XI. Los almacenes de fruta

El canal cenagoso e infecto donde flotaban hojas de lechuga, troncos de col y a veces zanahorias y rábanos enteros, que penetra en la ciudad y que no hace muchos años llegaba hasta la puertecilla secreta del costado de Palacio, fue seguramente en los tiempos anteriores a la conquista el lugar más concurrido y alegre de Tenoxtitlán, pues era como el puerto que comunicaba a los reinos de Chalco y de Texcoco con la capital del imperio de Moctezuma. Sin embargo de haberse trastornado todo durante el largo sitio que puso Cortés a la ciudad, y demolido después intencionalmente el templo mayor y las hermosas calles que desembocaban en la plaza, la acequia conservó su importancia, y ya hemos visto que durante muchos años, y hasta hoy, ese rumbo, aunque desaseado y extraño por sus casas y construcciones, que parecen más bien formar un pueblo separado, es el más comercial, el más activo y el más bullicioso de los barrios de la gran capital moderna.

A lo largo del canal, viejas construcciones de uno y otro lado, con sus fachadas amoratadas de tezontle o pintadas de cal o de colores fuertes, con sus balconerías irregulares de fierro, sus ventanas con rejas gruesas, forman una calle comunicada por puentes, que no deja de tener su novedad, especialmente en ciertas horas del día, en que las aguas turbias de la acequia están casi cubiertas de chalupas y de canoas cargadas de maíz, de cebada, de legumbres, de frutas y de flores, y como allí se van a surtir de primera mano los revendedores de fruta que andan en la calle y se sitúan en los zaguanes y esquinas por toda la ciudad, y como las indias e indios visten a poco más o menos sus trajes primitivos, no sólo para los extranjeros, sino aun para los mismos mexicanos ilustrados y parisienses que habitan el centro, tiene cierta novedad antigua, más interesante todavía para el que estudia las costumbres populares.

El piso bajo de las casas está ocupado con tiendas y comercios de la más desagradable apariencia; pero todos de lo más esencial e importante para la vida, tanto que podría llamarse ese barrio el gran almacén de la alimentación de los hombres y de los animales.

Tocinerías con una instalación singular, que aparte la grasa y el olor no muy agradable, presentan un aspecto único en su género y que no se encuentra en Europa, ni aun en las ciudades de España, que tanto se parecen a las nuestras. En un mostrador semicircular que entra un poco en la pieza, barnizado y lustroso con la misma grasa, se ostentan tres o cuatro sartenes de hojadelata, llenas en forma de pirámides blancas y bruñidas, de la manteca de puerco, adornada con labores de hojillas de amapola y de rosa. Otras sartenes de las mismas dimensiones contienen tostadas hechas con la piel de cochino, y que llaman chicharrones; otras idénticas con trocitos de carne frita, que nombran carnitas. En el corto espacio que queda libre del mostrador, está una tabla gruesa de fresno, donde pican, parten la carne y hacen el despacho. Pero lo más importante y vistoso es el tapanco o coronamiento del mostrador. En el centro hay siempre un cuadro de madera dorado, con la imagen del Divino Rostro o de algún santo de la devoción del dueño, alumbrada constantemente por dos o cuatro velas, colocadas en elegantes arbotantes, con sus mamaderas de cristal. De los lados de la imagen parte una especie de balaustrada calada y vistosa, formada con panes de jabón blanco adornado con flores rojas de papel y banderitas de oro volador, y en la orilla de esta balaustrada cuelgan guirnaldas de longaniza y chorizo, alternando con jamones que sirven como de grandes borlas a esta decoración que incita el apetito dejos que pasan, quienes nunca dejan de detenerse en la puerta y concluir por comprar una cuartilla de carnitas o de longaniza y, sobre todo, de chicharrón, condimento indispensable para el chile y los frijoles.

Las pulquerías son otra tentación muy peligrosa por las riñas que resultan. Una robusta muchacha pintada en el centro de la pared, con las mejillas coloradas y redondas, su penacho de plumas y vestida de una ropa ligera salpicada con figuritas de esmalte de colores, preside la pulquería y parece que incita a los parroquianos dejándoles ver sus abultados pechos, sus gruesas pantorrillas y sus pies pequeños calzados con cacles. Es la América en persona, que tiene por fuerza que figurar y ser la soberana de esas singulares tabernas donde se expende el licor que descubrió la hermosa Xóchitl. Ya hemos hablado al principio de esas pulquerías al aire libre, resguardadas únicamente por un tejado; pero las casillas, como se les llama oficialmente, situadas en diversas calles, presentan un aspecto todavía más característico en el Puente de la Leña.

Otro de los comercios casi exclusivo de esa parte de la ciudad, son las Pajerías. Una pequeña barcina de paja colgada en el centro de la puerta y flotando en el viento, indica a los cocheros el lugar donde deben abastecerse y adquirir a costa de las mulas y caballos que cuidan, un diario mayor que el sueldo que ganan. De uno y otro lado de la puerta una fila de costales abiertos de cebada, de maíz y de semilla de nabo, y a veces de frijoles, ocupan toda la acera. El interior es un verdadero almacén, la mitad ocupado con paja y la otra con sacos de maíz y de cebada que, en pilas simétricas, llegan hasta el techo.

Las carbonerías son no sólo puntos, sino manchas negras que resaltan en las fachadas blancas con sus mochetas azules o amarillas y sus sacas de carbón hechas con un zacate áspero y cortante; en la puerta, amontonados, canastillos copados de carbón, y sentados en unos banquillos, el carbonero y la carbonera, tiznados, más negros que los negros de África, con grandes cabezas enmarañadas y unos ojos ribeteados de encarnado, semejándose a los monstruos increíbles que inventan las nodrizas y cocineras para asustar a los niños e impedir que hagan travesuras.

En cuanto a leña, se encuentran amontonadas rajas formando zontles, pero también había otros montones integrados por tablas viejas de las casas; en una palabra, carbón, leña, tablas, maíz, cebada, legumbres, flores y frutas, son los artículos que abastecen a los trescientos o cuatrocientos mil habitantes de la ciudad.

Hay un día del año en que este barrio, desdeñado de la aristocracia, se transforma y presenta un delicioso aspecto: este día es el Viernes de Dolores. Las más lindas muchachas, vestidas con ricos trajes de seda negra, con sus mantillas costosísimas de punto francés o de Barcelona, ostentando en sus peinados y dedos diamantes y rubíes, descienden de sus carruajes en la Calle de la Acequia, y con ese garbo natural y encantador de las mexicanas, suben y atraviesan los puentes y se pasean por las dos orillas del canal, admirando la multitud de chalupas llenas de rosas de Castilla, de azucenas, de espuela de caballero, de amapolas y de claveles, pero con tal profusión, que las aguas desaparecen para dar lugar a una especie de gran jardín flotante, cuyos vivos colores destierran los miasmas desagradables que se desprenden de las tocinerías, carbonerías y pajerías que se han descrito.

El vecindario del barrio corresponde con galantería a esta visita anual. Las calles, muy barridas y regadas con hojas de rosa; los viejos y negros balcones de fierro, adornados con cortinas blancas o de damasco de China; arcos de tule con las grandes flores amarillas del zempasúchil y girasol, adornan las puertas de las accesorias; los tocineros doran y platean los jamones; los pulqueros pintan de nuevo sus tinas; la gente se viste de limpio y hasta los carboneros se sacuden el polvo negro, se mudan camisa, y en las pajerías aparecen manojos de amapolas y de verde y fresca alfalfa.

Limpian el canal recogiendo los desperdicios, basuras y yerbas; se colocan a un lado y a distancia las pesadas trajineras, para no estorbar a las chalupas que van y vienen, y las inditas que las conducen, muy aseadas y peinadas, tienen cierta gracia que da idea de que en el reinado de Moctezuma pudo haber bellezas notables, que llamaban la atención, como la llamó en la corte de España la famosa doña Isabel.

El vecindario es también característico y adecuado a la localidad. La base o cuadro se compone de viejos y de viejecitas de setenta, de ochenta y no pocos de cien años, desmintiendo con esto los preceptos de la higiene. La humedad, las emanaciones de la acequia, el ningún aseo de las calles, debían influir activamente en la duración de la vida. Nada de eso; los pulqueros y tocineros son en lo general de una salud envidiable y de una gordura monstruosa, y los carboneros se conservan por eternidades exentos de toda corrupción, con el polvo que tragan y de que están cubiertos. Otra parte de los vecinos son más bien de Chalco, de Texcoco, de Ameca, de Cuautla, de Amilpas. Tienen su comercio de granos y fruta, y en vez de hacer continuos viajes en las trajineras, concluyen por tomar una habitación en el Puente de la Leña y tener, como las grandes casas de comercio, el despacho en la capital, conservando en su pueblo la casa materna, como hemos visto que lo hacía Cecilia.

Y todo ese barrio de gente descuidada, mal vestida, de aspecto pobre, es, por el contrario de los ricos, no como los aventureros y agiotistas, que sacan su fortuna de la Tesorería General, sino ricos por el trabajo de la tierra y del comercio.

Muchos de esos carboneros que se veían sentados en la puerta de su almacén comiendo carnitas con chile verde y tortillas, hacían compras en las haciendas por cuatro o cinco mil pesos de leña y carbón; y cuando don Antero, el de Zoquiapan, tenía algún apuro para sus cajas, siempre encontraba con facilidad una o dos talegas de pesos, sin usura ni libranzas, sino bajo la garantía de pagarles en leña, maíz o carbón.

Los Trujanos tenían una flota entera de trajineras, y en sus almacenes nunca faltaban mil o dos mil cargas de maíz y otras tantas de cebada. Don Sabás, el jefe de la casa, era conocido y respetado en el Puente de la Leña, como don Gregorio en la calle de Santo Domingo. Su firma era pan bendito y su palabra mejor que una escritura hecha ante el escribano Cueva.

Los Melquiades, los malévolos Melquiades, detentadores de la inmensa fortuna del pobre Moctezuma III, encontraban siempre dinero con los comerciantes del Puente de la Leña, para gastarlo y dilapidarlo en comilonas, toros y fiestas de iglesia, que promovían de intento para ganar popularidad, y que los indios y rancheros se sublevasen si algún día venían a despojarlos por la fuerza de lo que se habían malamente apropiado.

De Cecilia, ni se diga. Pasaba en toda la vecindad, lo mismo que en Chalco, por una de las más ricas trajineras; y si hubiera necesitado reunir cuatro o cinco mil pesos, no habría dilatado cinco minutos, dirigiéndose a los Trujanos o a los tiznados carboneros. Además, la querían bien porque era mujer honrada y trabajadora y no decía más que lo que le salía del corazón; y a estas buenas cualidades se añadía que era guapa, simpática y caritativa. Los cojos y lisiados siempre tenían una tortilla que comer y algo en cobre que no dejaban de utilizar para echar en los tendejones su trago de aguardiente.

Pero de los comercios de que se ha dado una ligera idea y de otros que omitimos por no alargar el capítulo, el más curioso es el de los almacenes de fruta. Se cree generalmente por los que comen fruta en sus bien abastecidas mesas de México, que el trabajo consiste únicamente en cortarla y traerla a vender al mercado. Nada de eso. La fruta, particularmente la de Tierra Caliente, se compra por los comerciantes que se dedican a ese ramo, a los cultivadores o dueños de huerta a un precio ínfimo y en grandes cantidades. Éstos, ya por los canales o ya por el camino real, la conducen al Puente de la Leña, y allí las fruteras del mercado, que, como Cecilia, comerciaban en grande, la compran de segunda mano a más precio, la depositan en sus almacenes y la van vendiendo diariamente al menudeo a las fruteras de las esquinas y fruteros ambulantes, que desde las diez de la mañana recorren las calles pregonando las diversas clases que contienen sus apetitosos y pesados canastos, que con facilidad y desembarazo llevan en la cabeza.

Hablaremos del almacén de fruta de Cecilia, y con esto se tendrá idea de los demás. El frente daba a las orillas de la acequia, y por la espalda a una calle sin empedrado ni alumbrado en las noches, en cuyo centro había un caño aún más inmundo que los del Callejón de la Condesa y Chapitel de Santa Catarina, que ya conoce el lector. La tal calle estaba formada de casas en ruina y de cercas de adobe ya casi negro, que permitían ver por los derrumbes, que eran extensos corrales donde de noche se encerraban las vacas y burros mediante una corta retribución por cabeza. El vecindario se componía de misteriosos personajes que permanecían la mayor parte del día encerrados en unos cuartos lóbregos y húmedos, pues levantando algunas de sus vigas podridas, se encontraba el terreno lleno de agua turbia y sucia producida por filtraciones del canal. De noche se veían salir, uno a uno, hombres y mujeres envueltos en sus frazadas y rebozos, de fisonomías siniestras y de andar sospechoso, como queriendo ocultarse o como si temieran ser sorprendidos. Si estas gentes tenían la honrosa profesión de despojar a sus prójimos, no se puede decir con certeza; pero lo que sí se puede asegurar es que ese conjunto de callejones y de corrales que se comunicaban con la calle principal y con el Callejón de la Trapana, y que en conjunto formaban un pueblo escondido detrás de las casas altas que tenían su frente al canal, era el rumbo más tenebroso y al mismo tiempo el más seguro de toda la capital. Jamás se oía decir nada de robos, de asesinatos, de pleitos ni heridas, y el músico Sayas, que habitaba en una casa de vecindad de la Trapana, se retiraba del teatro a las doce de la noche y a la una de la mañana, seguido de un muchachito que cargaba el violonchelo, y en diez años no había tenido ni siquiera amagos. Los personajes equívocos y misteriosos que solían encontrarlo, le decían:

—Buenas noches, señor Sayas —metían en la cerradura de sus casas una llave que no hacía ruido al manejarla, y desaparecían como si fuesen maniquíes de una comedia de magia.

En algún capítulo hemos hablado del interior de la casa de que era propietaria Cecilia en la capital; necesitamos, por lo que va a pasar en ella y por dar una idea de los almacenes de fruta, hacer una descripción más minuciosa.

La fachada medía cosa de cuarenta varas de largo. En el centro había un zaguán alto y ancho, que, aunque viejo, se había conservado bien por ser de madera de cedro. Del lado izquierdo del zaguán había tres ventanas con gruesas rejas de hierro, y del derecho una puerta pequeña y varias ventanillas y ojos de buey que daban una escasa luz a los cuartos interiores. El primer patio era inmenso, empedrado con grandes piedras redondas de río, y podrían haber entrado a él cómodamente cuatro o seis coches; pero en lugar de coches, entraban canoas trajineras, pues Cecilia había hecho cavar un canal que llegaba hasta el fondo, donde había un cobertizo de tejamanil para depositar el azúcar, la miel y el aguardiente de que venían cargadas sus canoas. En tiempo de lluvias, cuando se desbordaban las lagunas y la acequia se llenaba, las aguas penetraban hasta el canal de la casa, y las canoas podían entrar cómodamente, y, cerrada la puerta, flota y mercancías quedaban tan seguras como en el mejor muelle. En tiempo de secas no era esto posible, y las canoas y chalupas quedaban en seco y la gran puerta entreabierta, pues la seguridad de ese barrio era tal, que Cecilia había perdido completamente el miedo a los ladrones; sin embargo, por precaución siempre dormía un remero en una de las canoas, encendiendo antes de recogerse un farolillo con una vela de sebo, que duraba hasta las once o las doce de la noche. Después todo quedaba en silencio y en la oscuridad.

El patio con el canal en el centro y el cobertizo en el fondo, estaba rodeado de cuartos en los que guardaba la fruta. Dos o tres estaban ocupados con naranjas amontonadas en los rincones, otros con racimos de plátanos pendientes de cuerdas fijadas en uno y otro extremo de la pared, otro con chicozapotes, chirimoyas y mangos, que, como frutas delicadas, estaban formadas en fila en el suelo en tablones y separadas unas de otras para evitar el que se pudriesen; en fin, otro y otros llenos de limas, de piñas y de cocos, de granada roja, de jícamas, de zapote amarillo, de papayas, de calabazas; de cuanto produce de aromático y de azucarado la Tierra Caliente, y para que no faltase el surtido, había también manzanas, perones, duraznos y otras frutas de tierra fría.

La visita a los diferentes almacenes era realmente una novedad. El amarillo dorado de las naranjas aglomeradas más que en cientos, en millares; el verde tierno y suave de las limas, los plátanos que iban madurando y tomando los colores y cambiantes del carey, los cocos con su vestido de barbas de color indefinible, entre carmelita y amarillo; las granadas con sus chapas de color, rojas sobre el fondo blanquecino o amarillo pálido; las calabazas enormes con su arrugada corteza; toda esa variedad, en fin, de producciones de la naturaleza, recreaba la vista y el olfato con exceso, hasta producir desvanecimientos, y llamaba la atención por la gran cantidad reunida de tantas frutas en la estación del invierno. Algunos extranjeros que visitaban los grandes almacenes de Cecilia, no podían creer lo que veían sus ojos. Las naranjas en Inglaterra están cuidadosamente envueltas en papel de China y valen una libra esterlina la docena; en Francia, las legumbres y la fruta se venden por peso, y no imaginaban tal profusión ni el ínfimo precio a que se vendían.

De día estos depósitos estaban abiertos de par en par, y los regatones entraban y salían desde las seis de la mañana para examinar el estado de las frutas y hacer su provisión surtida de cuantas encontraban. A las diez terminaba la venta. Cecilia atendía a veces este negocio, otras lo dejaba a una de las Marías, y ella se iba a presidir el puesto del mercado.

De este gran patio, siempre impregnado de tan distintos y fuertes olores que neutralizaban los muy desagradables que por las tardes suelen venir de las lagunas y pantanos que rodean la ciudad, se entraba a un callejón que conducía a un extenso corral, donde Cecilia tenía gallinas, guajolotes, una puerca con seis u ocho marranitos que gruñían desde que salía el sol, y dos vacas que le daban leche sobrada para la casa. A este corral seguía otro, con su cerca de adobe muy alta, que formaba parte de la sucia y extraña calle que se ha descrito. La extensísima construcción era toda de adobes, de cascajo, de piedra suelta, de tezontle, vieja, cayéndose aquí, presentando grietas profundas en las paredes, necesitando sostener con madres y puntales los techos de los cuartos y tapar los agujeros y destrozos que hacían los aguaceros en las paredes y cimientos. Cecilia hacía las reparaciones que eran necesarias, pero componerla radicalmente le era imposible. Los sobrestantes le habían dicho que necesitaría quince o veinte mil pesos, y no era tan rica para eso.

Las piezas que ella y las Marías habitaban, eran lo menos ruinoso del gran almacén de fruta. Una cocina amarilla del humo y no escasa de hollín, con un brasero de extremo a extremo, muy limpio, lo mismo que el suelo, de ladrillos flojos y gastados; sartenes, ollas, cazuelas, cedazos y diferentes trastos de barro vidriado, en tal abundancia, que no había lugar desocupado en la pared para colgarlos. Seguía una pieza donde dormían las dos Marías en unos colchones que enrollaban cuando se levantaban y los ponían sobre otros viejos y manchados que pertenecían a la canoa trajinera y que se lavaban y rellenaban a medida que se necesitaban, y en una cuerda fijada en uno y otro extremo de la pared, colgadas las enaguas y ropa de las criadas. La pared descascarada y dejando descubrir sobre las diferentes manos de cal que había recibido, el friso curioso que había adornado esa pieza ochenta o cien años antes. A ésta seguía otra muy grande, ocupada con baúles, cajas antiguas y diferentes muebles inútiles, y de esta pieza se entraba a la recámara de Cecilia, que era lo mejor. El piso con vigas nuevas y pintadas, al menos cada mes, con sacatlascale, las paredes con una pintura de cal azul pálido, y las vigas viejas, pero limpias, sostenidas por dos gruesas maderas forradas de papel dorado, lujo extraordinario que había costado diez o doce pesos a Cecilia. La cama de banco verde con su rodapié y cabecera, charoladas color de café no tenía el lujo de almohadones, encajes y sobrecamas que la de Chalco; pero no presentaba mal aspecto, cubierta con un jorongo encarnado y blanco de San Miguel y dos almohadas largas de sangalete, con sus fundas muy limpias. Un canapé y una docena de sillas de tule, hechas por los remeros bajo la dirección de Cecilia, formaban el estrado, y por alfombras, gruesos y lustrosos petates de Xochimilco. Junto a la cama había un mueble que resaltaba y formaba contraste con la sencillez de los demás. Era un ropero flamenco del tiempo de Carlos V, y no era temerario pensar que pudo, acaso, haber estado en alguno de los palacios del célebre y guerrero emperador. Cuando se abrían las puertas, era más bien que ropero un grande y admirable tríptico. Sobre fondo rojo, que no había perdido nada de su fuerza, estaba pintada en las puertas la adoración de los reyes magos con sus trajes fantásticos recamados de oro y pedrería, completando el espacio de las puertas los camellos y la servidumbre. En el fondo la cuna con la Virgen, San José, el Niño Dios, el buey y la mula, pero todo de mano maestra, con cierto gusto bizantino por el recargo del dorado; pero las figuras como si Alberto Durero o Francisco Francia las hubiesen pintado. Allí, sucio y cubierto de telarañas encontró este mueble Cecilia cuando compró la casa, lo limpió y lo destinó para guardar su ropa, y más adelante descubrió, por casualidad, que en el fondo había secretos cajoncitos tan bien disimulados, que el más escrupuloso registro no hubiese bastado para descubrirlos. Se aprovechó de su descubrimiento y los iba llenando de pesos y escudos, fruto de sus economías. Los viernes, cuando no estaba en Chalco, a las ocho de la noche, abría el tríptico, e hincadas de rodillas ella y las dos Marías, rezaban la corona. Fuera de esto, la recámara no presentaba nada de particular más que unas cuantas estampas de santos clavadas en la pared con tachuelas doradas y una mesa de madera de pino que servía para comer, planchar y cuanto se ofrecía.

Tal era el almacén de fruta de Cecilia, y como él había seis u ocho, poco más o menos parecidos, en ese célebre barrio de la Acequia, de que hemos tratado de dar una idea.

Evaristo, como la mayor parte de los agricultores de Chalco y Texcoco, tenía sus relaciones de comercio con los Trujanos, con los carboneros y con los dueños de tendejones, a los que vendía granos, leña y carbón; pero no le había convenido hacerse conocer personalmente, y hacía sus tratos y cobros por conducto del administrador de La Blanca. Podía, pues, presentarse en esas calles sin inconveniente y pasar desapercibido como uno de tantos.

Desde que fue arrojado por Cecilia y herido en la mano, se propuso resueltamente acabar con ella y con sus dos criadas. Dejó por unos días el mando de la escolta a Hilario, y él se vino de incógnito a establecer a México, con el objeto de madurar un golpe decisivo y seguro. Tomó un cuarto en un mesón de Tezontlale para vivir aparentemente en él, y una accesoria con dos piezas en el Callejón de la Trapana, donde fijó su residencia y puso una carbonería a cargo del enmascarado que había escapado del desastre de Río Frío, y con el cual podía contar enteramente.

Cuanta rabia, despecho y desesperación puedan tener los condenados en el infierno, tanta así hervía en su negro corazón. Las ilusiones de vida quieta y pacífica al lado de Cecilia, si hubiera condescendido a casarse con él, habían desaparecido, y aun los sentimientos puramente brutales que despertaban en su ansiosa y loca imaginación la vista de tantos atractivos y de tanto donaire natural, se convirtieron en un odio rabioso, añadiéndose a esto el miedo que le causaba la mujer que lo conocía, que sabía sus secretos y que lo podía perder a la hora que se le antojase. Durante muchos días temió ser llamado por el Comandante General o aprehendido y fusilado en el acto por el coronel Baninelli; pero cada uno había guardado su secreto y su amenaza. Cecilia a su vez, llena de terror, guardó el más profundo silencio y se limitó a no volver a Chalco, y él, casi seguro de que una delación en contra de la trajinera no tendría ningún resultado, se limitó a callar, contando a Hilario y a los que lo encontraban, que su caballo tropezó y que él, al caer, se había lastimado la mano; pero tal estado de cosas no podía durar y no había alternativa. Cecilia y él no cabían ya en la tierra. O él o Cecilia debían morir, y se resolvió a jugar el todo por el todo. Ya hemos dicho en otros capítulos que Evaristo acostumbraba espiar a Cecilia y rondar su casa, tratando de conocer las entradas y salidas, la situación interior de las piezas y las costumbres y hábitos domésticos de esa aislada familia que vivía en el almacén de frutas; pero desde que se ratificó en su designio, era una especie de araña maligna que esperaba la mosca para asirla con sus tenazas y chuparle la sangre. La situación de la accesoria que ocupaba en el callejón de la Trapana, le proporcionaba observar cuanto pasaba en el almacén. Se tiznó la cara, vistió una camisa ordinaria de cambaya azul, unos calzones de cuero y un sombrero de petate, y despachaba a los marchantes alternando con el indio. Varias veces vio entrar a Cecilia por el zaguán chico, por donde se manejaba. Ímpetus le daban de arrojarse sobre ella y coserla a puñaladas; pero lo que quería era la venganza, al mismo tiempo que la impunidad. Tenía pensado que, para alejar hasta las más remotas sospechas, la misma noche que consumara el crimen apareciese dando una batalla descomunal en el monte a imaginarios ladrones, lo que le era muy fácil, poniéndose de acuerdo con Hilario. Cecilia sería asesinada a la media noche, él tendría apostado a Hilario con caballos fuera de la garita, saldrían a la madrugada, y galopando recio llegarían al monte a las diez u once de la mañana, fingirían un encuentro, y colgarían de los árboles a los dos o tres primeros infelices que encontrasen, para que los viesen los pasajeros de la diligencia, y él dirigiría el parte a México firmando en Río Frío a las doce de la noche.

Pensando en éste y otros planes pasaba el día y la noche. Mientras el indio se dormía, él entreabría la puerta, apagaba el farolito con el cabo de sebo que ardía hasta las ocho de la noche y se ponía a observar atentamente lo que pasaba en el barrio. A las seis de la tarde estaba muy concurrido, indios e indias, criados, mozos y cargadores iban y venían con sus mandados, entraban y salían a los almacenes de fruta, tendejones y pajerías; pero a las ocho de la noche todos se retiraban, las calles aparecían como desiertas, y el último tendejón que se cerraba y que hacía contraesquina con la casa de Cecilia, era el de don Joaquinito, que tenía una mujer ya anciana. Dando las nueve de la noche, se metían a acostar y no le abrían a nadie hasta las siete de la siguiente mañana. Los vecinos honrados se retiraban cuando más tarde a las diez, en que se cerraban las casas de vecindad, y los personajes equívocos de que hemos hablado, salían de sus escondrijos a las once de la noche y no volvían hasta las cuatro o cinco de la mañana.

Entre las doce y la una de la mañana se oían sonar unos tacones por el empedrado; luego nada, y a poco aparecía, como un fantasma, la figura gorda y pequeña, casi cuadrada, del músico Sayas, seguido de su muchacho cargando el violonchelo. Una vez que entraban a la casa, que estaba a muy poca distancia de la carbonería, todo aquel rumbo quedaba en la más completa oscuridad, pues no había un solo farol y el silencio no era turbado sino por los ladridos lejanos de los perros, el mugido de las vacas de los corrales y el canto de los gallos.

Evaristo se aseguró que desde la una de la mañana hasta las tres o cuatro, él sería la única persona despierta en el barrio, y era más de lo que necesitaba. En las noches oscuras, luego que el músico Sayas entraba, él salía con unos instrumentos que de intento mandó hacer, y sin ruido y lentamente iba quitando las piedras y cavando un agujero por donde cupiese un hombre, en la parte baja de la casa de Cecilia y en el lugar que había calculado, por sus observaciones, que daría a la pieza intermedia entre las recámaras donde dormían Cecilia y las Marías. Cuando había profundizado algo, volvía a colocar las piedras con mucho arte para que nada se notara en el exterior, se retiraba y cerraba su carbonería. Así continuó su trabajo, que cuidaba de examinar durante el día, y cuando estuvo seguro de que sólo necesitaba retirar con la mano una piedra chiluca para poder penetrar cómodamente al interior, resolvió dar el golpe.

Su plan era entrar él por el agujero y después el indio, los dos armados de puñales. El indio se dirigiría a la pieza de la izquierda, donde dormían las criadas, y sin hablarles una palabra les daría de puñaladas. Él tomaría la recámara de la derecha y haría lo mismo con Cecilia, y tendría el doble placer de hacerla desaparecer, siguiendo una escena que podría, si resucitase, envidiar el célebre marqués de Sade.

Escogió una de esas noches lóbregas y tempestuosas, en que se suceden los aguaceros, las calles parecen ríos, y los serenos, que no había uno a quinientas varas de distancia, se meten en los zaguanes, de modo que, aunque haya gritos y vocería dentro de una casa, no los escucha más que Dios. Poco antes de las nueve comenzaba con una corta lluvia, nubes gruesas y relámpagos lejanos, a presagiar lo que sería el resto de la noche. Evaristo salió de la carbonería y se dirigió en busca del indio remero que se quedaba de velador en una de las canoas. Ese remero los más días era tertuliano de la carbonería. Los dos carboneros, pero especialmente Evaristo, lo convidaban a comer en los tendejones pambacitos con chipotle y tragos de chinguirito; por él había sabido cuantos pormenores necesitaba, y estaba seguro de no haber equivocado el punto preciso de la horadación y de penetrar al cuarto intermedio, que siempre estaba alumbrado con una mariposa que ardía en un vaso de aceite, en una repisa colocada delante de la imagen de una Virgen de los Dolores, de la cual era muy devota María Pantaleona.

Rondó Evaristo como media hora y ya desesperaba de encontrar al remero, cuando lo vio venir con un farolito encendido, trastabillando, pues había absorbido ya cuatro o cinco vasitos de chinguirito. Era lo que precisamente se necesitaba; pero no contento con esto, lo convidó a que fuesen al tendejón de la contraesquina, que no se cerraba sino hasta las diez. Vaso tras vaso, no cesaban de hablar del precio del carbón y de la patrona Cecilia, que era muy rica, y de su casa y de un ropero colorado que abría a las nueve de la noche y se hincaba de rodillas a rezar el rosario; y el remero y el carbonero, muy tiznado y con crecido cabello, bebían y decían que estaban prontos a dar la vida por Cecilia y servirla hasta de balde, y don Joaquinito el tendero, que la conocía, decía lo mismo y les servía aguardiente en los vasitos, de modo que estaba ya vacío su grande frasco cuadrado. Pero Evaristo no bebía, sino que al disimulo derramaba el líquido y después se empinaba el vaso y lo dejaba caer con estrépito en el mostrador, fingiéndose el borracho. Dando las diez, don Joaquinito los echó; Evaristo tiró en el mostrador un puñado de cuartillas de cobre, y remero y carbonero, del brazo, salieron a la calle tambaleando y haciendo zetas, a tal grado, que el tendero creyó que a pocos pasos caerían sin sentido en el suelo; pero, él había vendido su chinguirito compuesto con agua y alumbre, y poco le importaba, así es que cerró su puerta diciendo:

—Ya se los llevará el diablo o el sereno.

Evaristo condujo casi en peso al remero hasta la canoa y lo dejó acostado y sin sentido, con el farolito para que no llamase la atención a alguno que pudiera pasar y estuviese acostumbrado a verlo encendido hasta las once o doce de la noche.

Fuese en seguida a la carbonería, apagó su luz, entreabrió la puerta y se puso en observación. El indio, acostado en unas sacas de carbón, dormía profundamente.

Las nubes cargadas de electricidad se iban acercando más y más a la ciudad, los relámpagos menudeaban y una lluvia fina había empapado las siniestras calles y formado charcos y lodazales.

Oscuridad profunda: ni un alma en la calle. Los vecinos misteriosos de la casa de la Trapana y de las otras contiguas comenzaron a salir, envueltos en sus frazadas, y a desaparecer entre aquella multitud de vericuetos y de angostos callejones. Cuando pasaban cerca, Evaristo cerraba su puerta apenas entreabierta.

Las once sonaron en los relojes de varias iglesias.

A las once y media, aguacero tras de aguacero, relámpagos sin cesar que iluminaban el canal lleno de canoas trajineras; los puentes, las torres y cúpulas de las iglesias, todo tomaba el aspecto fantástico de una ciudad ardiendo como Gomorra con un fuego azufroso. Dos o tres rayos se desprendieron y uno cayó muy cerca. Evaristo oyó un grito de espanto, ruido y vocerío de gentes que se acercaban. Cerró enteramente su puerta y espió por un agujero. Eran unas familias del barrio que regresaban del teatro en medio de aquella turbonada; las mujeres empapadas, con la ropa arriba de las rodillas, y los hombres con los paraguas volteados al revés y hechos pedazos con la fuerza del viento. El rayo que cayó a corta distancia los asustó; las mujeres arrojaron un grito, pero se repusieron pronto, y como era gente alegre, rieron a carcajadas de su miedo, hablaron del teatro, de lo que les costaba por el daño que habían recibido sus vestidos y sombreros, y llevando en paciencia su mala ventura, fueron alejándose y perdiéndose sus voces y personas entre las profundas tinieblas de la noche. Veinte minutos después, nuevas voces y nuevos pasos. Era el músico Sayas que regañaba a su muchacho porque no había puesto la funda a su violonchelo y temía que hubiese entrado agua por las rendijas de la vieja caja en que lo guardaba. Llegó a la puerta de su casa, introdujo la llave, y él y su acompañante, a quien aplicó un buen coscorrón al entrar, desaparecieron, volviendo el silencio y las tinieblas, cada vez más espesas.

Evaristo estaba ya en aptitud de obrar; nadie debería ya pasar por todo el barrio de la Acequia. Los serenos, muy lejanos, estaban sin duda abrigados y dormidos en casa de sus amigos los tenderos.

Cerró su puerta, despertó bien al indio; sacudiéndolo fuertemente, le hizo tomar un trago de aguardiente, y le dio dos puñales muy largos y afilados.

—Escucha bien lo que te voy a decir. Sígueme. Voy a entrar por un agujero que hay ya hecho en casa de la trajinera. Tú entrarás tras de mí. Te diriges en silencio a la pieza que yo te señale, y entrarás hasta el rincón del fondo. Allí encontrarás en la cama, dormidas, a dos mujeres; antes de que puedan despertar y gritar, dales muchas y fuertes puñaladas por la cara, por el pecho, por todas partes, y no ceses de herir hasta que las mates. Si no obedeces, te mato yo esta noche.

El indio, que era el más bruto y el más cruel de los que formaron la cuadrilla de los enmascarados, cogió los puñales, se los colocó en la faja de la cintura, se envolvió en su frazada negra del polvo del carbón, y contestó lacónicamente:

—No tenga cuidado, mi capitán.

Cerraron la carbonería y salieron con precaución, disimulándose contra las paredes, y así llegaron hasta la horadación. La reconoció Evaristo con cuidado y la encontró a satisfacción; no se necesitaba más que quitar las piedras ya flojas y el cascajo, retirar la tapa de chiluca y entrar sin necesidad de hacer ruido. Si las mujeres, que probablemente dormían muy tranquilas, despertaban y daban gritos pidiendo auxilio, nadie las oiría; si se defendían, y era lo más probable, emprenderían él y el indio una lucha a puñaladas, y la victoria era segura; pero aun cuando no lo fuera, algo se había de arriesgar. Evaristo se proponía, luego que acabase con Cecilia y sus criadas, matar por detrás al último de los enmascarados, para que nadie pudiese ser testigo de su crimen.

Había ya vaciado con mucho tiento y cuidado el cascajo y piedras y se disponía a quitar la piedra chiluca para entrar, cuando se acordó del indio remero que había dejado en la canoa, y reflexionó que la lluvia y el fresco de la noche podían haber disipado la borrachera, y se levantaría tal vez buscando el farolillo o le daría la gana de rondar por la casa, como era su obligación y se lo había encargado su ama. Dejó al último de los enmascarados cuidando el agujero, encargándole que no se moviese, y él se dirigió a la canoa, que, como se ha dicho, estaba en el patio de la casa, a poca distancia de la puerta principal que estaba entreabierta. Las aguas de la acequia, crecidas con las lluvias, entraban a esa especie de muelle y hacían flotar la canoa.

Evaristo, con el agua hasta cerca de la rodilla, penetró al patio, subió a la canoa y examinó el estado del remero. Roncaba estrepitosamente en medio de un charco de agua con lodo, basuras y paja; pero se removía de un lado a otro, de tiempo en tiempo exhalaba una especie de rugido, decía palabras incoherentes y llamaba a doña Cecilia. Decididamente la influencia de alcohol iba a terminar, y si había gritos y lucha, el remero los oiría, pues el agujero estaba en el costado de la casa a corta distancia.

Evaristo no vaciló, se acercó al remero, le buscó con la mano izquierda el corazón, así que lo sintió latir, con la derecha colocó la punta de su largo puñal y, aprovechando la rápida luz de un relámpago, se lo hundió hasta el mango. No contento con esto, hizo picadillo la cara del remero, después limpió el puñal en las húmedas mechas de la víctima, y con precauciones de gato montés que se siente perseguido, más bien arrastrándose entre el lodo y charcos, dio la vuelta a la casa y regresó al agujero. Por el cobarde asesinato que acababa de perpetrar o por otros pensamientos siniestros, tuvo miedo y no se atrevió a entrar, pero sí quitó la piedra chiluca y le dijo a su indio:

—Entra tú primero y yo te sigo.

El indio, con repugnancia, meneaba la cabeza y no quería aventurarse; pero Evaristo lo amenazó con su puñal, y tuvo que obedecer y se tendió en el suelo.

—Si ves que hay luz encendida, oyes ruidos en las piezas o ves gente despierta, retiras inmediatamente la cabeza; si todo está quieto y oscuro, me lo dices y yo entraré inmediatamente.

El indio no contestó, pero introdujo la cabeza y casi al mismo tiempo el resto de su cuerpo, hasta que desaparecieron sus pies en la oscura tronera. Una voz indefinible dijo desde dentro, muy quedo:

—Puede entrar. Todo está oscuro y quieto.

No dejaron de llamar la atención a Evaristo los términos regulares y pulcros del llamamiento; pero no obstante se tendió en el suelo y comenzó con precaución a introducir su cabeza; no había penetrado aún el cuello, cuando se sintió asido de las melenas de la frente por una mano fuerte que lo tiraba para introducirlo adentro, y al mismo tiempo sintió la punta de un puñal. Quiso retirarse inmediatamente; pero otra mano se apoderó de otro mechón, y su esfuerzo fue inútil.

—¡Ah, maldita Cecilia! Siento tus manos fuertes de arriera y de trajinera, y tu venganza de infierno, pero no te has de salir con la tuya; mis gentes están aquí y ahora mismo rompo las puertas de tu casa, entro, te llevo presa y te ahorco en el monte… Suelta, suelta, demonio… Suelta… te prometo no decir nada… suelta… Jamás te volveré a ver ni a acercarme a una legua de donde tú estés… Suelta, por el alma de tu madre…

Evaristo, formando palanca con sus brazos apoyados contra la pared, trataba de retirar su cabeza, amenazando unas veces, jurando y pidiendo perdón otras. Imposible; la persona que lo tenía asido de los cabellos en el interior del cuarto, formaba también palanca poniendo los pies contra la pared. Esta lucha terrible duró menos de cinco minutos.

La persona que tenía asida a Evaristo cayó de espaldas en el cuarto, quedándose con un mechón de cabellos, con todo y la piel del casco en la mano, mientras el bandido se revolcaba de dolor entre el cascajo y los escombros de la tétrica calle.

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