XXXII. La venganza de Gordillo

La capilla estaba alumbrada apenas por la vacilante llama de una lámpara que ardía delante del altar del Santísimo Sacramento y los personajes, concluida su oración de gracias, permanecían arrodillados y silenciosos en la oscuridad, sin saber qué hacer. Su posición era, en efecto, difícil. Partir a esas horas para las ciudades de donde habían venido, no era posible. ¿Quedarse en la hacienda, expuestos al tratamiento brutal del conde, a quien creían todavía frenético por el funesto desenlace que había tenido la boda? Tampoco. En una y otra cosa, el tiempo había pasado, los delicados manjares se habían quedado en la cocina y en el comedor esperando a los novios y a los convidados.

Ni el obispo ni los curas se habían desayunado; ni doña Pomposa, que se había propuesto comulgar; y la parte material de la humanidad, pasado el conflicto, reclamaba el sustento diario.

Don Remigio, poco instruido, a no ser en las prácticas usuales de la agricultura, era, sin embargo, hombre de talento natural, de una rectitud y honradez que estaba en su naturaleza y, sobre todo, de un buen sentido práctico y propio para tener contentas a las personas con quienes trataba. Su posición misma de administrador o, mejor dicho, de amo de la finca cuando el conde no estaba en ella, le había dado la norma de lo que en ciertas y determinadas ocasiones tenía que hacer.

Dejó obrar al obispo, porque mejor que nadie conoció la impresión que había de hacer en la multitud la presencia de un prelado con el Santo Sacramento en las manos, y después de una breve vacilación se resolvió a abrir la puerta de la capilla, persuadido de que, si lo que iba a hacer no surtía efecto, menos lo había de surtir cualquier otra cosa que se imaginase, incluso el empleo de la fuerza.

En esta vez se revistió de cierta energía, que se notó aun en su voz, y creyó deber asumir el carácter de amo de la finca, pues el que lo era había cometido tantos desaciertos y probablemente se disponía a cometer otros nuevos.

—Señor obispo —dijo— me permitiría Su Ilustrísima que, en ausencia del señor conde, pues como ausente lo debemos considerar visto el estado de irritación en que se halla, sea yo el que mande en esta hacienda y haga sus veces.

—Nada mejor que eso, señor don Remigio —le contestó el obispo— pues la verdad que, después de lo que ha pasado, estamos en la más cruel indecisión y no sabemos qué partido tomar, ni qué tenemos que decirle al conde por la extraña conducta que ha tenido no sólo con su pobre hija, sino con personas respetables a quienes debía la más completa hospitalidad, puesto que nos invitó para venir a su casa y estábamos muy lejos de que, en el hogar preferido de un noble caballero, pasasen tan singulares como dolorosas escenas.

Don Remigio encendió cuatro velas de cera del altar mayor, y con esto disminuyeron las sombras espesas de la capilla, a medida que adelantaba la noche y el cielo se cubría cada vez más de nubes negras y espesas.

—Los señores curas pueden pasar a la sacristía a desnudarse de sus sagradas vestiduras; no hay ya ningún peligro, y la hacienda y la ranchería están en la más completa quietud.

Los curas en efecto, salieron en ese instante de su atarantamiento y, uno tras otro, tomaron el camino de la sacristía. El obispo se sentó en uno de los sillones, y el marqués de Valle Alegre y el del Apartado hicieron otro tanto, sin hablar una palabra. Doña Pomposa significó que deseaba ser conducida a su recámara, pues el estado de su corazón era tal, que creía que si permanecía media hora más, prorrumpiría en dolorosos gritos.

Don Remigio dio el brazo a la señora doña Pomposa y suplicó a los demás que lo esperasen un momento.

Colocó a la infortunada madrina en su alcoba, y le dejó dos camaristas para que la asistiesen. Fuese en seguida a las habitaciones del conde resuelto a hablarle con energía e impedir que continuase en la noche el escándalo de la mañana. Por fortuna lo encontró en la misma posición y medio sofocado por la cólera y por el calor de los almohadones.

—Señor conde —le dijo con voz respetuosa, pero enérgica—, usía se halla en un estado tal que puede decirse que está enfermo; lo que de pronto le conviene en el reposo y el silencio más absoluto, pues cualquier conversación con las personas que están en la hacienda, renovaría la pena tan grande que ha tenido en este desgraciado día.

Reuniendo la exhortación a la acción, tomó al conde por la cintura y lo colocó en el canapé. Arregló él mismo el lecho, acabó de desnudarlo y lo acostó. Éste no chistó una palabra; no preguntó por Mariana ni por los marqueses, ni por nadie más, y murmurando quién sabe cuántas cosas ininteligibles, dejó a su administrador hacer cuanto quiso; bebió un medio vaso de vino, comió una rebanada de pan y se acomodó en su lecho, dócil como un niño o como un insensato. Es que su cabeza ardía y que estaba atacado de una fiebre nerviosa. Don Remigio salió de la pieza, cerrando la puerta y echándose la llave en el bolsillo quedó por ese lado tranquilo, pues temía que, por impulsos de la fiebre y la rabia, intentase matar o, por lo menos, maltratar a su hija o cometer algún desmán con las personas que tenían forzosa necesidad de permanecer en la hacienda. Se reservaba el visitar la recámara a cada momento y servirle alimentos y medicinas calmantes, según las necesitase.

Pasó en seguida a la alcoba de Mariana. Había vuelto en sí del síncope que le acometió en la capilla. El extraordinario esfuerzo nervioso para pronunciar la palabra solemne que causó tan grande trastorno en todos los circunstantes, había agotado sus fuerzas, y los miembros todos de su cuerpo tenían una flojedad tal que parecía más bien un cuerpo de seda lleno de salvado; se la levantaba un brazo, y lo dejaba caer como si no tuviese ya nervios ni huesos, y así su cuello, su cintura y todo. De cuando en cuando entreabría sus grandes ojos negros y los volvía a cerrar, goteando del párpado una lágrima. Don Remigio apeló al bien surtido botiquín y ordenó a las camaristas le diesen fricciones espirituosas, además de cuantos remedios caseros que, con más o menos éxito, se emplean en las poblaciones que carecen de médicos. Habría mandado de buena gana buscar al practicante; pero pensó que no estaría ya en el pueblo, sino caminando con Juan con dirección a la capital o a otro rumbo. Una copa de vino generoso, que con trabajo y a cucharaditas hicieron beber a la condesita, pareció reanimarle un poco; abrió bien los ojos, miró a don Remigio con una expresión de tierna gratitud, se volvió del otro lado sin el auxilio de las camaristas y pareció que un sueño tranquilo había venido en su auxilio para hacerle olvidar por algunas horas sus terribles desgracias.

Resuelto don Remigio a no abrir la puerta de la habitación del conde, aun cuando intentase echarla abajo si despertaba de su letargo, y algo tranquilo respecto a la salud de la condesita, fue al gran comedor, mandó que retirasen los abundantes manjares y vinos de que estaba cubierta la mesa, y que se dispusiera una modesta cena en el comedor chico; exhortó a la servidumbre para que guardasen el respeto, la obediencia y compostura con que acostumbraban servir, y regresó a la capilla, invitando afablemente a los huéspedes a que lo siguiesen. Después de que cambiaron ropa en sus recámaras, concurrieron al pequeño comedor.

La cena fue silenciosa, una verdadera cena de tristeza y de duelo, pues cada uno tenía aún, según su carácter y posición, impresiones diversas pero igualmente desagradables. Se atravesaron muy pocas palabras. El marqués de Valle Alegre, hombre de mundo y bien educado, procuraba disimular, cumplimentaba a los demás con una gracia exquisita, y decía con cierta indiferencia:

—¡Cosas de la vida! ¡Cosas de la vida!

El marqués del Apartado, con igual indiferencia, respondía:

—Los hombres nobles y de experiencia son superiores a imprevistas contrariedades, señor marqués.

El obispo añadía:

—La voluntad de Dios y nada más. Es necesario inclinar la cabeza y resignarse. Quizá lo que ha pasado, y que llamamos con justo motivo una desgracia, ha evitado otras mayores.

Don Remigio, con un tacto delicado, no permitía que la conversación se entablase entre los personajes presentes, y con motivo de los manjares o de los vinos, terciaba obsequiándolos como si la cena no hubiese sido precedida de lamentables acontecimientos. Así se pasó hasta la media noche, en que cada uno tomó el camino de su habitación. El resto de la noche fue relativamente tranquilo.

Antes de salir el sol, don Remigio estaba a caballo y en el campo, ordenando los trabajos y designando a cada uno la labor que le tocaba. Encontró a la gente enteramente sumisa. Los alborotadores, que eran en su mayoría de las aldeas vecinas, se habían marchado y no pensaban en volver más a la hacienda.

Acabado esto y tranquilo por esa parte el administrador, regresó al interior de la casa para examinar el estado en que se encontraba cada uno de los que la habitaban.

El conde estaba atacado de una fiebre violenta; el obispo y el marqués del Apartado, le manifestaron sus deseos de regresar a su domicilio, con pretexto, o en realidad, porque tenían negocios urgentes y querían no sólo alejarse, sino olvidar el día tormentoso y desagradable que habían pasado. Doña Pomposa se empeñó en quedarse para cuidar a Mariana, la cual continuaba en el mismo estado de postración y de debilidad. Hablaba con los ojos, pero sus labios no pronunciaban ninguna palabra.

El marqués de Valle Alegre durmió hasta la hora del almuerzo, en que fue preciso despertarlo, y manifestó la intención de permanecer en la hacienda hasta que el conde muriese o recobrase la salud.

—No es posible —dijo— que yo me separe sin despedirme de él y que arreglemos cuentas.

Tal declaración, hecha con cierta frialdad e indiferencia, no dejó de alarmar a don Remigio; pero no dijo nada, y se dedicó a preparar el viaje del obispo y del marqués del Apartado, que partieron en sus carruajes después del mediodía, escoltados por los mozos de la hacienda.

—¿Qué cuentas serán las que tiene que arreglar el marqués? —pensó don Remigio. Sin duda recoger las alhajas que había dado a la condesa, puesto que el matrimonio no se había verificado, y esto le parecía muy natural, y con tal de evitar una discusión entre los dos orgullosos personajes, él mismo habría tomado la responsabilidad de entregárselas, pues sabía dónde se hallaban, y estaba seguro de que Mariana, cuando estuviese capaz, se lo aprobaría, no queriendo ni debiendo quedarse con regalos de tanto valor; pero no era eso lo que quería el marqués, sino otra cosa más seria.

Las palabras que el obispo dijo en la capilla al administrador, le entraron directamente al corazón y lo llenaron de vergüenza.

—Si el obispo, que es todo humildad y paciencia, se ha ofendido de la manera verdaderamente brutal con que se ha conducido el conde en un lance inesperado que exigía la mayor prudencia, ¿cómo he de partir de esta hacienda sin tener una explicación con él? De satisfacerme tiene, luego que le pase el acceso de fiebre que le ha ocasionado su infernal carácter, o nos veremos las caras.

A estas reflexiones que le sugería el orgullo de noble y la delicadeza de caballero, el marqués de Valle Alegre añadía otras de carácter más grave, y no imaginaba cómo podría salir de su situación. Las alhajas que había regalado a Mariana valían seguramente cien mil pesos. ¿Cómo pedírselas, ya al conde, ya a la misma novia que lo había desdeñado? ¿Perderlas? Tampoco se resignaba a ello, atendido el mal estado de sus intereses.

Contaba, para acallar murmuraciones y restablecer la paz turbada en su familia por la escasez de dinero, con los trescientos mil pesos que el conde le había prometido entregar en la Casa de Moneda de México. Roto y para siempre el enlace con su prima ¿qué papel iba a hacer a México con las manos vacías? ¿Qué dirían, además, sus parientes, sus numerosos amigos y el licenciado Olañeta, que tanto había combatido sus ligeros e irreflexivos proyectos? ¿Cómo podría soportar el ridículo papel de novio despedido violentamente ante la burlona sociedad de México? ¿Cuál era su porvenir de noble sin un peso y de galán despedido ignominiosamente? De verdad, y en cuanto a lo moral, su situación era peor que la del conde. Cuando pensaba en esto, a las horas de recogerse o en sus solitarios paseos por los campos de la hacienda, se ponía nervioso, no se aguantaba a si mismo, y no encontraba más solución que provocar al conde, matarlo o morir si la suerte le era adversa; pero al menos el honor quedaba salvado.

Pasaron dos semanas en una calma relativa. El conde, en su lecho recargado de cortinajes, parecía una momia. La fiebre había desaparecido, pero en su lugar, el régimen impuesto por don Remigio, que se reducía a no darle más que agua de limón, había ocasionado una postración y una debilidad tal, que trabajo le costaba mover los brazos.

Mariana mejoraba cada día, gracias a los cuidados de su madrina, que no se separaba de ella más que unas cuantas horas en la noche, pero desde que pronunció el no había entrado en un mutismo tal, que cuantos esfuerzos se hicieron para hacerla hablar fueron inútiles.

Don Remigio escribió a Agustina, y le mandó un avío para que viniese a la hacienda, dejando depositado en la Casa de Moneda y a nombre del conde, el dinero que tuviese existente, quedando el escribiente encargado de la casa de Don Juan Manuel y de los pocos asuntos que se ofreciesen. Esperaba que la presencia de esta antigua servidora influiría en mejorar mucho la salud y la existencia de la condesita, y dejaría libre a doña Pomposa para regresar a su casa. Poco le importaba al administrador que el conde aprobase o no su conducta. Él obraba en el sentido que más convenía a los intereses de sus amos, y con esto quedaba satisfecho. Cansado de sufrir al conde, y ya viejo y con el dinero que tenía ahorrado, se habría marchado a la frontera a vivir con Juan; pero no le era posible abandonar a Mariana, a quien amaba como si fuese su hija, ni mucho menos desde que las cosas habían tomado un sesgo tan peligroso; así, se decidió a obrar y hacer frente a los caprichos y a las excentricidades del conde.

En cuanto al marqués de Valle Alegre, comía y dormía bien, platicaba de cosas indiferentes con don Remigio, montaba a caballo, hacía largas excursiones a los lugares más pintorescos del país y no daba trazas de ponerse en camino. Don Remigio llegó a pensar que se proponía intentar la conquista de Mariana y persuadirla, por medio de la dulzura y de atenciones delicadas, a que volviese al altar y que, con asombro de todos, dijese en vez del no fatal que dio motivo para tan complicados y graves acontecimientos. Pero no, el marqués estaba muy lejos de pensar en ese extremo imposible. Lo que quería era que el conde se repusiese, adquiriese salud y fuerza, para entonces penetrar a sus habitaciones, despedirse de él y marcharse en seguida, pudiendo decir en México algo que disminuyese el ridículo de su regreso.

Y el conde, como si tuviese los mismos deseos que el marqués, se repuso muy pronto. Devoraba más bien que comía; bebía los vinos más añejos, se mostraba dócil y contento con don Remigio, que era el único a quien trataba, pues él mismo le servía en las comidas y una camarista se encargaba del aseo cuando el conde entraba a la biblioteca, donde permanecía largas horas recostado en mullidos sillones. De Mariana, ni una palabra, como si no existiese. La misma conducta en ese sentido había observado el marqués de Valle Alegre.

—Tanto mejor —decía para sí don Remigio.

Pasaron semanas y las cosas guardaban el mismo estado. El marqués había despachado su avío a México, quedándose sólo con tres criados su famoso caballo y un carruaje ligero, y había escrito a su familia que pronto regresaría con su esposa. El conde se ocupaba de sus asuntos con don Remigio, montaba a caballo y salía a recorrer los campos, evitando el encontrarse con el marqués. Mariana, repuesta un tanto físicamente, en lo moral se veía que ganaba poco y continuaba su mutismo, entendiéndose por señas con don Remigio y con doña Pomposa, que la colmaba de atenciones. El practicante hizo de riguroso incógnito una visita a la hacienda, e informó a don Remigio que Juan, su hijo, se había incorporado con una banda de hombres desalmados que con el carácter de pronunciados, merodeaban por Jalisco infundiendo el terror en las haciendas y pueblos del Estado. Por lo pronto ésta fue una invención del mediquín para decir algo a don Remigio, y tener motivo para visitar la hacienda e informarse de lo que pasaba y dar noticias a Juan cuando conviniere y pudiese hacerlo. En el fondo, el practicante estaba de lo más contento y satisfecho: Mariana no se había casado, y la sublevación que promovió había dado a entender a la nobleza de provincia lo que valía un pueblo irritado contra sus constantes y eternos opresores.

La situación era tirante y no podía prolongarse. El marqués se decidió a salir de ella de cualquier manera.

Una mañana se levantó frotándose las manos con cierto contento, como quien ha recibido una buena noticia o como el que está en momentos de realizar alguna empresa amorosa.

—No hay cosa peor que la indecisión —se dijo; se lavó, peinó con cuidado su abundante cabello y su brillante barba, y se vistió con más esmero y coquetería que lo que acostumbraba; salió de su habitación, se dirigió a la del conde y tocó recio la puerta.

—¿Quién se atreve a tocar mi puerta de esa manera? —dijo el conde con voz que denotaba se enojo, pues, en efecto, nadie, con excepción de don Remigio, se atrevía a penetrar a sus recámaras sin haberle pedido permiso el día anterior.

—No creo necesitar permiso para visitar a mi primo el conde, cuya salud me interesa demasiado —respondió el marqués de Valle Alegre, y empujando la puerta se presentó ante el conde que, envuelto en su rica bata de terciopelo carmesí, tomaba en ese momento su desayuno.

El conde se puso en pie rápidamente, y al hacer el movimiento tiró el servicio de plata, que rodó por el suelo. El marqués no se fijó en esto, desvió con el pie una taza que había caído cerca de él y manchado ligeramente su pantalón.

—No he querido marcharme de la hacienda —continuó el marqués con el desembarazo y la tranquilidad de un hombre resuelto a todo— sin tener una explicación necesaria. He esperado que pasase la crisis, que la salud fuese completa y que os repusieseis de la debilidad ocasionada por la enfermedad y la dieta, por lo que pudiera resultar…

—¿Me proponéis un desafío? —le interrumpió con altanería el conde.

—Precisamente un desafío, no. De pronto, pido sólo una explicación, y por ligera y vaga que ella sea me conformaré. Quiero olvidar no sólo que soy pariente del conde de San Diego del Sauz, sino el día desgraciado en que pisé las tierras de la hacienda; de modo que, al marchar, sacudiré, como los apóstoles, el polvo de mis sandalias.

—Es más que un desafío, es un insulto cobarde el que me hacéis.

—Precisamente cobarde, no; es lo que siento, y no quería marcharme sin decirlo. ¿Para qué fingir después de lo que ha pasado?

—Bien, acabemos —dijo el conde—. ¿Qué género de explicación queréis?

—La que debéis al santo obispo; la que debéis a esa señora rica a quien habéis convidado a vuestra casa; la que es necesario deis al marqués del Apartado y a mí, que somos nobles y caballeros como vos, y que, además, sabemos tener bien en el puño una espada de Toledo.

—¡Desafío, insultos y amenazas! —gritó el conde—. ¡Vive Dios! ¡No sé cómo sufro todo esto, y cómo a vuestra primera palabra no os he castigado como merecéis!

—¡Castigado, decís! —interrumpió el marqués—. Eso merece risa y nada más; pero bajad la voz y pensad que soy vuestro huésped, que estoy en vuestra recámara solo y desarmado, y que cualquier cosa que intentéis, no está bien a vuestra cuna ni a vuestro valor. No os hago la injuria de pensar que vos, que manejáis bien la espada, me queráis asesinar. Permitid que os acabe de decir el motivo de mi queja, y después estoy a vuestras órdenes.

—Perdonad un movimiento de mi carácter violento —dijo el conde—. Podéis pedir cuando os venga a la boca, seguro de que no os tocaré el pelo de la ropa.

—Sería difícil —le interrumpió el marqués.

—Y que arreglaré las cosas de modo que podamos terminar en otro terreno la querella —continuó el conde, sin darse por entendido de lo que, sonriendo desdeñosamente, le dijo el marqués.

—Si no me hubiese yo conducido como un niño de escuela, podría decir que me habéis engañado al llamarme a esta hacienda para casarme con Mariana; pero dejemos eso a un lado, pues, en resumen, veo que es una víctima del despotismo paternal que excede, y con mucho, de los límites racionales. Lo que no os perdona el obispo, ni mucho menos yo, es que en un templo hayáis sacado la espada para herir a una mujer indefensa; y esa mujer era nada menos que vuestra hija. Eso es horroroso e indigno, señor conde; os lo digo frente a frente, tentado me vi de traspasaros de parte a parte con mi espadín.

—Sois un insolente, marqués —dijo el conde con una voz como salida de una caverna del infierno, y adelantándose hacia él— y no os arrojo al suelo a bofetadas, porque…

—¡Atrás, miserable! —le contestó el marqués—. Os conozco y no vine desprevenido. Si dais un paso, os traspaso el pecho con este puñal.

Y al mismo tiempo sacó del bolsillo del costado de su levita un largo y afilado cuchillo toledano.

El conde retrocedió y cayó temblando de cólera en el sillón en que poco antes estaba sentado tomando su desayuno.

—¡A muerte! —gritó.

—¡Sí, a muerte! —respondió el marqués—. Cuanto más pronto mejor.

—¡Salid! ¡Salid de aquí! ¡Pronto os mandaré buscar!

—Cuando queráis. No abandonaré la hacienda sin volveros a ver con la espada en la mano.

El marqués salió, pálido y demudado; pero pronto se repuso, cambió de traje, montó en el caballo que todos los días estaba ensillado a esas horas y echó a correr por los campos hasta la hora del almuerzo, en que se presentó en el comedor, donde lo esperaba don Remigio. Almorzó con apetito, y estuvo tan alegre y chancero como de costumbre, de modo que el administrador ni pudo sospechar que poco antes había tenido tan terrible altercado con el conde.

Pasaron cuatro días, durante los cuales permaneció el conde encerrado en su biblioteca escribiendo cartas, desatando legajos y arreglando papeles. El sábado llamó a don Remigio y le dijo:

—Estos negocios del matrimonio de Mariana me han ocasionado entre tantos disgustos, el de enajenarme la amistad y la consideración de gentes a quienes estimo. Fue ligero, la cólera me cegó y debo una satisfacción, la más amplia, al obispo y al marqués del Apartado. Aquí están dos cartas escritas, no sólo con una exquisita cortesía, sino hasta con humildad y como jamás las he escrito a nadie; pero reconozco mi falta y es necesario que la satisfacción sea tan grande como la ofensa.

Don Remigio, con la cabeza y con la expresión plácida de su semblante, manifestaba su aprobación y el contento que le causaba el que su amo volviese al estado de racional y hubiese desaparecido del todo la locura furiosa que lo impulsó a cometer tantos desaciertos, comenzando por el de pretender forzar la voluntad de su hija.

—Veo —dijo el conde— que apruebas el paso que voy a dar; pero no basta eso, sino que tú mismo lleves las cartas, las entregues en mano propia y añadas de viva voz, en mi nombre, cuanto te parezca conveniente, hasta que esos personajes tan respetables queden enteramente contentos y obtengas una contestación, que me traerás inmediatamente.

Don Remigio pensó en el acto que el conde trataba de quedarse solo para cometer algún acto de violencia con su hija, y dijo:

—Las labores de la hacienda exigen en estos momentos mi presencia en el campo, señor conde; el mayordomo está en cama, y si yo falto, de seguro que se pierden algunos miles de pesos. Es necesario, además, hacer una corrida para separar caballos de cuatro años, pues hay un pedido de México, seguramente para la feria de San Juan de los Lagos.

—Todo esto lo haré yo, y sabes bien que cuando quiero, soy mejor administrador que tú. Estoy más fuerte que antes de la fiebre; los disgustos van pasando, y me hará mucho bien correr por los campos en vez de estarme entre las cuatro paredes de mi biblioteca. Por otra parte, tengo la compañía de mi primo el marqués, al que daré todavía más amplia satisfacción que al obispo; ya lo creo, mucho más completa. Así, no hay que inventar obstáculos ni que replicar una palabra. Mañana a la madrugada te pondrás en camino para Durango. Ve con Dios.

Don Remigio salió de la habitación del conde para disponer su viaje, sin atreverse a replicar; pero con el corazón grueso, y seguro de que sucedería una gran desgracia durante su ausencia.

Al concluir la cena, y retirados los criados, dijo al marqués:

—Mañana salgo para Durango; el conde ha sido inflexible y me despacha con unas cartas que bien podían ir por el correo. Algún designio tiene y no le conviene que yo esté en la hacienda. Señor marqués, si no me juráis velar y defender a esa desgraciada criatura, que está como una insensata a causa de la bárbara conducta de su padre, suceda lo que suceda, no partiré.

El marqués, naturalmente, pensó que el conde despachaba a su administrador a causa del desafío que iban a tener, y no porque tratase de hacer nada en contra de su hija; así, no tuvo dificultad en prometer a don Remigio cuanto quiso y, por otra parte, pensó que, pues estaba seguro de matar al conde, nada, aunque quisiese, podría hacer en daño de Mariana.

Don Remigio partió, en efecto, a la madrugada.

Concluyendo de almorzar, uno de los criados entregó al marqués una carta del conde:


Primo —le decía— perdón si os he hecho esperar. He empleado estos días en arreglar mis papeles, en añadir algunas cláusulas a mi testamento y en dejar a Remigio (a quien he alejado por el momento), las instrucciones necesarias para que haga después de mi muerte lo que en ellas digo, entre otras cosas, que recoja en la habitación de Mariana las alhajas que le habéis regalado y os las devuelva, pues el matrimonio no tuvo efecto. Dejo, además, un legado de $ 50,000 para mis primas, vuestras hermanas. No por esto vayáis a creer que desisto de que arreglemos, por medio de las armas, nuestra querella, ni pretendo daros una satisfacción, ni os daré jamás otra que no sea con la punta de mi espada.

Me encontraréis con la más completa calma, y todo lo arreglaremos como se hace entre nobles y entre caballeros.

Os espero en la biblioteca mañana a las diez en punto. Os aconsejo que no almorcéis. Estaríais pesado y podría yo mataros con ventaja.

Os saluda vuestro primo,

El Conde del Sauz.
 

—¡Extraña carta! —dijo el marqués cuando la acabó de leer—. Después de la escena de antes no esperaba yo que se condujera así. Este hombre está loco, no hay remedio, y tendré que matarlo, pues si con motivo del legado a favor de mis hermanas, esquivo el duelo, lo que bien podría hacer, me llamará cobarde, es capaz de caer sobre mi a bofetadas, cosa indigna y propia de cargadores y gente baja… Vamos, y Dios dirá lo que ha de ser.

A la mañana siguiente, de acuerdo con lo indicado por el conde en su carta, el marqués se vistió de una manera conveniente para la circunstancia, y escribió una carta a don Pedro Martín de Olañeta, por si le cupiese la suerte de ser atravesado por el conde, encargando en un papel a don Remigio que la encaminase a su destino. Colocó todo en un lugar visible de la mesa y, sonando las diez, puso los pies en el umbral dé la puerta de las habitaciones del conde.

Recibiólo un criado, que era el cochero José Gordillo, a quien, según recordará el lector, mandó atar el conde a la rueda de su coche y azotarlo cruelmente.

El conde había conservado a Gordillo como cochero para acreditar ante las gentes de servicio que, después de haberlo castigado, no le tenía miedo y se aventuraba con él solo por los potreros y caminos; el cochero había, a su vez, continuado en el servicio porque tenía un buen sueldo y con la esperanza de vengarse un día u otro, sea desbarrancando a su amo, sea medio matándolo; pero de manera que no pudiese resultar culpable ni ser perseguido.

El conde, en el curso del tiempo, lo había tratado con dureza; pero sin que hubiese motivo para inflingirle otro castigo corporal, y antes bien le había aumentado el sueldo para que tuviese cuidado de tener las panoplias limpias y en un perfecto arreglo el coche.

—Mi amo me ha ordenado que conduzca al señor marqués, a la biblioteca —dijo Gordillo, quitándose respetuosamente el sombrero.

—Ve delante —le respondió el marqués, y ambos atravesaron las espaciosas piezas que componían el suntuoso departamento que ocupaba el conde. Gordillo se retiró y los dos campeones quedaron solos.

—He sido puntual a la cita —dijo el marqués sacando el reloj de repetición.

—Así lo esperaba yo —respondió el conde con voz tranquila—. He mandado quitar cuanto podía estorbarnos. Las ventanas nos dan una luz igual y bastante clara para lo que tenemos que hacer. ¿Os parece bien elegido el sitio? O, si preferís el campo, no hay más que montar en el carruaje que, como de costumbre, está dispuesto. Gordillo nos conducirá donde queráis.

—Cualquier sitio es igual para mí —le contestó el marqués con indiferencia— pero si vos habéis escogido éste, me parece, en efecto, amplio, bien alumbrado y enteramente adecuado al intento. ¿Nadie nos interrumpirá?

—Nadie —dijo el conde—. Gordillo es criado antiguo y de toda confianza, presenciará el combate. Si alguno cae muerto, o los dos, que bien puede suceder, tiene orden de avisar al cura que ha quedado en la hacienda, y el cura sabrá lo que ha de hacer. ¿Os parece?

Le pareció también extraño al marqués que fuese el cochero único testigo del duelo; pero conociendo las rarezas y caprichos del conde, no hizo observación ninguna. Lo que quería era salir del lance lo más pronto posible; así, respondió con la misma indiferencia:

—Todo lo que dispongáis me parece bien, conde, con tal de que cuanto antes empuñemos las armas.

—Soy de la misma opinión. Venid y escoged.

—Y diciendo así, lo llevó delante de las panoplias, llenas de toda especie de armas a cual más finas y vistosas por el brillo y perfecto aseo.

El marqués tomó una espada española, y el conde hizo otro tanto.

—¿Habéis hecho vuestro testamento? —le preguntó el conde, midiendo las dos espadas, que resultaron perfectamente iguales.

—Lo tengo hecho hace tiempo y está en poder del licenciado Olañeta, y nada tengo que añadir —le contestó el marqués empuñando la espada y blandiéndola con resolución.

El conde empuñó también la suya y gritó a Gordillo, el que se presentó en el acto.

—El marqués y yo —dijo al cochero— vamos a divertirnos y a ejercitarnos en las armas, mientras se dispone el almuerzo; pero, como podría pasar un accidente, te quedarás en la puerta sin mezclarte en nada, vieres lo que vieres, ni hablar una palabra, porque serás muerto en el acto por cualquiera de los dos. Si yo o el marqués, o los dos, por casualidad, caemos heridos de gravedad ¿lo entiendes?, te limitarás a avisarle al cura, cuya habitación, como sabes, está junto a la capilla, y cuanto te pregunten cualesquiera que sean las personas, te limitarás a responder, que jugando a la espada, nos hemos herido casualmente, lo cual puede muy bien suceder, y no dirás más que la verdad. Colócate en la puerta y no te muevas.

Gordillo se colocó en el marco de la puerta, y se quedó inmóvil y mudo.

El conde y el marqués calzaron el guante, empuñaron bien las largas espadas, se arrojaron una mirada, la del conde de ira y de odio; la del marqués de burla y de desprecio, lo que aumentó su enojo, y se desplantó contra su adversario, el que, a su vez, con un quite en cuarta, desvió la espada, que le venía recta y firme al corazón. Los dos, después de este preludio, se pusieron bien en guardia, gallardos, imponentes, dejando ver entre las finas camisas, remangadas y abiertas, sus pechos fuertes, cubiertos de vello, y sus brazos llenos de nervios, gruesos y duros como las cuerdas de un bajo.

Entonces comenzó una lucha verdaderamente romana. Los Horacios y los Curiacios no serían tan apuestos ni tan intrépidos, ni sus movimientos serían tan correctos y tan gallardamente vistosos como los de estos caballeros, muestra todavía y últimos restos de la nobleza mexicana que, si bien no educada en las ciencias, en las artes y en la bella literatura, ninguno en el mundo le excedía en el ejercicio de las armas y en la hidalguía y corrección de sus maneras cuando llegaba, por un motivo o por otro, el lance supremo como el que muy pálidamente podemos describir.

Los dos eran discípulos del célebre maestro Cantera, el Saint Georges del Nuevo Mundo, y del cual decían los andaluces de Veracruz que jamás usaba paraguas, pues, cuando lloviznaba, sacaba su florete y con él se quitaba las gotas, de modo que ni una sola caía en su sombrero.

Los dos eran esforzados y valientes, los dos trataban de vencerse y matarse con la terrible estocada al ojo derecho que les había enseñado su maestro, y ninguno de los dos había podido, en cerca de media hora, tocarse el pelo de la ropa. Independiente de la querella, se había ya comprometido su amor propio de buenos tiradores, y alguno de los dos tenía que vencer. El marqués era ligero en los movimientos, rápido al acometer, sereno y tranquilo hasta la exageración para evitar que la punta de la espada de su contrario entrase en el círculo que describía la suya, formando como un escudo invisible que le cubría el cuerpo; pero el conde era más seguro al acometer, tenía el puño firme y su golpe era tan certero, que traspasaba ese círculo mágico que formaba el marqués con su espada (que era el colmo de la destreza) y la punta de la del conde estuvo más de diez veces a dos líneas de su corazón.

Pasó más de media hora de lucha y las espadas bajaron hasta tierra simultáneamente, pues sus puños, ya hormiguéandoles, no las podían sostener. Las gotas del sudor corrían por su frente y pecho y apenas podían articular palabra.

—¿Descansamos diez minutos? —dijo el conde.

—Sea —respondió el marqués, y conservando sus espadas, cada uno se recargó contra los estantes de la biblioteca y se limpió el sudor con el pañuelo.

Gordillo continuaba inmóvil y como petrificado, tanta así era la admiración que le causaban la destreza y valor de estos nobles personajes a quienes detestaba en el fondo, especialmente al conde.

No pasaron quince minutos sin que el marqués, blandiendo su tizona, y como si fuese a comenzar el combate, saludó al conde y se puso en guardia.

El conde hizo lo mismo, y el combate comenzó con más furia. El amor propio estaba empeñado. Durante diez minutos el mismo resultado. Las espadas se cruzaban, chocaban violentamente; las chispas se veían, no obstante la claridad del día. Retrocedía el conde, perseguido por el marqués; pero dos minutos después ganaba terreno, dirigía dos o tres terribles estocadas a su contrario y lo hacía retroceder. Entonces, con la ligereza y flexibilidad que eran las dotes especiales del marqués, prescindía de la estocada de Cantera y se dirigía al pecho y al costado derecho del conde, el que perdía un poco de terreno; pero éste en seguida se quitaba los golpes y arrojaba lejos la espada del marqués.

En uno de esos lances, los dos se hirieron ligeramente en el brazo, y la sangre corrió.

—No es nada —dijo el conde— continuemos.

El marqués, sin responder, contestó atacando.

Parece que la sangre que corría irritó más a los contendientes y, no pudiendo contenerse y temiendo que se volviesen a agotar sus fuerzas, no haciendo caso de las reglas, se comenzaron a tirar en todos sentidos estocadas terribles y certeras. La sangre corría más y, de improviso, se oyó una exclamación:

—¡Válgame Dios, soy muerto!

A esta exclamación hidalga del conde respondió un quejido del marqués, que llevó su mano izquierda al costado.

Los dos cayeron en tierra derramando sangre por sus heridas, y abandonando sus manos las manchadas y filosas espadas.

Gordillo salió de su estupor, se acercó de puntillas y se agachó para examinarlos. Cerciorado de que, según él, estaban muertos, se dirigió a las recámaras, abrió las cómodas y las gavetas que él conocía, recogió el dinero en oro y las alhajas del uso diario del conde, salió en seguida, cerró la habitación y se echó la llave a la bolsa; montó el famoso caballo del marqués, tomó dos de los mejores de las caballerizas, y salió, paso a paso, de la hacienda, lo que ninguno de los vaqueros y gente que trabajaba en el campo extrañó, y cuando estuvo ya a cierta distancia, tomó a galope el camino real, resuelto a unirse con la primera partida de bandoleros que encontrase.

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