La puñalada que María Pantaleona dio al último de los enmascarados en la arteria carótida, ocasionó que se vaciara completamente, y el cuarto estaba inundado de sangre. La escasa luz de la mariposita que ardía delante de la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, y el rápido y fantástico reflejo de los relámpagos que entraban por las altas claraboyas y por el agujero, daban momento a momento a ese cuarto, con sus paredes húmedas y salpicadas de manchones pardos y negros, un aspecto el más aterrador. Los barriles vacíos, amontonados en los rincones, parecían animarse y moverse; los palos y trastos viejos tomaban extrañas figuras; las ratas salían en gran número de sus escondites, miraban con sus ojillos azorados el cadáver monstruoso del indio, nadando en una sangre negra; querían acercarse, pero no se atrevían y huían espantadas. La imagen misma de la Virgen parecía más consternada y llorosa; María Pantaleona no tenía en cuenta este aspecto siniestro y permaneció sentada junto al agujero, con su largo puñal en una mano y el mechón de cabellos de Evaristo en la otra.
A la tormenta de la noche había seguido, como es común en México, una mañana clara y fresca. Luego que entraron por las claraboyas los primeros rayos del sol, Pantaleona se dirigió a la recámara de Cecilia que, contra su costumbre, dormía a causa del mucho trabajo del día anterior, en que había recibido y despachado dos trajineras cargadas de azúcar y piloncillo.
—Doña Cecilia, despierte usted, que van a dar las seis —le dijo María— que ya hay mucha gente y mucho trajín en la calle —y al decir esto abrió las ventanas.
Cecilia se sentó, se limpió los ojos, miró a Pantaleona y dio un grito…
—¡Señora mía de los Dolores! ¿Qué es esto, qué ha sucedido, mujer, que estás como si te hubieses bañado en una tina de sangre?
—No se asuste, doña Cecilia, ya le contaré; no es nada, y yo no tengo ni siquiera un araño; levántese y venga.
Cecilia se puso violentamente unas enaguas, metió sus pies en sus zapatos de raso, se envolvió en un rebozo y siguió llena de susto a María, no pudiendo conjeturar lo que había acontecido.
Los rayos del sol de la claraboya, formando una ancha banda llena de ese polvo de oro que se mueve, que sube que baja, que forma iris cambiantes como si volaran millones de microscópicos animalillos de esmalte de colores, venían a terminar en la cara deforme y sangrienta del indio asesinado, cuyos ojos abiertos y desencajados amenazaban todavía a Pantaleona. Por las desigualdades del suelo mal enladrillado, corrían hilos de sangre que terminaban en morados manchones coagulados. Cecilia pisó aquí y allá sin saber lo que hacía, empapó su calzado claro, sintió frío en sus pies y piernas y retrocedió.
—¡Qué horror! —exclamó tapándose los ojos—. ¿Qué has hecho? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido mi sueño tan pesado que nada he sentido? Dime pronto, que me vuelvo loca. ¿En mi casa un asesinato? ¿Qué va a ser de nosotras? Vámonos de aquí; yo no quiero mirar ese hombre que, muerto como está, parece que nos quiere matar.
Entraron a la recámara, y Cecilia, conmovida y nerviosa hasta el extremo, tiró en un rincón el calzado empapado en sangre, se lavó los pies y las piernas y cayó anonadada en la gruesa estera que le servía de tapete.
María Pantaleona la tranquilizó, le acabó de enjuagar los pies y le contó lo que había pasado.
Hacía más de quince días que había oído a ciertas horas, desde su recámara, un ruido, como el de un animal que escarbaba el suelo o la pared. Al principio creyó que eran las ratas; pero dos días después se propuso escuchar con atención para darse cuenta de lo que pasaba. El ruido, las carreras y los pleitos de las ratas ya los conocía, y se fijó también en que el que ella oía comenzaba poco más o menos desde las dos hasta las tres o cuatro de la mañana, cesando siempre antes de amanecer. A los ocho días de esta observación, se convenció de que el ruido procedía de la calle y que la horadación que se trataba de hacer vendría a dar al centro del galerón donde se guardaban los barriles y huacales vacíos y palos viejos. Recorrió un día el exterior de la casa antes de irse al mercado, y vio las piedras flojas y colocadas después con cuidado, no sin dejar algún polvo y cascajo.
—¿Para qué decir a usted nada, doña Cecilia? —continuó Pantaleona con mucha calma y como si nada de funesto y de grave hubiese pasado—. La habría asustado en balde. Yo luego me pensé: o son los ladrones que se tratan de meter para robarnos, o es ese demonio de don Pedro Sánchez, que se querrá vengar de la zurra que le dimos, y se ha atrevido a agujerear la pared para entrar y matarnos; pero también me dije que lo primero que metería era la cabeza, y que si lo cogía de los cabellos y le atravesaba el pescuezo con el cuchillo con que se destroncan las piñas, no diría ni pío, y a mi nada me podía hacer. Dicho y hecho, doña Cecilia: a la tercera noche que me quedé en vela junto al agujero, pues que no faltaba más que quitar la última tapa de chiluca, cátate que veo que un cabezón se va apareciendo, lo cojo de las greñas y zás, le metí el cuchillo, que creo lo degollé… Ni chistó. Lo jalé para dentro y dije muy quedito: «Entre, que todos duermen», o no sé qué cosa más, y al instante apareció otra cabeza con unos pelos sobre la frente que daban miedo; que lo agarro, que se retira para salirse, pues conoció la trampa; que jalo yo otra vez con las dos manos, temiendo que se me fuese; que jala él y empieza a echar por esa boca desvergüenzas y después a prometer y a juiliarse, y jalo yo más fuerte, poniendo los pies contra la pared y con mi cuchillo en la boca; ya aburrida le iba a dar una buena en el cogote, cuando se me queda en las manos el mechón de cabellos, con todo y el casco… Aquí está, es de don Pedro Sánchez; y con esto y que le vean la cabeza, nos lo merendamos, doña Cecilia, y nos quitamos de este demonio que no nos deja sosiego en la vida.
María Pantaleona enseñó a Cecilia un gran mechón de cabellos, adheridos a un pedazo de piel ligeramente teñida de sangre.
—Hemos escapado; y si no ha sido por ti, muchacha, a estas horas yo soy la que estoy nadando en sangre, en mi cama —dijo Cecilia, atrayendo contra su seno a Pantaleona y abrazándola fuertemente—. ¿Pero cómo tuviste valor?
—Pues nada ¿qué me había de suceder? El hombre, metido entre la pared, sin poder moverse, y yo con mi cuchillo, y piedras, y la barreta cerca…
—¿Qué hacemos ahora?
—Pues yo no sé, doña Cecilia, usted determinará; pero lo mejor sería llamar al licenciado Lamparilla.
—Corre, corre, dices bien; lávate y múdate de ropa y te vuelves con él. Es temprano y no se ha de haber levantado todavía.
María Pánfila, que nada había sentido, se levantó como de costumbre a las cinco de la mañana, se puso a barrer su recámara, a lavar el brasero y disponer el recaudo para el almuerzo, y después salió al patio a abrir los almacenes, pues ya era la hora en que acostumbraban venir los regatones.
El desgraciado remero asesinado vivía en una choza de zacate en el pueblo de Santa Anita. Su mujer, su hermana y su hija, que tenía doce o catorce años, cultivaban la tierra y venían todos los días a vender sus cebollas, rábanos y nabos, y cualquiera de las tres surtía en la casa de Cecilia una canasta, la cargaba en la cabeza y se echaba por la ciudad entrando en los patios de las casas y pregonando con esa especie de cadencia chillona, que es la delicia de los muchachos, todas las diferentes frutas.
En la mañana, antes de arreglar su fruta y legumbres, compraban su atole, y con las gordas de elote untadas de chile, hacían en compañía del remero un alegre desayuno en la canoa, cuando estaba flotando, o en un rincón del patio de la casa. Después cada uno se marchaba por su lado a buscar su vida, y a la tarde se juntaban allí mismo y se embarcaban en su chalupa a la chinampa. El remero, ya de guardia en la casa, o ya en servicio a bordo de las trajineras, ganaba dos reales y medio diarios, y las mujeres, vendiendo las legumbres y fruta, bien hacían diariamente un par de pesos. Como las inditas eran enredadas, y todo el vestido del remero se componía de una camisa, unos calzoncillos de manta, un sombrero de petate y una frazada, no sólo eran felices, sino ricos.
Esa mañana, en cuanto atracaron su chalupa, compraron su atole y entraron al muelle de la casa de Cecilia, muy contentas con sus grandes jarros de atole echando vapor, y saludando al remero con sus tiernas y amorosas palabras aztecas, cuando, en vez de encontrarlo sentado, envuelto en su frazada, vieron horrorizadas un cadáver flotando entre el agua lodosa y enrojecida. Soltaron los jarros de atole y comenzaron a dar lastimosos gritos y a arrancarse los cabellos diciendo en su lengua quién sabe cuántas cosas dolorosas que el llanto atoraba en su garganta. La pobrecita muchacha, sin cuidarse del agua, se arrodilló y besaba la cara desfigurada y hecha picadillo de su padre, queriendo con sus manos acomodarle y pegarle los pedazos de carrillo y de nariz que le colgaban, figurándose tal vez que con esto le volvería la vida. María Pánfila acudió a los gritos cada vez más fuertes y dolorosos de las indias, y en un instante acudieron las demás inditas que estaban en la acequia con sus chalupas; los remeros, los regatones, los vecinos, las placeras que venían a comprar, los que pasaban; un mundo, en fin, de gente, que llenó el patio de la casa; que se puso a vociferar, a empujarse para ver de cerca lo que pasaba, a llorar y a gritar, porque los de Santa Anita que allí se hallaban eran parientes o conocidos del remero asesinado con tan refinada crueldad por Evaristo.
La sorpresa de María Pánfila, que, al contrario de la otra, era impresionable y algo tímida, se asustó al grado de no poder ni hablar cuando, entrando a la lóbrega bodega en busca de su ama para imponerla de lo que había visto y explicarle la causa de los gritos y sollozos, tropezó con el cadáver del último de los enmascarados.
Ya reunidas las tres, hablaron, se explicaron y pensaron en lo que deberían hacer, y decidieron que María Pánfila iría a llamar al alcalde del barrio; que María Pantaleona correría en busca de Lamparilla, quedándose Cecilia en la casa para explicar lo mejor que pudiese el suceso a los numerosos curiosos, lo que ya era necesario, pues no sólo continuaban entrando al patio, sino que invadían sus piezas y querían ver al otro indio matado, y el agujero por donde se había metido.
Llegó a poco el alcalde, que pudo, con mucha dificultad, acercarse hasta donde estaba Cecilia, rodeada de mucha gente; la llamó a su recámara y la interrogó.
Cecilia le contó lo ocurrido sin mentar para nada a Evaristo ni decirle las sospechas o casi certidumbre que tenía de que el capitán de rurales había sido el autor del asesinato del remero y el que había hecho la horadación.
—¿Y dónde está María Pantaleona, que tuvo ese valor increíble y que, en verdad, no me explico bien? —dijo el alcalde.
—María Pantaleona —le contestó Cecilia— ha ido en busca de mi licenciado, que es el que dirige mis negocios, y ya ve usted que en este trance tengo más que nunca necesidad de él.
—¡Ya lo creo! —dijo el alcalde con cierta intención maligna—. Porque ¿quién quita que se haya hecho el agujero de intento para disimular el crimen?…
—¿Cómo? ¿Se atrevería usted a creer —le interrumpió Cecilia poniéndose roja de cólera— que mis criadas han cometido un crimen acabando con este ladrón que venía a matarnos en nuestra misma cama? ¡Era lo único que faltaba!
—Yo ni creo ni dejo de creer, doña Cecilia. Aquí, dentro de la misma casa de usted, encuentro un hombre muerto y otro en la canoa; yo no sé quién los mató, ni cómo; mi deber es únicamente hacer las primeras averiguaciones y suponer con fundamento, que todos son culpables o cómplices, y llevarme a la cárcel a los muertos y a los vivos. Allá el juez de turno sabrá a quienes suelta y a quienes pone incomunicados. Conque, por de pronto, doña Cecilia, vístase bien, porque así no está usted para salir a la calle, y prepárese a acompañarme a la cárcel. Por mucha consideración y por mucho que la quiero a usted, lo más que haré será mandar por un coche de sitio, acompañarla y entregarla al juez.
El alcalde del barrio era efectivamente uno de los muchos aficionados que tenía Cecilia; la perseguía y le había hecho diversas proposiciones, aunque ninguna de casamiento. No era del todo despreciable. Tendría unos treinta y cinco años, de no mala figura, con sus zapatos de gamuza amarilla, sus calzoneras con cachirulos del mismo color y su buen sombrero jarano blanco, con toquillas de galón de oro. Daba su pala, y no era desdeñado de las recamareras y de las muchachas de los tendejones de la vecindad, y, además, era primo de los Trujanos, tenía una pajería bien surtida y hacía sus viajes en la trajinera de Cecilia o a caballo, para rescatar maíz en Chalco los días de feria; pero Cecilia, enteramente refractaria a los amores ligeros, no había hecho caso de las atenciones y pláticas del alcalde; y éste, un poco picado, aunque no tanto como el bandido Evaristo, no dejó de aprovechar la ocasión para imponer su autoridad y ejercer una pequeña venganza.
—¡Bonita es la justicia de México! —dijo Cecilia muy colérica—. ¡Conque después de que agujeran la pared y se meten en mi casa a la madrugada para cogerme dormida y matarme, todavía se quiere que acompañe uno al muerto y vaya a la cárcel!
—No hay que enfadarse por tan poca cosa, doña Cecilia —contestó con mucha calma el alcalde—. No sé de qué se asombra usted, que está cansada de ver todos los días pasar los muertos y detrás los reos. Es la costumbre.
—Pero yo no soy rea —le interrumpió Cecilia— y por lo demás no me saque argumentos, don Tomás, porque primero me hará usted mil pedazos que dejarme llevar a la cárcel. ¿Qué sería de mi puesto de fruta, de mis intereses en Chalco, si me sumieran en la cárcel cuatro meses o cuatro años? ¿Quién querría hablar conmigo ni darme siquiera los buenos días? ¡Mi ruina y mi desgracia para toda la vida! Ya verá, don Tomás, que estoy resuelta…
Cecilia dio algunos pasos, abrió el tríptico y sacó un puñal, el mismo que hemos dicho que cargaba en su cintura para hacerse respetar de remeros, arrieros y verduleras con quienes siempre tenía que andar a vueltas.
—Mire, don Tomás —continuó Cecilia con acento resuelto y sacando el puñal de una curiosa vaina bordada de oro y arrimándoselo a la cara— por el alma de mi madre le juro que, antes de salir de aquí entre soldados, me hundo este puñal en el corazón y acabamos; pero no iré entre filas.
—Pues no irá usted entre filas ni se hundirá usted el puñal en ese seno que pide besos y caricias y no heridas ni sangre, que bastante hay ya aquí.
Por un movimiento rápido que no aguardaba Cecilia, don Tomás le quitó el puñal, y blandiéndolo y levantando el brazo, amenazó a Cecilia y dijo riendo:
—¿Quién es el que manda ahora? No sea tonta, doña Cecilia; ya le dije que no iría entre filas, sino que la llevaría en coche; alístese pronto, porque ya se junta mucha gente y, aunque yo no quiera, me veré obligado a pedir auxilio al cuartel de la Santísima.
Viéndose Cecilia tan repentinamente desarmada, y notando en la fisonomía del alcalde que lo que quería era únicamente mortificarla, se resolvió a sacar el mejor partido de la posición difícil en que se encontraba.
—Mire, don Tomás —le dijo— me ha jugado usted una traición, y eso no hacen los hombres como usted. Deme mi puñal y no haré más que guardarlo; la cólera lleva a uno a donde no quisiera ir. Esperemos que venga mi licenciado e iré, no digo entre filas, sino al infierno si él me lo manda. De otro modo, no logrará usted que vaya.
Cecilia tenía ya algo más que afecto por Lamparilla, y además lo consideraba como un prodigio de sabiduría, como un hombre superior que lo podía todo, hasta el grado de haber quitado de la administración de la plaza al temible masón San Justo.
Cecilia y doña Pascuala, en su interior, tenían la misma admiración y rendían igual culto al licenciado Lamparilla; pero el poderoso Lamparilla, a quien había ido a buscar María Pantaleona, no aparecía y, en efecto, cada vez era más numerosa la gente. Era ya un verdadero tumulto.
—Estoy conforme —contestó el alcalde— y ya verá con esto que le doy una prueba de lo mucho que la quiero, aunque usted no me corresponde ni hace maldito el caso de mí. Prométame no moverse de aquí, y voy en busca de los ayudantes de acera para que sosieguen a esta gente y busquen unas escaleras para llevar a los muertos.
—Lo prometo, y yo misma voy a cerrar mis puertas, que para los que están en el patio no hay remedio, aunque vengan los ayudantes de acera.
Don Tomás salió abriéndose camino a codazos y empellones y Cecilia dijo a los que estaban ya en sus piezas que tenía que cerrarlas por orden del alcalde, como en efecto lo hizo.
Lamparilla no llegaba, ni María Pantaleona tampoco, y sin embargo ya era tiempo. La situación no podía prolongarse más. La gente se atumultaba y ya trataba de echarse sobre las puertas para ver dentro de la casa al indio matado por la valiente Cecilia, pues para la multitud ella era la heroína y no su criada, lo cual había hecho que aumentara el prestigio que tenía adquirido en todo el barrio.
Mientras el alcalde don Tomas se dirigía a buscar a los ayudantes de acera y cerrar su comercio, que momentáneamente había dejado al cuidado de un muchacho que le servía de dependiente, la cocinera del licenciado Bedolla, que acostumbraba hacer sus provisiones en el Puente de la Leña, se dirigió a pasos precipitados a la casa, refiriendo a su amo que una mujer había matado a su amante dentro de su casa, y el amante había matado antes a un remero, por celos, y que el barrio se estaba levantando; que había tumulto y otras cosas por el estilo; que le habían arrebatado la canasta y el dinero del gasto, y que no podía hacer de almuerzo más que huevos estrellados y los frijoles que habían sobrado de la cena de la noche anterior.
La astuta cocinera aprovechó la ocasión para apropiarse los doce reales que le daba diariamente Bedolla (que a eso estaba reducido) inventando un cuento que, sin embargo, cogió el juez al vuelo. Se le presentaba la ocasión de desplegar su energía y su actividad y reparar el malísimo resultado de la célebre causa de los supuestos asesinos de Tules. No hizo maldito el caso de la pérdida de la canasta y del dinero; sacó los últimos dos pesos que le quedaban por el momento, se los dio a la cocinera para que fuese a comprar lo necesario para el almuerzo y comida del día; pero antes hizo diversas preguntas, que le fueron contestadas con las más clásicas mentiras y exageraciones. Se acabó de vestir y sacó el reloj. Era justamente la hora en que el secretario acostumbraba ir a platicarle, a contarle los chismes de la noche anterior, a tomar sus órdenes para el despacho y lo que tendría que hacer si algo ocurría de grave mientras él digería el almuerzo y llegaba al juzgado, que siempre era lo más tarde posible.
—Tenemos tumulto en el Puente de la Leña. Una mujer ha asesinado a su amasio y el amasio ha asesinado a un remero. La cocinera lo ha visto todo; perdió los doce reales del gasto, pero eso no importa, mejor; es una fortuna para el juzgado —dijo Bedolla luego que vio entrar al secretario—. Corra usted, pida auxilio en el cuartel más cercano, y usted mismo sosiegue el tumulto, que no ha de ser gran cosa; aprehende usted a la amasia y a los cómplices; en fin, a cualquiera, porque es necesario que detrás de las escaleras de los muertos venga el reo; un reo cualquiera. ¿Usted me comprende? Sin reo no podemos hacer nada.
El secretario quería responder, pero Bedolla no se lo permitió.
—Corra usted, corra usted, ya tendremos tiempo para platicar; yo me voy inmediatamente al juzgado. ¡Qué fortuna que me haya tocado hoy el turno!
El secretario diez minutos después estaba en el cuartel de la Santísima; dijo al oficial de guardia su nombre y empleo, le pidió auxilio, obtuvo cuatro hombres y un cabo, y a la cabeza de esta respetable fuerza penetró entre la multitud, que cada vez era más bulliciosa y compacta, llegó hasta el almacén de fruta de Cecilia.
Ya el alcalde venía por otro rumbo con tres o cuatro ayudantes de acera, y seis u ocho cuicos habían aparecido por allí con sus espadas desenvainadas, repartiendo cintarazos a diestro y siniestro a los curiosos y a los mozos y criadas que, como la cocinera de Bedolla, acostumbraban comprar sus legumbres y fruta en ese barrio. Todas estas fuerzas reunidas dispersaron de pronto la multitud y rodearon la casa de Cecilia. Fue naturalmente el secretario del juzgado el que se hizo cargo de las primeras diligencias. Papel, tintero y una pluma se encontraron en la casa de Cecilia. El secretario se puso a dictar y el alcalde a escribir. Examinaron al remero asesinado y al indio casi degollado; reconocieron la horadación; recibieron las declaraciones de varios testigos que inventaron cuentos por decir algo, e interrogaron a Cecilia. Como el último de los enmascarados estaba negro con el carbón y la sangre, no se necesitaba mucha perspicacia para calificarlo de carbonero; acudieron a la carbonería de enfrente, que estaba cerrada, rompieron la puerta y no encontraron más que unas cuantas sacas de carbón, unas cuartillas de cobre y unas frazadas viejas y mugrientas. El secretario hizo constar todo esto en las diligencias; y como tanto el cadáver del remero como el del indio apestaban a chinguirito, le ocurrió preguntar cuál era el tendejón más inmediato; no faltó quien respondiera que el de la Santísima, añadiendo que era el más escandaloso y que vendía aguardiente hasta pasadas las once de la noche. El secretario mandó traer a don Joaquinito, el que no tuvo dificultad en declarar que los dos carboneros, que eran sus parroquianos, habían efectivamente estado bebiendo hasta cosa de las nueve de la noche, hora en que, conforme a la licencia que tenía del gobernador, había cerrado su puerta echando a empujones a la calle a los dos borrachos.
Considerando el secretario que con las diligencias que había practicado bastaba, a reserva de continuarlas en el juzgado, determinó que Cecilia, la criada María y don Joaquinito debían ser conducidos presos a la Diputación, precediéndoles los muertos, cada uno amarrado en su respectiva escalera, y que la casa de Cecilia quedaría a cargo y bajo la responsabilidad de don Tomás, el alcalde.
Los cuicos comenzaron a ejecutar esta determinación, que fue notificada a Cecilia.
Mientras esto pasaba, la gente se había vuelto a aglomerar en el patio, en las puertas, en la horadación, en los puentes, en el espacio que forma una angosta calle entre el canal y los edificios, y comenzaban chiflidos y gritos, especialmente de la multitud de chicuelos que en vez de entrar a la escuela lancasteriana del barrio, se habían quedado en la calle para ver a los dos matados, y correr por aquí, por allá, robarse las naranjas y las limas de los puestos de fruta y arrebatar las canastas a las cocineras, tirando al suelo los garbanzos, los cominos, el azafrán, las tortillas, tortas de pan y velas de a tlaco.
Uno de tantos muchachos que, oculto detrás de la puerta escuchó la disposición del secretario del Juzgado, salió de su escondite, se hizo paso entre la multitud y comenzó a gritar con un chillido agudo y acompasado:
—¡Ya se llevan presa a doña Cecilia!
Con la rapidez de la electricidad se propagó la noticia por las calles y puentes del canal. Los pulqueros, los carboneros, los de las pajerías y tendejones salieron a las puertas, dejaron sus comercios abandonados por un momento o al cuidado de los dependientes y se acercaron al almacén de fruta. Los gritos aumentaban y toda la muchachería reunida gritaba:
—¡Que se llevan presa a doña Cecilia!
Y tiraban troncos de col, de naranjas, limas y zapotes prietos que se estrellaban en la cara de los cuicos, que trataban de asustar y dispersar a los muchachos, ya divididos en bandos, que giraban con velocidad, formaban remolinos y escapaban con facilidad a las persecuciones de los policías que los querían coger por los cabellos o por el cuello.
A poco se juntaron a los muchachos los pelados y los remeros de las trajineras, que brincaban a la orilla armados con sus largos y gruesos remos. Entre toda esa gente, lo mismo que entre las indias de Santa Anita e Ixtacalco, era muy popular Cecilia, y el grito de los muchachos y la horrible injusticia que se cometía en llevar presa entre filas a una mujer del rango de Cecilia, que había tenido el arrojo de matar a los asesinos y ladrones que entraron en su casa, despertaron el odio instintivo a la policía, y la verdadera cólera popular se manifestó. Los CUICOS sacaron otra vez sus largas espadas, los hombres, en bandadas también, sustituyeron a los muchachos y comenzaron a llover piedras sobre los desgraciados policías, haciéndoles huir, descalabrados y magulladas las espaldas.
El tumulto estaba en toda su fuerza y desarrollo. El cabo no podía separarse de la casa de Cecilia; dos soldados estaban junto al remero asesinado y dos guardaban las puertas de la casa y la horadación. El cabo consideró, además, que sus fuerzas eran insuficientes, y lo que hizo fue ponerse a cubierto él y sus soldados, lo mejor posible de las pedradas que ya andaban cerca, los otros dos soldados se metieron a la casa de Cecilia y cerraron bien las puertas.
Entonces ya no tuvo límites el furor popular. Los pelados se echaron sobre un tendejón y en instantes lo dejaron vacío. Las indias de las chalupas lloraban y se lamentaban a gritos en idioma azteca, no sólo porque se llevaban presa a doña Cecilia, sino porque algunas de esas mujeres atrevidas y de rompe y rasga del barrio, se habían aprovechado del tumulto para sacarse de las chalupas, sin pagar, los manojos de verdolagas, romeritos, zanahorias y cebollas. Los pulqueros y dueños de tiendas volvieron a sus comercios, invadidos por pelotones que gritaban:
«¡Mueran los cuicos y viva doña Cecilia!». Y pedían con insolencia pulque y aguardiente para emborracharse.
El tumulto con toda su gritería y actividad febril avanzaba e invadía el barrio de la Santísima; las puertas de los zaguanes y accesorias se cerraban, las familias enteras ocupaban los balcones y mandaban preguntar a los aguadores de la fuente el motivo de tanto alboroto, y cuentos y versiones diversas circulaban sin que nadie acertase con la verdad.
Fue en estos momentos cuando apareció Lamparilla, acompañado de Pantaleona; llegó a la iglesia de Santa Inés y siguió a pasos precipitados por el Callejón del Amor de Dios. No le cupo duda que el drama que se había desenlanzado sangrientamente en casa de Cecilia era la causa de la conmoción, y tembló con la idea de que algo malo hubiese pasado a la guapa mujer de quien cada día estaba más enamorado. Cuando llegó Pantaleona a su casa, Lamparilla estaba todavía durmiendo, y por mucha prisa que se dio, no pudo acabar su toilette tan pronto como el caso requería. Se le pasó por la mente que en el lance deberían haber tenido parte, o el siniestro pasajero de la canoa, que los acompañó en el naufragio, o el masón San Justo, que arrojado de la portería de la logia andaba en compañía de mala gente, echándola de Marat y amenazando con su venganza a él y a la frutera. Considerar a Cecilia herida o muerta, fue para él un pensamiento que lo hizo materialmente correr hasta el cuartel, donde contaba con el teniente coronel y varios oficiales que eran sus amigos. En dos brincos y dejando atrás a Pantaleona, llegó, en efecto, y por fortuna estaba el teniente coronel, que, alarmado con la bulla y gritos que hasta allí se oían, había mandado formar la guardia, esperando que alguno de los soldados que fueron con el secretario del Juzgado volviese a dar razón de lo que pasaba. Consiguió Lamparilla un refuerzo de veinte hombres al mando de un teniente, y con esta fuerza, marchando a paso veloz, con el arma blanca al brazo, penetró con brío, como si fuese a asaltar una fortaleza, a lo más intrincado y espeso del tumulto. Los soldados despejaban a derecha e izquierda, con el fusil tendido, a la gente que les impedía el paso, y Lamparilla, con el teniente, ordenaba estuviese quieto todo el mundo, pues de lo contrario haría uso de la fuerza; pero nada, cada vez más compacta la multitud, emplearon mucho tiempo en atravesar el puente y pasar a la calle angosta que quedaba entre las casas y el canal.
El teniente, que era un verdadero muchacho que comenzaba su carrera y no aguantaba muchas pulgas, le dijo a Lamparilla:
—Licenciado, ya estoy perdiendo la paciencia con esta gente, y si pasamos por esta calle tan angosta y mal empedrada, pueden muy bien envolvernos y echarnos al agua.
Algunas coles, zanahorias y también terrones y piedras, cayeron sobre la tropa al descender del puente.
—¿Ya lo ve usted, licenciado? Se burlan de nosotros como de los cuicos. Es necesario disparar unos tiros al aire, y si no se aquietan, les echo bala y los disperso a bayoneta. Yo no me he de dejar burlar.
Mandó disparar, en efecto, cuatro o seis tiros al aire, y como en una suerte de teatro que hubiese hundido debajo de la trampa a un ejército entero, la calle y los puentes quedaron despejados y solos; los pelados, al huir, arrojaron de lejos su última descarga de piedras, que ya no llegó a los valientes soldados a cuyo frente se hallaba el no menos valiente Lamparilla, que no dejó de recordar la situación análoga en Ameca, cuando fue asaltado por los Melquiades.
El licenciado penetró ansioso y latiéndole el corazón hasta la recámara de Cecilia y la encontró muy tranquila sentada en una silla, los centinelas en la puerta, con el arma al brazo, pero muy respetuosos con la propietaria de la casa. La otra María cuidaba los almacenes de fruta que no habían sido invadidos; no faltaba ni una sola piña ni una naranja ¡tanto así era el cariño y la consideración que todos le tenían a la frutera!
—¡Cecilia! ¡Cecilia! —le dijo Lamparilla, queriendo arrojarse en sus brazos—. ¿No estás herida? ¿Te han hecho algo? ¿Por qué este alboroto y este tumulto en todo el barrio?
Cecilia tenía en la camisa, en el rebozo y en las enaguas de indiana de color negra algunas manchas de sangre.
—No, nada tengo, licenciado, y bendito sea Dios que vino pronto —le respondió Cecilia dándole un apretón de mano—. Esta sangre es del indio asesinado que está degollado en la otra pieza, y el tumulto lo han ocasionado los cuicos, que me quieren llevar a la cárcel; pero se lo dije clarito a don Tomás, el alcalde: me habrían llevado a la cárcel muerta, pero viva… ¡cuándo! ¡Ni con todo el regimiento que está en el cuartel de la Santísima!
—Bien hecho; ni por qué te habrían de llevar, cuando tú has debido ser asesinada, a no ser por Pantaleona que me lo ha contado todo.
En esto fue entrando Pantaleona, que no había cesado de seguir a Lamparilla, pero que envuelta en el tumulto, no pudo seguir su camino sino cuando al estallido de los tiros se despejó la calle.
—Pensando en Cecilia te había olvidado —dijo Lamparilla—. Pero ven acá, tú eres una mujer fuerte de la Escritura, te daré un abrazo; tú has salvado a tu ama y tampoco irás a la cárcel.
—Venga y verá, señor licenciado —le dijo Cecilia a Lamparilla tomándolo de la mano y entrando con él en una especie de galera siniestra.
Lamparilla retrocedió aterrorizado al contemplar aquel indio deforme, con la cabellera negra como de gruesas cerdas, los ojos grandes saltados de sus órbitas y la cabeza con una plasta de sangre coagulada, casi separada del tronco. El oficialillo, que entraba en aquel momento y que había sido en el camino instruido del suceso, no dejó tampoco de horrorizarse y de retroceder un paso; pero en el mismo momento se repuso y dijo:
—Bien hecho; lo aseguro, y ya no volverá este monstruo a entrar por otro agujero. Venga esa Pantaleona y le daré un abrazo.
Pantaleona, indiferente y fría, se dejó dar cuantos abrazos quisieron Lamparilla y el oficial y se encaminó a la cocina para ver de preparar algo de comer para su ama, que suponía que no había probado bocado desde la terrible madrugada.
—Pero el alcalde ¿dónde está? —preguntó Lamparilla.
—Sépalo Dios, y mejor que se haya ido —contestó Cecilia— porque para echarlo a perder, con uno basta.
El alcalde, el secretario y los ayudantes de acera, en cuanto vieron que el tumulto tomaba alarmantes proporciones, se deslizaron y se escondieron quién sabe dónde; pero desde el momento en que con los disparos de la tropa quedaron casi solas las calles y puentes, aparecieron echando bravatas y pretendiendo que Cecilia, sus dos criadas, los remeros que habían tomado parte en el tumulto y aun las inditas de las chalupas fueran conducidos a la cárcel. Acalorada discusión entablóse entre todos estos personajes en cuanto se reunieron en la casa de Cecilia; cada uno quería mandar y disponer a su antojo; pero por fin Lamparilla, con el apoyo del valiente oficialillo, dominó y se hizo respetar del alcalde del barrio, que era el más obstinado e insolente.
—Licenciado, yo haré lo que usted quiera —dijo el secretario— pero es necesario que presentemos un reo. Es imposible que vayan dos muertos delante sin que vaya también el reo por detrás. ¿Qué dirá el público?
—Tiene usted razón —contestó Lamparilla— y además, Bedolla necesita alguno a quien tomar declaración y sumir de pronto en la cárcel. ¿Qué averiguaciones ha hecho usted?
—He averiguado que los autores del crimen son dos carboneros; el uno se metió por la horadación y lo mató Cecilia la frutera.
—¡Eso es mentira! Lo mató la criada Pantaleona; pero ni Pantaleona ni Cecilia irán por ningún motivo a la cárcel. Están bajo mi protección y Bedolla no dirá esta boca es mía.
—Parece que el dueño del tendejón de la esquina, donde bebieron aguardiente los dos carboneros, es cómplice, pues se trataba de robar la casa.
—Ya tenemos reo —le contestó Lamparilla— vaya usted al tendejón y tráigalo de una oreja.
Mientras pasaba este diálogo en un rincón del fondo de la pieza, y el secretario, acompañado de dos soldados, se dirigía a la tienda de don Joaquinito, el alcalde del barrio, don Tomás, disputaba en la puerta de la calle con el teniente que mandaba el piquete de tropa. De palabra en palabra fueron acalorándose y subiendo de tono, hasta el grado de insultarse mutuamente con los epítetos más groseros. Don Tomás, fanfarrón y orgulloso con el cargo que ejercía, quiso dominar e imponerse al oficial, que era muy joven, delgado, afinado y que, a primera vista, aparecía como débil e incapaz de resistir a la fuerza hercúlea del alcalde y a los argumentos con que sostenía que era el único que en esos momentos debían mandar y disponer lo que pareciese conveniente. Estaba encaprichado en que a Cecilia y Pantaleona se les atasen las manos y fuesen conducidas así por las calles hasta la Diputación, y además seis u ocho remeros por lo menos, cuatro indios de las chalupas y seis u ocho pelados que él conocía y habían sido causa del tumulto; en una palabra: treinta o cuarenta presos, pues con esto pensaba acreditar su celo, captarse la voluntad del gobernador y de los jueces de lo criminal, afirmarse en el poder y desquitarse así de los desdenes de Cecilia.
El oficial, por su parte, alegaba que él nada tenía que ver con los alcaldes de barrio, y que no obedecía más órdenes que las del licenciado Lamparilla, pues era él quien había sacado el auxilio del cuartel. Sin cejar ni el uno ni el otro en sus opiniones, continuaban la disputa.
El alcalde de barrio le dijo al fin:
—Yo me tengo la culpa de disputar con mocosos malcriados, que en vez de mandar las armas podía mejor ir a la escuela a aprender a leer.
Nunca hubiese dicho estas palabras, pues el oficialillo lo agarró por el pescuezo con una violencia y fuerza que el insolente funcionario no sospechaba, y lo sacudió como si fuese un muñeco.
El alcalde quiso libertarse y metió el puño cerrado en el pecho del oficialillo. Éste lo soltó del cuello y, enarbolando el brazo, le largó tan soberbia cachetada, que lo hizo dar tres pasos atrás; y como el alcalde veníasele encima, sacó su espada y le habría atravesado el vientre a no haberlo impedido Lamparilla, que había escuchado las últimas palabras de la cuestión y acudió en ese momento y contuvo al oficial.
—A la cárcel este insolente, que no tuvo valor para aquietar el tumulto —dijo Lamparilla— y se atreve a insultar a la autoridad.
—Él es quien me ha insultado, ateniéndose a la fuerza —gritó el alcalde.
—¡Silencio y que lo amarren! —dijo el oficial—. Ya iba yo a hacer una trastada matando a este miserable.
A una señal del oficial acudieron dos soldados a sujetarlo por los brazos, mientras otro buscó un cordel, que no le fue difícil encontrar entre los chismes de la casa, lo amarraron fuertemente con las manos por detrás y lo consignaron a un rincón del patio, con centinela de vista, sin cuidarse de sus vociferaciones.
La gente curiosa se iba reuniendo y trataba de averiguar si, en efecto, se llevarían presa a Cecilia; pero Lamparilla los tranquilizó, diciéndoles que, en vez de llevarse a Cecilia, el alcalde era el que iba preso por haberle faltado al oficial. Los muchachos, que habían vuelto a salir de sus escondites, chiflaron y aplaudieron con las manos y con gritos destemplados, y aprovecharon la oportunidad para tirar al alcalde algunos naranjazos, que se estrellaron en su cara roja y furiosa. El alcalde tenía muy mala fama en el barrio y era detestado por su tono altanero, especialmente de los muchachos, que se atrevían a cogerle en la puerta de su pajería unas ramas de trébol o un puñado de cebada, y a los que propinaba, cada vez que los veía, fuertes chicotazos en los pies desnudos.
El secretario llegó a ese tiempo con don Joaquinito del brazo, que venía azorado y no sabía lo que le pasaba. Sin decirle una palabra lo amarraron los soldados con las manos por detrás, a pesar de sus lamentos y súplicas, y lo colocaron con centinela de vista en el otro ángulo del patio.
—Ya tenemos dos reos —dijo Lamparilla al secretario—, Bedolla va a ponerse muy contento.