(Continúa)
Sigamos con el hilo de nuestra narración, interrumpida con un episodio que no deja de ser interesante para fijarse en lo que son las cosas de este mundo, y cómo depende la suerte y la vida de las gentes de las circunstancias más insignificantes. Si las dos Marías hubiesen dado otra tanda de escobazos a Evaristo, su cólera habría recaído en las italianas, y en vez de tratarlas bien, admirar su belleza y escuchar su canto, él y sus indios se habrían entregado a las más atroces violencias; y los extranjeros, con mucha justicia, habrían tenido mucho más que decir del país.
¿Cómo, sin que hubiese telégrafo eléctrico ni de ninguna otra clase, se supo el robo al mismo tiempo en México y en Puebla? Hasta ahora no se ha podido averiguar, pero así sucedió.
Mateo y el otro cochero llegaron veinte minutos después de la hora de reglamento, pero con las mulas frescas, que echaban centellas contra las piedras de la calle, y entraron como siempre, con la velocidad del rayo, en el gran patio de la casa de diligencias de Puebla. Una multitud curiosa, que estaba esperando en la calle, se precipitó a las portezuelas y los abonados que vivían en la casa hacían a un tiempo mil preguntas a Mateo.
—¿Conque la cosa estuvo fea? —le decía uno.
—No quedó ni una sola de las pasajeras que no fuese robada —decía otro.
—Pero hasta la camisa les quitaron, y quién sabe cómo podrán bajar del coche y subir a sus cuartos si no les dan alguna ropa para cubrirse sus carnes.
—¡Qué infamia! —decían varios en coro.
—¿Qué van a decir los extranjeros de nosotros?
—La culpa la tiene el gobernador, que cuanto dinero entra en la caja del Estado lo gasta inmediatamente en esos granaderos que se desayunan café con leche y en la comida les sirven hasta camotitos de Santa Clara.
—No es lo peor el robo, sino lo demás que dicen que pasó. ¡Pobres cantantes! ¡Qué apuraciones y qué susto, y qué congoja, y la posición comprometida de los maridos y de los parientes o hermanos!
—Más de ochenta ladrones, todos enmascarados, rodearon las diligencias, y, como siempre, la escolta llegó después de buena hora: cuando los ladrones habían saciado sus apetitos y fugádose a sus madrigueras, donde nadie se atreve a atacarlos.
—Pero ni eso siquiera: aseguran que apenas vio la escolta a los enmascarados, cuando se dispersó, y los soldados aprovecharon la ocasión para desertarse con armas y caballos.
—¿Pero quién vio todo eso y quién lo ha contado, cuando acaba de llegar la diligencia? —dijo uno de los curiosos.
—Toma —le contestó otro—. El que presenció todo fue el administrador del Molino de Santo Domingo, que venía en el techo y se apeó en la garita, donde lo esperaban sus mozos. Entró a la tienda de la esquina de la calle de Morados, y allí contó todo con sus pelos y sus lanas.
—¿Pero qué dice Mateo? Vamos Mateo, cuenta. ¿Es cierto todo esto?
Mateo sonreía maliciosamente y guardaba silencio; pero seguían incitándole, hasta que se enfadó.
—Dejen bajar a los pasajeros —les dijo—, y de mí no han de sacar nada; Mateo cumple con su obligación de conducir el coche y no tiene necesidad de contar nada ni de hablar una palabra.
Al mismo tiempo tiró las riendas a los mozos, entregó su cartera de viaje al administrador, que se presentaba a ese tiempo, y él mismo abrió las portezuelas para que descendieran las hermosas italianas.
Agua se les hacía la boca a los curiosos poblanos, que son más curiosos y afectos a saber pormenores interiores que cualesquiera de las gentes de otros Estados, pues se figuraban que las viajeras, cuya fama de hermosura y habilidad era conocida, estaban a poco más o menos en el traje de nuestra madre Eva, y se les proporcionaba gratis un espectáculo nunca visto en la muy católica y mística población de los Ángeles; pero no fue como lo deseaban. Las italianas, haciendo cabeza Adela Césari, fueron poniendo sucesivamente el pie en el estribo y descendieron a tierra perfectamente cubiertas con sus vestidos de viaje; y en vez de tristeza y lágrimas, sus fisonomías expresaban la satisfacción y alegría naturales por haber llegado sanas y salvas a la ciudad, después de la extraña aventura en el monte de Río Frío.
Con todo y esto, buenos eran los poblanos para hacerlos comulgar con ruedas de molino. Se retiraron, diciendo que las ojeras, el desorden de los cabellos, el mucho polvo en los vestidos, la alegría que trataban de aparentar y el silencio de Mateo, eran otras tantas pruebas de que había pasado en el camino algo horroroso, cosa de taparse los ojos, que todos los pasajeros estaban interesados en ocultar. Las cartas que los comerciantes poblanos escribieron a sus corresponsales estaban llenas de detalles a cual más interesantes.
En México no pudieron los curiosos, como en Puebla, cerciorarse de que, al menos, los cantantes estaban con vida; así, las noticias tenían un carácter de gravedad tal, que se transmitían en los primeros momentos en voz baja y encargando mucho secreto, y concluían siempre con el mismo ritornelo:
—La ropa sucia se lava dentro de casa; vale más que nada se sepa. ¿Qué dirán los extranjeros?
Pero al cabo de dos horas, parvadas de muchachos recorrían las calles del Empedradillo, Plateros y los Portales, gritando:
—La Noticia Extraordinaria de ahora. Relación de los robos perpetrados por los bandidos de Río Frío en las personas de los operistas y de las operistas.
Era una cuartilla de papel, publicada en la imprenta anónima del Callejón de la Garrapata. Valía un octavo, y los que pasaban en la calle se la arrebataban a los muchachos, que corrían por más ejemplares. El efecto fue prodigioso, y el lance, con cuantos horrores le ocurrieron al redactor o impresor, fue sabido desde los niños que entraban o salían de la escuela, hasta los ministros de Estado, las legaciones y el Supremo Magistrado de la Nación.
Se olvidó lo político, los negocios y las funciones de iglesia; la ciudad no se ocupó ese día más que del asalto de las diligencias, y las cartas que llegaron en la noche de Puebla, no hacían más que confirmar lo que tan oportunamente había publicado la Noticia Extraordinaria del Callejón de la Garrapata.
Bedolla y Lamparilla, sin ser llamados, se presentaron en Palacio para tomar lenguas; pero más que todo para procurarse con ese motivo otra comisión que les produjese un par de talegas de pesos y la promesa de otra curul. Los ministros extranjeros aprovecharon la ocasión para molestar al gobierno y hacer valer las fuerzas navales de sus monarcas; se reunieron en junta y acordaron dirigir una nota colectiva, y los diputados de oposición se prepararon para hacer fuertes interpelaciones al gobierno.
Todo esto era poca cosa comparado con la cólera, la indignación y los deseos de sangre y venganza de los albinistas y cesaristas. Todos exclamaron a una voz:
—¡Qué horror! ¡Qué mengua para el gobierno y para la nación! ¿Qué dirán los extranjeros? Ni por todo el oro del mundo volverá a México una compañía de ópera. En un momento han perdido el fruto de años de trabajo y de economías y hasta sus trajes de teatro. Los bandidos no les han perdonado ni la burla, y se han vestido con el traje de condestable de Chester de la divina Adela.
—Y con el traje de Norma de la majestuosa Marietta.
—Y no es eso lo peor, sino… que… —decía otro.
—Puede ser que haya exageración —exclamaba el de más allá.
Especie de junta tumultuosa en el café del teatro, de la que resultó la reconciliación de los dos partidos. Se estrecharon las manos, se dieron de abrazos y decidieron que, pues la ofensa era común, deberían unirse para vengarla, sin hacer caso del gobierno ni de sus soldados, que no servían sino para comerle medio lado a la nación.
La brillante y lucida juventud aristocrática, que en sus briosos caballos caracoleaba toda las tardes en el Paseo de Bucareli, siguiendo los coches de las muchachas ricas, se levantó como un solo hombre y decidió armarse inmediatamente y salir a campaña a perseguir a los bandidos de Río Frío hasta sus propias madrigueras y exterminarlos, no dejando más que uno con vida para que pudiera contar a todos, y por todas partes, el terrible castigo de los que se habían atrevido a ultrajar a las diosas del canto.
Se organizaron, en efecto, y al día siguiente, en fogosos caballos y armados de espadas, pistolas y reatas, salieron por la garita de San Lázaro cosa de cuarenta jinetes. Los enmascarados eran más de ciento cincuenta, pero eso nada importaba. El valor y la justicia de la causa aseguraba el completo triunfo.
Recorrieron el camino, creyendo en cada torno de la calzada encontrar a los enemigos; sacaban las espadas, prendían las espuelas a los caballos y cada uno quería ser el primero en medirse con los bandidos; pero no encontraban más que grupos de indios dando, como de costumbre, palos en las orejas y ancas de sus flacos burros. Después de haber pasado en la venta una mala noche, regresaron al día siguiente a la ciudad en jácara y algazara, dando tajos y reveses a los troncos de los árboles y ramajes de las orillas del bosque, y contando a su llegada maravillas de audacia y de valor. Los bandoleros habían escapado, según contaban, gracias a sus buenos caballos; pero algunos de ellos deberían haber sido heridos, pues casi a quemarropa les dispararon muchos balazos; y según noticias que habían adquirido de algunos pasajeros, toda la banda se dispersó para juntarse en el monte de las haciendas de San Vicente y Chiconcuac, que es muy cerrado, y allí tenían sus cuevas.
Por este estilo, cada uno de los campeones inventaba una historia que contaba a su familia y amigos, lo que aumentaba la curiosidad y el interés del suceso.
El único que sabía la verdad era el conde de la Cortina, a quien Mateo había referido hasta los más insignificantes pormenores del lance, asegurándole que las operistas regresaban a su tierra tan vírgenes como vinieron; que los maridos de las casadas nada vieron de malo, y que el capitán, que tuvo ímpetus de lanzarse sobre la Césari, se contentó con sólo un beso en el carrillo izquierdo. El conde rio mucho al oír esta historia, regaló a Mateo dos onzas de oro y dejó correr las noticias variadas y los cuentos exagerados de la calle.
Evaristo, metido en su monte, en sus carboneras y su rancho, estaba muy lejos de creer que su comportamiento medio romántico y hasta fabuloso con las operistas había levantado una grande polvareda, así es que continuó deteniendo cada dos o tres días la diligencia, tanto de subida como de bajada, volviendo a sus fórmulas y método antiguo, que ya conoce el lector.
El comandante de la plaza de México recibió orden de establecer escoltas en el camino, y que dos soldados de caballería, con sus carabinas y sables, subiesen en el techo de la diligencia y la acompañasen hasta Puebla.
Un día, y apenas habían pasado quince del lance de los operistas, los espías que tenía Evaristo en el camino vinieron corriendo por las veredas del monte y le dijeron que venían soldados en el techo; a pocos minutos oyó el ruido de las ruedas del coche. No hubo tiempo para huir, ni para organizar un ataque, ni pensar en nada. La diligencia fue saliendo del recodo del camino y presentándose delante de los enmascarados. Mateo venía dando una especie de lección a los soldados, aconsejándoles que no hiciesen resistencia; pero éstos, apenas divisaron a los bandidos cuando hicieron fuego con sus tercerolas, que ya tenían preparada en medio de sus piernas. Evaristo e Hilario hicieron fuego al mismo tiempo, y un minuto después los tres indios que estaban armados de los viejos fusiles dejaron ir los tiros sobre el costado del carruaje. Por un momento una nube de humo envolvió el repentino cuadro. Uno de los soldados cayó al suelo herido mortalmente; Mateo sintió un fuerte escozor en la oreja: la bala de la pistola de Hilario le había llevado un pedazo y rozado ligeramente el cuello. El sota, que vio apuntar a Hilario, le aplicó un bijarrazo en la cabeza que le hizo caer del caballo, y del centro de la diligencia brotó un clamor, un grito de dolor y una exclamación terrible: godam. Un inglés, director de la minas de Bolaños, resultó herido en un brazo, y la misma bala de los fusiles retacados de los indios había llevado la punta de la nariz a la esposa del inglés. Todo esto pasó en instantes, en un abrir y cerrar de ojos, como un relámpago. Mateo tronó el látigo, sin hacer ya caso de los gritos ni de los balazos que disparaban desde dentro de la diligencia otros dos mineros ingleses, y las mulas, asustadas y casi desbocadas, partieron como alma que llevan los diablos.
Cuando Evaristo mismo volvió de la sorpresa, porque sorpresa fue para él la llegada de la diligencia con soldados que desde que lo vieron le descerrajaron de balazos, vio al soldado moribundo en medio de un charco de sangre y a Hilario tirado al pie de su caballo, con los ojos cerrados y sin movimiento, a uno de los indios con la mano traspasada, seguramente por una bala de los ingleses, y a los otros escondidos con sus garrotes detrás de los árboles; lleno de furor por la muerte de su segundo, acabó con su espada de matar al soldado, que con voz casi extinguida le pedía misericordia; hizo que levantaran los indios a Hilario, todo descoyuntado y flojo como si fuese un maniquí de trapo, y se apresuró a internarse con él en el monte, ganar las carbonera y después el rancho, temiendo que viniese una escolta, como sucedió; pero llegó al galope tendido y con las espadas desenvainadas cuando todo había concluido y los bandidos estaban en sus madrigueras.
La noticia de este suceso, que se propagó en Puebla y en México con más rapidez que la de los operistas, puso en alarma a la capital, que ya iba olvidando a los cantantes; y en esta vez no fueron sólo cesaristas y albanistas y los jóvenes calaveras de moda los que armaron el ruido y el escándalo, sino el público y los extranjeros dedicados al comercio y a la minería. Los italianos, que eran de diferentes provincias, no tenían representante especial; pero los súbditos de S. M. británica sí tenían a su ministro, que estaba acostumbrado a que los ladrones respetaran y dejaran pasar cada mes su correo, sin más defensa que la bandera inglesa que en la varita de membrillo con que azotaba al caballo solía enarbolar Rafael Veraza cuando temía algún peligro.
Los ministros de Inglaterra, de Francia y de Prusia, sin pedir audiencia, se presentaron al ministro de Relaciones.
—Los atentados que se cometen diariamente en la República —dijeron al secretario de Estado mexicano, después de hacerle graciosas cortesías y de estrecharle afectuosamente la mano— han llamado fuertemente la atención de nuestros gobiernos, y no cumpliríamos con el deber que tenemos de mantener y estrechar las buenas relaciones que tenemos con este país si no manifestáramos el profundo disgusto que nos han causado los dos últimos asaltos a las diligencias, en los que han pasado escenas atroces, siendo violadas y robadas las artistas de la compañía de ópera italiana.
—Debo protestar, señor ministro —dijo el de Relaciones—, contra esos rumores, que son de todo punto inexactos. El señor conde de la Cortina, que ha tenido motivo de saber con exactitud lo que ha pasado, por medio del cochero, se ha acercado a este Ministerio a tranquilizarlo, y el gobierno de la República está seguro de que, en punto a violaciones y a ultrajes… no ha habido más que lo que…
—Yo espero de la cortesía y del buen criterio de Vuecencia —interrumpió el ministro de Francia— que el gobierno no dará más crédito a un cochero que a los ministros de las potencias amigas que están aquí presentes. La rectificación de una especie semejante daría motivo bastante para considerarla como una ofensa que es seguro que no tolerarán nuestros gobiernos.
El ministro mexicano, alarmado con el tono altanero del francés, explicó que no era al cochero a quien se le daba el crédito, sino al conde de la Cortina, que, amigo especial de algunas de las cantantes, había tomado de antemano medidas muy eficaces para que, en caso de asalto, fuesen bien tratados los pasajeros, como en efecto sucedió, y que él y su gobierno ni por un momento habían tenido la intención de ofender a los dignos representantes de las naciones amigas, con las cuales el gobierno de la República deseaba estrechar más y más sus cordiales relaciones.
El ministro francés, con estas explicaciones, se calmó, e hizo dos o tres inclinaciones amistosas desde su silla.
El inglés, a pesar de la tradicional gravedad británica, sonrió al oír la historia de las violaciones y ultrajes, que corría todavía de boca en boca. Él sabía la verdad, pues el conde de la Cortina se lo había contado todo; pero esta sonrisa fue momentánea y casi imperceptible, y volviendo a tomar su aire excesivamente grave, en tono acompasado y solemne dijo:
—Lo que no se puede negar es que en el último asalto ha habido balazos y ataques violentos; que tres súbditos de S. M. británica han sido heridos; que mistress Allen tiene un pedazo menos de nariz, y, aunque la herida no es de gravedad, quedará desfigurada, lo que es quizá peor que la muerte para una belleza inglesa. El gobierno de S. M. británica espera: primero, que los ladrones serán perseguidos, aprehendidos y castigados severamente, y, segundo, que se otorgará una indemnización conveniente por los daños y perjuicios que han sufrido los súbditos de S. M., que después de haber hecho enormes beneficios a México con sus trabajos en las minas, se retiraban pacíficamente a Inglaterra y a Irlanda.
Acabando esta arenga, dicha de una manera decisiva y que no admitía discusión, el ministro se levantó, saludó cortésmente a nuestro secretario de Relaciones y se dirigió a la puerta, donde le siguieron los demás, dejándolo atónito y persuadido de que el lance de Río Frío y el fragmento de narices de mistress Allen no dejaría de costar a la nación dos o trescientos mil pesos. Antes de dar cuenta al presidente de este importante acontecimiento, quiso oír la opinión y tomar el consejo del licenciado Bedolla. Lo mandó llamar, y estuvieron encerrados como dos horas. Lamparilla lo acompañó, pero no entró al gabinete del ministro, sino que se quedó en la antesala esperando; pero esto bastó para que se diese importancia y contase a sus amigos, cuando los encontraba en los juzgados, que el ministro de Relaciones le llamaba a cada momento para consultarle negocios de la más grande reserva e importancia.
Cuando el ministro de Relaciones, después de oír la opinión de Bedolla, subió a dar cuenta al presidente de la visita que había recibido de los embajadores, no sólo sabía con todos sus pormenores el suceso, sino desfigurado considerablemente. El inglés director de las minas de Bolaños estaba agonizando en Puebla, y mistress Allen en el mismo estado, con las narices enteramente perforadas. Don Anselmo le había escrito una carta diciéndole que los cocheros se negaban a hacer el viaje a Veracruz, ni aunque se les duplicara el sueldo, y en consecuencia tenía que suspender la carrera de las diligencias. Los periódicos de todos los partidos y colores, que tenía sobre la mesa, no hablaban de otra cosa que de la violación de las italianas y del asesinato de los ingleses; y el público, según sabía el presidente por relaciones verídicas de sus ayudantes, no se ocupaba de otra cosa y esperaba el remedio de él y nada más que de él, porque los jueces, con excepción de Bedolla, no servían para maldita la cosa; así, el ministro, que lo vio tan irritado, no se atrevió a decirle lo que verdaderamente había pasado, limitándose a referirle que, por ceremonia y por dar gusto al comercio, los ministros extranjeros lo habían visitado, pero que la entrevista había sido de las más cordiales y nada había que temer de las naciones amigas.
—Pronto, pronto acabará esta situación que tiene en alarma a todo el público —dijo el presiente cuando acabó de oír a su ministro—. Lo de las operistas me cayó en gracia, pues el conde de la Cortina me refirió lo que pasó realmente; pero esto de matar a los soldados y de herir a los pasajeros ya es grave y no lo sufriré. Yo me encargo de acabar con los ladrones; no necesitan los ministros poner circulares ni hacer excitativas a los gobernadores, que no hacen caso de ellas. Yo mismo dictaré las medidas que crea necesarias, y ya verá usted el resultado; los embajadores que han visitado a usted me visitarán a mí para darme las gracias. De pronto, es menester ahorcar a estos reos que condenó a muerte y aprehendió el licenciado Bedolla, único juez que conoce sus deberes, y ya tendremos con esto para que se entretenga el público y los ministros extranjeros, mientras surten efecto mis providencias. Sólo me falta que venga Baninelli de Guanajuato, y ya lo mandé llamar. Verán en México lo que es un gobierno enérgico. Conque, señor ministro, póngase usted de acuerdo con el de Justicia, y quedan ustedes encargados de que esos reos sean ahorcados antes de ocho días.
El ministro se quedó estupefacto con el acuerdo, pero no hubo remedio; de la presidencia se dirigió a ver a su compañero, se mandó buscar a Bedolla, que no tardó en llegar, y los tres personajes se encerraron para disponer la manera de que fuesen ahorcados antes de ocho días los reos que hacía meses y meses estaban olvidados en la cárcel de corte.