XXXIV. La feria de San Juan de los Lagos

La moreliana acudió inmediatamente al llamado del platero, el cual le manifestó con muy buenas razones la necesidad de ayudar al hijo, que tan bien se le había logrado que ya era un coronel que trataba con lo más florido de la sociedad mexicana y que estaba comprometido en negocios de alto interés que debían darle unas utilidades fabulosas y tan seguras, como si ya tuviese el dinero en caja. Se guardó muy bien de explicarle qué clase de negocios eran, pues a haberlo hecho así, la moreliana, tan rígida, tan ferviente cristiana y que nunca había entrado en transacciones con su conciencia, como el platero, se habría escandalizado y cortado para siempre sus relaciones y negado todo auxilio al hijo que se proponía seguir el torcido y peligroso camino. Combinando de este modo y del otro los dos antiguos amantes la manera de sacar avante a su hijo, cuyo talento y buenas prendas no se cansaban de elogiar, reunieron una fuerte cantidad para tenerla a disposición del hombre de negocios, a medida que la fuese necesitando.

La moreliana, que casi nada gastaba en su persona y que lograba buenas cosechas en sus ranchos, lejos de poner dificultades, le dio mucho gusto el poder hacer uso del dinero que tenía reunido y enterrado por miedo de ser robada, no obstante que en la comarca donde ella vivía se disfrutaba de la más grande seguridad.

Relumbrón, a causa de la invitación que le hizo Pepe Cervantes para el herradero, avisó a su compadre que difería el almuerzo para el domingo siguiente, y visto el buen resultado que tuvo para sus planes su paseo a la feria de Tepetlaxtoc, aprovechó el resto de la semana para dar la última mano a la organización del ejército de vanguardia que debía hacer sus primeras campañas en la Feria de San Juan de los Lagos.

El capitán de rurales obtuvo una licencia por tres meses, y bien la necesitaba para curarse de los moretones y hoyos que tenía en el cuerpo, dejando a Hilario al frente de las escoltas; pero su principal objeto era cooperar a plan que tenía meditado Relumbrón. De común acuerdo se organizaron tres gavillas, partidas, bandas o como más guste al lector llamar a esos intrépidos guerreros que se proponían desafiar y combatir contra la sociedad entera.

La primera gavilla entraría en plena posesión del monte de Río Frío y camino de Puebla, hasta Perote. Sería mandada por alguno de los muchachos más listos y más valientes de Tepetlaxtoc. Evaristo la dirigiría desde la hacienda de Río Prieto, donde debería residir como administrador. La fábrica de moneda falsa en el molino de Perote, estaría a cargo inmediato de Relumbrón y del platero, el cual haría frecuentes viajes con el pretexto de visitar a su compadre y sus nuevas posesiones.

Esta partida tomaría el nombre de Roque.

La segunda y más numerosa, sería mandada por el difunto Juan Robreño, resucitado con el nombre de don Pedro Cataño, que expedicionaria por la Tierra Caliente; y la tercera, que ocuparía los caminos del interior, la pusieron al mando de un muchacho de mala cabeza (que había venido de Guanamé con Cataño) borracho y pendenciero; pero muy audaz y valiente, que era ahijado de don Domingo Rascón, y se hacía llamar Cecilio Rascón.

Repartiéronse entre los tres jefes los muchachos más atrevidos, por no decir desalmados, que concurrieron al herradero de la Grande. Los había de Guanamé, de Matehuala, del Jaral, del Mezquital y Tierra Fría, del Valle de México, de Tenancingo y de Chalco.

¡Pero qué muchachos! La flor y nata de los baladrones y malas cabezas de los pueblos y haciendas. Cada uno montado en un caballo de primera, con su espada debajo de la pierna, su reata en los tientos y una pistola más o menos buena en la cintura. Ver maniobrar a esos verdaderos hombres de a caballo, daba gusto, especialmente contra los reclutas de caballería del ejército de línea, que custodiaban los caminos, a los que tenían especial ojeriza. Se habían medido con esta gente en varías escaramuzas aquí y allá, y siempre habían hecho rodar por los barrancos y piedras a los pobres indígenas que, cogidos de leva y no sabiendo qué hacer con su caballo, sus grandes espadas de acero y sus shakós hundidos hasta los ojos, caían al menor encontronazo. Les alzaban pelo a los lanceros del general Arista y a los dragones de don Juan Andrade; pero fuera de eso, se rifaban con cualquier tropa, incluso la infantería de Baninelli. Ninguno de estos muchachos pasaba de treinta años.

Las reuniones eran en las noches en casa de Luisa. Relumbrón le había comprado una casa por el rumbo de Santa Clarita, y otra en Mixcoac, y las dos se las había compuesto con sus cielos rasos de manta, sus frisos pintados por don Julio y sus muebles de lo mejor que había en las almonedas de la Calle de Donceles. Cuando Luisa vivía en Mixcoac, la casa de Santa Clarita quedaba sola, y Relumbrón podía disponer de ella para citas casuales o extraordinarias y la aprovechaba igualmente para tratar asuntos reservados.

Allí concurrieron el falso don Pedro Cataño y el valiente y honrado capitán de rurales don Evaristo Lecuona. En una semana arreglaron sus fuerzas y, con pretexto de comprar reses y caballos, hacían por las tardes que maniobraran en los potreros de Balbuena los muchachos, y era un placer verlos acometer, sentar sus caballos, fingir que huían y repentinamente volver caras con el lazo en la mano, el que tiraban sobre la figura del enemigo, con una precisión tal, que si de veras hubiese amarrado el lazador a cabeza de silla, el lazado habría sido hombre perdido; en fin, mil otras cosas de destreza, de fuerza y de astucia, que causaban admiración. No eran tales hombres (que en general los llamaremos de Tepetlaxtoc, pues allí se hablan reclutado) de esos ordinarios y rateros que se ocultan en las sucias casas de vecindad de los barrios de México y que tienen a gala llamarse el Tecolote, el Matrero, la Zorra, el Corretón, el Trepa-Casas, y que se asocian con mujercillas hilachentas que se llaman la Chinche, la Garrapata, la Frijolera, que andan con las enaguas sucias y la faja llena de tlacos y cuartillas, no; nada de esas ordinarieces de cobardes rateros que esperan en la oscuridad de la noche, detrás de una esquina, para acometer al catrín que sale de la ópera, quitarle el reloj y los pocos reales que le dio vueltos el dulcero del teatro, y luego corren a ocultarse entre la basura y los paredones del barrio de Tepito; no, ellos eran de otra masa distinta, de esos descendientes de los antiguos encebados, que por todo vestido tenían una pichita que dejaban en manos del sereno que los perseguía, y seguían corriendo por las calles como su madre los parió, escandalizando a las viejas que salían de misa y silbados por los muchachos que entraban a la escuela, quienes los perseguían tirándoles de pedradas. Ellos eran cristianos verdaderos, que se llamaban Cecilio, Juan, Roque, Pantaleón, Cristóbal y no cambiaban el nombre de su santo por el de ningún animal; oían su misa cuando podían; no se enconaban con un pañuelo sucio ni con un sombrero viejo, ni con los cuatro reales lisos de un catrín. Cuando acometían era a cara descubierta, y no con la máscara de esos indios garroteros que tanto terror ocasionaron a ocho millones de habitantes. Cuando era necesario rifarse se rifaban, se alzaban la lorenzana, entraban al pleito con la cara descubierta y se medían con los cuicos, con gendarmes, con caballería, con escoltas y veintenas, con los diablos mismos, si a los diablos, que son de infantería, les hubiese ocurrido un día montar a caballo y entrar a la pelea con ellos. Si querían muchachas, no pensaban ni remotamente irlas a buscar entre las que se pasean por las noches en las cadenas de la Catedral haciendo mucho ruido con las enaguas de indiana almidonadas, diciendo malas palabras y fumando su cigarrillo, sino que se sacaban a lo hombre una rancherita, sana, colorada, gorda y rubia, ya de un pueblo, ya de un rancho, la montaban en la silla y echaban a galopar; si los perseguían; hacían uso de su pistola y doblaban de un balazo al alcalde, al mayordomo de la hacienda o cualquiera otro que tratase de quitarles su prenda. Pocas veces cargaban cuartillas en sus bolsillos, y de una manera o de otra tenían un par de pesos para convidar a pulque a los amigos y a naiden le pedían ni agua.

Tales eran, en lo general, los muchachos que reclutó Relumbrón, la mera aristocracia de la raza de hombres que, sin ser españoles sino meros mexicanos tampoco son indios; que no saben el significado de la palabra miedo y están siempre dispuestos lo mismo a un pronunciamiento, a una corrida de toros, a un coleadero, al trabajo del campo o a las aventuras del camino real. Ya se ve que la banda de enmascarados, Evaristo incluso, eran una verdadera farsa, y que lo que faltaba a los valentones de Tepetlaxtoc era una organización, un jefe o jefes que los mandasen y los mantuviesen unos días, mientras ellos podían ganar su vida honradamente.

Sin que nadie se lo dijera, ni mucho menos Relumbrón, adivinaron que ése debería ser un día, más tarde o más temprano, su verdadero jefe, y que de pronto tenían, por lo menos, un protector y un hombre de dinero y de relaciones en la capital que les daría su valenteada cuando se les ofreciese. En cuanto a la subsistencia diaria, Evaristo les había prometido que no les faltaría, y, en efecto, se les asignó un peso diario, mientras se disponía que saliesen de la ciudad para recorrer el país en busca de lances y aventuras.

Evaristo y Relumbrón arreglaron muy fácilmente este asunto. Se aumentarían las escoltas del camino, bajo el pretexto de que se había organizado en la Malinche una numerosa banda y ese sueldo se aplicaría a los valentones. Y bajo el pretexto de estar la tropa que formaba la escolta colocada a lo largo del camino de más de sesenta leguas, no se podía pasar revista a los muchachos que iban a operar de cuenta y mitad con el hábil financiero hijo de la virtuosa y rica moreliana.

Muy puntual estuvo Relumbrón el domingo fijado para el almuerzo. Se trataba nada menos de la cuestión de fondos, y los necesitaba, pues la feria de San Juan de los Lagos estaba muy cercana y no había que perder tiempo. Las festividades de Tepetlaxtoc le habían costado un pico regular.

La cocinera del platero hizo un almuerzo de chuparse los dedos, todo de platillos mexicanos del gusto de su amo y de Relumbrón; pero no omitió, en cuanto observó que se encerraban en la sala, fingir que salía para dejarlos solos, regresar a poco rato de puntillas y aplicar alternativamente el ojo y el oído al agujero de la llave, enterándose de cuanto pasaba entre los compadres y de oír y retener bien en su memoria lo que platicaban.

Relumbrón refirió minuciosamente cuanto le había pasado en la hacienda Grande y en el herradero, su encuentro y amistad con el guapo ranchero de Guanamé (sin revelarle su verdadero nombre ni su historia) su intimidad relativa con los más bravos muchachos del pueblo, la recluta milagrosa que hizo (sin dar la cara), la organización admirable que había dado a sus fuerzas en menos de una semana, y la probabilidad de dar mucho que decir (sin que remotamente apareciese su nombre) en la próxima feria de San Juan de los Lagos.

El compadre tímido y algo irresoluto, y volviendo a su tema del infierno, no dejó de cansarlo a preguntas y a observaciones; pero al último se dejó vencer por diversos y sólidos argumentos, y dijo a su compadre que el dinero (aunque no mucho) estaba listo y que él había ya comenzado a ocuparse de construir o adquirir (sin que nadie lo supiera) cuanto fuese necesario para la acuñación de moneda falsa, que saldría mejor que la de las casas de moneda.

—Este negocio sí me gusta, compadre —añadió— y no me remuerde la conciencia. ¿Qué derecho tiene el gobierno para adjudicarse el monopolio de la fabricación de moneda? Si se dejara en libertad a los particulares para que cada uno acuñase su moneda, ya vería usted cómo se iba perfeccionando y sustituyendo ese horrible zopilote (alias águila) que está grabado en los pesos y onzas mexicanas.

Cuando hubieron concluido su conversación, abrieron la puerta y pidieron el almuerzo. La cocinera mientras se cocían los manjares a fuego lento, había tenido tiempo de aplicar alternativamente el ojo y el oído al agujero de la llave y de enterarse de cuanto dijeron los compadres en su importante conferencia.

Yo no sé si el mes de diciembre de cada año es hoy tan alegre en México, como en los tiempos a que se refieren los acontecimientos de nuestra larga historia.

El ocho de diciembre. Nuestra Señora de la Concepción; el doce, el gran día de Guadalupe; el veinticuatro, la Nochebuena, seguida de la Pascua y el Año Nuevo, para cerrar la serie de novenarios, de luces y de festividades religiosas que se enlazaban íntimamente con las escenas de familia.

En casa de las Conchas y las Lupes, que las había en abundancia y muy bonitas, de precisión había de haber comida y baile, o día de campo; después las posadas, y las había aun en las pobres casas de vecindad de los barrios; y al último los Manueles de Año Nuevo, que no se quedaban atrás en divertirse con su familia y amigos. El mes de diciembre, en resumen, era un mes bendito, y las prácticas religiosas daban lugar a todo género de diversiones. Para el comercio era, de consiguiente, un mes maravilloso. Platerías, tiendas de ropa, Vinaterías, cafés, fondas y hasta la plaza del mercado, tenían un movimiento excepcional con motivo de las cuelgas, de las comidas espléndidas y de las cenas con que terminaban cada noche la jornada de los peregrinos que caminaban a Belén.

Poca cosa a esta serie de días festivos, que no concluían en la capital sino en los primeros días del año nuevo, con lo que pasaba en el interior Quéretaro triste, solo, austero, mejor dicho, muerto todo el año y con sus palacios cerrados y polvorientos, parece que resucitaba; las festividades se sucedían unas a otras como en México, pero había una especial que conmovía y llenaba de alegría y de entusiasmo, no sólo a los queretanos, sino a todos los pueblos situados en esa maravillosa llanura que se llama Bajío y que termina en las montañas de plata de la capital del Estado de Guanajuato. Esta festividad era el Rosario, de Celaya.

Una imagen de bulto, de la Santa Virgen, rodeada de los curas de los pueblos cercanos y de los religiosos de diversas órdenes monásticas, y seguida de más de ocho mil personas con velas y cirios en las manos, salía en la noche de Querétaro y por los callejones cercados de fruta del pueblo de Apaseo se dirigía a Celaya, a donde llegaba al amanecer. Y esa especie de colosal serpiente luminosa que se retorcía y se deslizaba, siguiendo los tornos y accidentes del camino en medio del silencio de una noche pura y diáfana alumbrada por las cintilantes estrellas del cielo, tenía algo de fantástico y como de sobrenatural, que no era posible explicar, pero que sentían todos los que formaban parte de esa piadosa peregrinación.

Pero las festividades de la capital, las del interior y el Rosario, de Celaya, eran poca cosa comparadas, si comparación es posible, con la feria de San Juan de los Lagos. La de Tepetlaxtoc no era más que una farsa de indios.

Lagos, camino de Guadalajara, es una villa situada en un terreno pedregoso y árido; San Juan, que le sigue, es todavía más triste, y si Querétaro con todo y sus grandes casas, sus portalerías y sus calles rectas tenía todo el año un aspecto melancólico, San Juan parecía positivamente abandonado por sus habitantes que no volvían a su hogar sino cuando se acercaba la feria.

¿Por qué se eligió para esa cita anual de todo el comercio de la República un pueblo pequeño, triste, árido, con pocas casas para tanta concurrencia, sin paseos, sin teatros, sin portalerías, sin nada que lo pudiera hacer cómodo y agradable, y sin más atractivo religioso que un pequeño santuario en un cerro, y cuya Virgen no tiene, como otras, tanta fama de ser milagrosa?

La verdad es que no se sabe ni aun la época en que comenzaron esas ferias, y su desarrollo progresivo hasta hacerlas famosas en las ciudades manufactureras de Francia, Inglaterra y Alemania y que fuese una cita general para nacionales y extranjeros.

En París se preparaban surtidos especiales de mercería fina y ordinaria y de telas de algodón, lino y seda de colores chillantes y dibujos fantásticos, y se embarcaban con anticipación en los pesados paquetes de vela que venían a Veracruz procedentes de Burdeos y del Havre.

En Liverpool y Hamburgo se cargaban hasta la cubierta unos barcos fuertes y veleros que daban vuelta al Cabo de Hornos, y después de cuatro o cinco meses de una peligrosa navegación venían a fondear en San Blas y Mazatlán, y de allí, hatajos de mulas conducían la lencería inglesa y alemana, el cristal y loza a la feria, y de este modo llegaban con la más grande exactitud, teniendo tiempo bastante para encaminar las mercancías, establecer sus almacenes en San Juan y hacer cambios y ventas que llegaban a muchos miles de pesos.

De Veracruz, ni se diga. Entre la sedería de lujo y los mil dijes y curiosidades de la joyería y mercería francesa, que mandaban a México para el consumo del mes glorioso de diciembre, y lo que reservaban y encaminaban a su tiempo para la feria, quedaban los almacenes vacíos y aprovechaban la ocasión para salir de las mulas que no habían podido vender ni a la mitad del precio.

De Chihuahua venían unos carros que parecían casas, tirados cada uno por diez o doce mulas gigantes, pues pasaban de siete cuartas, y los carreteros, mayordomos y gente que escoltaba el cargamento para defenderlo de los indios bárbaros, tenían un aspecto salvaje e imponente. Todos eran altos, fornidos, de barbas espesas y botas de grueso cuero hasta el muslo, y en su cintura cartuchos, pistolas, puñales. Los valentones de Tepetlaxtoc lo habrían pensado mucho antes de medirse con estos fronterizos. Los carros venían llenos de algodón y de cobre, de tejos de oro y de mil otros productos de esas lejanas tierras.

De Nuevo México venían numerosas pastorías de esos carneros de fino y espeso vellón blanco, todos con la cabeza negra, que no se han vuelto a ver más que por el interior; de Texas venían igualmente carros parecidos a los de Chihuahua, cargados de lienzos de algodón ordinarios, de loza corriente y de ferretería e instrumentos de labranza.

De las diversas haciendas de Tamaulipas especialmente de los potreros de doña Rita Girón, salían partidas de mulas que eran vendidas al más alto precio a causa de su alzada y su hermosura. Ni en las ferias de Andalucía se veían mejores. Los chalanes las compraban relativamente baratas, formaban troncos y los vendían a su regreso a la capital en quinientos y seiscientos pesos cada uno.

Lo que era muy mentado y buscado en la feria, eran los caballos de las haciendas de Guanamé y del Sauz. Don Remigio nunca dejaba de mandar de mil a mil quinientos escogidos; se vendían desde cuarenta a cien y doscientos pesos, y con esto sólo, bien lo puede concebir el lector, el padre de Mariana tenía una renta anual que bastaba para comer, desperdiciar y todavía sobraba. Parte de este dinero iba a dar a las cajas de madera de Agustina y parte quedaba en la hacienda, en poder de don Remigio.

Lo que llamaba la atención en la feria, era la cantidad y variedad de dulces. Camotes de Querétaro; camotitos de Santa Clara de Puebla; calabazates de Guadalajara; uvate de Aguascalientes; guayabates de Morelia; el turrón y colación de México; pero con tal profusión y de tan bella apariencia, que daba gusto recorrer las hileras de mesas llenas de esas golosinas, que formaban una larga calle. En la mayor parte de esos puestos, adornados con flores y guirnaldas de papel de colores, abundaban las velas de cera de todos tamaños, gruesos y colores.

Era también muy singular y curiosa la reunión de mujeres de los diversos Estados. Separados unos de otros por grandes distancias, y difíciles y costosos los viajes, las gentes de cada localidad no se movían nunca de su casa, sino de tarde en tarde y por forzosa necesidad; de modo que una mujer de Chihuahua, una jarocha de Veracruz o una china de Puebla, eran como extranjeras y objeto de curiosidad. ¡Qué diferencia entre una mujer de la frontera, blanca como el alabastro, con su abundante cabello negro, vestida con un traje azul hasta el cuello y pegado al cuerpo, y una china poblana (que va siendo cosa rara) ampona, con dobles y triples enaguas, su castor encarnado con lentejuelas de oro, su rebozo al hombro y su pierna desnuda! Eran estos dos tipos y otros que se pueden citar, como de diferentes y lejanas naciones; pero en la feria se encontraban poblanas, tapatías, zacatecanas, aguascalienteñas, sanmigueleñas, queretanas, sanluiseñas, tamaulipecas, chihuahueñas, morelianas, sinaloenses, poquísimas de Oaxaca, una que otra jarocha y ninguna de los Estados del Sur, de la costa del Golfo.

Caminaban en burros, en mulas, en caballos, en carros de dos ruedas, entrapajadas y sucias de polvo y de lodo, con sus sombreros de petate encajados hasta los ojos para no quemarse con el sol; pero llegando a San Juan sé aseaban, se ponían sus mejores trapitos y comenzaban a circular, curiosas y vivarachas, por las calles e improvisadas plazas, llenando de alegría y de animación la festividad comercial y religiosa. Podía el viajero comparar la sal y garbo de las tapatías, poblanas y zacatecanas con el reposo y frialdad de las blancas y robustas fronterizas, y conocer y apreciar la belleza o fealdad relativa de las mujeres de los diversos Estados de la República, tan distantes unos de otros como París de Berlín o Madrid de Burdeos.

El pueblo, polvoriento y sucio los once meses del año, se vestía de limpio y se lavaba la cara el mes de diciembre. Las fachadas de las casas se sacudían o se pintaban de nuevo de blanco y de diversos colores; la iglesia se cubría de colgaduras rojas, de macetas de flores y de ramos, y se veía alumbrada día y noche con velas de cera en todos los altares. Las calles pedregosas se medio arreglaban, los caminos y avenidas se disponían de modo que fuese más fácil el tránsito de tanto coche, de tantas recuas de mulas, carros grandes y pesados, y de dos ruedas y ligeros, que conducían de todos los ángulos de la República pasajeros y mercancías.

Entre las villas del interior, San Juan pasa por ser una de las más grandes; pero en diciembre era una verdadera bicoca; esta falta, sin embargo, se suplía con una ciudad improvisada en menos de un mes, que rodeaba el cerro y el pueblo de piedra. Tejamanil, vigas apenas labradas, clavos y muchas piezas de lona y lienzo, de algodón ordinario, eran los materiales para estas ligeras construcciones. Plaza de gallos; teatro Principal, donde representaban sainetes las compañías de la legua, y a veces hasta comedías enteras, desempeñadas por los actores de México; salón de títeres; cafés, fondas y hoteles; pero todo de lo más frágil, de lo más ligero; un huracán se habría llevado en cinco minutos a toda esta nueva ciudad, y en diez un incendio la habría reducido a cenizas. Los hoteles eran de lo más originales y cómicos. Un gran cobertizo formando una galería de cincuenta u ochenta varas de largo por seis u ocho de ancho. Las divisiones entre cuarto y cuarto consistían en una cortina de manta ordinaria por cuyo tejido, sin necesidad de hacer un agujero, se podía ver lo que pasaba en casa del vecino. Los muebles consistían en un catre de tijera, con o sin colchón, una pequeña mesa de madera y dos sillas, un candelero y un cacharro de barro, para lo que pudiese ofrecerse a la media noche. Los matrimonios, verdaderos o improvisados, que tenían en algo el pudor y el aislamiento en ciertas horas críticas, tenían que añadir sus jorongos al débil y transparente lienzo que los separaba de los vecinos. Cada uno de estos cuartos valía por una noche cuatro pesos, y tomándolo por la temporada, tres pesos diarios, por supuesto, sin asistencia ni comida. La fonda, de una construcción tan ligera como el hotel, estaba enfrente, y los precios en relación con el alojamiento. Cuando llovía o venteaba, el agua pasaba a chorros por los débiles y mal colocados tejamaniles del techo; y las divisiones de lienzo, arrancadas por el viento, volaban y desaparecían, dejando a la vista que recorriera el curioso espectáculo de muchas gentes de los dos sexos que, creyéndose solas en su casa, se encontraban repentinamente a los cuatro vientos. Afortunadamente había poca luz, pues las iluminaciones rojizas, medio apagadas, y los farolillos con velas de sebo, no dejaban ver todas las maravillas que se hubiesen descubierto con el alumbrado de gas o con los modernos acumuladores eléctricos.

Las casas de cal y canto del pueblo, algunas muy amplias y dispuestas para el objeto, se arrendaban a precios fabulosos. Los ricos comerciantes de Mazatlán pagaban mil y dos mil pesos por la temporada.

Después de la ciudad de piedra, seguía la de madera y después los campamentos. Los cincuenta o sesenta carros de Chihuahua, con sus muladas, ocupaban un espacio inmenso en el declive de la loma, y allí formaban un paralelogramo extenso, en cuyo centro colocaban los tercios de algodón y de otras mercancías, cubriéndolas en las noches con gruesos abrigos impermeables. El carro que contenía la plata, estaba vigilado día y noche por una guardia, lo mismo que la entrada de esa especie de plaza fuerte, y la oficina y el despacho estaban en otro carro vacío, y allí se hacían los cambios, las compras y ventas y tenían su casa con recámaras, comedor y despensa, los dueños o dependientes, mucho mejor abrigados y cómodos que los desgraciados viajeros que se veían forzados a tomar un cuarto en los hoteles de que hemos hablado.

Los carros de Coahuila y de Texas, a cierta distancia, tenían la misma organización. Formando un semicírculo se colocaban los hatos de las diversas recuas de arrieros, que conducían de todas partes del país vino, aguardientes, ropa, semillas y cuanto Dios creó, y se esperaban todo el tiempo de la feria para lograr cargar de retorno.

Más adelante y formando horizontes, se establecían las pastorías de carneros de las haciendas de Coahuila, Chihuahua, y Nuevo México, desperdigándose un poco por aquí y por allá, buscando y arrancando con trabajo la escasa yerba que nacía en aquel terreno pedregoso y que no dejaba de estar fresca y apetitosa por las lloviznas del invierno.

Los caballos de Guanamé, del Sauz, de Tamaulipas, de Coahuila y de otros puntos, la mulada de doña Rita Girón estaban a mayor distancia, en corrales formados de vigas y atendidos con buenas pasturas, pilas de agua y revolcaderos. El alto precio a que se vendían, valía la pena del gasto. Los cerdos y burros también en corrales, cerraban este inmenso círculo que, como hemos dicho, hacía horizontes y se perdía de vista entre los pliegues del terreno. Cuando en la madrugada se disipaba la niebla que, como un inmenso abrigo cubría en la noche todo ese conjunto disímbolo de casas, de barracas, de corrales de gentes dormidas y de animales despiertos que daban al viento sus diversos y variados tonos, y el sol aparecía en el horizonte y, levantándose con majestad en el ancho y despejado cielo, iba matizando con sus relucientes rayos de oro las diversas escenas a que daba lugar la reunión al aire libre de tantas gentes y de tantos objetos distintos, el paisaje en conjunto presentaba un aspecto grandioso y de una novedad que atraía a multitud de personas ricas del interior que, sin tener negocios ni comercio, se pasaban ocho o quince días, no sólo contentos, sino casi locos, viviendo en sus coches, que eran salones de recibir y comedores durante el día, y recámaras muy abrigadas en las noches. A las ocho de la mañana comenzaba el movimiento en todos sentidos. El desayuno era lo más urgente: la variedad de panes, bizcochos y bebidas calientes las ordeñas de gordas vacas negras que se establecían en el centro de la ciudad improvisada; los gritos particulares de los que vendían sabrosas golosinas; las músicas ambulantes de bandolones, guitarras y jaranitas que preludiaban cancioncillas del país para llamar la atención de los muchos que iban y venían, y adquirir así algunos cuartos para comenzar el día; el andar garboso y los vestidos singulares y provocativos de las tapatías, zacatecanas y poblanas; el afán de los comerciantes y vendedores de mil y mil cosas raras y curiosas, como los guajes y tecomates de Morelia, los muñecos de barro de Colima y los jarros y loza de Guadalajara, y las muchas frutillas secas desconocidas en México; los muchos primorosos fustes, cabestros, aparejos, reatas, espuelas y frenos de Amozoc; los coches, carros y hatajos que llegaban y buscaban local para establecer; y para que este cuadro variado se completase con una pincelada de maestro, las puertas de la capilla se abrían de par en par, los altares se iluminaban profusamente con cirios de cera, las campanas llamaban a los fieles con sus sonidos agudos, y el cura, revestido con una pesada casulla bordada de oro y rojo, sacaba la custodia del sagrario y, con fe y ternura, bendecía a los miles de gentes que se reunían en San Juan en esa época del año.

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