XXXIII. El herradero

Relumbrón era hombre de a caballo, es decir, de esos elegantes que la echan de rancheros y de conocedores de los buenos caballos, que montan vistosamente ataviados con su calzonera de paño fino pegada a la pierna y cerrada en los costados con una serie de botones de plata, su chaqueta larga de color oscuro, su ligero sombrero jarano, blanco, con toquillas negras en forma de culebra enroscada, con la cabeza de oro, los ojos de brillantes y la cola de plata, la reata en los tientos, la espada con una fina cubierta de cuero labrado, bien colocada entre el arción y debajo de la pierna izquierda. Nada iguala a este tipo singular de caballeros, exclusivamente mexicanos. El caballo, de no muy alta estatura, de un corte finísimo, de cabeza pequeña y de ojos chispeantes y vivos, de cola recta y bien provista de cerdas finas, de manos de venado, con una pezuña que parece de acero bruñido y una boca que obedece al amor toque de las riendas. Ni el caballo de carrera inglés, ni el soberbio andaluz, ni el pesado normando se le parecen ni le igualan. Cada una de estas especies tiene su belleza y su utilidad relativa, pero ninguna de ellas es comparable a la raza de los buenos caballos mexicanos, adiestrados también de una manera particular para los ejercicios del campo. Los arneses, finos y bien hechos con gusto, tampoco tienen comparación ni con la pesada silla de los árabes, o la española, que se le asemeja, por más que debajo, encima y por todas partes se adorne con bordados y terciopelo de colores chillantes, ni con el albardón inglés, en el cual está el jinete tan inseguro, que casi no resiste un movimiento irregular y repentino del caballo. La silla mexicana, ligera, segura, comodísima para el lomo del animal y para los asientos del jinete, permite que la piel lustrosa del noble bruto, sus manos ligeras y su anca redonda, se puedan admirar, a la vez que presta comodidad y, sobre todo, una seguridad tal para que el que monta, que es necesario ser muy colegial para caer, aun cuando galope, corra o haga esos saltos de través cuando se espanta o se para de manos y corcovea cuando está alegre. Esos hombres de a caballo, que abundan en los paseos de la capital y que, en efecto, pagan a peso de oro los más hermosos caballos de las haciendas del interior, suelen echar una mangana con facilidad, colear un toro y tirarlo, cuando no es muy pesado, se sostienen bien en la silla y son un bello y variado adorno en Bucareli, galopando al lado de las elegantes carrozas; pero están muy lejos de igualar en destreza, en gallardía y en fuerza a los verdaderos rancheros del Jaral, del Mezquital y Tierra Fría. Rafael Veraza (el paje favorito del duque de Wellington), a quien ya conocen nuestros lectores, que era no sólo un hombre de a caballo, sino una especie de centauro, se deshacía en elogios por los caballeros de que hemos tratado de dar idea en pocas líneas, y jamás usó otro traje ni cabalgó más que en caballos mexicanos y con los arreos mexicanos, que por su experiencia contribuyó mucho a perfeccionar.

Relumbrón, si no era un tipo acabado, hacía buena figura en la Alameda, donde concurría todos los días a las primeras horas de la mañana, paseando y platicando con muchos personajes distinguidos que tenían la misma costumbre. En la época de que vamos hablando, montaba a caballo no sólo por paseo, sino por concluir lo más pronto posible los muchos asuntos que tenía que arreglar antes de que se celebrase la feria de San Juan de los Lagos. Parece que no tenía que buscar a la Casualidad o a la Fortuna, porque estas dos deidades (si es que son dos) salían a su encuentro.

Regresaba al tranco por la Calle de San Andrés, a cosa de las diez de la mañana, para estar en su casa a esa hora, pues lo estaba esperando don Moisés, cuando sintió que una varita de membrillo le tocaba el sombrero. Volvió la cara y se encontró que era Pepe Cervantes, que venía también a caballo de los potreros, donde tenía unas yeguas y algunos caballos escogidos procedentes de la hacienda del Sauz y que habla comprado pocos días antes.

—Aprovecho la ocasión, coronel —le dijo Cervantes tendiéndole la mano— para invitarlo a que del domingo en ocho vayamos a pasar el día a la Grande. Tenemos feria para herrar algunas reses, potros y yeguas. Usted es no sólo aficionado, sino muy diestro para la cola y la mangana, y tendrá ocasión de lucirse y de enseñar a los vaqueros de San Servando de Tlahuilipa que también los catrines de México sabemos algo de campo. Almorzará usted en casa una buena Barbacoa y beberá el magnífico pulque que me ha ofrecido mandar Manuel Campero y si no es usted aficionado, no faltarán unas botellas de Chateau Margaux o de la viuda Clicquot.

Relumbrón aceptó con entusiasmo la invitación de Cervantes y le aseguró que no sólo no faltaría, sino que se permitiría ir el sábado en la tarde para madrugar el domingo y dar un paseo por el encantador Molino de las Flores y estar listo para probar fortuna en los ejercicios campestres, en los que confesaba no podía competir con su buen amigo. Así continuaron departiendo y caminando muy despacio lado a lado hasta la Plaza Mayor, donde cada uno tomó el rumbo de su casa.

La ocasión se le venía a las manos. Hacía días que buscaba Relumbrón la manera de reunir la gente de bronce, hacerse conocer de ella e imponerse como su protector, o más bien dicho, como su jefe; pero era necesario que esto fuese, naturalmente, como por casualidad, sin manifestar pretensiones ningunas, sin humillarse hasta solicitar la cooperación de gente ordinaria y desalmada, superior a él en valor y audacia, pero muy inferior en nacimiento, condición y situación social. Daba vueltas y vueltas este pensamiento en su cabeza y no llegaba a combinar ningún plan que fuese de su entero gusto. La invitación de Pepe Cervantes le proporcionó la solución. En las haciendas y en el pueblo se encontraría necesariamente la flor y nata de los valentones y de los salteadores de camino real, no sólo del Valle de México, sino del interior, pues para hombres de esa clase cuarenta o cincuenta leguas no es nada, y de un galope, como ellos dicen, salvan grandes distancias por tener el placer de concurrir y lucirse en un coleadero y en una corrida de toros.

El capitán de rurales era hombre a propósito para darlo a conocer como gran personaje, muy poderoso para salvarlos, en caso ofrecido, de cualquier mal paso. Él, por su parte, se dejaría querer, se arriesgaría, en unión de Pepe Cervantes, a echar unas cuantas manganas a las yeguas y a levantar la cola de un becerro, y con esto y pagar el pulque y las enchiladas a los indios y rancheros, ya tenía de pronto lo bastante para ser conocido y respetado de toda esa gente que se paga mucho de las atenciones y de la amistad de los señores ricos que se familiarizan con ellos.

Evaristo sería el jefe visible de toda esa turba de desalmados que iba a arrojar a la sociedad trabajadora y pacífica, y él, el jefe misterioso e invisible, detrás de su lujo y de su grandeza relativa, movería, no las pitas, sino los alambres duros, que tendría con una mano firme.

Con la actividad que le era genial, e impulsado con la monomanía del robo, no perdió tiempo; hizo venir a Evaristo de la montaña, conferenció largamente con él, diciéndole (en lo que le convenía) sus planes, y ocultándole todavía su verdadero designio, e invitándolo a que, con la mayor parte de sus rurales, asistiese a la feria de Tepetlaxtoc y reclutase allí cuanta gente creyese necesaria para formar dos o tres cuadrillas, que podían servir alternativamente de soldados o de caballeros errantes, que recorrerían el país según conviniere; los que voluntariamente quisiesen aceptar la honrosa carrera que les proponía, tendrían parte en las utilidades, y, entre tanto, él les pagaría a razón de un peso diario, con tal que se presentasen montados y armados.

Evaristo recibió con entusiasmo la confidencia de Relumbrón, aseguró que la mitad del camino estaba andado; que concurriría no sólo al pueblo, sino a la Hacienda Grande, pues conocía al amo don Pepe y tendría mucho gusto en hacerle una visita.

—Descanse usted, mi coronel —le dijo Evaristo al concluir la conversación que había tenido lugar en la calzada de la Tlaxpana— tendrá usted dos cuadrillas compuestas de muchachos de primera fuerza. Tengo ya nuevos reclutas, entre ellos un José Gordillo, antiguo mozo de la hacienda del Sauz, que vale la plata, y ése nos servirá de capitán para la gente que vaya por el interior, que es muy socorrido. Hasta el domingo, mi coronel.

Relumbrón y Evaristo se separaron muy contentos el uno del otro, y entendidos perfectamente, sin mayores explicaciones, del papel que cada uno tenía que representar en la mentada feria de Tepetlaxtoc.

Antes de seguir adelante, no será inútil dar a conocer mejor el pueblo de Tepetlaxtoc, que tantas veces hemos mencionado en el curso de nuestro largo estudio de costumbres mexicanas.

Tepetlaxtoc es uno de los pueblos más antiguos y cuya fundación se pierde entre las dudas y las oscuridades de los remotos tiempos. Perteneció, sin duda, al reino de Texcoco, y estuvo gobernado por distinguidos monarcas, entre otros, el sabio Netzahualcóyotl.

Como todos los pueblos de los antiguos mexicanos, su nombre tenía íntima relación con su situación topográfica y estaba representado por un jeroglífico tallado en una piedra, que podría bien ser equivalente a los escudos o armas de las viejas ciudades de España. El de Tepetlaxtoc era una especie de figura aproximándose a la de un corazón con unas labores en el centro, descansando en una greca horizontal.

El sabio anticuario don Antonio Peñafiel dice:

Tepetlaxtoc.—Tepetla-osto-c. El jeroglífico parece incompleto para dar las radicales Tepetl, cerro, Tepetla, serranía o tepétlalt, tepetate (roca volcánica) pues se compone de pátlat, estera, debajo del signo fantástico oztolt, cueva, caverna y también tribu. Las figuras dicen solamente Petla-osto-c; sin embargo, la primera palabra se conserva todavía en varios lugares y, por consiguiente, la escritura puede tenerse como una abreviatura que significa: En las cuevas de tepetate.

Comparando esta curiosa interpretación del jeroglífico con el aspecto del terreno, ninguna le conviene. Verdad es que el suelo es árido, con un fondo de tepetate que ha disimulado la cultura, formándose con el tiempo una capa de tierra vegetal; pero en las cercanías no se encuentran cuevas de tepetate, y la serranía está lejos. La interpretación se acercaría más a la exactitud si dijese: tribu que vino a establecer en el tepetate. Los cronistas e historiadores, al acaso y hablando de diversas cosas de la Nueva España, se ocupan muy de paso del pueblo de Tepetlaxtoc y dicen que sus habitantes eran muy inteligentes en el cultivo del maíz, y, por ende, también muy celosos de sus derechos, pues que un día que llegó en son de guerra (estando en paz los dos reinos) una partida de mexicanos, la castigaron e hicieron tornasen avergonzados a sus tierras.

El pueblo puede haber sido en otra época más poblado, con casas de mejor apariencia y aun con jardines, a los que eran muy aficionados los texcocanos; pero después de la dominación española quedó despoblado y de un aspecto triste. Unos cuantos sauces derechos o llorones, cercas de espinos con escasas magueyeras, órganos y uno que otro pirú, todo de un verde opaco y ceniciento, una larga calle de jacales y una plaza con una pequeña iglesia y algunas casas de alto, pintadas con cal y manchadas con el sol y el agua, he aquí el pueblo de Tepetlaxtoc.

Los descendientes de los primitivos fundadores eran propietarios de un cierto espacio de terreno que cultivaba cada familia, y así fueron sucediéndose los propietarios, sin más títulos que la tradición y sin más derechos que una larga posesión de aquellas tierras.

Vinieron más adelante a establecerse en lo que fue reino de Texcoco los inmediatos descendientes de los conquistadores, y formando lo que, según su importancia y extensión territorial, se conoce hoy con el nombre de haciendas y ranchos, y sin necesidad de citas de autores ni de comprobación, debe reconocerse con sólo el hecho de que estos valiosos establecimientos rurales no han podido formarse sino a costa de los primitivos propietarios y sus sucesores hasta la época de la conquista; así, los vecinos nobles que quedaron en Tepetlaxtoc fueron perdiendo cada día sus terrenos y, pobres y despechados, emigraron a otra parte o murieron quedando los macehuales y uno que otro de la nobleza azteca que, por una rara excepción, conservaron sus antiguas posesiones.

Fundóse probablemente una misión de religiosos dominicos cerca del pueblo mismo, resultando con el tiempo casi lindando con el caserío, dos haciendas con sólidos y amplios edificios y oficinas de cal y canto, como se dice de las buenas construcciones, que se llamaron la Hacienda Grande y la Hacienda Chica, que pertenecieron a los misioneros de Filipinas.

Tepetlaxtoc se convirtió, entonces en una verdadera misión o comunidad cristiana, más bien sumisa y dependiente de los frailes que de la autoridad civil.

El alcalde, el ayuntamiento, el cura; todo funcionario civil y eclesiástico era nombrado por el influjo de las haciendas, y las gentes, trabajando y viviendo en ellas todo el día y retirándose de noche a dormir a sus casas, encontraban una felicidad relativa, y por mucho tiempo nada hubo más tranquilo, más arreglado, más moral y pacífico que el pueblo de Tepetlaxtoc.

Las casas se mejoraron; el cura renovó y pintó de nuevo su presbiterio; los pequeños propietarios quedaron en pacífica posesión de sus magueyeras y labores, y entre los pueblos del valle de Texcoco, pasaba Tepetlaxtoc como modelo, y sus habitantes como el tipo de los hombres honrados.

Por virtud de diversas leyes de desamortización, la Chica y la Grande vinieron a poder del Gobierno, que las administró mal, hasta que fueron adquiridas por el marqués de Salinas.

Bajo la administración de su hijo, que hemos visto caminar al lado de Relumbrón por las calles de México, el pueblo sufrió una notable transformación. Las haciendas, bien cultivadas, necesitaron de más gente. Así, además de los habitantes antiguos, vinieron otros a establecerse, edificaron sus casas, trajeron a sus familias y emplearon en el comercio sus pequeños capitales.

Se construyó desde sus cimientos una grande pulquería, que por las figuras de Xóchitl y Netzahualcóyotl, pintadas con fuertes colores en la fachada blanca de la pared, llamaban la atención; se abrieron dos tiendas nuevas, surtidas de los efectos y mercancías más disímbolos, desde clavos hasta cohetes; desde chinguirito hasta champaña; desde sombreros de palma hasta vasos y copitas de cristal fino y ordinario; y para que nada faltara, un rincón de los aparadores estaba surtido de medicinas y en las puertas colgados lienzos de algodón, tápalos, y zapatos de mujer y de hombre. La calle principal se compuso, tapando los agujeros, aplanando la tierra y quitando las piedras y, lo que fue mejor, el cura sustituyó la campana rajada de la torre por una más grande, nueva y sonora que le regaló el arzobispo. El ayuntamiento, con ayuda de la Hacienda Grande, formó otra plaza más grande. Se arrancaron los viejos y marchitos sauces, para sustituirlos con pies de fresno ya crecidos y logrados.

En una palabra, Tepetlaxtoc tuvo su época de moda, y los domingos, que era el día señalado para el tianguis, las gentes de las haciendas y ranchos cercanos venían a pasear, a comprar fruta y a oír la misa cantada del cura. Algunos domingos se ponían unas cuantas vigas atadas con reatas, en la plaza que llamaremos Mayor, y se lidiaban tres o cuatro becerros bravos que se bajaban del monte de Chapingo. Increíble era entonces la animación y la alegría sin límites de los vecinos; nadie se quedaba en su casa, y cuando el sol se metía, el pueblo se alumbraba con luminarias de ocote, al derredor de las cuales los muchachos brincaban, reían y gritaban hasta las nueve o diez de la noche. A esto debe añadirse que se disfrutaba de una completa seguridad, pues desde el pulquero hasta el último peón, eran gente honrada, que cultivaban sus pequeños terrenos en las cercanías o trabajaban en las haciendas.

Tal estado de cosas era obra de Pepe Cervantes. Desde que llegó a las haciendas, lo primero que hizo fue ganarse la voluntad y el respeto del pueblo de Tepetlaxtoc, de donde tomaba la mayor parte de los trabajadores para el servicio de las fincas, y en poco tiempo logró su intento, no tanto a costa de algún dinero, sino por su buen modo y trato afable. Su familia y él mismo honraban el tianguis con su presencia, lo que era causa de mucha satisfacción para los vecinos. Cuando el amo don Pepe paseaba a pie o en sus finos caballos, que remudaba todos los días, por la calle real del pueblo o por los campos, todo el mundo se quitaba el sombrero y lo saludaba con respeto. Vivían él y los suyos en las haciendas Grande y Chica, más seguros que en su magnífica casa de México.

Un día se presentaron dos charros bien vestidos y montados en buenos caballos, y se apearon en la pulquería. Pidieron de almorzar y, aunque no había fonda, el pulquero se prestó de buena voluntad a que su mujer les hiciera cualquier cosa, con tal de complacerlos, como lo acostumbraba hacer con todos sus marchantes, para acreditar la famosa pulquería de Xóchitl, que vendía los pulques más finos de los llanos de Ápam.

Los charros almorzaron bien, bebieron y charlaron lo más del día. A la tarde, al ajustar la cuenta, armaron camorra con el pulquero, salieron a relucir las espadas y los puñales; pero, en vez de sangre, el negocio concluyó por hacerse dueños del establecimiento, mediante una cierta cantidad de dinero, que muy religiosamente pagaron al día siguiente.

El antiguo y honrado pulquero se fue a Texcoco, y los nuevos propietarios se instalaron inmediatamente, mandaron borrar de la pared las históricas imágenes de Xóchitl y Netzahualcóyotl, pintando la pared de colorado y construyendo un cobertizo contra la pared.

Fue en esta pulquería donde robaron a Evaristo sus pistolas y su jorongo. ¡Quién había de decirle que más tarde sería casi el amo de esos mismos pulqueros y de los temerarios que sucesivamente vinieron a habitar el pueblo!

Desde que cambió de dueño la pulquería, venían, quién sabe de dónde, hombres de a caballo de mala traza, pasaban bebiendo y disputando hasta la tarde, en que se retiraban unos, mientras otros se quedaban a dormir, y a la madrugada desaparecían. Los escándalos y riñas iban en aumento, pero el alcalde, por miedo, no se atrevía a tomar ninguna providencia, ni aun a avisarlo al prefecto de Texcoco, y con esta tolerancia aumentó la concurrencia de esta gente sospechosa que se fue estableciendo, como una nueva colonia de ociosos y desalmados, mientras fueron uno a uno emigrando los antiguos vecinos, ya a Texcoco, ya a las haciendas donde había ranchería o real, como dicen por la Tierra Caliente.

Cuando Pepe Cervantes se apercibió de esta peligrosa transformación, ya no tenía remedio, y no encontró más arbitrio que armar a sus sirvientes, reforzar las puertas de entrada y de los corrales, establecer una vigía en las noches y tomar cuantas precauciones aconsejaba no el miedo, sino la prudencia.

No obstante esto, atravesaba en su mejor caballo y sin armas el pueblo, visitaba las labores, y era recibido por los que lo encontraban con las mismas muestras de consideración y de respeto.

—Buenos días o buenas tardes, amo don Pepe —le decían, quitándose el sombrero los nuevos vecinos de fisonomías hoscas y patibularias, y lo dejaban pasar sin inquietarlo, aun en las horas peligrosas del crepúsculo.

Cervantes correspondía al saludo, y paso a paso atravesaba entre ellos. A ocasiones lo acompañaban hasta la puerta de la Grande.

Una noche en que, sin duda supieron que se había quedado en México y que la familia estaba sola, se desprendió un grupo de cinco o seis hombres que estaban a caballo en el cobertizo de la pulquería y a galope se dirigieron a la hacienda. La puerta estaba ya cerrada, y el vigía, que sintió el galope mucho antes de que llegasen, avisó a Manuelita, no obstante que ya dormía.

Manuelita, esposa de Cervantes, era la hija del famoso General Cortazar, que se puede decir fue el rey de Guanajuato en largas épocas. Varonil y animosa como su padre, se vistió con calma, mandó que los mozos se levantasen y se armasen y ella misma tomó un par de pistolas cargadas que tenía siempre en su recámara. Los mozos quedaron bien distribuidos en las posiciones que le señaló y ella fue al comedor, encendió las luces y se sentó en la silla principal que ocupaba a las horas de comer. Los asaltantes habían llegado y daban fuertes y repetidos golpes a la puerta.

Manuelita mandó abrir.

Los de a caballo se precipitaron en el patio y, mirando luz en el comedor, avanzaron hasta el pie de una pequeña escalera y no pudieron menos de quedarse asombrados al ver a la propietaria, sentada muy tranquila, al parecer, examinando o contando algunos cubiertos de plata que, en unión de jarrones, vasos, botellas y platos, habían quedado en la mesa.

—Adelante, quien quiera que sea —les gritó con una voz firme—. ¿Qué se ofrece a estas horas, para venir a llamar a las puertas de la hacienda? Adelante, y sabremos qué desean.

No acertaban a responder; pero uno de ellos avanzó hasta la puerta y dijo, como vacilando.

—Venimos a buscar al amo don Pepe.

—El amo don Pepe no está en la hacienda, pero lo mismo que si estuviera, aquí estoy yo.

—Veníamos… veníamos… —tartamudeó el ranchero.

—Pasen, pasen, y tomarán un trago de vino o de aguardiente, si lo prefieren; pasen.

Manuelita sonó una campanilla, y tres o cuatro mozos con pistolas en el cinto aparecieron.

—Trae unas copas y una botella de ese buen aguardiente catalán que tenemos para los amigos. ¿Cuántos son ustedes?… Pasen, pasen…

Los valentones se apearon de sus caballos. Uno se quedó teniéndolos y cuatro penetraron al comedor.

Los cuatro mocetones robustos, de no malas figuras, uno con barba cerrada, espesa y negra; otro lampiño; los dos restantes con sólo bigote. No estaban mal vestidos y sus cuellos y camisas muy limpias. Procuraban dar a sus fisonomías un aire terrible, y al descender del caballo hicieron de intento un ruidero desagradable con las espuelas y sables con cubiertas de acero.

Manuelita no hizo caso de esto, llenó las pequeñas copas de aguardiente de España y se las fue dando al más fornido y temible de sus criados, para que se las sirviese.

—La hacienda Grande —les dijo— ha sido para Tepetlaxtoc una providencia. Solamente Dios podría haberle hecho mayores beneficios que nosotros. Aquí ni debemos ni tememos. Si ustedes vienen con buenas intenciones, no tienen más que abrir la boca y se les servirá; pero si tratan de hacernos el menor daño, hay muchas balas y muchachos tan valientes como ustedes, que se rifaron, como dicen ustedes. Conque, beban su trago y digan lo que quieren.

Una viva impresión de simpatía y admiración por el valor y entereza de aquella mujer delicada, pequeña y bonita, se produjo en el ánimo de los charros, y en vez de acometer y llevar a cabo los malos propósitos con que salieron de la pulquería, chocaron los vasos, bebieron y gritaron como si se hubiesen puesto de acuerdo:

—¡Viva el amo don Pepe!

—¡Viva la marquesa de Salinas!

—Nos tiene su merced a sus órdenes con alma y vida —dijo el que parecía fungir de jefe, quitándose el sombrero—. Personas como su merced son parejas y ansí nos gustan y nos matamos por ellas. La Grande y la Chica, de hoy más, como si estuviesen encerradas en un baúl. ¡Palabra! —y volvieron a beber hasta la última gota.

Manuelita no creyó conveniente llenarles de nuevo los vasos, temiendo que su entusiasmo fuese a sufrir un cambio.

—Es tarde, muchachos —les dijo— y mañana tengo que madrugar para irme a México y volver en la tarde. Ya lo saben; y si los encontramos a eso de las seis de la tarde a la entrada de Texcoco, nos acompañarán, porque suele haber mala gente a esas horas.

Este último rasgo de confianza los acabó de cautivar.

—¡Si mi ama fuera tan buena —le dijo uno con muestras de respeto— que nos recomendara con el amo don Manuel Campero para que nos vendiera cuatro cargas diarias de su mejor pulque, cuánto se lo agradeceríamos! Somos los dueños de la pulquería Xóchitl, en el pueblo de Tepetlaxtoc, y ganamos nuestra vida honradamente.

—Y como que lo haré. Pepe escribirá a don Manuel, y pasado mañana pueden venir por la carta. Ustedes mismos se la pueden llevar a la hacienda; pero no en la noche —añadió sonriendo— será mejor de día.

Los rancheros se despidieron haciendo una reverencia a su modo y besando la mano de doña Manuelita.

Ninguna sospecha causó a Cervantes el lance cuando se lo refirió al día siguiente su esposa. La conocía demasiado y sabía que, como su padre, no temblaría delante de un escuadrón que viniera a hacerla pedazos.

—Hiciste bien en abrirles la puerta. A esa gente se la debe tratar así o matarla; pero vale más no tener enemigos.

No obstante que Cervantes considerase sus fincas a poco más o menos seguras después de este suceso, observaba que día por día el pueblo de Tepetlaxtoc cambiaba de aspecto; que los viejos habitantes que él conocía desaparecían y eran reemplazados por otros, cuyas figuras no decían nada bueno en su favor y que no tendrían acaso los sentimientos quijotescos de los pulqueros, que al fin eran jóvenes y tenían ciertas proporciones para vivir y, según se habían informado, eran dos de ellos hijos del administrador de un ingenio de Tierra Caliente y los otros parientes de un tendero rico de Cuernavaca. No hay necesidad de decir que les dio la carta de recomendación para el amo Campero, y que con las cargas de pulque finísimo que le compraban la taberna de Xóchitl se convirtió en un magnífico negocio.

Cuando Cervantes supo que Baninelli había organizado una fuerza de rurales y dado el mando a un hacendado del monte, creyó que la mala gente de Tepetlaxtoc concluiría por abandonar el país dejando tranquila la comarca, alarmada con la presencia de tantos hombres sospechosos, siempre armados y bien montados, ocasionando escándalos en fas pulquerías, entrando a los corrales a sacar caballos, apaleando a los indios, obligándolos a que les llevasen barcinas de paja al pueblo y pagándoles lo que les daba la gana; pero no tardó en convencerse de que el remedio había sido peor que el mal.

La presencia de Evaristo en Tepetlaxtoc, en vez de corregir alentó a los valentones y los autorizó a cometer más desmanes; cuando Cervantes indagó, además, que la mayor parte de los rurales que formaban las escoltas del camino eran de lo peor y más insolente de Tepetlaxtoc, ya no le quedó duda de que el jefe no era más que un capitán de ladrones y se asombró de que un militar tan severo como Baninelli no hubiese tomado los informes necesarios, antes de confiarle un mando tan importante.

Confirmóse en está opinión cuando Evaristo, con su escolta, hizo una visita a la hacienda. No le gustó ni la facha ni el lenguaje baladrón y algo insolente del llamado capitán; pero se calló porque no quería meterse en chismes, y se limitó a mantener con buen arte y sin chocar directamente con nadie, el respeto tradicional que se había guardado a las haciendas Chica y Grande, que jamás habían sido asaltadas ni molestadas por la gente ociosa y brava de los pueblos del Valle.

Tal era el estado que guardaban las cosas cuando le fue concedida una feria de tres días al pueblo de Tepetlaxtoc por el Gobernador del Estado, y Pepe Cervantes, deseando conservar en lo general la estimación de la gente del país, y aumentar, si era posible, la influencia que tenía en ella, dispuso un herradero, que necesariamente aumentaría la concurrencia y sería la principal diversión de las muchas que había disputado el alcalde, que, parte por miedo y parte por conveniencia, no era más que el instrumento de los valentones; los protegía y hacía cuanto les daba la gana.

Al herradero, con invitación o sin ella, concurrieron casi todos los hombres de a caballo de México. Relumbrón, como lo había prometido, llegó el sábado en la noche con sus mozos y caballos y fue alojado en la Grande; el domingo muy temprano ya estaban allí Evaristo e Hilario, con la mayor parte de la escolta para guardar el orden. El camino real quedó abandonado y no había miedo de que robaran a nadie en esos días. A las diez, que comenzó el herradero delante de la casa de la Grande, era tal el número de gente, especialmente de a caballo, que formaban una valla opuesta a la larga cerca de la hacienda, y un cómodo carril por donde arrancaban los animales cuando se les estampaba en su anca derecha el fierro ardiendo, se les soltaba y partían como demonios dando saltos, bramando de dolor y proporcionando a los coleadores el seguirlos hasta la puerta del corral, donde lazaban otras bestias y las traían al lugar del sacrificio. A las dos de la tarde los huéspedes de Cervantes, llenos de sudor y de polvo, y fatigados con los ardientes rayos del sol, se retiraban a la hacienda, donde Manuelita les tenía, surtido hasta el exceso, el amplio comedor, con cuanto la cocina mexicana y la francesa tienen de exquisito. A las cuatro, toda la gente se dirigía a los toros al pueblo.

En la plaza mayor de Tepetlaxtoc se habían formado con vigas y tablones una amplia plaza de toros. En el frente se levantó un tablado o palco, adornado con las viejas cortinas de Damasco que prestó el cura de Texcoco. En ese tablado presidía Manuelita, rodeada de muchachas de las familias principales de Texcoco, que fueron invitadas, a su derecha la mujer del alcalde y a su izquierda el alcalde mismo, vestido de chaqueta y pantalón de paño negro. No dejaba de estar vistoso el grupo, pues entre las muchachas, muy aseadas y vestidas de lienzos de caprichosos dibujos y colores chillantes, había algunas muy bonitas, y todas contentas, riendo y luciendo con este motivo sus dentaduras blancas.

En el redondel, algunos de los hombres de a caballo de México, sin que faltasen Pepe Cervantes, Relumbrón, Ramón Couto y el capitán de rurales, que dizque tenía fama de buen coleador. Al derredor y contra la barrera de vigas, apiñada una multitud compacta que había venido de Texcoco, de Chalco, de Ameca, y aun de lejos tierras. Detrás de esa gente, dos filas de rancheros y charros de las haciendas y de los pueblos del Valle, y aun del mezquital y San Servando de Tlahuililpa, que habían sido convidados por los mozos de la Grande, que en su mayor parte eran de esos rumbos.

El primer día dio toros la Hacienda Grande, el segundo Chapingo, el tercero Coxtitlán. Seis toros en cada corrida, cuatro de capeo y cola y dos de muerte, que hacían picadillo los aficionados y al fin tenían que lazarlos y acabarlos de matar el carnicero.

Relumbrón, instado por Cervantes y queriendo lucirse y echarla de ranchero delante de toda esa gente, sobre la cual quería ejercer influencia más adelante, se aventuró a correr tras los toros; pero ¡quiá! Ramón Couto y Pepe Cervantes le ganaban por la mano, le arrebataban la cola, metían acción y hacían dar la vuelta completa al becerro. Aplausos ruidosos para ellos, y chiflidos para Relumbrón, que contenía su caballo y se retiraba avergonzado al centro del redondel. Por fin se empeñó su amor propio; Ramón le hizo lado, y logró dar una caída, recibiendo una completa ovación, que lo dejó orgulloso y satisfecho. Concluida la corrida, la masa compacta se dirigía al centro del pueblo, que estaba adornado con arcos de tule y cortinas. En la calle principal había puestos de comida, de naranjas, jícamas y cacahuates, de charamuscas y pepitorias, de bebidas fermentadas y aguas frescas. Y todo esto bajo la bóveda de azul brillante del cielo, los rayos ardientes del sol y nubes de polvo menudo y calizo, que levantaba un viento caliente del sur y penetraba hasta la garganta. La pulquería de Xóchitl era la más concurrida, y allí, en esos días, se reunió la flor y nata de la gente de bronce. Relumbrón estaba que no cabía en sus pantalones. Su plan había salido a medida de sus deseos, porque Evaristo, con el prestigio de capitán y jefe de las escoltas del camino de Veracruz, y el dinero que le había dado para costear el almuerzo y pulque de todos aquellos valentones, había podido platicar con ellos, ganarse su confianza y hacer una abundante recluta de gente brava y decidida a todo, a la que no faltaba más que un jefe que la guiase para emprender por esos mundos de Dios hazañas dignas de los tiempos fabulosos.

El tercer día fue el más solemne y concurrido. Vinieron de México las marquesas de Valle Alegre, las condesas de Regla, las de Santiago, las de Guardiola, toda la nobleza y parentela de Pepe Cervantes y, además, infinidad de Barilleros con sus papeleras surtidas de espejitos, bolitas de hilo, botones, alfileres, agujas y otras chucherías; jugadores de pequeñas ruletas y con barajas, dados y cascabeles, que se instalaron en la calle y en la primera plaza, alternando con los puestos de fruta. Esto comunicó una nueva animación al pueblo y a las casas de las dos haciendas, donde se repartieron los nuevos huéspedes; pero entre tantos personajes, dos llamaron la atención, y fueron don Moisés y don Pedro Cataño. Era éste un hombre que podía llamarse hermoso; tostado por el sol, de barba negra y cerrada, de ojos centelleantes y dominadores, de color de aceituna, una nariz noble y un cuerpo robusto y bien proporcionado. Montaba un soberbio caballo y venía seguido de seis mozos igualmente guapos y bien montados, vestidos como su amo. Este personaje parecía un rico hacendado, y venía de Guanamé, recomendado a Pepe Cervantes por don Domingo Rascón.

Relumbrón presentó a Cervantes a don Moisés, como uno de los monteros más ricos de México.

Cervantes presentó a don Pedro Cataño como uno de los más ricos hacendados del interior.

Relumbrón saludó y estrechó la mano de Cataño; pero apenas la soltó, cuando comenzó a mirarlo con interés como si quisiera reconocer a un viejo amigo.

Don Pedro Cataño hizo lo mismo, pero los dos disimularon, y después de algunas palabras insignificantes, se dispersaron entre la mucha concurrencia.

A la hora de costumbre el herradero comenzó, y durante todo este tiempo Relumbrón no dejó de mirar a Cataño, como si quisiera reconocerlo. Todos llenaban de elogios a Manuelita, admirando el orden y aun el lujo de la hacienda. Descendieron al terrado, donde se habían colocado unas sillas y unos toldos, para que las señoras pudiesen ver bien sin ser molestadas por el sol. Durante el herradero, fue don Pedro Cataño y sus mozos los que hicieron el gasto. Echaban manganas con una facilidad y limpieza que daba gusto; lazaban con una precisión tal, que nunca iba la reata al cuello, sino a los cuernos, sin hacer brutalidades propias de gente salvaje y que, además, no está diestra en esa clase de ejercicios. Los ojos de las señoras estaban fijos en el recién llegado, admirando su destreza, la elegancia y facilidad de sus movimientos y la maestría de su caballo. Hombre y animal formaban un todo armonioso y mucho más fantástico que los pesados centauros de la fábula.

Acabado el herradero, pasaron, como el día anterior, al comedor. A don Pedro Cataño por casualidad le tocó sentarse al lado de Relumbrón, y los dos guardaron silencio; pero al fin de la comida éste le dijo muy quedo en la oreja a don Pedro:

—Nos conocemos, y no sólo nos conocemos, sino que somos amigos viejos.

El fingido Cataño se removió en la silla y dirigió una mirada severa a su interlocutor.

—No hay temor de que yo diga una palabra. ¿Recuerda usted que yo lo introduje a las habitaciones del presidente cuando vino de la frontera, y que después…?

El supuesto Cataño lo miró con fiereza como imponiéndole silencio.

—Tiene usted razón, hablaremos en voz alta de otras cosas para evitar sospechas —le dijo Relumbrón— y en la noche tendré el gusto de estrecharle otra vez la mano como buen amigo.

Como Cataño estaba a punto de levantarse de la mesa, Relumbrón lo detuvo, y le dijo en voz alta:

—Vamos a tomar una copa por el viejo Rascón, que es amigo completo. Si quiere usted montar esta tarde uno de mis caballos, quedará contento; los que he traído son precisamente de Guanamé.

Siguieron hablando de unas cosas y de otras, y dada la señal, descendieron la escalera. Después, unos a pie y otros a caballo, se dirigieron a Tepetlaxtoc, donde no esperaban sino que llegase Manuelita para comenzar la corrida.

El segundo toro, negro, con ojos enchilados y una cornamenta sólida que terminaba en puntas como de aguja, era casi salvaje, y lo apartaron los vaqueros con mucho trabajo del ganado que se remontaba en lo más espeso de los montes de Chapingo. Pedro Cervantes, con sus ribetes de mala intención, lo dedicó a los amigos de México que la echaban de jinetes, de atrevidos y de coleadores. Comprometido el amor propio, ninguno faltó, y entraron en el redondel a esperar a la fiera, con un susto que disimulaban con mucho trabajo. Abierto el toril, de un salto el bicho se plantó en el centro de la plaza, rascó la tierra, miró con visible rabia a tantos objetos extraños para él, y como un rayo se lanzó sobre Evaristo, metió las astas en la barriga del caballo, lo sacudió fuertemente, hizo un impulso hacia adelante, y caballo, jinete y toro rodaron en la arena revueltos y hechos una bola.

Ocho o diez lazos cayeron inmediatamente sobre el grupo sangriento, pero con tan mala suerte, que lazaron a Evaristo en vez del toro, y ya los catrines metían cabeza de silla, cuando Pepe Cervantes les gritó:

—¡Lo matan, lo matan! ¡No jalen!

A ese tiempo, varios rancheros que estaban fuera de las vigas que formaban la plaza, saltaron a ella, y con los jorongos procuraban apartar al toro, que se encarnizaba y hacía pedazos al caballo, que rugía de dolor y se defendía dando vigorosas patadas al aire.

Don Pedro Cataño se acercó sin pretensiones ni estrépito, tiró el lazo, que cayó justamente en las llaves de la fiera, metió cabeza de silla y apartó al toro, el que se le vino encima con igual furia; pero lo evitó, y le dio un tirón de través que lo hizo caer.

Ramón Couto le echó otro lazo y así, tirando cada jinete en sentido inverso, lo mantuvieron quieto mientras levantaron a Evaristo, creyéndolo muerto o gravemente herido. El pobre caballo hizo el último esfuerzo para levantarse; pero cayó sin vida, mientras Evaristo se puso en pie cubierto de polvo y de sangre; lo reconocieron los que lo rodeaban y él mismo se tentó por todo el cuerpo. No tenía ni un araño. Le volvió el alma al cuerpo y comenzó a echar fanfarronadas, asegurando que sí no hubiese estado descuidado, habría seguido al becerro y, agarrándole la cola, le habría dado una buena caída para quebrantarlo. Pepe Cervantes tuvo la prudencia de disponer que un animal tan puntal y salvaje volviese al corral y saliese otro en su lugar, con el cual, que era más bien corretón que bravo, se desquitaron los catrines de México. Evaristo se empeño en salir a la plaza en otro de sus mejores caballos, y logró coger la cola y darle una caída redonda, recibiendo estrepitosos aplausos de la multitud que estaba afuera, agrupada contra las barreras.

Concluida la función, Manuelita condujo al jardín de la hacienda a las visitas que habían venido en mayor número ese día, y los catrines de la capital quedaron dentro de la plaza comentando los sucesos de la tarde, ponderando cada uno las cualidades del caballo que montaba, haciendo experiencias de cuántas varas rayaba, y dándole caballazos para probar lo bien que acometía su corcel con sólo alzarle la rienda.

Evaristo, lleno de orgullo con los aplausos que había recibido de la mayor parte de los valentones del pueblo y de su escolta, encarándose con el fingido don Pedro Cataño le sostenía con cierta jactancia que su caballo no era capaz de competir con el suyo en fuerza y en mañas para los caballazos, y que en una lucha con espada en mano, tenía la seguridad de matar a su contrario o derribarlo antes de que pudiese ofenderlo.

—Manos a la obra —contestó don Pedro sacando su espada— aquí tenemos testigos y jueces que sentenciarán cuál de los dos caballos se acomoda más y es más diestro.

—Con espada no —les interrumpió Cervantes—. Alguno de los dos puede lastimarse, y me sería muy sensible que sucediese esto en mi casa, como quien dice; pero en cuanto a una diversión que dé a conocer la maestría de los jinetes y caballos, es otra cosa, todos estamos conformes y aplaudiremos al que sea más listo.

Apenas había acabado de decir estas palabras, cuando el llamado capitán de rurales y el fingido hacendado se separaron, se pusieron a cierta distancia y dispararon sus caballos. Don Pedro evitó el choque y arrendó su caballo a la izquierda para coger de lado a Evaristo, pero éste, listo, le presentó el frente, y uno y otro jinete se dieron un rodillazo que sonó hasta el grado que Ramón dijo:

—Esos bárbaros se han quebrado las piernas.

Larga media hora estuvieron acometiéndose sin resultado. La verdad es que los dos eran diestros y buenos jinetes, y los caballos les ayudaban a esta lucha en que parecía que tomaban parte, animados también de los sentimientos de enojo y hasta de furia que ya tenían los jinetes.

La gente, que se había dispersado, volvió a reunirse para presenciar esta diversión que no estaba anunciada en los carteles que había mandado imprimir y circular el alcalde, y ya aplaudían, ya silbaban al que lograba alguna ventaja y disparaba con más atrevimiento su caballo.

Caballos y jinetes, chorreando el sudor, echando, bestias y hombres espuma sanguinolenta por la boca, y lanzando los segundos maldiciones en cada lance frustrado, ya no podían más y estaban a punto de cesar, sin que la victoria se decidiese. El fingido don Pedro Cataño pareció por un momento que huía; Evaristo lanzó una de esas carcajadas ordinarias y burlescas y se alzó la lorenzana, disponiéndose a seguir a su ya derrotado enemigo, cuando éste gobernó rápidamente a su caballo, le prendió las espuelas, le alzó la rienda, y el animal, dando un salto como para salvar un foso de tres varas, fue a caer con todo su peso sobre Evaristo, y habiéndolo cogido de costado, el capitán de rurales y su caballo dieron en el suelo un tremendo golpe.

Gritos y palmoteos celebraron por más de un cuarto de hora la hazaña de este campeón del interior, que por primera vez veía con admiración toda esa gente de a caballo que se había reunido en la feria de Tepetlaxtoc.

Don Pedro Cataño se quitó el sombrero y saludó a la concurrencia.

Pepe Cervantes y los catrines de México rodearon al falso Cataño, le estrecharon la mano y lo colmaron de elogios. Relumbrón le ofreció desde luego mil pesos por el caballo, y Manuel Campero añadió que cuando quisiera deshacerse de él, no tenía más que enviarlo a su casa y recibir mil quinientos. Relumbrón añadió que él daría hasta dos mil, y en estas y en las otras nadie se había acordado de Evaristo. Caballo y jinete estaban tendidos en la tierra sin movimiento.

Cataño fue el primero que se apeó, dio su caballo a un criado para que lo paseara, y fue a levantar a Evaristo, que no tenía más que el susto y un poco adolorida la pierna derecha y la espalda. El caballo se levantó manqueando.

Ramón Couto y Pepe Cervantes condujeron al capitán de rurales a una pieza de la hacienda, le dieron ellos mismos una fricción de chinguirito, le jalaron las piernas y los brazos y le acomodaron los huesos a usanza de los coleadores, y el famoso caballo fue a la cuadra, donde los mozos le untaron los encuentros con pencas de maguey asadas.

Aconsejaron a Evaristo que se acostara y reposara un par de horas, y luego todos en bola y armando jácara salieron a recorrer el pueblo de Tepetlaxtoc, confesando que entre las diversiones de la feria, ninguna había sido mejor que el improvisado torneo entre el ranchero de Guanamé y el capitán de rurales.

El pueblo todo, desde el alcalde hasta el último peón, no se ocupaban más que del pleito de chanza entre los dos capitanes, pues suponían que Cataño era capitán. La opinión se dividió, y en tanto que los soldados de Evaristo y los valentones que habían sido cómplices en sus robos en el camino de Río Frío, lo proclamaban como el más valiente e invencible, a pesar de los porrazos que había recibido, otros, imparciales e independientes, decían que en el Valle de Texcoco, sin agravio del amo don Pepe, jamás se había visto un hombre igual al capitán Cataño.

Quizá nuestros lectores habrán ya reconocido en el falso Pedro Cataño a nuestro antiguo conocido Juan Robreño, a quien dejamos moribundo en Mascota, a consecuencia de la bala disparada por el único fusil cargado de uno de los soldados que formaban el cuadro para fusilarlo, y recordarán también que el cabo Franco lo encomendó a los cuidados del anciano cura del pueblo que por lo visto, cumplió bien su cometido.

Relumbrón pensó que era necesario, a toda costa, hacerse de este proscrito, de este fusilado por desertor al frente del enemigo, de este muerto vivo, que debería estar lleno de ira y de venganza contra la sociedad y contra unas leyes que habían ejercido contra él crueldades tan terribles como las de la Inquisición en los tiempos antiguos, y él, hombre de mundo, cortesano y rico, no se equivocaba en tan probables apreciaciones, y se proponía sacar todo el partido posible de este hombre anómalo que no tenía más alternativa que el suicidio o la venganza y el crimen. Tan luego como se presentó la oportunidad, se apoderó Relumbrón del brazo de Juan y pian piano, y como distraído y platicando, salieron a las afueras del pueblo.

—Por más que tenga curiosidad, no quiero preguntar a usted nada, ni que me cuente sus extrañas aventuras, lo que deseo es que acepte mis amistosos deseos de servirle en todo lo que pueda. No debe usted tener ya duda de que lo he reconocido y que estoy hablando con el bizarro teniente coronel don Juan Robreño. Cuando leí el parte que publicó el periódico oficial de que había usted sido fusilado, no lo quería creer; imposible me parecía que Baninelli hubiese matado fríamente a un amigo, y me sospeché que había cerrado los ojos para que usted escapase; y por esto no me causó asombro, cuando me fijé en sus facciones, el encontrarlo vivo.

Robreño iba a responder alguna cosa a Relumbrón, pero éste le cortó la palabra y prosiguió:

—Me ocurre una idea y creo fácil realizarla si usted está de acuerdo. El poco influjo que tengo en el gobierno me permitirá conseguir el indulto de usted; es decir, volverlo a la vida social y aun a su empleo, refiriendo, por ejemplo, que usted quedó como muerto, y que un gañán del campo o el cura del pueblo cercano recogió a usted y lo llevó a su casa, donde fue curado; en fin, cualquier patraña, pues sabe usted que cuando hay favor se consigue aun lo más absurdo e imposible. ¿Qué le parece a usted?

—Casi pasó el lance como usted se lo ha figurado —le contestó Robreño—. Pero usted sabe, lo mismo que yo, que a todo el que se fusila, se le da el tiro de gracia y se le entierra; así es que mi aparición en el mundo nos cubriría de ridículo y, además, no viviría yo una semana, pues tendríamos un duelo a muerte Baninelli y yo, y pagarle con una bala lo que hizo conmigo faltando a su deber y engañando al gobierno y a la sociedad entera, no ha entrado nunca en mis ideas. Le agradezco a usted mucho, coronel, sus buenas intenciones, pero no puede ser. Largo e inútil sería referir a usted la historia de mi vida en los últimos años, pero me bastarán dos palabras para que conozca mi situación. Abandoné el campamento por algunas horas por salvar la vida de una mujer a quien amaba y a quien amo todavía. Regresé tarde, se me juzgó como desertor al frente del enemigo y se me condenó a muerte. Errante mucho tiempo, me ocurrió presentarme a Baninelli, el que quiso conciliar sus deberes militares con los de amigo, y me salvó la vida. El día que yo vuelva a la sociedad con mi verdadero nombre, Baninelli será perdido para toda la vida, y un oficial tan valiente tendrá por premio de sus heridas y servicios, el desprecio del gobierno. El secreto que usted ha descubierto debe ser eterno. El día que se sepa lo que ha pasado, será el último de la vida de usted, coronel, porque le juro que lo mataré donde quiera que lo encuentre.

Relumbrón soltó el brazo de Juan Robreño y se separó alarmado.

—Pero no habrá necesidad de eso y nada tema. Me ha dado usted su palabra de caballero y de soldado, y esto basta…

Relumbrón volvió a tomar con afecto el brazo de Juan, y éste continuó:

—Me dirá usted que por qué no me he suicidado. A un hombre en mi situación y con el infierno de penas y dolores que tengo aquí dentro, no le queda otro remedio; pero tengo que velar por la vida de la que se ha sacrificado por mí, y la esperanza de encontrar un día u otro a un hijo. Dejar estas personas abandonadas en el mundo, sería una cobardía, y dar un pesar a mi padre, una infamia. Vivir oculto y como prófugo en el país, ya lo he hecho. Pasar la frontera y vivir tranquilo en Texas con los recursos que me proporcionaría mi padre, ya lo he pensado. El pesar, la rabia, el horrible fastidio me volverían loco. Yo necesito vengarme de una sociedad que me ha rechazado, de unas leyes que me han matado por unas cuantas horas de ausencia. ¿Para qué explicar a usted, hombre rico y feliz, las terribles y dañosas pasiones que queman mi corazón sin que lo pueda evitar? ¿Para qué decirle que un día llegará en que pueda arrebatar, viva o muerta, a la mujer que amo y no dejar piedra sobre piedra de la hacienda donde vive secuestrada y como enterrada viva…?

—¡Pero cómo! ¿De qué familia, de qué hacienda se trata? Acaso podría yo…

—No se empeñe usted en saber más, bastante he dicho, y escuche, por último, otro secreto que, si lo descubre, le costará la vida. Mi resolución es ya irrevocable. El teniente coronel fusilado vuelve al mundo con el nombre de Pedro Cataño, que será el más temible de los jefes pronunciados (por cualquier cosa), y el más implacable de los bandidos. Unos papeles que aquí traigo y siempre estarán en mi bolsillo, probarán que soy Pedro Cataño, natural de Durango y Antiguo dependiente de la señora Campa. Estos documentos, cuatro muchachos resueltos y bien montados, mis dos buenos caballos, que usted ha visto maniobrar, mis armas y unas cuantas onzas en el bolsillo, he aquí los elementos con que comienzo una guerra a muerte, sin tregua ni descanso contra la sociedad entera. Así, en caso de que sea cogido, juzgado y condenado a muerte, mi padre no quedará deshonrado ni Baninelli comprometido. La casualidad me proporcionó los papeles; la generosidad del viejo amigo Rascón, los caballos y el dinero. Vea usted lo que son las cosas, coronel —continuó Juan— si aunque reconociéndome, disimula y no se da por entendido, habría regresado a su casa muy tranquilo, mientras ahora, dueño de los secretos que el destino o la casualidad le han hecho saber, se ha puesto en una situación tal, que le puede costar la vida.

—Entre soldados como usted y yo —le respondió Relumbrón con cierto acento fanfarrón— la vida, como dice la gente baja, importa un pito. La casualidad que ha hecho que me encuentre con usted, ha sido para mí una fortuna. Tengo grandes empresas y necesitaba precisamente un hombre como usted para asociarlo a ellas. A usted lo impulsa la venganza, a mí el dinero. Usted necesita reconquistar su posición, y lo hará un día u otro sin perjuicio de Baninelli; necesita usted vengarse y castigar a quien tiene secuestrada a su querida y, recobrarla viva o muerta; yo necesito mantenerme en la elevada posición en que estoy colocado y subir, si es posible; pero nunca descender ni un escalón. Una familia que está acostumbrada a ciertas comodidades y hasta al lujo; tres o cuatro muchachas a las que no se puede poner en medio de la calle; el juego, que es la pasión que me domina; los amigos que me sirven, pero que viven a mi costa; los sastres y costureras; los caballos y los carruajes; las tertulias y días de campo y mil cosas más, no pueden hacerse con el escaso sueldo de un coronel. Subí, y no puedo bajar. Desengáñese usted, lo primero que se necesita es tener dinero, y cuando se tiene, el público se inquieta muy poco de su origen y el rico es siempre considerado y agasajado por la mayor parte de los pobres que esperan que un día u otro les servirá de algo. Más de cuatro ricos podría citar a usted que merecen la horca o el presidio, y se sientan a la mesa del presidente y se tratan de tú por tú con los títulos de Castilla.

Hubo un momento de silencio, y los dos se detuvieron y se miraron fijamente.

—Nos hemos entendido —continuó Relumbrón—. Usted tiene ya el secreto de mi vida, y yo el secreto de su muerte. El día que yo lo denunciara, Baninelli caería en el más completo ridículo, y usted… no sé ni qué decirle el papel que haría un muerto resucitado. Si usted me denunciara, ni quiero pensar en lo que me pasaría. La muerte sería el menor de los males. Conque venga esa mano, y amigos, amigos para siempre.

Don Pedro Cataño tendió la mano y Relumbrón, con las dos, le dio tres o cuatro apretones. Como se habían alejado mucho sin apercibirse de ello, voltearon caras con dirección a Tepetlaxtoc, donde ya los muchos conocidos que tenían habían notado su ausencia y los buscaban por todas partes; entre otros el capitán de rurales que, restablecido con la curación y una hora de sueño, volvía a la fiesta y necesitaba que Relumbrón le diese sus instrucciones para el resto de la noche.

En la plaza de toros se había colocado un castillo con gruesas bombas y soles más de carbón que de pólvora. Diéronle fuego, y fueron girando los soles con un chisporroteo opaco, llenando de humo todo el pueblo y reventando alternativamente las bombas, con un estrépito tal, que hacía ladrar a los perros de los reales situados a grandes distancias.

La famosa pulquería de Xóchitl ardía, como suele decirse. Debajo del cobertizo tendió Evaristo un rico jorongo de Saltillo, sacó una baraja y un montón de morralla lisa y pesos falsos, y les puso el monte a los indios y rancheros.

Sentados en la banca de piedra, tres ciegos rascaban dos bandolones y un guitarrón, y los valentones ya se acercaban y se ponían en cuclillas alrededor del jorongo de Evaristo y apostaban dinero a puños, recogiendo, si ganaban, pesos falsos y moneda lisa; ya taconeaban en unos tablones y haciendo mudanzas, frentes a las inditas de razón o a las mujeres que habían ido de los pueblos del valle a gozar de la gran feria.

En las calles, luminarias, toritos bailando y echando chispas y cohetes al son de una chirimía y un tamboril.

Pepe Cervantes y Manuel Campero, personas muy correctas y arregladas, se retiraron, y las puertas de la Grande se cerraron a buena hora; pero la Chica quedó a disposición de los amigos de Cervantes.

Don Moisés, con sus achichincles, se instaló en el comedor y puso un burlotita con oro y plata, no tardando en acudir algunos hombres de a caballo de México y los tenderos y gente riquilla de los pueblos.

Relumbrón se quedó en el pueblo y se instaló en la casa del alcalde, donde puso también su burlote, al que de preferencia concurrieron como apuntes los valentones, que era precisamente lo que deseaba.

Don Moisés, seguramente con su baraja mágica, desplumó a todos los apuntes, mientras Relumbrón se dejó ganar por el alcalde y los valentones el montón de plata y algunos escuditos que tenía delante.

Se bebió, se bailó y se jugó toda la noche.

Al día siguiente el pueblo de Tepetlaxtoc tenía un aspecto de desolación y de tristeza, como si una banda de cosacos hubiese entrado la noche anterior a robar y a degollar a sus habitantes. Las casas cerradas; la plaza y las calles solitarias, llenas de basuras y de huesos de pato y de gallina que devoraban con furia los perros callejeros; uno que otro indio tlachiquero, con su cuero y su acocote cargado en las espaldas, trotaba con dirección a la loma a raspar los magueyes, y la aguda campana de la iglesia llamaba a la misa, que el cura no dejaba un solo día de decir en cuanto salía la luz.

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