Mientras el platero se da trazas a reunir dinero suficiente, escribe a la moreliana, invitándola para que viniese a ver unas alhajas nuevas que había recibido de París (él las había montado con las mejores piezas robadas) y Relumbrón trabajaba día y noche para dar una organización segura y perfecta a los diversos proyectos que había presentado al examen y deliberación de su compadre, tenemos sobrado tiempo para hacer un viaje a las haciendas del Sauz y enterarnos de los acontecimientos que siguieron al frustrado enlace de Mariana con el Marqués de Valle Alegre.
¿Acabó de sacar el conde su espada cuando Mariana respondió no a la segunda pregunta que le hizo el obispo? ¿Quiso acabar de matar a su hija, ya caída y exánime como estaba, o sólo fue una amenaza colérica, sugerida por su repentina y enérgica resolución? ¿Quién sabe? La sorpresa de todos los que estaban cerca del altar al escuchar el no sonoro y firme, que repercutió en las bóvedas de la capilla, fue tal que no se exageraría si se asegurase que todos perdieron por un momento el uso de la razón.
Pero sea lo que fuere, cuando la multitud curiosa que se oprimía y juntaba estrechamente, pecho con pecho y cabeza con cabeza, y no despegaba los ojos de los principales personajes, vio que el conde había puesto la mano en el pomo de la Espada, lanzó un grito de horror que se propagó hasta la puerta, y de allí al atrio y a la calzada, donde esperaban la salida de los novios los muchos que no pudieron penetrar a la capilla.
El conde, por una de sus excentricidades, había determinado que, tanto él como Valle Alegre, fuesen a la ceremonia vestidos con el uniforme de capitanes del ejército español, y por otra inconveniencia mayor, el conde ciñó su larga espada de taza y cruz, mientras el marqués sólo portaba un espadín corto de parada; pero el conde estaba en su casa, y cualesquiera que fuesen sus caprichos, nadie se atrevía a hacerle la menor observación.
Al ademán agresivo del conde se interpuso el obispo, cubriendo con su cuerpo a Mariana, a riesgo de ser traspasado de parte a parte.
¡En nombre de Dios, señor conde, conténgase, conténgase y no cometa un horrible crimen!
El conde, ciego de furor, tenía convulsivamente la mitad de la espada fuera de la vaina y buscaba con los ojos inyectados en sangre a su hija, entre las vestiduras moradas, blancas y oro que había revestido el prelado para dar mayor brillo a la solemnidad.
El marqués de Valle Alegre, vuelto en sí del aturdimiento que le causó la escena que, a pesar de todo, esperaba, se puso en pie, sacó su espadín y, encarándose con el conde, gritó:
—¡Eso no, conde, eso no; jamás permitiré que, a pesar de la afrenta que acabo de recibir, asesine usted a su hija en mi presencia! ¡Atrás o le paso de parte a parte con mi espada!
Al mismo tiempo Juan, desprendiéndose de la mano del practicante que lo sujetaba, sacó el puñal y levantó el brazo para hundir el arma traidora en las espaldas del conde; pero el practicante dio un salto, se echó con todo su peso sobre Juan para desviarlo, y el puñal hirió el espacio, pasando a dos líneas del hombro del conde. Esta escena rápida, que no duró veinte segundos, produjo otro grito de horror en la multitud, que no sabía si retroceder o arrojarse sobre los elevados personajes que estaban a punto de asesinarse mutuamente.
El practicante, con una fuerza que no sospechaba tener, tomó a Juan por la cintura, y empujándolo y echándolo como una catapulta sobre la multitud compacta, pudo abrirse paso y salir con él fuera de la iglesia gritando:
—¡El conde ha asesinado a su hija! ¡Venganza, venganza!
Los gritos del practicante, que encontró una buena oportunidad para saciar su encono contra los ricos y contra los títulos de Castilla, se reprodujeron y ocasionaron una reacción repentina en aquella gente sumisa y respetuosa, que inclinaba la cabeza y casi se arrodillaba cuando veía pasar al conde en su caballo o en su carruaje, tirado siempre por cuatro mulas casi cerreras.
Todo lo que el conde era temido, pero detestado por su aspecto arrogante y despreciativo, su hija era amada y respetada de la gente que estaba al servicio de la hacienda y de la que habitaba los ranchos y aldeas cercanas. El tiempo que le dejaban libre sus enfermedades y sus hondos pesares, lo empleaba Mariana en visitar a los que se hallaban enfermos, en platicar con las ancianas, en hacer cuantos beneficios podía a los peones y sirvientes y aun a los que no lo eran, y como la veían tan hermosa, tan buena, tan majestuosa a la vez que tan dulce y tan amable, la consideraban más bien como una santa a quien el conde, lejos de adorar, se empeñaba en martirizarla y hacerle la vida dura y difícil. No sabían lo que realmente pasaba en el interior de la casa de la hacienda; pero los pesares de Mariana se revelaban en sus ojos tristes y en su melancólica sonrisa. Don Remigio contribuía a desarrollar los instintos caritativos de la condesita y le daba cuanto dinero le pedía, sin que por esto el conde hiciese observación ninguna, cuando de tiempo en tiempo pasaba sus ojos por las cuentas y hablaba de negocios con él.
Los alegres y pacíficos campamentos formados con motivo de las bodas, donde se escuchaban las francas risas, los agudos sonidos de las jaranitas y los monótonos cantos populares, se tornaron en un momento en otros tantos focos de rebelión, y la cólera y la insubordinación se apoderó de esas gentes, excitadas con las vociferaciones del practicante. Éste se aprovechó de la confusión y del desorden y, acompañado siempre de Juan, que se dejaba conducir como un niño, se dirigió a las caballerizas, se apoderó de dos de los mejores caballos que estaban ensillados, y él y Juan montaron, enfilaron la calzada y, ganando los campos, hicieron rumbo al pueblo que habitaba.
Juan, vuelto en sí de esa visión terrible que había pasado ante sus ojos en la capilla, y sin darse cuenta de si realmente Mariana había sido asesinada y él había matado al conde, quiso retroceder, y arrendó su caballo para volver a la hacienda; pero su amigo el practicante lo contuvo, y adivinando sus pensamientos, le dijo:
—No pienses regresar a la hacienda. Piensa en tu padre, en tu padre que es el mejor de todos los hombres. Nada tenemos que hacer ya. La condesita vive, no se ha casado con el marqués, te ama, y ese amor le dará fuerzas y vida, la volverás a ver. Si no me apodero con todas mis fuerzas de tu brazo, que parecía de fierro, habrías matado al conde y ésa habría sido la ruina y la desgracia eterna de don Remigio. El marqués y el conde se las avendrán, y la multitud, cansada del despotismo del amo, se vengará mejor que tú de él y salvará a la hija de las garras de ese tigre. Tu padre está allí y modificará como quiera los acontecimientos; vámonos, sigamos nuestro camino para mi pueblo.
Dominado Juan por este razonamiento se dejó conducir, y azotando ligeramente a los caballos marcharon primero a galope y después al tranco, para dar lugar a llegar entre dos luces al pueblo y no llamar la atención ni estar expuestos a las preguntas de los amigos y conocidos.
El practicante en todo el camino trató de consolar a su amigo, de abrir su corazón a la esperanza y de apagar en su cerebro el volcán ardiente que por un momento lo había convertido en un loco furioso. Al día siguiente de la llegada al pueblo, alojado y todavía medio oculto en la casa del practicante, Juan cayó en un delirio nervioso que le duró cuatro días; pero curado y más tranquilo, tomó la resolución de buscar a Baninelli para definir de una manera u otra su situación y presentarse después resueltamente a pedir al conde la mano de su hija, caso de que los acontecimientos que pasasen en la hacienda se lo permitiesen. Ya el lector se ha enterado del extraño resultado de este paso aventurado, que estuvo muy lejos de aprobar su amigo el practicante, que en vano trató de disuadirlo ofreciéndole que él mismo se pondría en camino, procuraría encontrar a Baninelli, sondear su ánimo, continuar a México y asegurarse antes de que el indulto le sería concedido. Nada valió en esta vez. Juan se encaprichó y no hubo remedio. ¡El destino de las gentes!
Volvamos a la capilla de la hacienda del Sauz. Una parte de la gente salió vociferando detrás del practicante y otra se quedó, entre curiosa y amenazadora, queriendo todos a un tiempo llegar cerca del altar y cerciorarse por sus propios ojos de si Mariana estaba muerta. Esto produjo un remolino humano, y empujándose los unos a los otros, amenazaban y envolvían a los altos personajes que estaban en las gradas. El marqués del Apartado pronunció en voz alta un pequeño discurso, amonestando a la multitud para que tuviese calma y guardase el respeto debido al santo lugar donde estaban y a los altos personajes que ocupaban el altar; pero no fue escuchado, y su voz débil y opaca a pesar de lo que se esforzaba, se perdió en el confuso murmullo de la gente que a cada momento se acercaba más.
La madrina, que por primera vez visitaba la hacienda y no tenía la más remota sospecha de lo que iba a pasar, quedó aterrada y muda cuando oyó pronunciar el no a la condesita y vio sacar la espada al airado conde, pero pasado ese momento y dirigiendo la vista a donde estaban el obispo y Mariana, a quien creyó muerta, comenzó a llorar y a lamentarse de una manera estrepitosa, por más que quería contenerse y que se tapaba la boca con su pañuelo.
Los curas revestidos con sus casullas resplandecientes de oro, se agruparon en derredor del obispo, dejaron el altar en desorden, el libro de los Evangelios encuadernado de nácar, cayó al suelo y se rompió y desencuadernó; los muchachos acólitos tiraron los incensarios, esparciéndose en la alfombra los carbones ardiendo, y fueron a ocultarse debajo del púlpito, y el desorden e indecisión era mayor a medida que se notaba que los que estaban delante, empujados por los de atrás, concluirían por romper las barandillas de ébano y plata que los separaba de las gradas del altar.
El conde y el marqués, que notaron el peligro que corrían de ser atropellados, arrollados y pisoteados por la multitud, se encararon con espada en mano, y desafiaron a la turba irritada y ya deseosa de dar una conclusión trágica y definitiva a estas extrañas y desgraciadas bodas.
—¡Atrás, canalla! —gritó el conde con una voz de Estentor—. El primero que se atreva a dar un paso más, lo traspaso con mi espada.
Y en efecto, blandía furioso el acero, quería saltar la barandilla y comenzar a herir a los que ocupaban la primera fila. El movimiento de avance se suspendió, y al murmullo amenazador sucedió el silencio más completo. Tanto así impone la decisión terrible de un hombre valiente que desafía a la muerte; pero todavía fue más eficaz la voz de don Remigio. Observando que su hijo Juan, arrastrado casi por el practicante, no estaba ya en la capilla, subió al altar, se interpuso entre el marqués, el conde, el obispo y la condesita desmayada, de suerte que no podían hacer uso de sus espadas sin tocarlo a él. Este movimiento estratégico del administrador tenía por objeto impedir el derramamiento de sangre en la iglesia, y socorrer pronta y eficazmente a su querida ama, que con trabajo sostenía el obispo. Tan preocupados estaban los actores de estas escenas, que no advirtieron la presencia del administrador, el que, aprovechándose del momentáneo silencio, se dirigió a los que formaban el tumulto y les dijo unas cuantas palabras en un tono enérgico a la vez que afectuoso, que calmó los ánimos, y en vez de avanzar, fueron abandonando la capilla, hasta que quedó vacía. Entonces él mismo cerró la puerta, se dirigió al altar, tomó en sus brazos a Mariana (y era lo que más importaba) y la condujo por la sacristía, que se comunicaba con la casa, hasta su alcoba, depositándola en su lecho, y regresando a la capilla.
Sin oponerse los altos personajes a lo que hizo don Remigio, quedaron en silencio y en la actitud que estaban, esperando, sin duda, ser guiados por el que había tenido la influencia necesaria para contener el desorden.
—Señor conde —dijo respetuosamente don Remigio— le ruego a usía que pase a su habitación. Lo que ha ocurrido es muy terrible, y necesita usía calmarse y reposar.
El conde envainó su larga espada, se volvió hacia el marqués, le echó una de esas miradas que significan sangre y muerte, y con pasos lentos y majestuosos entró a la sacristía, paso a sus habitaciones, arrojó la espada por un lado, el uniforme por el otro, y se echó en el lecho, murmurando con una voz ahogada y ronca como si fuese el estertor de un moribundo.
—¡A él, a ella, a todos los he de matar, a la canalla insolente también! Remigio es el único hombre que quedará vivo, el único en el mundo que me respeta y me quiere. ¡Maldita humanidad, viles, miserables, malditos gusanos!…
Su voz expiró en su garganta, y dando una vuelta nerviosa enterró su cabeza en los almohadones.
Desembarazados los personajes que quedaron en la capilla del cuidado que les inspiraba la desgraciada condecita, y de la presencia del feroz conde, recobraron el uso de la palabra y entraron en una calma relativa, tratando de consultar con don Remigio lo que sería conveniente hacer después de las rápidas pero conmovedoras escenas que acababan de pasar.
—La gente se ha insolentado —les dijo don Remigio— y trabajo nos va a costar volverla al orden; lo que van a solicitar, es ver a la señora condesita muerta o viva, y ya pensarán sus señorías que eso es por ahora imposible. Lo primero que hay que hacer, es cuidar de la seguridad de la casa. Les ruego me esperen un momento, y cuando vuelva, pensaremos lo que se ha de hacer; mi mayor cuidado es en este momento por el señor conde. Si llega a saber que continúa el tumulto y el desorden, es capaz de salir solo con su espalda, y verdad es que matará a muchos, pero al último lo harán pedazos.
—Si tal hace —interrumpió el marqués— yo estaré a su lado, es mi deber.
—De poco o nada servirá el sacrificio de usted, señor marqués le contestó don Remigio Ya tentaremos otros medios. No dilato.
Y desapareció por la sacristía.
Lo primero que hizo fue dirigirse a las habitaciones del conde. Éste continuaba en su lecho, hundida la cabeza en los almohadones.
Don Remigio salió de puntillas, y un siniestro pensamiento pasó por su cabeza:
—Si por fortuna se hubiese ahogado con los almohadones, todo cambiaría de aspecto, y la condesita podría ser todavía feliz. Juan no estará lejos.
De las habitaciones del conde, y arrepintiéndose a medias de lo que entre dientes había murmurado, pasó a las de la condesa. Las camaristas la habían desnudado, colocado en su lecho, y haciéndole respirar vinagre, trataban de volverla en sí.
Don Remigio acercó su oído al pecho de Mariana. Su corazón latía y su respiración, aunque débil, tenía cierta regularidad.
¿Entre la vida del conde y la de su hija?… Ni qué vacilar.
Recomendó el mayor cuidado a las criadas mientras él volvía, y continuó por todos los cuartos y vericuetos de la casa, cerrando puertas y ventanas, bien que todas las que daban a la calle tuviesen gruesas rejas de hierros. En seguida subió a la torre de la capilla, ocultándose entre las columnas y macizos de modo de no ser visto.
El rápido examen que pudo hacer no dejó de ponerlo en cuidado. Un gentío inmenso, que parece que había brotado de la tierra, ocupaba la calzada principal y se extendía por todo el derredor de la casa. Los alegres campamentos se habían convertido en otros tantos focos de rebelión, y los mozos mismos del conde y del marqués parecían mal dispuestos, pues presenciaban con cierta alegría, desde las caballerizas y sentados en las piletas, el movimiento de insubordinación de los que habían venido de los ranchos y de las aldeas a asistir al matrimonio, y que en ese momento eran otros tantos enemigos. Según pudo comprender don Remigio, los de los campamentos habían resuelto quemar las puertas de la iglesia, juntaban los trozos de leña y ramajes que les habían servido para calentar su comida, y se afanaban para acumular todo este material en la puerta de la capilla.
Don Remigio descendió y dio parte a los que lo esperaban de lo que había observado desde la torre, añadiendo que creía urgente que, en cualquier sentido, se tomase una resolución, pues de lo contrario era seguro que quemarían la puerta de la iglesia, y enfurecidos con este triunfo, seguirían con la hacienda.
El marqués de Valle Alegre, caballero y valiente como era, fue de opinión que los criados que había dentro de la casa, que pasaban de veinte, se armaran, y que él, en su caballo favorito, se pondría a la cabeza, cargaría sobre los amotinados y los reduciría a la obediencia.
La señora doña Pomposa, que con tan buena gana había venido a servir de madrina, sufría las más crueles angustias, pero por su educación y carácter, grave disimulaba lo que más podía; aunque no pudo menos que oponerse a la resolución del marqués.
—Van a hacer a usted pedazos, señor marqués, con todo y sus mozos, y a nosotros, una vez que abran las puertas de la casa, nos asesinarán sin piedad.
En esto el ruido y vocerío aumentaba tanto, que se podían oír las injurias que dirigían al conde, exigiendo que don Remigio les presentase a la condesa o les asegurase bajo su palabra que no estaba muerta.
—El deber sagrado de mi alto ministerio —dijo el obispo con una voz solemne— me ordena hacer un sacrificio y exponer mi vida para salvar la de los que viven en esta hacienda.
Y acabando de pronunciar estas palabras, abrió el sagrario, sacó una custodia de oro con la santa hostia consagrada, la tomó en sus dos manos, y continuó diciendo con una profunda convicción:
—No se atreverán a profanar el Santo Sacramento, y si lo hicieren, Dios se encargará de castigarlos, y pagarán muy caro la sangre que derramen. El que quiera y tenga la fe y la confianza en Dios que me anima, que me siga. Los que sean débiles de corazón y no crean que la Providencia protege y vela por los inocentes, que se queden y oculten en lo más recóndito de la casa. Don Remigio, abra usted de par en par las puertas de la iglesia.
Y sin esperar respuesta alguna, se adelantó hasta la puerta, que don Remigio trataba de abrir lo más despacio que podía, no confiando mucho en el éxito.
El marqués de Valle Alegre se colocó él primero al lado derecho del obispo, y sacó su espadín, blandiéndolo con coraje, como si ya estuviese luchando con la turba que rugía afuera.
—Nuestra misión es de paz y no de sangre, señor marqués —le advirtió el obispo—. Envaine usted su espada. Haría muy mal efecto un arma junto al relicario que encierra al Dios vivo.
El marqués de Valle Alegre sin replicar, envainó su espada.
El marqués del Apartado, sereno y perfectamente tranquilo, como si nada hubiese pasado, se colocó al lado izquierdo del obispo, saludándolo dignamente con la cabeza, como aprobando la resolución que habla tomado, y le dijo:
—Señor obispo, es usted un digno prelado que honra a la iglesia mexicana. Aquí me tiene usted a su lado.
Doña Pomposa, con más entereza y resolución de la que puede suponerse en una mujer, se colocó detrás del prelado, y los curas, temblando dentro de sus casullas doradas, la siguieron sin poder pronunciar una palabra, tal era el pánico que les había sobrecogido desde que comenzaron y se sucedieron rápidamente las escenas que hemos tratado de referir.
Don Remigio se decidió, abrió las puertas de par en par, y fue el primero que salió al atrio.
El obispo alzó la custodia de oro y bendijo con ella a la multitud turbulenta y gritona, diciendo en voz alta, perceptible y solemne.
—La paz sea con vosotros, hijos míos. Os bendigo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y esta santa bendición alcanzará a vuestros hijos.
Como si un profeta de otros tiempos hubiese hablado, un silencio profundo sucedió al clamoreo insano. Parecía que hasta los animales que lo acompañaban con su desacorde ruido, sintieron la influencia de la pacífica exhortación del venerable obispo. Las gentes que estaban cerca lo escucharon sin perder una palabra, cayeron de rodillas, y las que estaban más lejos, con sólo ver la custodia de oro con que los bendecía, hicieron lo mismo. El pueblo estaba ya dominado y la batalla ganada sin necesidad de la tizona del conde (que permanecía en su lecho como un insensato) ni del espadín del marqués de Valle Alegre.
La improvisada procesión se abrió paso entre la multitud compacta y ya respetuosa. El obispo repetía sus exhortaciones de paz, bendecía de nuevo con la custodia, y don Remigio les aseguraba en seguida que la condesita no había muerto, que lo que tenía era un pasajero desmayo; pero luego que se repusiera, saldría al balcón y saludaría a sus queridos labradores en señal de gratitud por el interés que tomaban por ella.
Así, el santo obispo, triunfante, lleno de gozo, dando fervientes gracias al todopoderoso, recorrió los campamentos y, cuando regresó a la iglesia, la gente había vuelto a la calma más completa. Los unos tornaron a sentarse con los suyos en los campamentos a comentar los sucesos a su manera y a consumir el resto de las provisiones; los otros ganaban lentamente las calzadas, dirigiéndose a su pueblo.
Cuando vino la noche, llena de sombras y de siniestras nubes, la soledad y el silencio más profundo reinaban en la hacienda del Sauz.
En la capilla oscura, el obispo, los marqueses, los curas, doña Pomposa y don Remigio, caían también de rodillas ante la custodia de oro colocada en el altar, daban gracias a Dios por haberlos salvado del inminente peligro que corrieron, y le rogaban con las lágrimas en los ojos que se apiadara de la desgraciada condesita.