XIII. La procesión de Lamparilla

—Se va juntando mucha gente y es preciso que organicemos la procesión —dijo muy alegre Lamparilla al oficial.

—Como usted quiera —le contestó—. Estoy a sus órdenes.

Lamparilla estaba como una aleluya; había triunfado de todos los obstáculos, mandaba en jefe, había logrado prestar a Cecilia un señalado servicio y contaba con que en la primera vez que pudiera hablar con ella, o renovar sus sabrosos almuerzos en Chalco, la persuadiría a que fuese su esposa, pues estaba decidido a casarse con ella y no esperaba más que la oportunidad de enderezar el delicado negocio de los cuantiosos bienes de Moctezuma III, para realizar sus deliciosos sueños de ventura y establecerse en las cercanías de Ameca como rico hacendado, en compañía de la mujer que, cada vez que la veía, le formaba nuevas y punzantes ilusiones. Si Cecilia se hubiese prestado a la más insignificante caricia, es claro que habría resfriado mucho el entusiasmo de nuestro licenciado. No había descuidado tampoco los intereses de su comadre doña Pascuala. Al día siguiente de la funesta invasión del cabo Franco, volvió a la Ladrillera, dispuso el entierro de don Espiridión y condujo a doña Pascuala (enferma todavía a causa de la cólera, del susto y también del pesar de la muerte de su marido, que al fin la había acompañado tantos años) a una casa del pueblo de Tlalnepantla, al cuidado de la familia del administrador de la Hacienda de los Ahuehuetes, que se prestó de buena voluntad a acompañarla y a consolarla en su gran infortunio. Jipila quedó encargada y como dueña del rancho, y como india inteligente y honrada, trató de reparar en lo posible los daños de la invasión de los militares. Tampoco había olvidado Lamparilla a los muchachos que se llevó de leva el cabo Franco; pero sus esfuerzos habían sido inútiles hasta entonces. Rondando del ministerio a la comandancia y de la comandancia al ministerio, lo más que había obtenido era que el Oficial Mayor de Guerra escribiese una carta expresiva a Baninelli; más como este jefe caminaba por aquí y por allá, según las instrucciones distintas que recibía por cada correo del gobierno, no había podido obtenerse contestación.

Lamparilla, además, estaba como una sonaja, porque el día anterior, a fuerza de tanto subir y bajar las grandes escaleras de Palacio, y de moler a mañana y tarde al Ministro de Hacienda, había obtenido quinientos pesos a cuenta de réditos de los bienes de Moctezuma III, de los cuales se proponía dar cien pesos a doña Pascuala, cien a Bedolla y aplicarse trescientos a cuenta de honorarios, con los cuales podía salir de algunos compromisos y comprar una sarta de perlitas para regalársela a Cecilia. Ya de paso hemos dado algunas noticias de nuestros antiguos conocidos del rancho de Santa María de la Ladrillera, volvamos al Puente de la Leña y a la casa de Cecilia.

El secretario del Juzgado fue, con la aprobación del oficial, el encargado de organizar lo que Lamparilla llamaba alegremente una procesión. Los curiosos que estaban más cerca y que no se habían querido quitar, no obstante los culatazos que de cuando en cuando les repartían los soldados que rodeaban la casa, fueron materialmente agarrados por el cuello y obligados a hacer lo que se les mandaba. Poco se perdía. Eran ensabanados sin oficio ni beneficio, y quizá algunos de los personajes misteriosos que salían de noche de las casas del Callejón de la Trapana a hacer sus excursiones y fechorías por los otros barrios de la ciudad. El oficial, con espada en mano, los amenazaba con la vista, y resignados y sin replicar comenzaron a trabajar.

Al indio enmascarado lo sacaron arrastrando por los pies por la misma horadación, pues Cecilia no quiso absolutamente que pasase por las otras piezas ni por el patio.

Pantaleona, al verlo salir así, con una perfecta calma, dijo:

—¡El indino! Todo lo merecía este nahual.

Al salir del agujero tropezó la cabeza del enmascarado con una piedra y se le rasgó más la herida profunda que le había hecho Pantaleona en el cuello.

Siguieron tirándolo de los pies, y la cabeza monstruosa iba dando saltos al chocar con las piedras redondas de la calle. Así llegaron hasta donde estaban las escaleras. Lo amarraron en una de ellas por los pies y por el pecho y lo recargaron contra la pared del patio. La cabeza, chorreando sangre todavía, colgaba y pendía de un pedazo de pellejo. En seguida sacaron al remero con los retazos de cachetes y de narices colgándole y empapado en agua sangrienta, lo colocaron y lo amarraron de la misma manera en la otra escalera y lo arrimaron a la pared junto al otro muerto.

Lamparilla y el oficial no quisieron ver los monstruos sangrientos, volvieron las espaldas, sacaron lumbre con sus instrumentos, y se pusieron a fumar. El secretario del juzgado, acostumbrado a estos espectáculos, daba sus órdenes y apresuraba el trabajo con la más grande indiferencia.

—Tápenlos bien donde se debe y amárrenlos fuerte, no se vayan a voltear en el camino; tengan cuidado con la cabeza del indio, que ya se le cae y es necesario que llegue entero al juzgado.

Lamparilla entró a la casa a despedirse de Cecilia y de las criadas, les aseguró que no serían molestadas, y que para las nuevas declaraciones él vendría por ellas en coche y arreglaría con Bedolla que fuesen a hora en que hubiera menos gente, si era posible, de noche.

Terminados entre tanto los trabajos preparatorios, Lamparilla organizó su procesión:

Delante, un piquete de soldados; en seguida, las dos escaleras con los muertos; detrás, el infeliz don Joaquinito y el alcalde, amarradas las manos. Don Joaquinito marchaba con dificultad, vacilando y tropezando en las piedras, con la cabeza agachada para que no lo viesen; el alcalde, por el contrario, con la cabeza erguida, el paso firme, protestando de la arbitrariedad que se cometía con él y diciendo que iba a acusar al oficial y a Lamparilla y que ya verían lo que se les esperaba. Seguían a los reos otro piquete de soldados y el oficial. Lamparilla se había adelantado y tomado la acera. Seguía una multitud de gente detrás y en los costados, que con dificultad separaban el resto de los soldados, formando una fila de cada lado. Así caminaron por la Santísima, Santa Inés, la Moneda y costado de Palacio. El cadáver del remero iba dejando un rastro de agua sanguinolenta e infecta que chorreaba, que atraía a los perros callejeros que entraban y salían por entre la gente y las filas de los soldados, y que iban olfateando y se retiraban a poco, como un visible disgusto, haciendo gestos y levantando las narices para que les entrase el aire y disipase los miasmas que habían respirado. La cabeza del enmascarado tanto colgaba de un lado como de otro, siguiendo el movimiento y compás del menudo trote de los que cargaban la escalera; al fin, en uno de esos meneos lúgubres y amenazantes que asustaban y hacían retirar del balcón a las niñas curiosas que salían al escuchar el rumor insólito de la calle, la cabeza se desprendió del último pellejo que la sostenía y rodó por el suelo con una especie de violencia y de rabia, como si tuviera todavía vida y quisiese vengarse de Pantaleona. Enfrente al baluarte de Palacio se detuvo la procesión, como decía Lamparilla. La cabeza del último de los enmascarados fue perseguida en su fuga, agarrada por los cabellos erizos y cerdosos, colocada sobre la barriga del cuerpo con unos cordeles que le arrebataron a uno de los cargadores que estaban en la esquina. Volvió a ponerse en marcha la horrible y sangrienta procesión y, seguida de un concurso numeroso, llegó a la Diputación.

Las escaleras, con sus muertos, fueron colocadas en la banqueta del palacio municipal, fuera de la arquería y frente a unas dos docenas de coches redondos, pesados y viejos, con sus mulas flacas, devoradas por los moscones y tábanos.

Bedolla, sentado en un sillón de vaqueta, esperaba lleno de majestad el resultado de la comisión que dio a su secretario, al saber por el seguro conducto de su cocinera el tumulto del Puente de la Leña.

El secretario, con lo que había visto, tuvo lo bastante para sentar las primeras diligencias. Se tomó declaración al oficial, a dos sargentos y a Lamparilla, y llegó su turno a don Joaquinito y a don Tomás, el alcalde del barrio, a quienes se hizo subir las escaleras del Palacio amarrados como habían venido, y entre dos espesas filas de curiosos que formaban valla. Don Joaquinito relató su vida y milagros, protestó que era tan inocente como el día en que lo habían bautizado; pero el alcalde del barrio, rabioso y no sabiendo con quién desquitarse, lo interrumpía y acriminaba, diciendo que era un receptor que admitía prendas robadas y vendía aguardiente hasta las once y doce de la noche.

Concluida la declaración de don Joaquinito, que dijo cuanto pudo en su defensa, pero que el secretario no sentó sino lo que le dio la gana, siguió el alcalde, que se manifestó insolente, insultó de nuevo al oficial y a Lamparilla llamándoles entrometidos, y concluyó por pedir que se le desatara, se le pusiese en libertad y se le diese una satisfacción.

Bedolla, después de una madura reflexión, de hablar algunas palabras en voz baja con el secretario y de guiñar el ojo a Lamparilla, decretó lo siguiente:

—«Cítese a la trajinera Cecilia y a su criada Pantaleona. Los reos, y el uno (alias Joaquinito), el otro, Tomás, alcalde del barrio, serán reducidos a prisión y puestos inmediatamente incomunicados en un separo hasta tanto termina la presente sumaria. Cítese a los dos carboneros, presuntos autores del atentado cometido en la casa de Cecilia (alias La Trajinera), haciendo una horadación por la pared de la calle e introduciéndose por ella con el designio de robar y matar a la dicha trajinera y sus dos criadas».

Bedolla se levantó de su sillón y salió en compañía de Lamparilla y del oficial. Los dos presuntos criminales, a pesar de sus protestas, fueron llevados a la cárcel y puestos incomunicados en unas piezas negras, infectas y llenas de sabandijas.

Los muertos fueron llevados a la Acordada a continuar de pronto su eterno sueño a la banca fría y sangrienta; el oficial se retiró con su tropa al cuartel, y los cuicos que, huyendo del tumulto, se habían reunido en la Diputación, dispersaron a la multitud haciendo prodigios de valor y amenazando con sus largas espadas desnudas a todos los que pasaban.

Cecilia y las dos Marías, tan luego como la gente se dispersó y volvió a sus ocupaciones, y la fúnebre procesión organizada por Lamparilla se alejó tomando el rumbo de la Plaza Mayor, se ocuparon activamente de reparar los desastres tapando con tierra y piedras la horadación y echando cántaros de agua a los suelos manchados con sangre del último de los enmascarados. Concluido este tráfago, aseadas y vestidas de limpio, y seguras de que mediante la protección de Lamparilla no serían molestadas, se sentaron a saborear como si nada hubiese pasado los excitantes guisos de chile, queso, aguacate y tortillas calientes. Lamparilla se presentó al caer la tarde, les contó que el alcalde y el llamado don Joaquinito habían quedado presos e incomunicados, que él, firmando el signo de la cruz, había hecho ante el juzgado las declaraciones necesarias, y que en la ciudad no se hablaba de otra cosa, elogiando y admirando el valor que habían tenido, castigando con la muerte a los ladrones que habían intentado robarlas.

Cecilia se dejó dar un beso en un carrillo y abrazar fuertemente por Lamparilla, diciéndole:

—Ahora menos que antes, señor licenciado. ¿Qué dirán las gentes de una mujer que fue causa de un tumulto y estuvo en un tris de ser llevada entre filas a la cárcel? Se avergonzaría usted y me aborrecería, y yo me arrojaría de cabeza al canal para no salir ya nunca de él.

—Nada importa todo esto —respondió Lamparilla entusiasmado, pretendiendo besar los labios gruesos y encarnados de la frutera—. Deja que gane el negocio de los bienes de Moctezuma III, y no habrá obstáculo. Tendremos grandes y hermosas haciendas, tú las manejarás y dejarás tu puesto, tus canoas y tus casas a Pantaleona, que bien lo merece, pues que te ha salvado la vida.

Cecilia no sólo estaba agradecida por el servicio que le había prestado Lamparilla librándola de las garras del alcalde del barrio, sino preocupada ya con el sentimiento tierno, que no puede evitar cualquier mujer cuando se persuade de que es sinceramente amada, y en el fondo estaba decidida a entregarse enteramente al licenciado si, ganando el pleito de los Melquiades, lograba entrar en posesión de las haciendas. Ella sería muy útil trabajando y dirigiendo las fincas, y el licenciado, viviendo con ella en el campo, no tendría motivo de avergonzarse ni le vendría la idea de aborrecerla. Entraba también por mucho la necesidad de tener un hombre que la defendiese de la obstinada persecución de Evaristo. Realmente sentía que no se hallaba segura ni en su casa de Chalco, ni en el almacén de fruta, ni en el puesto mismo de la Plaza del Volador. Un día u otro Evaristo mandaría un asesino, que fingiéndose borracho, la mataría de una pedrada o de un trancazo en la cabeza. Como todo esto y algo más pasaba por su mente cuando Lamparilla la acariciaba, sin reflexión ni voluntad propia dejó entreabiertos y abandonados sus labios como la flor roja de los jardines que abre sus hojas en las mañanas de primavera y la arranca el primero que pasa, y Lamparilla, entusiasmado, pudo gozar por un instante de ese suave contacto y aspirar el perfume que exhala la mujer limpia, sana y en el pleno desarrollo de su edad.

Cecilia no volvió la cara a otro lado ni rechazó a Lamparilla. Habría sido una ingratitud desairar y causar un pesar al que acababa de evitarle la vergüenza y los ultrajes a que trataron de sujetarla pocas horas antes el secretario del Juzgado y el alcalde del barrio; por el contrario, clavando sus brillantes ojos un poco húmedos en Lamparilla, le preguntó con interés:

—¿Cuándo cree usted ganar ese pleito de que tantas veces me ha hablado?

—Quizá muy pronto, dentro de dos meses, dentro de dos o tres semanas tal vez —le contestó Lamparilla muy contento, pero algo turbado y conmovido por la victoria que acababa de obtener—. Depende de una noticia que espero de Guadalajara y no tardará en venir. ¿Quién más interesado que yo en terminar un asunto que va a hacerme feliz, como ningún hombre lo será, si tú consientes en acompañarme?

—Bueno, bueno, y yo me alegraré mucho —contestó Cecilia—. Pero ya veremos cuando llegue el día en que me avise que todo está arreglado. Por ahora ¿para qué pensar en cosas que tienen tantas dificultades y puede que nunca se realicen?

Así, de estas y otras cosas y del suceso del día continuaron hablando Cecilia y el licenciado hasta que se hizo de noche. Lamparilla le aseguró que nada tenía que temer del alcalde don Tomás, pues no saldría en muchas semanas de la cárcel; que sería reclamado por la autoridad, acusado de conato de homicidio en la persona de un oficial en servicio, juzgado en Consejo de Guerra y condenado tal vez a ser pasado por las armas.

Luego que partió Lamparilla, Cecilia se vistió con ropa modesta y oscura y, acompañada de María Pantaleona, se fue a la casa del licenciado don Pedro Martín de Olañeta, a quien encontró leyendo una carta de Casilda, de la que nos ocuparemos en su lugar. La muchacha había aprovechado su tiempo en el convento; además de su especialidad para los postres, bordaba y cosía perfectamente, escribía una letra pequeña y clara, y sus cartas parecían dictadas por una persona de talento y fina educación. Don Pedro Martín estaba muy contento, recibió a Cecilia perfectamente, la hizo sentar y referir el asunto con todos sus pormenores, que ya sabía muy desfigurados por los alcances de los periódicos y noticias extraordinarias que los muchachos gritaban en las calles.

—No tenga usted duda, señor licenciado —le dijo Cecilia cuando concluyó su narración— es él, y nada más que él. Aquí tiene usted el mechón de cabellos con un pedazo de casco que se quedó en manos de Pantaleona. Conozco sus mechas negras y espesas, como si fuesen las mías. Desde que tuve la desgracia de darle pasaje en mi trajinera, se me grabó su figura de tal manera, que parece que la estoy mirando dé día y de noche, ya con bigote y espesas patillas o sin esto y rapado como un fraile, pues cambia a cada momento; lo conozco y lo señalaría entre mil. Este hombre ha jurado acabar conmigo, y concluirá por salirse con la suya si Dios no lo remedia, señor licenciado, o yo aburrida y desesperada no me resuelvo un día a acabar con él, y salga lo que salga hacer un disparate, pues que las mujeres, una vez que nos decidimos, no nos contiene ni el Puente de la Leña.

—No hay nada que hacer por lo pronto, Cecilia —le dijo don Pedro Martín, cogiendo con dos dedos y con una especie de horror la mecha de Evaristo y guardándola en una caja vieja de cartón—. Ya vendrá su tiempo cuando menos lo esperemos. ¿Qué vamos a hacer ahora contra un capitán de rurales en quien el gobierno ha puesto su confianza, protegido por el coronel Baninelli, que lo juzga como el hombre más valiente de la provincia de Chalco? Todo lo sé, y sigo desde mi casa la pista de ese bandido. Mucho cuidado y mucha precaución, Cecilia y no hay que decir ni una palabra a nadie de estas cosas. Te complicarías en una causa que no terminaría nunca y, abandonando tus intereses, concluirías por arruinarte, si antes no te mataba ese hombre.

Don Pedro despidió cariñosamente a Cecilia, la que le prometió mandarle al día siguiente la mejor fruta. Las hermanas, que vieron entrar a la frutera, se quedaron detrás de las mamparas y escucharon parte de la conversación.

Fue tanta la curiosidad y el interés que despertó en México el drama del Puente de la Leña, que hasta las señoras de saya y mantilla entraban a la plaza y se acercaban al puesto para conocer a la valerosa mujer que sin recurrir a la policía, sin alborotar el barrio y sin más auxilio que el de Dios, no sólo se defendió, sino que castigó terriblemente a los ladrones y asesinos, porque se decía que Cecilia había sucesivamente tirado por los cabellos a seis ladrones, matándolos después como a corderos, en su propia recámara.

La frutera, en efecto, al día siguiente fue a dirigir su puesto al mercado, no pensando volver ya a Chalco en mucho tiempo; escribió a don Muñoz, que ella siempre insistía que era el Visitador de México, para que le comprase o se encargase a medias de sus negociaciones. Fue tanta la gente que concurría a comprar la fruta, que en una semana quedaron vacíos varios de los almacenes; los marchantes, sin exceptuar a don Pedro Martín de Olañeta y a los magistrados de la Corte, no cesaban de concurrir a llenar sus pañuelos y de hacerle los más exagerados elogios por su valor, y, por más que les repetía que ella dormía profundamente cuando aconteció el suceso, no la querían creer y se quedaban mirando con cierta admiración mezclada de miedo a la robusta y guapa heroína, cuya hazaña se recordaba todavía algunos años después.

Cecilia y las dos Marías volvieron a su vida habitual, sin más diferencia que pusieron un velador en la azotea de la casa y otro en la calle con su farolito, su chuzo y su pito para pedir auxilio en caso de necesidad. Un detalle todavía más importante: Lamparilla, disfrazado, esperaba a Cecilia en las cercanías de su casa. En una de sus sabrosas pláticas y en una noche lluviosa y cargada de electricidad (y sin duda mucho influyó esto) Cecilia le dijo:

—Pues que usted lo quiere, licenciado, me casaré con usted luego que gane el negocio del rey Moctezuma III; lo quiero a usted bien y de todo corazón.

Lamparilla, casi loco de entusiasmo, fue a participar a Bedolla su buena suerte, rogándole terminara la causa para que la frutera y sus Marías no tuviesen necesidad de ser ya citadas al juzgado.

Bedolla, de pronto, declaró bien preso a don Joaquinito y entregó a la autoridad militar al insolente alcalde, el cual, mientras se le formaba juicio por conatos de asesinato en la persona de un oficial en servicio, fue enviado a la fortaleza de Perote.

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