Fue Serapio, uno de los tres muchachos que, estando bien hallados en la hacienda de Arroyo Prieto, quisieron, como hemos dicho, buscar nuevas aventuras, quien contó a Relumbrón y a Lamparilla, que se hallaban justamente de paseo en la finca, el inesperado desenlace del segundo pronunciamiento de Valentín Cruz y el fin trágico de este caudillo y de su secretario el licenciado don Crisanto de Bedolla y Rangel.
Serapio fue el primero que descargó su pistola a quemarropa sobre San Ciprián y el primero también que corrió a uña de caballo, escapando milagrosamente de la primera descarga. Lo que hizo, aprovechando la confusión y la noche, fue entrar a Guadalajara y refugiarse en casa de uno de sus parientes, y allí al día siguiente supo que sus dos compañeros habían sido heridos y conducidos al hospital; que Valentín Cruz se había defendido como un valiente, trabándose una lucha personal entre él y San Ciprián, y que el licenciado Bedolla, queriendo huir sin duda, había recibido como veinte balazos en la espalda. Pasado el susto y temiendo Serapio ser perseguido, determinó volver a la hacienda, donde por lo menos tenía casa y pan seguro.
Cuando acabó Serapio su relación (pues por el correo nada se había sabido hasta entonces), se retiró a descansar, y Lamparilla y Relumbrón quedaron solos.
—Me lo temía —dijo Lamparilla—. ¡Pobre Bedolla! ¡Qué pronto dio fin a su empresa! Pero yo me lavo las manos; se lo dije y se lo repetí al despedirme; nunca aprobé su plan. Mi conciencia está tranquila.
—Más lo está la mía —le contestó Relumbrón—. Le confié una misión delicada creyéndolo un hombre de mundo y de experiencia, y no un niño ni un imbécil, que fue a meterse en la boca del lobo. Al fin, y según nos lo ha contado, todo fue culpa de Serapio, pues si no dispara su pistola… claro que…
—Los hubieran cogido a todos —interrumpió Lamparilla— y amarrados los mandan a México.
—Ya eso hubiera sido otra cosa. Además, amigo mío, el que se mete en la política que se llama militante, algo tiene que exponer. ¿Qué quien usted? El destino, la fortuna y, en realidad, un pícaro menos en el mundo y un revolucionario de menos en México. El tío no podía ver ni pintado al tal Bedolla, y no sentirá mucho su muerte.
—¿Y qué va a decir el tío, como usted le dice al presidente, cuando le refiera los pormenores?
—Lo esencial es que Valentín Cruz, que era el coco de Jalisco, desapareció de la escena, lo que de todas maneras es una ganancia. Ya pensará usted que nadie me dirá que sea desagradable, y yo, en verdad, le hecho un gran servicio y trataré de sacar todas las ventajas posibles.
Con estos y otros propósitos relativos al suceso, los dos amigos montaron en el coche que ya los esperaba en la puerta de la hacienda para regresar a México, y, como se ve, no derramaron ni una lágrima por la muerte del famoso licenciado. A Relumbrón, que apenas lo conocía, le era completamente indiferente, y Lamparilla, por su parte, se alegraba en su interior de no tener un amigo que ya le molestaba y que no hubiera dejado de causarle muchas dificultades cuando llegara el día de liquidar el negocio de Moctezuma III, que era únicamente cuestión de días. ¡Así es la naturaleza humana! ¡Con razón dicen los rancheros de tierra adentro que no hay más amigo que Dios, ni más pariente que un peso!
Sucesivamente fueron llegando a México cartas de Guadalajara en que, bajo reserva, contaban el suceso de mil maneras distintas. Los enemigos de San Ciprián aseguraban que el licenciado Bedolla tenía una muchacha muy guapa a quien protegía, y que aquél supuso un motín (que no había sido más que un día de campo que duró hasta el anochecer) para asesinarlo cobardemente y quedarse con la muchacha, saciando su rabia aun después de muerto el pobre licenciado, disparándole muchos balazos, pues su cuerpo parecía un arnero.
Otros referían que no era más que una humorada del tirano de Jalisco, que nunca dormía tranquilo si no derramaba sangre en la mañana o en la tarde después de comer. Se cambiaron comunicaciones reservadas muy importantes entre el ministro y el gobernador de Jalisco; se mandó instruir una causa y poner preso en su cuartel a San Ciprián; los periódicos se ocuparon y establecieron una polémica tremenda, los unos a favor de San Ciprián y los otros en contra, hasta el grado de haberse verificado desafíos sin resultado, a pesar de que se batieron con pistolas Cukenrait que con permiso del gobernador les prestó Nacho Castera. En fin, un raido y una bola espantosa, resultando que el gobierno quedó muy contento con haberse quitado de encima a Valentín Cruz y a su secretario, quedando el finado licenciado Bedolla declarado por la mayoría de la prensa mártir de la patria.
Para concluir con la fugaz y desgraciada carrera política del licenciado, que con tan buenos auspicios comenzó a brillar en la capital, diremos, refiriéndonos siempre a los rancheros de tierra adentro, que Dios castiga sin palo ni cuarta, y que no hay más que fijarse en los sucesos humanos y seguir la carrera tortuosa de las gentes, para convencerse de que, un día u otro, las malas acciones reciben un castigo. Bedolla, que hizo derramar tantas lágrimas a los infelices vecinos de la casa de Regina; que en vez de buscar a Evaristo el verdadero asesino, condenó a muerte a los que no habían tenido ninguna parte en el crimen, vino a terminar su vida en una empresa de desorden y de ambición y, en realidad, su muerte no fue sentida sino por su padre.
Para el pobrecito barbero del pueblo de la Encarnación, su hijo, como letrado y como orador, era superior a Cicerón; como valiente y como militar, Napoleón era un triste cabo de escuadra comparado a él; como severo y honrado, Catón era un perdulario junto al esclarecido Bedolla. Todos estos nombres de Napoleón, Catón, Cicerón, era Bedolla mismo quien le había revelado que tan esclarecidos hombres habían existido, y él guardaba religiosamente estos recuerdos históricos para poder hacer, cada vez que se ofrecía, comparaciones con su hijo, a medida que la ocasión se le presentaba. Pocos días antes de que saliese Bedolla para la capital en la segunda expedición que hizo y que hemos ya contado, rogó a un muchacho del pueblo que había cursado en la Academia de San Carlos la clase de dibujo, que lo retratara; lo verificó con carboncillo y esfumino y no salió tan mal retrato lo colocó el barbero en un marco antiguo de un Señor San José, y los jueves, mientras el patriarca estaba relegado y boca abajo en un rincón, a la imagen sombría de Bedolla le ardían dos velas de cera. Para el barbero, valía tres veces más su hijo que el casto varón con todo y su vara de azucenas. ¡El amor de padre no tiene límites!
Tantos días como pudieron los vecinos del pueblo, que estimaban mucho al barbero, le ocultaron la tragedia terrible de San Pedro, pero ya el viejecito estaba inquieto e iba de casa en casa tratando de indagar lo que en verdad había acontecido, preguntando sobre todo por su hijo, a quien, aunque derrotado, esperaba ver de un momento a otro. En ninguna parte podría encontrar mejor refugio que en su pueblo, pues nadie lo había de denunciar y el prefecto mismo estaba complicado hasta cierto punto; pero el hijo no venía y fuerza era desengañarlo, porque aburría a todo el mundo y no dejaba descansar a ninguna de las gentes que encontraba en la calle; el cura y el prefecto mismo se encargaron de esta triste misión.
—Vamos, amigo —le dijo el cura—, es necesario que se arme usted de valor.
—¡Cómo! ¿Qué me va usted a decir, señor cura? ¿Le ha sucedido alguna desgracia? Supongo que me viene a hablar de mi hijo.
—Nada, no se alarme usted…, está prisionero…
—En Acapulco otra vez, en esa tierra maldita, donde se lo comerán las serpientes y los alacranes —respondió el barbero con una cierta entereza pues con tal de que su hijo estuviese con vida, le daba cierto orgullo el que sufriese por la patria. Recordaba que regresó de la prisión gordo, sano y contento, y esto le volvió el alma al cuerpo.
—No precisamente en Acapulco —continuó el cura, que no sabía cómo acabar de darle la infausta noticia—, sino en un hospital.
—¡Enfermo, sin duda, enfermo a causa de las fatigas de la campaña! —interrumpió el viejecito.
—No precisamente enfermo —dijo el cura—, sino herido.
—¡Herido! ¡Herido! ¡Válgame Dios! ¿Herido mi hijo, herido?
—Sí, sí, resígnese usted, amigo —continuó el cura—, y de alguna gravedad.
El barbero abrió la boca y quiso pronunciar alguna palabra; pero le fue imposible.
—¿Para qué le hemos de ocultar la verdad? —dijo el prefecto, que estaba impaciente y no quería prolongar más los sufrimientos del anciano—. La duda es más terrible. Bedolla murió en el campo de batalla como un mártir. Resignación, amigo, conformidad; aquí estamos para darle las fuerzas y el valor necesario para soportar tamaña desgracia.
Pero el viejecito abría más la boca, meneaba las manos y revolvía las pupilas de los ojos. Se levantó de la silla como queriéndose echar en brazos del cura, pero no pudo y cayó de espaldas, sofocado por el dolor.
Dejemos ya en la eterna paz de la tumba a Bedolla y a su pobre padre, y volvamos a ocuparnos del amigo Relumbrón. Todo el ruido que causó el suceso que acabamos de referir le venía como de molde para realizar su empresa.
Era el momento de obrar. El golpe a la casa solariega de Don Juan Manuel tenía que darlo personalmente, pero encontraba más dificultades que las que a primera vista se presentaban. Convenía apartar, o suprimir, si era necesario, al antiguo dependiente de la casa. Era éste don Lucio Quintana, gachupín de teta y nalga, como dicen también los del interior, testarudo como un burro, honrado hasta la exageración y mezquino hasta la miseria; había servido durante treinta años al conde, sufriendo, sin alterarse, todas las tempestades y regaños, y respondiendo invariablemente: «Muy bien, señor conde, se hará lo que su señoría disponga», con lo que lograba aplacar los ímpetus de su amo. Ya en la hacienda unas temporadas, ya en la casa de la calle de Don Juan Manuel otras, llevaba sus cuentas en un libro forrado de badana encarnada, por un sistema que, lejos de ser doble, era el más claro del mundo, pues constaba en los asientos una razón muy circunstanciada del motivo por que entraba o salía dinero, para lo que obraba de entero acuerdo con Agustina, que era la tesorera. Si por el carácter peculiar del conde y la manera desordenada en que llevaba sus negocios, se perdían algunas cantidades, don Remigio y don Lucio Quintana estaban prontos para advertir los errores y hacer los cobros; sobre todo, la fortuna ayudaba por ese lado al conde, y sus cuantiosos bienes daban para todo.
Don Lucio Quintana, durante los años de servicio que contaba al lado del conde había economizado casi todos sus sueldos, pues tenía la casa y la comida, y con un par de zapatos cada seis meses y un vestido redondo de paño burdo cada año, estaba perfectamente. Había comprado una casita por el Puente de Alvarado y prefería vivir en ella, especialmente cuando Agustina estaba en la hacienda. Asistía desde las diez hasta las cuatro de la tarde al escritorio, que estaba en una pieza baja, frente al cuarto del portero; a esas horas se retiraba, daba sus paseos por la Alameda, al oscurecer se encerraba en su casa y a las nueve de la noche estaba ya durmiendo. Cuando las cajas estaban muy llenas, con discreción y en un coche de sitio iba llevando las talegas al Montepío, donde el conde siempre tenía en depósito una fuerte cantidad. Escribía a éste o a don Remigio cuatro letras, y esto era lo más fuerte de su trabajo.
Era, pues, de toda necesidad, ocuparse en primer lugar de este dependiente. Relumbrón, en sus conversaciones con el marqués de Valle Alegre, había sabido lo que acabamos de referir y otras cosas más, acerca de la casa de la Calle de Don Juan Manuel.
El marqués conocía los interiores, hasta los más insignificantes, de la casa del conde del Sauz, no sólo por su parentesco, sino por las indagaciones que tuvo que hacer antes de su desgraciado viaje a la hacienda, y por largas confidencias de don Remigio, que le tomó mucha afición durante su convalecencia, reconociendo su noble y franco carácter, en el fondo benévolo y bueno; así, Relumbrón se complacía en platicar en su tertulia de estas cosas con el marqués, dejando el tresillo y las discusiones sin interés con las demás personas que concurrían, y éste, por su parte, queriendo captarse la voluntad de su futuro padre político, nada le ocultaba e iba perdiendo la repugnancia que tenía por él, único obstáculo que le impedía el decidirse resueltamente a casarse con Amparo.
¿Qué hacer, pues, con don Lucio Quintana? La resolución urgía. De un momento a otro podría volver Agustina de la hacienda, o el conde mismo, como lo anunciaba don Remigio en la última carta que le escribió al marqués; o lo que era más inmediato, que estando las cajas de cedro llenas de talegos de pesos con el producto de las ventas del ganado en la feria de San Juan de los Lagos, Quintana las trasladase al Montepío. Después de desvelarse varias noches, de concebir mil proyectos distintos y de hablar con Evaristo, de quien a su pesar tenía necesariamente que valerse, resolvió suprimir a Quintana, pues si se le dejaba existir al día siguiente sería descubierto el robo.
Quedaba el portero. No había que vacilar. Suprimir también al portero.
¿Y qué haría con las criadas viejas? Ya vería…
Evaristo aprobaba estas ideas, animaba a Relumbrón, que vacilaba y adrede inventaba obstáculos y se comprometía a hacer personalmente estas operaciones, sin ruido ni escándalo.
Faltaba que resolver una dificultad. El dinero era mucho y la mayor parte en plata. ¿Cómo sacarlo sin ser descubierto y dónde se guardaba inmediatamente, pues no podía entrar ni a la casa de Relumbrón ni al taller de vestuario, ni mucho menos al Montepío o a la casa inglesa donde guardaba sus fondos? Eso sería después, poco a poco y bajo diferentes motivos.
Los desanimó esta dificultad, y en las diversas conferencias que con este motivo tenían, estuvieron a punto de abandonar su proyecto.
La casualidad, que hasta entonces favorecía siempre a Relumbrón, les volvió el ánimo. Una casa grande, pero en completa ruina, se remataba en pública almoneda ese día mismo, para liquidar una testamentaría. Vio en el periódico oficial el aviso e inmediatamente fue a verla y la encontró que ni mandada hacer. Un patio extenso, zaguán grande por donde podría entrar un coche, y piezas apartadas y enmascaradas unas con otras; un verdadero laberinto de los que solían construir los primeros españoles que, habiendo hecho alguna fortuna en el comercio, se fincaban después.
Encargó a Lamparilla que la comprase en su nombre, pues intentaba regalársela y darle además en cuenta de honorarios lo que necesitase para la reparación completa. Lamparilla podía construirse un palacio. Al sordo se lo dijeron. A las tres de la tarde que concluyó la almoneda, Relumbrón era dueño de la casa. Uno de sus coches, el primero que había tenido, que por pasado de moda y viejo estaba arrumbado en un rincón de la cochera, bajo el pretexto de que estorbaba y era menester dejar lugar para colocar el nuevo, que había encargado a París, lo mandó a la casa de Balvanera, y de pronto quedaron allí también las mulas. Preparado así todo, les faltaba una persona que les ayudase, y echaron el ojo sobre Valeriano, que precisamente había pedido una licencia para dar una vuelta por su tierra y saber la suerte que habían corrido sus amigos heridos en la escaramuza de San Pedro. Relumbrón se la concedió, pero le previno que viniese a México y se detuviese algunos días con el objeto de que llevase ciertos encargos a Jalisco. Valeriano se despidió de Juan, de Romualdo y de los demás dependientes de la hacienda, y vino de pronto a habitar la casa de Balvanera y a tener cuidado de las mulas, quedando pagado y despedido el portero.
Nada faltaba ya sino elegir el momento de dar el asalto, Relumbrón dio tres días antes su vuelta por la casa de Don Juan Manuel y dijo al portero que el conde no tardaría en llegar, sacó una carta de la cual leyó un párrafo.
Amigo coronel —dizque le decía al conde—: Probablemente dentro de una semana estaré en ésa, y tengo ya deseos de medirme con usted. Lo creo más fuerte que yo, que he estado enfermo y hace meses que no tomo una espada en la mano. Tendremos un asalto formal en mi sala de armas, al que convidará usted a nuestro amigo don Pánfilo Galindo. Deseo a usted, etc., etc.
—Ya ves —le dijo al portero echándose en la bolsa la fingida carta— es mi deber irlo a recibir y tengo un dependiente en la garita de Vallejo para que me avise en el momento que divise al picador que viene siempre delante del coche. Por lo menos tendré tiempo de estar en la puerta de esta casa minutos antes de que llegue.
El portero respetaba al conde, mejor dicho, le tenía miedo; pero no lo quería, así es que no recibió con agrado la noticia de su llegada.
—¿Qué quiere usted, señor coronel? Los criados tenemos que obedecer a los amos. El señor conde es así, como usted lo conoce, llega repentinamente y a veces en la noche y sin que nadie lo sepa. Es milagro que se lo haya comunicado a usted; no le agrada que se limpie ni se sacuda la casa; así es que desde que doña Agustina se fue, sólo la cocina y los cuartos de las criadas conocen la escoba. En lo demás, ni se puede andar; la calle está más limpia. Que venga cuando guste su señoría.
Tranquilo por esa parte Relumbrón, se procedió a la primera supresión.
Una tarde, cerca de la oración, don Lucio Quintana se retiraba muy quitado de la pena a su casa; llevaba en un pañuelo unas roscas de pan que llaman estribos y que acostumbraba comprar para su desayuno en la panadería de San Diego, cuando lo detuvo un hombre bien vestido, pero a la manera de campesino o ranchero de tierra adentro.
—Dispense, señor, que lo detenga, pero como conozco a usted y sé que es el dependiente del señor conde del Sauz, desearía saber cuándo llegará la partida de yeguas, pues trato de comprarla, o al menos, la mitad.
Como efectivamente don Remigio había escrito al dependiente (Relumbrón lo sabía por el marqués de Valle Alegre) que mandaría una partida de yeguas, ningún inconveniente tuvo Quintana en entrar en conversación con el que lo interpelaba.
—Amigo, no es lugar este de hablar de negocios —le contestó— pero ya que nos encontramos, le diré que no sé si han salido ya de la hacienda las yeguas; en todo caso, hacen más de treinta días de camino, pues vienen poco a poco, aprovechando los pastos; así, creo que estarán en los potreros de Valbuena a fines del mes entrante.
—Me conviene, me conviene mucho, pues precisamente a fin del mes recibiré dinero de mi rancho para pagar al contado las yeguas. Ya le daré conocencia de mi persona.
—Ya se ve que se necesita, pues la casa del señor conde no trata con desconocidos.
—Tiene usted razón y no dilataremos mucho en ser amigotes.
En esta conversación fueron andando y llegaron al Puente de Alvarado. La acequia antigua que, según dice la historia, salvó de un brinco el célebre conquistador, no estaba aún cegada, y de uno y otro lado los muros de las casas formaban un callejón oscuro que los vecinos y la policía ayudándoles, habían convertido en un asqueroso muladar. El tuerto Cirilo, pues no era otro el fingido ranchero, agarró fuertemente del brazo a don Lucio Quintana, lo empujó al callejón y sacó un puñal.
—Oiga bien lo que voy a decirle, viejo arrastrado. Me va a acompañar hasta mi casa agarrado de mi brazo como si fuéramos dos buenos conclapaches. Si grita, si chista, si dice cualquier palabra a los que pasen junto a nosotros, o llama al sereno, le encajo en el corazón este puñal hasta el mango. ¿Ha entendido bien?
Demasiado que lo entendió Quintana, pues fue tal su sorpresa que no pudo pronunciar palabra.
El tuerto Cirilo enlazó su brazo derecho en el de Quintana, lo sacó del callejón y continuaron en silencio y al parecer en buena armonía hasta una casa de vecindad de la plazuela de San Sebastián, sin que en todo el tránsito encontrase Quintana un alma que lo pudiese socorrer pues apenas abría la boca para pedir misericordia al bandido, cuando sentía la punta del puñal en su corazón. Era la casa de un solo piso, con más de treinta cuartos, todos habitados por ladrones, formando parte de la banda de Cirilo, reforzada con nuevos reclutas, establecidos en lo más retirado de los barrios de la ciudad y donde hasta de día era peligroso andar.
Ya estaban avisados los vecinos y salieron a recibir al tuerto con su presa. Cerraron el zaguán, metieron a Quintana a uno de los cuartos que alumbraron con tres o cuatro cabos de vela de sebo pegados a la pared, lo bolsearon quitándole su buen reloj de oro y las pocas monedas que tenía, lo amarraron de pies y manos, lo llevaron al segundo patio donde había un pozo profundo, y lo arrojaron vivo de cabeza. En seguida echaron piedras y escombros de los muchos cuartos que estaban derrumbados, pues el propietario ni quería reedificar la casa, ni se atrevía ningún cobrador a entrar en ella para recibir la renta. El verdadero propietario era el tuerto Cirilo.
Que el pobre don Lucio Quintana gritó, se resistió, lloró, imploró la compasión de los desalmados ¿quién puede dudarlo? Él hizo todo lo posible en defensa de su vida; pero ni sus gritos fueron escuchados por nadie, ni en ninguno de esos seres feroces hubo un rasgo de compasión. Cuando medio llenaron el pozo, fueron a lo que podía llamarse salón, que era un cuarto grande que daba a la calle, donde una de las mujeres que vivía con ellos les tenía preparada una fritanga de chorizos y unos cubos de pulque. Comieron y bebieron, y los unos se quedaron borrachos, tirados en las vigas, y los otros salieron a recorrer, con sus puñales bien afilados, las calles oscuras de la ciudad.
Cuando Relumbrón fue en la mañana siguiente al taller de vestuario, supo por doña Viviana que el asunto del dependiente del conde del Sauz se había concluido felizmente. No quiso saber ni cómo había sido, ni doña Viviana lo sabía en realidad, pero si acto de contrición era capaz de tener, lo tuvo en ese momento, y habría prescindido de su empresa; pero ya era tarde. Toda la semana anterior había estado tan preocupado y triste, que doña Severa y Amparo se lo conocieron, atreviéndose a preguntárselo.
—Si es un apuro de dinero, ya sabes —le dijo su mujer— que puedes disponer de lo mío.
Amparo hizo más, fue a su ropero, sacó su cajita llena de moneditas de oro y se la presentó.
—La he guardado para ti —y al decirle esto le enlazó con sus brazos y le dio un beso en la frente.
Relumbrón se desprendió de ella sin responderle una palabra y se limpió los ojos con su pañuelo. Con estas impresiones recibió la noticia de la supresión de Quintana. Pero hemos dicho que no había remedio. Fuerza era que el golpe se diese en la noche misma.
A cosa de las ocho, Relumbrón, Evaristo y Valeriano estaban reunidos en la casa de la calle del Puente de Balvanera. Relumbrón llevaba una bolsa de lona debajo de su capa, que contenía martillo, pinzas, berbiquí, ganzúas, todo un aparato para forzar las chapas o romper las cajas en caso necesario, pues suponía que no encontraría las llaves. Evaristo y Relumbrón, aunque sabían bien que no tendrían que combatir más que con un viejo débil y tres mujeres tímidas, se armaron con pistolas y puñales de todas dimensiones. Los dos, sin saber por qué, tenían más miedo que si se tratase de un asalto en el monte a la diligencia. Valeriano no tenía ninguna arma, y era el que estaba tranquilo, pues ignoraba lo que iban a hacer; obedecía simplemente al que acostumbraba, después de mucho tiempo, a llamar su patrón. Entre Evaristo y Valeriano guarnecieron las mulas y las pegaron al coche. Relumbrón entró y los otros dos subieron al pescante. Cerca de las nueve salió el coche del patio de la casa. Evaristo se bajó del pescante a cerrar la puerta, guardó la llave en su bolsillo y partieron al trote.
A poco, pues no había que andar más que la calle de Balvanera, el coche paró en la casa del conde.
La calle estaba sola y sombría, las casas cerradas y los ricos hombres que vivían en ellas entregados al sueño rezando o echando en familia su mano de malilla o de tresillo. El tiempo era húmedo y en el nublado cielo se dejaban ver apenas algunas estrellas.
Relumbrón se apeó y sonó suavemente el aldabón. En cinco minutos ninguna respuesta. Probablemente el portero se había dormido. Volvió a tocar un poco más fuerte, y nada. A la tercera, la ventanita enrejada del postigo se abrió y aparecieron detrás de ella los ojos y las narices del viejo.
—¿Quién es a estas horas?
—José, el conde ha llegado —le contestó Relumbrón—. Abre, enciende el farol y sube a despertar a las criadas; entre tanto, yo quedaré aquí. Se rompió cerca de la garita un rayo a una de las ruedas grandes del coche y se han detenido componiéndolo, pero es poca cosa y no dilatará en llegar.
El portero tuvo desde luego una corazonada y vaciló, quedándose con sus narices pegadas a la rejilla y los ojos clavados en Relumbrón.
—Abre —le dijo éste— comienza a llover, y fuerte.
En efecto, una nube gruesa pasaba por encima de esa parte de la ciudad arrojando un copioso rocío.
El portero no se atrevió ni le ocurrió ninguna excusa. No podía tener sospecha ninguna de un coronel, de un hombre tan rico y amigo de su amo; sin embargo, llamó su atención que el picador y parte de los criados, que llegaban un cuarto de hora antes que el conde, cuando venía de la hacienda, no hubiesen aparecido.
Con cierta duda y repugnancia entró a su cuarto, encendió una segunda vela y descolgó de un clavo de la pared la llave chica del postigo; las demás de la puerta, pues eran tres, estaban reunidas en una argolla y pendientes de otro clavo.
Apenas se abrió el postigo, cuando entró Relumbrón. Por un momento tragó que el viejo José no le abriría, con lo que no sólo se frustraba el golpe, sino que, asesinado Quintana, su falta se notaría al siguiente día, el portero lo avisaría al marqués de Valle Alegre, que suponía ser el esposo de Mariana, pues ignoraba lo ocurrido en la hacienda, se harían sus averiguaciones, y de ellas resultaría que la venida del conde era una falsedad y la visita nocturna de Relumbrón en la casa de Don Juan Manuel con ese pretexto, la prueba concluyente de su culpabilidad. Cuestión de vida o muerte para el coronel, que tuvo diez minutos de verdadera agonía. Tras de él entró Evaristo, y los dos, con la precipitación que da el miedo, cerraron el postigo, se apoderaron de la llave y cayeron sobre el portero, que tenía en la mano una palmatoria con un cabo de vela, la que soltó cayendo al suelo, quedando solamente la rajadura de luz de la puerta del cuarto, donde ardía otra vela. El portero, viéndose acometido, dio un grito de terror; pero no pudo dar el segundo, porque Evaristo lo había agarrado del cuello y con sus dos toscas manos callosas le apretaba fuertemente, hasta que le hizo salir toda la lengua y las pupilas de los ojos. En la lucha suprema de la muerte, el portero, aunque viejo, hizo un esfuerzo, se agarró de los cabellos de Relumbrón y Evaristo y los tres cayeron revueltos en las losas del tránsito del zaguán al patio.
Un momento quedó ese grupo de piernas, brazos y cabezas revueltas y formando en la media oscuridad de la noche lluviosa una especie de quimera o figura infernal, que se fue descomponiendo poco a poco, pues Relumbrón quedó un momento aturdido con el golpe, quedando frente a frente los dos asesinos con los cabellos erizados y las fisonomías descompuestas por el miedo y el crimen, y su víctima, retorcida e inerte, con la lengua saliéndosele de la boca y la fisonomía espantosa de las cariátides y monstruos de piedra que circundaban la cornisa de la azotea del tristísimo y sombrío palacio de la Calle de Don Juan Manuel.
—Nos hemos salvado —dijo Relumbrón después de una larga pausa, respirando fuertemente, pues faltaba aire a sus pulmones, y metiendo la mano entre sus cabellos para alisarlos—. Si este miserable viejo no nos abre, somos perdidos, y no hubiéramos tenido más que escoger entre el suicidio o la fuga.
Buscaron sus sombreros, que habían rodado por el patio, y entraron al cuarto del portero, donde había, como se ha dicho, una luz, y se apoderaron de las llaves grandes del zaguán, pero antes de abrirlo para que entrase el coche, cogieron por los pies el cadáver del viejo, lo llevaron arrastrando hasta su cuarto, lo acostaron en la cama y lo cubrieron con las ropas y almohadas de la misma.
Costóles trabajo manejar los grandes cerrojos y aldabones, pero al fin lo lograron. Valeriano entró con el coche, y les dijo que desde que llegaron ni un alma había pasado por la calle ni los serenos estaban en las esquinas, pues se habían marchado con sus faroles.
Relumbrón lo había previsto y arreglado.
Cerradas de nuevo las pesadas puertas del zaguán, Valeriano quedó en el patio al cuidado del coche, y Evaristo y Relumbrón, con la palmatoria en la mano, subieron las escaleras. La lucha que tenían que emprender con las mujeres era más dificultosa; Relumbrón, por las conversaciones diversas que había tenido con el marqués de Valle Alegre, sabía que las cajas de cedro en que encerraba Agustina el dinero, estaban en un cuarto de bóveda, detrás del archivo o biblioteca, y que se entraba por uno de los muchos estantes llenos de libros y papeles de que estaba rodeada la pieza. ¿Pero por cuál de ellos? Eso era lo que no sabía, y si era necesaria, para abrir la enmascarada puerta, una llave especial u oprimir un resorte o quitar una moldura. Las criadas, especialmente las dos más antiguas de la casa, deberían estar en el secreto, y el trabajo era descubrirlo por medio de amenazas y promesas. Si no se lograba esto, habían perdido su tiempo y matado inútilmente a dos personas. En toda la noche era imposible demoler más de veinte estantes, ni los útiles que traían eran bastantes para ello.
Con esta duda acabaron de subir las escaleras, y cuando observaron que todo estaba en silencio y las puertas cerradas, les ocurrió otra dificultad. ¿Y si las criadas no nos quieren abrir, se asustan y suben a la azotea y gritan a la calle?
—Los serenos no vendrán —dijo Relumbrón contestando a las observaciones de Evaristo— pues aunque no saben lo que va a pasar, se han comprometido con el tuerto Cirilo a no aparecer por las esquinas sino hasta cosa de las cuatro de la mañana; pero alguna ronda de caballería puede pasar o algún vecino oírlas, pues no es tarde para que en todas las casas estén durmiendo profundamente. ¡Qué diablos, debimos haber pensado en todo esto, y no haber ahorcado al portero sino después de haberlo forzado a que despertara a las viejas! ¿Qué hacer?
Y andando en estos temores a pasos de lobo por los corredores, examinaban con la escasa luz del cabo de vela las puertas y las encontraban cerradas, cubiertas de polvo y de telarañas, y de tal solidez, que era imposible que cediesen haciendo uso de los instrumentos que habían traído y creído solamente útiles para forzar las cajas.
Dieron por fin con una puertecilla de menos resistencia que la otra y que conjeturaron que comunicaba a un pasadizo que conducía al cuarto de las criadas.
Relumbrón había varias veces visitado la casa, entrado directamente a las habitaciones del conde hasta la sala de armas; pero no conocía el archivo, ni había estudiado ni fijado su atención en las demás, pues que cuando tiraba la espada con el conde, ni remotamente pensaba que un día o, mejor dicho, una noche, volvería como un bandido a robarle su dinero. De estudio en estudio de las puertas, y de reflexión en reflexión, se decidieron, pues no había más remedio, por la puertecilla ya indicada. Usaron de la colección de ganzúas, que era sin duda la mejor que había en México, y lograron abrirla sin ruido.
Era efectivamente un pasillo donde estaban las destiladeras, y llenas las paredes de jarros de Guadalajara, tecomates de Pátzcuaro, platos de China, muñecos y otras curiosidades con que se acostumbraba en las casas grandes adornar las paredes de los pasadizos y antecomedores. El pasadizo, de seis o siete varas de largo, terminaba en otra puerta también cerrada. Aplicaron las ganzúas y lograron también abrirla sin ruido alguno. Esa puerta daba entrada a una especie de vivienda que formaba un conjunto con la cocina, despensa y cuarto donde se planchaba y guardaba en grandes estantes la mantelería y ropa blanca. Todo ello, por supuesto, oscuro, lo veían con la vacilante luz de la vela, que estaba a punto de acabarse, y el más profundo silencio reinaba. Un largo ronquido, como de alguno que ha estado mucho tiempo acostado sobre el pulmón y se voltea, los guió. Abrieron una puerta que sólo tenía un picaporte y penetraron al cuarto de las criadas, que dormían profundamente. Evaristo y Relumbrón sacaron los puñales, y con pequeños pasos y mucho tiento examinaron el local. Eran dos piezas: en una había dos camas ocupadas por dos ancianas. La cocinera y la recamarera antiguas en la casa y contemporáneas de Agustina. Las demás criadas —y había más de cuatro: galopina, fregona y recamarera— habían sido despedidas, por no ser necesarias, desde que el conde y Mariana se marcharon a la hacienda, y obedeciendo también el rarísimo capricho del conde de que sin su orden expresa no se había de sacudir ni barrer su habitación. En la segunda pieza, muy aseada y bien amueblada, había un solo lecho, y en él una muchachuela con de diez y ocho años, descubierto el seno y en parte las piernas, que salían fuera de las sábanas, sin duda a causa del calor de los cuartos completamente cerrados. La muchacha, lo mismo que las dos criadas viejas, dormían con el sueño sabroso de la buena conciencia y de la seguridad completa, pues jamás habrían pensado que ladrones de ninguna clase hubiesen podido penetrar en aquel castillo, respetado y temido por todo el mundo por más de cuarenta años. El nombre sólo del conde inspiraba miedo.
Evaristo, disoluto y atrevido, intentó quitar enteramente las sábanas que cubrían a la muchacha, pero Relumbrón le agarró el brazo y lo contuvo.
—No, no venimos a eso —le dijo con mucha cólera—. Con el dinero que te tocará tendrás para cien mujeres.
Después de la muerte de Tules, quiso Agustina tener una compañera, y sacó del convento de San Bernardo a una muchacha huérfana, llamada Consuelo, que adoptó por hija y a favor de la que hizo su testamento al marcharse a la hacienda. Era ésta la que, descuidada, dormía en su cama y que excitó los pervertidos instintos de Evaristo.
—Nada de violencias por el pronto —dijo Relumbrón en voz baja— o no sabremos dónde están las cajas.
—Las cajas yo sé dónde están, pues he entrado varias veces a esta casa —le contestó Evaristo con la misma voz— pero no sé qué demonios tengo, que siento como si me apretaran la cabeza con un fierro. ¿Cómo no me acordé del pasadizo y de estas piezas? De aquí saqué a mi mujer, que me dijo dormía en este mismo cuarto y en esta misma cama donde está la muchacha.
—Lo sé todo; de aquí sacaste a tu mujer, a quien asesinaste en una noche de borrachera.
Evaristo se quedó mirando a Relumbrón con ojos iracundos.
—¡Vamos! Retírate, y déjame hacer lo que me parezca.
Comenzó por cubrir con las ropas de la cama a la muchacha, y moverla suavemente.
—Despierta, muchacha —le dijo— pero no vayas a gritar ni te asustes. No queremos hacerte ningún daño.
La muchacha abrió los ojos, se encontró con los de Relumbrón que había guardado su puñal y tenía en la mano la palmatoria con la vela.
—No grites, no grites, sería inútil, pues nadie te oirá, y ya te digo, no tengas miedo…
Consuelo quiso de pronto gritar, pero la fisonomía de Relumbrón, que no le era desconocida, y además simpática en vez de ser siniestra, le inspiró cierta confianza y se contuvo, aunque sobrecogida de un temblor interior nervioso que le hacía dar diente con diente.
Como ya hablaba Relumbrón en voz alta lo mismo que Evaristo y se había escapado un pequeño grito agudo a Consuelo, las dos ancianas despertaron y mirando hombres a tales horas, comenzaron a gritar, a encomendarse a Dios y a pedir misericordia.
Evaristo, que había encendido una vela que estaba en la mesita cerca de la cama de Consuelo, acudió con puñal en mano a la otra recámara.
—¡Silencio, malditas brujas, o las hago pedazos con este puñal! ¡Callen! Nada se les hará con sólo que respondan a lo que se les va a preguntar. ¿Dónde están las cajas con el dinero?
—Las cajas están en la recámara de doña Agustina —respondió temblando la cocinera— no hay más que entrar, pero por Dios y su Santísima Madre, no nos quiten la vida.
—¡Quietas y sin chistar! —les dijo Relumbrón.
Los dos pasaron a la vivienda de Agustina, que se componía de dos piezas; una de costura y otra que le servía de recámara. Efectivamente había allí dos cajas medianas, cuyas cerraduras forzaron fácilmente con los instrumentos que traían. Encontraron talegas vacías, papeles y un costalito fronterizo tejido con algodón de colores, que contendría sesenta o setenta pesos en moneda menuda.
—¿Y para esto hemos venido y hemos ahorcado al portero? —dijo Evaristo encarándose a Relumbrón con insolencia.
—No son éstas las cajas que buscamos, Evaristo —le contestó éste—. Las que tienen el tesoro están en la biblioteca. Es necesario transigir para que nos guíen.
Diciendo esto, volvieron a los cuartos de las criadas, que temblando de miedo no osaban respirar recio ni abrir los ojos.
—¡Vamos, no sean tontas! —les dijo Relumbrón con voz suave—. Vístanse y vengan con nosotros, para enseñarnos dónde están las cajas del conde. Las que hemos visto no tienen más que papeles y talegas vacías, y deben ser las de doña Agustina.
Las dos viejecitas obedecieron y dentro de las sábanas se vistieron. Consuelo ya lo había hecho.
—Las cajas del señor conde —dijo la cocinera— nunca las hemos visto en los años que llevamos en la casa; están detrás de la biblioteca, pero no sabemos por cuál de los estantes se entrará. Vamos, pues que ustedes así lo mandan.
Caminaron las tres criadas escoltadas por Evaristo y Relumbrón, atravesaron varias piezas lúgubres, con los muebles resguardados con fundas y alfombras cubiertas de telarañas y polvo, hasta que llegaron al gran salón que ya conocen los lectores. Una puerta primorosamente labrada y con sus cortinajes como las demás, les dio entrada a la biblioteca. Era una pieza formando un cuadrilongo de cosa de siete varas de largo por seis de ancho, con un artesón de gruesas vigas de cedro con ménsulas terminadas en distintas figuras fantásticas, y rodeada completamente de toscos estantes de cedro con gruesos alambrados.
¿Cuál de estos estantes daba entrada a la bóveda donde estaba el tesoro?
—Ya les hemos asegurado —les dijo Relumbrón a las criadas con voz casi afectuosa— que no les haremos ningún daño si nos señalan cuál es el estante que da entrada a donde están las cajas, y la manera de abrirlo. Si se resisten, ya será otra cosa. Espero que no nos obligarán a un extremo al que no queremos llegar.
Se dirigía a la cocinera que, como más vieja, suponía enterada de los secretos de la casa.
—Por esta cruz —e hizo la señal con la mano— juro que no sé por dónde se entra. Creo que dos veces en mi vida, en veinte años que llevo a servir al señor conde, he entrado en esta pieza; así, nada puedo decirles, y por la sangre de Cristo, que no me digan más, pues si me mataran sería lo mismo. Nada sé.
Relumbrón, por supuesto, creyó que la fidelidad tradicional de las criadas que se engríen en una casa y sirven muchos años en ella, impedía a la cocinera revelar el secreto; así, se dirigió a la otra hasta con súplicas, y obtuvo la misma respuesta.
Entabló con la muchacha, aunque suponía que era la que menos podía saber el secreto, un diálogo no sólo cariñoso y haciéndole mil promesas distintas, sino que llegó al grado de rogarle y prometerle que la sacaría esa misma noche de la casa, le aseguraría su suerte y, si era necesario, la tendría en su casa como su hija. Por supuesto promesas que no pensaba cumplir, pero quería agotar hasta lo último el sistema de persuasión y de ruego, antes de llegar a las amenazas. Más de media hora luchó sin resultado; siempre la misma negativa. La verdad era que las dos viejas ignoraban completamente el misterio, y sólo lo sabía Consuelo, que cada vez que había que introducir o sacar dinero, entraba con Agustina y le ayudaba. Consuelo, joven, robusta, servía más para esto que el mismo portero, viejo y cansado.
Relumbrón y Evaristo se miraban sin saber qué partido tomar.
—Pues que nada nos quieren decir, estamos perdiendo aquí el tiempo, no hay más que matarlas.
El tono decisivo con que el bandido pronunció estas palabras y el largo puñal que sacó de la bolsa de su chaqueta, persuadió a aquellas pobres mujeres de que había llegado el último día de su vida, y cayeron de rodillas llorando amargamente y pidiendo misericordia a gritos.
—Cinco minutos tienen —les dijo Relumbrón, a quien agradó el efecto que había producido la amenaza de Evaristo— para encomendar a Dios su alma, pero de ustedes depende; si nos revelan el secreto, serán perdonadas.
—¿Nos promete usted la vida, señor coronel, y yo que sé el secreto se lo diré y abriré el estante?
—¡Desgraciada! —exclamó Relumbrón—. ¿Tú me conoces?
—Al principio, no, por la sorpresa y el miedo, pero después recordé que usted ha venido varias veces y ha entrado a la sala de armas con el señor conde. Desde el corredor los he visto entrar y salir.
Relumbrón no sabía si tal muchacha existía en la casa del conde, pero no se sorprendió de que lo hubiese reconocido, así es que le contestó con calma:
—Tanto mejor, muchacha, así estarás segura de que soy incapaz de hacerte ningún mal. Ábrenos la puerta del estante, que es lo que nos importa.
Consuelo se dirigió a un estante situado en el fondo de la pieza, torció la llave que estaba pegada y lo abrió. Los libros que contenía eran de cartón, tan perfectamente imitados, que no se distinguían de los demás. El fondo estaba hueco, y quitando una simple trabilla de madera, se abría una puertecilla de madera que el conde dejó provisionalmente, mientras mandaba hacer una de fierro, lo que nunca llegó a verificar.
Después de tantas ansias y dudas Relumbrón y Evaristo estaban en posesión del tesoro, y con la temblorosa llamita de la vela de sebo, alumbran dos grandes cajas de cedro de tres llaves cada una y con chapas y brazos de fierro, fuertes y labrados con la curiosidad de los herreros flamencos del siglo XVIII.
—¿Y las llaves? —preguntó Relumbrón a Consuelo.
No tuvo necesidad de esperar la respuesta, pues alumbrando con la vela la oscuridad de la bóveda, vio en la pared un gancho donde colgaba un manojo de llaves reunidas en una cadena.
Agustina, llena de pesares, enferma y con las terribles noticias de la hacienda, había dejado las cosas de la casa en el mismo estado, sin tomar precaución ninguna; por otra parte, en ese tiempo, en que no había cajas de fierro, ni billetes al portador, ni bancos de depósito, el dinero se guardaba así, o en el Montepío, o en casa de un comerciante de confianza, o se enterraba; pero sea lo que fuere, confianza o descuido, los dos ladrones no tuvieron ya trabajo ni necesidad de usar de sus herramientas y abrieron las cajas.
—¡Llenas de dinero!
Relumbrón y Evaristo se quedaron absortos.
—No hay que perder tiempo —dijo Relumbrón sacando el reloj— son las diez y media. —Y luego dirigiéndose a Consuelo—: Vas a venir conmigo para que me proporciones bandas, ceñidores, cuerdas, en fin, cualquier cosa para amarrar a ustedes, sin lastimarlas, sólo por el tiempo, que no será largo, de sacar el dinero. Es una precaución que debemos tomar; anda y procura también más luces.
Relumbrón y Consuelo entraron a las piezas y dejaron a oscuras a Evaristo, cuidando a las dos criadas viejas.
A poco volvieron con dos luces y varios ceñidores, bandas y rebozos.
Amarraron fuertemente de los pies y las manos a las dos ancianas, la última fue Consuelo, las colocaron en sus camas y comenzaron a vaciar las cajas.
¿Cuánto dinero había en ellas?
¡Quién sabe! Pero era mucho, y como la mayor parte estaba en plata, la dificultad era sacarlo todo; pero no se arredraron. Relumbrón colocó tres talegas de a mil pesos en los hombros robustos de Evaristo, tomó él otra, y cada uno con su palmatoria en la mano atravesaron las sombrías piezas de la casa, bajaron las escaleras y metieron el dinero en el coche. En seguida bajaron otras cuatro, y con esto bastó, por temor de que fuese a desfondarse el coche, que no era ni fuerte ni nuevo. Abrieron con precaución el zaguán, miraron si alguien pasaba por la calle, y hallándola sola y casi oscura, salió el coche conducido por Valeriano. Cerraron el zaguán sin echar los pesados cerrojos, y llevándose la llave del postigo, echaron a andar. Relumbrón dentro y Evaristo en el pescante. Llegando a la vieja casa de Balvanera, hicieron la misma operación de abrir, entrar y cerrar, descargando las talegas en el cuarto que para esto había destinado, y regresaron a la calle de Don Juan Manuel.
Por mucha que fuese la actividad y la prontitud con que trataba de vaciar las cajas, no pudieron hacer más que seis viajes hasta las tres de la mañana, y era menester cesar, porque a las cinco las garitas se abrían y comenzaban a entrar hatajos de burros y los indios cargados con carbón y madera, y a salir las gentes a la calle. Además, ya estaban rendidos de fatiga, y el copioso sudor tenía pegadas al cuerpo sus ropas interiores. Las cajas aún tenían mucho dinero, pero en plata. Resolvieron, por último, vaciarlas completamente para ver si en el fondo lograban encontrar el oro, como en efecto sucedió. En una de ellas se hallaba un talego fronterizo de gamuza, que al parecer contenía mil onzas de oro.
—Parece que por ahora hemos concluido, mi coronel —dijo Evaristo—. ¿Volveremos mañana?
—De ninguna manera. Si esta noche hemos caminado con felicidad, mañana quién sabe lo que nos pasaría.
—Es que todavía hay, como usted ve, doble de lo que hemos acarreado, y es verdadera tontería dejarlo aquí.
—Es lástima —dijo Relumbrón— pero mañana tal vez vienen a tocar la casa con motivo de algún asunto, o llegan criados de la hacienda, quizá la misma doña Agustina… No, nada; estoy decidido, esta noche terminamos.
—Como mi coronel quiera —dijo Evaristo con tristeza—. Vámonos, pero ¿qué hacemos con estas mujeres?
Relumbrón meneó la cabeza, se quedó un momento pensativo, y respondió:
—He pensado mucho, al mismo tiempo que sacábamos el dinero… y no me ocurre nada. No hay remedio…
Evaristo sacó su puñal y se dirigía a las recámaras oscuras donde estaban las mujeres.
—No, no —le dijo Relumbrón— darles de puñaladas no; llenar las camas de sangre… No, no.
—¿Entonces? —preguntó Evaristo.
Relumbrón pensó en Consuelo, mejor dicho, mejor dicho, en Amparo. Consuelo a poco más o menos era de la misma edad que ella, los mismos ojos, el mismo corte de cara.
—¿Si fuese mi hija también? —pensó—. He tenido en mi vida tanta fortuna con las mujeres… ¡Quiá! Eso no. Me ocurre una idea.
—¿Cuál, mi coronel?
—Si nos lleváramos a Consuelo…
—La verdad, mucho me gusta, y mi coronel lo ha conocido, pero llevarnos a esa muchacha sería llevar la horca con nosotros. Conoce a usted, y por más que prometiera callar, el día menos pensado se escaparía… Ni pensarlo, mi coronel… Mucho me gusta, pero es imposible que quede con vida.
Relumbrón volvió a pensar en Amparo. En aquel momento no sólo habría prescindido del dinero que había robado, sino habría dado el doble por no haber pisado esa noche fatal los umbrales de la casa del conde.
—Mi coronel tiene un buen corazón y no es para estas cosas… Váyase al coche a esperarme, y yo dejaré todo aquí arreglado… Le juro que no derramaré una gota de sangre.
Relumbrón, pensando en Consuelo, mejor dicho en Amparo, bajó lentamente las escaleras y se metió dentro del coche.
Evaristo, cuando se vio solo, se encaminó con su palmatoria en la mano a las recámaras de las criadas. Tomó a una, amarrada como estaba, la cargó en las espaldas y se la llevó a la bóveda donde estaban las cajas, asegurándole siempre que nada le iba a hacer. Allí le rellenó la boca con pedazos de papel de China que encontró en la biblioteca, le envolvió la cabeza con un rebozo, y la acostó en el fondo de una caja.
Lo mismo hizo con la otra anciana.
Llegó su turno a Consuelo.
Como habían sacado todo el dinero en plata entalegado, para buscar el oro que al fin encontraron, Evaristo fue vaciando los pesos sobre los cuerpos de las tres desgraciadas, hasta que los cubrió y se llenó la caja. El resto del dinero lo echó en la otra, las cerró y colocó las llaves en el mismo gancho donde estaban.
—¡Qué lástima! —dijo al bajar la escalera con su palmatoria en la mano— que no me hubiera podido llevar a la muchacha y al dinero que queda; pero no era posible, bastante tengo con que Cecilia esté todavía viva, más ya le llegará pronto el día de su santo.