandante de las armas y fue trasladado al castillo y alojado en un buen pabellón como si fuese uno de tantos oficiales que estaban de guarnición. En el curso del tiempo tenía la ciudad por cárcel, comía en casa de Comonfort (insigne gastrónomo) pescado fresco, frutas y dulces exquisitos y vinos de lo mejor.
Esto y mucho más, relativo a su persona y al puerto de Acapulco, contaba Bedolla a su amigo mientras el coche, con muy buen tronco de mulas, caminaba por la calzada con dirección a la ciudad, donde entró al cabo de hora y media. Detuviéronse en un almacén donde había doscientas mil piezas de ropa hecha. Bedolla se vistió allí en redondo desde la camisa hasta los botines, dejando abandonados y para tirarlos al carretón, su saco de nipe y sus demás trastos, como él llamaba a su ropa.
Lo primero que preguntó Bedolla cuando ya estuvieron instalados en el salón de la casa de Lamparilla, esperando que el criado avisase que la comida estaba servida, fue el estado que guardaba el negocio de los bienes de Moctezuma III, negocio en que cifraba toda su esperanza para retirarse a su pueblo a vivir tranquilo, pues estaba resuelto a no mezclarse en política. Tenía ya bastante experiencia, estaba desengañado y, no obstante la bondad y los favores de Comonfort, había sufrido mucho en esa costa ardiente de Acapulco, donde según San Agustín, no podían vivir seres humanos.
Lamparilla, con el más grande aplomo, le contestó que el negocio de los bienes de Moctezuma III lo consideraba enteramente perdido; que por el influjo de personas muy respetables se había declarado heredero directo de Moctezuma II a un Grande de España y que no había remedio. Sin embargo, no quitaba el dedo del renglón, pero en verdad con pocas esperanzas.
—Pero no importa esto —añadió— tenemos un amigo muy influyente con el Primer Magistrado de la República, y me ha prometido enderezar el negocio en cambio de servicios muy importantes que tenemos que hacer a la patria. No quiero anticiparte nada; él mismo te dirá el plan mañana a las once. Ya sabe tu llegada y estamos citados.
Bedolla meneó la cabeza con aire de duda, no quedó muy contento; pero al último, no podía hacer otra cosa sino dejarse guiar por su amigo. En efecto, a la hora citada, la junta se verificaba en el gabinete reservado de la casa de Relumbrón.
La República aparentemente estaba en paz, y salvo la invasión de Los Dorados en la Tierra Caliente, que ya estaba olvidada, ningún otro suceso grave había ocurrido que llamase la atención del público, pero los partidarios de la reacción azuzaban secretamente al gobernador de Jalisco para que saltase las trancas, y los sansculottes exaltados excitaban al gobierno por todos los medios posibles para que diese un golpe seguro al gobernador. Era una doble conspiración sorda, pero tenaz y persistente. Relumbrón se aprovechaba de este estado de cosas para dar él su golpe seguro a la casa de la Calle de Don Juan Manuel y perfeccionar el plano apenas bosquejado hacía pocos meses.
Se hallaba sentado en un sillón dorado (que en ese tiempo sólo se usaban en las iglesias) envuelto en una bata de seda azul celeste, zapatillas del mismo color bordadas de oro por su hija Amparo, y un gorro griego calado hasta las cejas.
Cuando Lamparilla y Bedolla aparecieron en el marco de la puerta, los recibió con una amable sonrisa llena de dignidad, y con los ojos les hizo seña de que se acercasen unas sillas y se sentasen.
—Un poco acatarrado, mala noche, destemplanza… No es cosa… ya pasará.
—¿Habrá venido el médico? —dijo Lamparilla con interés.
—No, no creo que sea necesario… Veremos. Me han recomendado a un doctor Ojeda, que es un prodigio para el diagnóstico. Acaba justamente de calarse la borla de doctor.
—Ya lo creo —contestó Lamparilla— nada menos es médico del marqués de Valle Alegre y, según se cuenta, resucita muertos.
—Cabal —interrumpió Relumbrón— precisamente es el marqués de Valle Alegre quien lo ha recomendado a mi familia; pero, repito, mi catarro no vale la pena y se reirá el doctor Ojeda si lo llamo por tan poca cosa; no hay que hablar de esto; no perdamos tiempo, porque mis horas son contadas (y sacó su reloj) y de aquí a la hora del almuerzo tienen que venir más de cuatro personas (esperaba a Evaristo, con quien quería concertar el asalto a la casa de la Calle de Don Juan Manuel). ¿Cómo ha ido por esas tierras, licenciado? —continuó dirigiéndose a Bedolla.
Bedolla iba a contestarle, pero Relumbrón anticipó la respuesta.
—Ya veo, licenciado, que no tan mal; gordo, muy gordo, pero amarillo, muy amarillo; el sudor; por lo demás, bien, muy distinto y muy mejorado respecto a como lo vi la última vez en Palacio, después del regaño del tío; pero él es así, no se acuerda ahora de nada; ni se acordaba de que estuviese usted preso, en el castillo de Acapulco; Lamparilla lo sabe, se lo he contado todo. Se trata ahora de encomendar a usted una misión de la más alta importancia, nada menos quizá de salvar a la patria, y usted será su salvador. Ya verá si es grave el negocio.
Bedolla abrió la boca para hablar, pero Relumbrón no se lo permitió y continuó:
—Ya sabe usted mejor que yo que el gobernador de Jalisco es enemigo mortal del Presidente.
Bedolla quiso otra vez hablar, pero apenas pudo inclinar la cabeza en señal de asentimiento.
—Un día u otro —prosiguió Relumbrón— nos dará un dolor de cabeza. Es menester evitarlo ¿me entiende usted?
—Perfectamente —pudo contestar Bedolla.
—El modo es muy fácil y sencillo. Se marcha usted rumbo a Jalisco, me busca usted a Valentín Cruz, cuyo indulto está sobre la mesa y puede tomarlo; es ese sobre con el sello de la Secretaría de Guerra.
Bedolla se levantó y tomó la carta que le indicaban.
—Una vez asegurado Valentín Cruz de que no será perseguido por el gobierno… Ya me entiende usted… reúnen su gente y se pronuncian por la reacción, proclamando director al gobernador de Jalisco… Naturalmente, esto le halaga… cae en el lazo, acepta, modifica el plan a su gusto, y ya lo tenemos. Las numerosas fuerzas dispuestas y avisadas con tiempo, caen sobre él, lo destrozan y hacen pedazos.
—¿Y nosotros? —se atrevió a preguntar Bedolla.
—Parece que ahora comienza usted a ocuparse de política, licenciado, cuando ha envejecido en ella. Usted, en el momento que las tropas del gobierno se acerquen, abandonan al gobernador y se vienen a presentar a México. Valentín Cruz será confirmado en su grado de general, y usted ocupará uno de los primeros puestos del Estado. Le doy mi palabra. Dinero no faltará; entiéndase con su tocayo Lamparilla. Conque hemos concluido, y feliz viaje, licenciado. Tenemos confianza y los trato como amigos.
Se levantó de su sillón y les tendió la mano; los dos licenciados se la estrecharon y salieron del gabinete.
—No hay que decir por ahora nada al Presidente —dijo Relumbrón luego que vio salir a los licenciados—. Veremos que hace este Bedolla y el resultado que tiene este lío. De todos modos Baninelli tiene ya sus instrucciones; Jalisco está rodeado de tropas fieles, y si el gobernador se alucina, se da un frentazo. Entonces será tiempo de que yo refiera al tío que me debe este pequeño servicio. ¿A qué horas vendrá este bribón de don Pedro Sánchez?
Parece que don Pedro Sánchez oyó el elogio, pues acabando de decir Relumbrón estas palabras, asomó por la puerta la cabeza grande y mechuda de Evaristo.
Regresó Lamparilla a su casa en compañía de Bedolla y, sentados los dos, sin que les pudiera pasar el asombro de la volubilidad con que Relumbrón había trazado en pocas palabras un gran plan revolucionario, se entregaron a diversas reflexiones.
Lamparilla juzgó el plan como muy peligroso. Las revoluciones comienzan un día, pero no se sabe cuándo acaban ni a dónde van a dar. Se guardó muy bien de hacer estas reflexiones a Bedolla, y se anduvo en la conversación con pormenores de ninguna importancia. Quería que Bedolla, con un motivo o con otro, se entretuviese en algo y se alejase de México, para que llegado el día de la reconquista (que no veía muy lejos) de los bienes de Moctezuma III, no viniese a reclamarle la parte considerable que le había ofrecido. Una vez repartidos los bienes entre él, doña Pascuala y Moctezuma III, ya vería cómo lo contentaba dándole cualquier cosa. Meditaba también no darle nada a Espiridión y menguar cuanto pudiese la parte de Relumbrón.
Bedolla, por su parte, no fue explícito en la conferencia que siguió a la visita de Relumbrón. Tampoco le parecía bien combinado el plan; pero él se reservaba mejorarlo según las circunstancias que se fuesen presentando.
Cuando llegó a México, la primera vez, era liberal exaltado; cuando fue juez, se convirtió en liberal moderado; y durante su residencia en Acapulco, se convirtió en un reaccionario tan furioso, que opinaba hasta por el restablecimiento de la Inquisición. Por todos los poros de su cuerpo respiraba venganza cuando recordaba la manera indigna con que había sido tratado por todos los que, cuando tenía entrada franca en los salones de Palacio, le iban a adular y hacer antesala a su casa. De Lamparilla mismo no estaba muy satisfecho. En vez de mandarle una mesada fija, cada dos o tres meses recibía unos miserables cien pesos, y no era eso lo tratado. Lamparilla tenía muchos negocios, ya iba para millonario y debía haber dividido sus utilidades con él.
La proposición de Relumbrón, aunque disparatada, convenía mucho a los planes del licenciado Bedolla. El sur de Jalisco era todo de ideas reaccionarias. Una vez que encontrase a Valentín Cruz y lo pusiese al tanto de cómo andaban las cosas, con el salvoconducto que le entregaría, podría recorrer libremente es parte del Estado y preparar la gente. El gobernador de Jalisco, reaccionario hasta los huesos, si no adoptaba el plan proclamándolo dictador, dejaría por lo menos desarrollarse los acontecimientos. Las tropas del interior, en vez de atacar a los pronunciados, secundarían el plan, y el Presidente, viéndose en peligro no sólo de perder el puesto sino tal vez la vida, abandonaría el país, se iría a Turbaco, a Cartagena o a Santo Tomás, y dejaría el campo libre a su rival. Bedolla entonces sería el hombre de la situación.
Por este estilo la venganza y el aspirantismo unidos le sugirieron un mundo de ilusiones. Los dos amigos se engañaron mutuamente sobre su modo de pensar respecto a la política, y Bedolla, provisto de algunos cientos de pesos, partió de México, echando una mirada feroz a los ricos muebles, a la lustrosa carretela y a las mulas limpias y gordas que estaban amarradas en el patio de la casa de Lamparilla, prometiendo volver triunfante dentro de pocos meses y vengarse de todos sus enemigos, hasta del mismo Lamparilla.
El viaje fue feliz y llegó sin accidente a su pueblo, donde su padre, el viejo y honrado barbero, lo recibió con los brazos abiertos. Se le llenó de flores la mesa como a los que salen de ejercicios, se colgaron ramajes en las puertas de la casa, se convidó al cura y al prefecto, que no concurrió por estar ausente, y las gentes del lugar, la mayor parte fanáticas y reaccionarias, se pusieron muy contentas con la llegada del famoso licenciado, lo invitaron a comer y le mandaron abundantes regalos. Bedolla tenía la aureola de mártir, y los fanáticos llevaban la exageración al grado de decir que, de noche, la cabeza de Bedolla estaba circundada de luces de azul, rojo y oro.
Valentín Cruz, que andaba a salto de mata, había estado precisamente algunas horas antes oculto en la casa del padre de Bedolla y se había marchado rumbo a Mascota. Escribióle Bedolla, dándole parte de su indulto, se enviaron correos de a pie y de a caballo, por distintos rumbos, y antes de dos semanas Valentín Cruz entraba en triunfo en un buen caballo y seguido de los tres muchachos, compañeros de Valeriano y de Romualdo en el pueblo de la Encarnación. Esos troneras, ya un poco ricos y fastidiados de escoltar a Chupita, o estar ociosos en la hacienda de Arroyo Prieto, habían pedido licencia a Relumbrón para regresar a su casa, y en el camino habían encontrado a su antiguo jefe y amigo.
La liga estrecha entre Bedolla y Valentín Cruz hizo el más grande efecto en el pueblo. En la calle y aun en la casa misma del prefecto no se hablaba más que de un pronunciamiento por la religión, por los fueros y por la dictadura perpetua que, según decían, abominaban.
Platicaron, combinaron su plan y resolvieron juntar alguna gente de pelea, darse cita y reunirse un día dado en San Pedro. Allí se pronunciarían en primer lugar por el gobernador, y después seguirían los demás artículos. ¿Cómo los había de perseguir el favorecido? Imposible. En todo caso, no arriesgarían ni lo negro de una uña. Así se lo aseguró Bedolla a su padre cuando, dándole un estrecho abrazo, se separó de él, montó a caballo y partió a la campaña seguido de Valentín Cruz y los tres muchachos aventureros.
Una noche el gobernador de Jalisco, después de tomar su parca cena (pues siempre estaba de dieta) y de rezar sus devociones, se retiró a su recámara y se disponía a entrar en las sábanas, cuando se le presentó San Ciprián y le entregó una carta.
San Ciprián era un tapatío brusco, osado, valiente, audaz, fuerte, pues tenía un cuerpo que pasaba de dos varas, una cabeza, una melena y una fisonomía de león africano; unas espaldas anchas, unas gruesas muñecas y unas manos enormes. Con un revés había aplastado la cara a varios soldados. Era coronel, ayudante del gobernador y fiel y adicto como un perro.
—Es un anónimo —le dijo el gobernador a San Ciprián—. Veremos qué dice.
Se puso los anteojos y leyó:
Un amigo íntimo de usted le participa que esta noche habrá un pronunciamiento en San Pedro, pero no haya cuidado. El grito será:
Religión y Fueros, nombrando a usted Dictador.
—Ya desborda la opinión —dijo el gobernador desarrugando su cara siempre adusta y quitándose los anteojos.
Pero, desconfiando siempre, añadió:
—No sé qué será esto, puede ser un chisme para desvelarme, o una celada, o un motín para robar. ¡Qué sé yo! Pero sea lo que fuere, en Jalisco no se ha de mover una mosca sin mi permiso. Mira, San Ciprián, ve a los cuarteles, toma un batallón del regimiento de Tepic y un escuadrón de lanceros de Jalisco, y te vas a paso de carga a San Pedro a ver lo que pasa. Ya te sigo; que monte mi escolta.
El autor del anónimo era el licenciado Bedolla.
San Ciprián, sin darse mucha prisa, se fue a los cuarteles; antes de una hora la columna estaba organizada, y a paso veloz atravesaba las calles de Guadalajara y se dirigía a San Pedro; San Ciprián, a pie, iba delante.
Los pronunciados, en corto número, se habían reunido en San Pedro en la antigua casa de Valentín, y muy tranquilos y saboreando copitas de mezcal discurrían sobre el efecto que habría causado al gobernador la lectura del anónimo; suponía que dormiría muy descansado en la noche, y a la mañana temprano vendría en persona a enterarse de lo ocurrido. Si aceptaba el plan, tanto mejor, y si por modestia no lo admitía, se disolverían pacíficamente, dejando para mejor ocasión el hacer otra prueba. En todo caso tenían en el bolsillo el indulto del gobierno general, y como tenía la fecha en blanco, la llenaría el día que les conviniese. Era Bedolla el que hacía estas reflexiones, y los que le escuchaban las aprobaban con signos visibles, y aun palmoteaban para celebrar el claro talento del secretario del general Valentín Cruz, pues tal título tenía, esperando serlo antes de ocho días del gobernador de Jalisco.
Los muchachos aventureros no estaban en la reunión ni bebían mezcal, sino que, en compañía de otros amigos de su edad, estaban en la calle formando un grupo, diciendo chuscadas, platicando de muchachas, contándose sus aventuras desde que no se habían visto, y riendo a carcajadas por cualquier tontería.
Uno de ellos gritó repentinamente:
—¡Estamos vendidos! ¡Bedolla nos ha traicionado!
Era que San Ciprián, con unos diez soldados de descubierta, estaba ya sobre ellos con la espada desnuda.
Los muchachos sacaron sus pistolas e hicieron fuego a quemarropa.
—¡Cara… mba! No se recibe de este modo a los amigos —se hizo a un lado San Ciprián, y gritó—: ¡Fuego!
Avanzó la primera compañía e hizo una descarga cerrada.
—¡Me han llevado una oreja! —rugió San Ciprián—. ¡Cara… mba! —y volvió a gritar—: ¡Fuego!
Se avanzó la segunda compañía y descargó sus fusiles sobre un grupo que salía huyendo de la casa de Valentín Cruz.
Después todo quedó en silencio.