L. La Providencia

Al acontecimiento de San Pedro se le echó tierra; San Ciprián fue absuelto en el Consejo de Guerra, y publicó un folleto vindicando su conducta, refiriendo los sucesos a poco más o menos como pasaron, pero descargando toda su furia contra el licenciado Bedolla, que ya no podía vindicarse. Los dos muchachos calaveras murieron en el hospital a resultas de sus heridas, que eran numerosas.

El atrevido golpe de Relumbrón no hizo ni poco ni mucho ruido. Parece que en ciertos períodos, más o menos cortos, se suspende la acción benéfica y reguladora de la Providencia, y permite a los malvados cometer con la más completa impunidad los más horrendos crímenes. La casa del conde del Sauz siguió, como de costumbre, silenciosa sombría y cerrada como si nada hubiese pasado. El dependiente acostumbraba cada semana escribir una carta de estampilla a don Remigio, diciendo generalmente que no había novedad, o dándole noticia de los pocos asuntos que ocurrían, y acababa de echar su carta al correo cuando fue sorprendido por el tuerto Cirilo. Relumbrón esperaba, pues, que pasarían muchos días antes de que pudiera descubrirse el crimen, y aun entonces ¿por qué se lo habrían de atribuir a él, ni quién podía remotamente sospechar que había sido el autor? El único testigo que hubiese podido un día u otro comprometerlos, era Valeriano, y ése había desaparecido. Cuando con el oro que encontraron terminaron el último viaje, tomó Evaristo las riendas de las mulas del coche y se dirigió a la Viña. Valeriano continuó a su lado en el pescante, silencioso y preocupado. No tenía ni la más leve idea de que su amo, el dueño de la hacienda de Arroyo Prieto y del molino de Perote, pudiese ser un ladrón; pero no le podía caber duda, lo veía, él mismo era cómplice involuntario, y todavía no lo quería creer; pero ya en la situación en que estaba, no tenía más que obedecer hasta que concluyera la aventura. Evaristo condujo el carruaje por calles extraviadas hasta los callejones apestosos de esa ciudad de basura que hemos descrito al principio de esta obra, donde la vieja Nastasita salvó a Juan que estaba a punto de ser devorado por los perros hambrientos.

—¿Si te apearas a componer las riendas, pues creo que se han enredado? —dijo Evaristo a Valeriano.

Valeriano no tuvo dificultad en obedecer, y al tiempo que bajaba del pescante, Evaristo le hundió el puñal en el cerebro. La muerte fue instantánea y el muchacho cayó sin exhalar un gemido. Entre Evaristo y Relumbrón echaron sobre el cadáver cuanta basura pudieron; el uno volvió a montar al pescante y el otro dentro del carruaje, y se dirigieron, dadas las cuatro de la mañana, a la casa del Puente de Balvanera, quitaron las mulas, las dejaron sin cenar, después de haberlas hecho trabajar toda la noche, y emplearon el tiempo hasta que amaneció en contra y colocar convenientemente en el cuarto el dinero que se habían robado. De día ya, Evaristo se dirigió al llamado mesón de San Justo, donde tenía sus caballos y de allí regresó al monte, y Relumbrón, envuelto en su capa, entró a su casa al tiempo mismo que su mujer y su hija salían, como lo tenían de costumbre, a oír su misa a la iglesia cercana.

Relumbrón se estremeció, pero pudo disimular y tenía preparada de antemano su respuesta pronta para los casos que se ofrecieran.

—¡Desvelado toda la noche en Palacio! —les dijo—. Me tocó la guardia, y cuando el Presidente comienza a referir la historia de sus campañas desde que fue cadete, no hay medio de cortarle la palabra, ni mucho menos yo, que tengo que obedecerle.

Doña Severa creyó o no lo que decía su marido; pero estaba decidida a no hacer indagaciones ni mortificar con preguntas y nada le contestó.

Amparo, que no era capaz de sospechar de su padre, a quién adoraba, le tendió la mano, pero Relumbrón no se la dio. La tenía sucia de la plata que había manejado y de la basura que había echado sobre el cadáver de Valeriano.

Cuando de pie en la puerta del zaguán vio alejarse con paso tranquilo a su mujer y a Amparo, tuvo un dolor agudo en el corazón, como si le hubiesen clavado un puñal. Consuelo era idéntica en la cara y en el cuerpo a su hija y Consuelo acababa de ser violentada, asesinada por su cómplice Evaristo. Se le volvió a pasear por la imaginación la terrible idea: «¿Si será mi hija?» —y entró en sus piezas, haciendo un examen de conciencia y recordando la serie de mujeres a quienes había conocido, y las épocas de sus amores. Mientras más recordaba su vida, más presunciones tenía de que Consuelo era su hija.

—¡Bah! —dijo metiéndose en las sábanas—. ¿Qué tonterías se le meten a uno a veces en la cabeza? Pensemos en el negocio de Carrascosa… —y pensando en él, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. La fatiga y el cansancio pudieron más que sus negros remordimientos.

El negocio de Carrascosa era robarlo como había robado las cajas del conde del Sauz. Era un negocio quizá más productivo, pero no se atrevía, no podía hacerlo personalmente.

Desde la aventura tragicómica del cementerio, Pepe Carrascosa había cambiado de carácter y de modo de vivir. El golpe cuando los muchachos del hospicio dejaron caer el ataúd, la emoción de verse ya a punto de ser enterrado vivo, pero más que todo, la cólera contra sus parientes, que creía habían tenido la criminal intención de deshacerse de él, le produjeron una enfermedad muy grave, de la que felizmente sanó al cabo de tres semanas, y en la convalecencia tuvo tiempo de reflexionar, y sus reflexiones ocasionaron que cambiase completamente de vida. De pronto, y antes que todo, hizo un nuevo testamento y, como buen cristiano, reconociendo que Dios lo había salvado, por medio del muchacho que dejó caer el ataúd, de una muerte horrorosa y de la enfermedad que le vino en consecuencia, instituyó legados para las parroquias pobres, con obligación a los curas de hacer cada año una función solemne y repartir limosnas a las familias vergonzantes de la feligresía; dotó con 500 pesos anuales a diez niñas huérfanas que dieran testimonio ante el arzobispo de buena conducta, y por este estilo seguían otras cláusulas. Lo que restara, cumplidas esas mandas, debería dividirse entre los pobres del hospicio y el muchacho que por travesura o por casualidad dejó caer el ataúd en la puerta del cementerio. Recordaba, y así se lo encargó al escribano, que ese testamento se abriera en presencia de su cadáver que el médico o médicos que lo asistieran, le abrieran el pecho, le sacaran el corazón y, conservándolo en un frasco de espíritu de vino, lo colocasen junto al ataúd en el sepulcro que expresamente mandaría hacer en San Fernando, como lo hizo desde el momento que pudo salir a la calle. Él mismo llevó también a dos de los periódicos de más circulación un aviso prometiendo muy buena recompensa a quien le presentara o le diera razón del muchacho; este aviso debía reproducirse constantemente tres veces por semana.

Pero antes de que llegase el momento en que otra enfermedad se lo llevase y los médicos le sacasen el corazón, se propuso no pensar en la muerte y pasarse una vida de príncipe, pues que su dinero le permitía hacerlo, dejando todavía lo bastante para que se cumpliesen las mandas de su testamento.

Abandonó el infecto tugurio donde voluntariamente se había martirizado tantos años, y trató de buscar una buena casa, pues las de su propiedad estaban ocupadas. Recorriendo las calles más céntricas, fue a dar a la de León. La casa, cuyos papeles en los balcones anunciaban que estaba vacía, era sola, con seis piezas y cocina, muy aseada y hasta lujosa. Por todos aspectos le convenía. Era propiedad de Relumbrón que la había adquirido en uno de tantos cambios y tratos que hacía con amigos y jugadores, y que por aquel momento no tenía aún la idea de organizar sus lucrativos negocios como lo hizo después. El arreglo entre propietario e inquilino no fue difícil.

Pepe Carrascosa y Relumbrón desde antes eran amigos. Se habían conocido en el Montepío. No faltaban cada mes a las almonedas de alhajas, y uno y otro no salían del gran palacio del conde de Regla, sin haber comprado lo más curioso que se ofrecía a la venta pública. Carrascosa tenía a Relumbrón por un hombre muy experto y conocedor en diamantes y piedras, y Relumbrón consideraba a Carrascosa como el más inteligente en materia de chácharas y antigüedades; así, se consultaban mutuamente y sabían lo que cada uno compraba y guardaba, pues los dos tenían la manía de comprar y guardar curiosidades o hacer cambalaches por lo que les ofrecían de más curioso. Continuaron mucho tiempo las relaciones amistosas de ambos, y se les veía salir del Montepío brazo a brazo, platicando muy entusiasmados de las curiosas adquisiciones que habían hecho, y solían caminar juntos hasta la Alcaicería para que el compadre platero les diese su parecer o les hiciese de unos aretes antiguos un juego de botones o cosa semejante.

Esta armonía se interrumpió por una verdadera friolera. El santo obispo Madrid había fallecido hacía tiempo, hubo de terminarse su testamentaría y se pusieron en venta, por orden judicial, los muebles de su casa y multitud de objetos curiosos, porque el prelado, lo mismo que Carrascosa y que Relumbrón, era apasionado por las chácharas, y sus viajes a Europa le habían proporcionado la ocasión de adquirir objetos tan raros y curiosos, que no se encontraban en ninguna otra casa de México. La Almoneda fue muy concurrida y, por supuesto, Relumbrón y Carrascosa fueron de los primeros. Durante dos horas se vendieron diversos objetos a precios muy bajos. Carrascosa compró unas cosas, Relumbrón y las demás personas otras, y la sesión iba a terminarse con el remate de un relicario insignificante que encerraba una cera de agnus.

—Este relicario —dijo el vendedor— está tocado al Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, y bendito por su Santidad en Roma; el difunto señor obispo lo traía siempre colgado al cuello.

Carrascosa, que tenía la superstición que si llegaba a adquirir un objeto cualquiera tocado al Santo Sepulcro, jamás le acontecería ninguna desgracia, antes de que el vendutero lo pregonara, dijo:

—Veinticinco pesos.

Relumbrón, desde el otro extremo de la pieza, dijo inmediatamente:

—Cincuenta pesos.

Sabiendo Amparo que su padre iría precisamente al remate, le encargó que le comprase un relicario (que debería haber muchos) que estuviese bendito. Como éste no sólo lo estaba, sino tocado al Santo Sepulcro, Relumbrón se propuso a toda costa dar gusto a su hija.

Carrascosa en el acto dijo.—¡Cien pesos!

Relumbrón.—¡Doscientos pesos!

Carrascosa.—¡Cuatrocientos!

Relumbrón.—¡Mil!

Carrascosa.—¡Dos mil!

Relumbrón se quedó un momento pensando, pero no se decidió, y salió de la sala lanzando una mirada colérica a Carrascosa.

El vendutero, asombrado de esta escena que pasó en instantes, creía que se habían burlado de él y de su relicario. Carrascosa, con mucho calma y sin haber hecho caso de la mirada de Relumbrón, le dijo:

—Nada es más cierto si no que hemos de veras pujado este relicario. ¿Qué quiere usted? Caprichos que tenemos las gentes. El relicario es mío por el precio ofrecido.

Cuando Relumbrón, a la hora de la mesa refirió lo que había pasado, Amparo se quedó callada, pero doña Severa, con un cierto aire de desprecio, le dijo:

—Si hubieras ofrecido cuatro mil pesos, te los habría pagado yo de mi dinero, con tal de que no dejarte humillar por un estrafalario como Carrascosa y tener una reliquia tocada al Sepulcro de Nuestro Señor… ¡En tantas otras cosas gastas más! ¿Para qué queremos cuatro coches?

Relumbrón se mordió los labios, y se propuso que más tarde o más temprano sería dueño del relicario.

Pasó el tiempo, y ya en la época del pleno desarrollo de su tenebrosa trama, una de sus víctimas señaladas era Carrascosa.

Volviéronse a encontrar en el Montepío, se saludaron como si nada hubiera pasado, y Relumbrón, lejos de manifestarse ofendido, trabó conversación con él, le habló de hacer mejoras y reparaciones en la casa, se convinieron en hacer el gasto a medias, y con este motivo hizo frecuentes visitas a Carrascosa, llevó carpinteros, pintores y herreros; entró y salió a su sabor; las composturas se concluyeron, la habitación quedó muy lujosa, y los dos más amigos que antes; pero Relumbrón tenía llaves dobles de todas las puertas, y la servidumbre de Carrascosa era toda de la devoción de doña Viviana.

Así estaban las cosas después del asalto a la casa del conde del Sauz y todo preparado. La ejecución era lo difícil. Relumbrón acallaba sus remordimientos formando el plan para otro crimen y pasando las noches en casa de Luisa, cenando y bailando con amigos y conocidas.

El coronel era audaz, pero no valiente; vivo, pero no de talento; descreído y supersticioso, con un alma un poco sucia, un amor propio desmedido, un corazón indiferente y el órgano del robo muy desarrollado en su cráneo. Con estos elementos, sus concepciones nada tenían de ingenioso ni de extraordinario, y si había llegado a tender una red a la sociedad de México y a formar una vasta asociación de ladrones y asesinos, no era debido a sus combinaciones, sino a la casualidad, a la fortuna y a los agentes de que se había rodeado.

Doña Viviana y el platero por un lado, y el tuerto Cirilo y Evaristo por el otro, eran los que hablan trabajado sin descanso y organizado de una manera admirable el servicio, de modo que no se erraba golpe ninguno, y en la ciudad y en los pueblos del Valle, y en los caminos hasta Guanajuato y hasta Veracruz se cometían diariamente robos que no llegaban a conocimiento de Relumbrón ni de la policía, sino después de muchos días y cuando todas las pesquisas e indagaciones eran inútiles. Un libro podríamos llenar con anécdotas más o menos extrañas o terribles, pero nos tenemos que reducir a los lances en que tomaba parte muy directa Relumbrón.

El negocio de Carrascosa, como él le llamaba, lo quería hacer solo; pero por más vueltas que le daba no le era posible, o mejor dicho, no se atrevía. Teniendo en su poder las llaves de todas las puertas y los criados a su disposición, lo más fácil era entrar disfrazado, atacar a Carrascosa en medio de su sueño, amarrarlo y apoderarse de lo más valioso, puesto que hasta sabía dónde estaban las alhajas y chucherías. Pues no se atrevió; tuvo miedo.

¿Fiar el asalto al tuerto Cirilo? Tampoco. El tuerto era un desalmado. Mataría a Carrascosa y robaría al mismo Relumbrón.

Concibió un término medio un poco absurdo, pero se fijó en él.

Las más veces Lamparilla lo acompañaba a la hacienda. En esta vez se marchó solo, no se detuvo en Río Frío a almorzar y a pasar una especie de revista a los muchachos de Evaristo, sino que siguió hasta Puebla; allí pidió caballos y llegó al anochecer, encontrando a Juan solo en ella, que era lo que quería. Cataño andaba por la Tierra Caliente; Romualdo y los demás en el molino de Perote, y Juan, muy ocupado en el cuarto de raya, arreglando sus cuentas y disponiendo sus trabajos para el día siguiente. Ni le sorprendió ni extrañó su visita; le recibió con respeto, ordenó a los criados que pusiesen la mesa para la cena y lo siguió a la sala.

—¿Estás contento a mi servicio? —le preguntó Relumbrón desembarazándose de su abrigo y haciéndole seña de que tomase asiento.

—¿Cómo no? —le contestó Juan—. En mi vida he estado mejor.

—Me alegro. Creo que eres un muchacho fiel y que tienes gratitud, porque al fin…

—Y mucha, señor coronel, mucha.

—¿Es decir que estarías dispuesto a hacer sin replicar lo que yo te mandare?

—A todo, señor coronel. ¿Y cómo podría dejarlo de hacer, a no ser que me quisiese separar de la hacienda?

—Bien, eso basta. Se trata de arriesgar algo… no materialmente tu vida, pero es para hacer una buena acción. No me hagas preguntas ni trates de hacer indagaciones, después lo sabrás todo. Por ahora escucha. Tengo un amigo a quien quiero como si fuese un hermano; este amigo va a ser robado y asesinado. Por una circunstancia que no te puedo explicar, hoy tengo el secreto y quiero salvar a este amigo al menos de la muerte. Vive en una casa de mi propiedad. Tengo, como siempre que se ponen chapas nuevas y francesas, dobles llaves de toda la casa y conocimiento con los criados. Tú entrarás a ciertas horas de la noche, te conducirán a una pieza donde permanecerás oculto para observar lo que pase. Los ladrones, o mejor dicho el ladrón, porque será uno solo, entrará después. Déjalo que robe las alhajas y que abra los cajones, que amarre a mi amigo, que le impida que grite, pero si ves que lo trata de matar, sálvalo, aun a costa de tu vida si es necesario. Si el ladrón, como es posible, se resiste, lucha con él, y ten presente que es hombre fuerte y atrevido, pero antes preséntale esta ficha, y en cuanto la vea te obedecerá y nada te hará. Si ha robado ya algo, pídeselo, y te lo entregará. Lo guardas y me lo traes, diciendo a la persona que habita la casa que el que le ha salvado la vida le devolverá sus prendas, y que guarde silencio, porque le va la vida de por medio. Mañana marcharemos a México, y allí te daré instrucciones precisas para el buen resultado de esta cosa tan delicada que tenemos entre manos.

Fatigado del largo trozo que espetó a Juan, sin puntos ni comas, guardó un momento de silencio.

Juan quiso hablar, pero Relumbrón se lo impidió.

—Nada me contestes ahora, y ya que sabes cuál es el asunto, reflexiona bien toda la noche. Si no tienes voluntad me lo dices francamente mañana… Por ahora vamos a cenar, y no hablemos más de esto. Toma.

Entregó al muchacho una medalla de metal grande que era una cuartilla (acuñada por el platero), que tenía dos letras: C. L. (Compañía de Ladrones). Éste era el talismán que servía para reconocerse como pertenecientes a la gran asociación.

La criada entró a decir que la cena estaba en la mesa, pasaron al comedor, cenaron con apetito y hablaron de las cosas de la hacienda, que en todos sentidos estaban cada día mejor.

¿Dormir Juan? Imposible. Entre todos los lances y aventuras de su vida, ninguna tan rara ni tan misteriosa como ésta, y por más vueltas que le daba no podía comprender el extravagante plan de su patrón, y el simple sentido común le decía que si Relumbrón sabía cuándo y a qué hora debería ser robado y asesinado su amigo, lo más natural y sencillo era avisárselo a él para que se saliese de su casa, para que ocultase su dinero y sus alhajas, o avisárselo a un alcalde, a un juez, al gobernador, para que introdujese a la policía o cogiese in fraganti al ladrón o ladrones. Las entradas y salidas de don Pedro Cataño con su gente, las escoltas del molino, los viajes intempestivos de Relumbrón, la protección que dispensaba a Evaristo, todo esto, unido al misterio que envolvía lo que parecía una obra meritoria de amistad, hacía que entrasen y saliesen en el ánimo de Juan terribles sospechas, de modo que ya bien tarde, se durmió con el ánimo firme de decir resueltamente a su patrón que se separaba de la hacienda, y marcharse en efecto, con lo que había economizado, a buscar fortuna en el interior.

Al despertar había cambiado de resolución. La curiosidad y el arranque de la juventud pudo en él más que nada.

—Dirá que tengo miedo.

Y con este ánimo mandó ensillar los caballos, y amo y dependiente llegaron a San Martín al tiempo que pasaba la diligencia para México.

Apenas frotó suavemente Juan, cuando la puerta se abrió y una mano suave se apoderó de la suya, volvió a cerrar sin haber hecho el menor ruido y lo condujo a las tinieblas de una escalera. Con el mismo silencio atravesaron unas piezas aún más oscuras, hasta que se detuvieron en un gabinete.

—Aquí, aquí —le dijo al oído una voz, y al mismo tiempo sintió que dos labios gruesos se habían pegado un instante en su oído.

No esperaba Juan que comenzase la aventura tan agradablemente, y trató de cerciorarse con las manos de qué clase de ser misterioso lo guiaba.

—No, no —le dijo la voz, y los labios gruesos volvieron a pegarse esta vez en su carrillo— nada más la cara.

Juan tentó una frente lisa y no ancha, unos cabellos gruesos, unas cejas pobladas, un nariz chata y un tanto abultada, unos labios carnudos y frescos, como los había sentido, una barba terminada en un hoyito, unos carrillos como seda.

—Nada más —dijo la voz— ahora yo.

Con la misma suavidad y cariño que había usado Juan, comenzó la misteriosa muchacha a recorrer su cara.

—Guapo —dijo así que terminó el agradable paseo de sus dedos—. Ahora callados.

Y le puso un dedo en la boca, se arrimó junto a él y así permanecieron más de media hora, sentados en un canapé.

Se escuchó un ligerísimo ruido de pasos como de un gato que haya olido al ratón, y a poco se fue dibujando en la pieza continua la silueta de un hombre.

—¡Quieto, es él! —dijo la muchacha a Juan.

—¿Quién es él?

—El tuerto Cirilo.

Y el tuerto Cirilo con un farolillo en la mano, pasó por la puerta del gabinete negro, donde estaban arrebujados uno contra el otro Juan y la doncella.

Era un hombre cuadrado, con un pantalón y una chaqueta de pana rayada, color de gato de carbonería. Juan pudo notar una cara ancha llena de costuras y verdugones, un ojo vacío, sangriento y rasgado, la boca entreabierta, enseñando una fila de dientes como de Bulldog. Fue una visión instantánea de aparición diabólica que entró en la oscuridad, pues el tuerto Cirilo dio otra dirección a su farolito y se sumergió en la sombra.

Juan, involuntariamente se arrimó más contra la muchacha.

—No, no te hará nada… Pero no importa ¿traes armas?

—Sí —contestó Juan.

—¿Y la medalla?

—También.

—Bueno, entonces ven… muy quedito… ni resuelles. Yo te diré lo que tienes que hacer. Doña Viviana me ha dado bien la lección.

Y Juan y la doncella se pusieron a seguir a pasos de gato al tuerto Cirilo. Éste entró en una pieza que era un museo. Los muebles eran antiguos y exquisitos, de incrustaciones de nácar y marfil, las paredes llenas de cuadros de verdaderos maestros, los rincones de tibores de China de las dinastías de hace 500 años, mesitas por aquí y por allá llenas de objetos de marfil; en fin, la aglomeración de cuanta cháchara había comprado Carrascosa durante muchos años en las almonedas del Montepío y en las testamentarías. El tuerto Cirilo no hizo caso de nada de eso. Fue directamente a un ropero tosco de cedro, un poco mugriento en las puertas a fuerza de tanto uso, aplicó la llave, lo abrió, puso el farolillo en una de las tablas y comenzó a llenarse las bolsas profundas de sus pantalones y de su chaqueta de diversos objetos, que escogía porque no podían caberle ni la cuarta parte de los que contenía aquel armario mágico. De los cajones sacó sin duda diamantes y piedras preciosas, pero no parecía satisfecho, y buscaba alguna cosa que no podía encontrar. Con la misma facilidad que abrió el ropero de cedro, aplicó llaves a otros muebles finos, los abrió, tomó algunos objetos, pero siempre buscaba algo con una especie de impaciencia nerviosa. Convencido de que no podía encontrar lo que buscaba, cerró los armarios, cogió su linterna y se dirigió a la recámara de Carrascosa.

La doncella tomó a Juan de la mano, lo condujo a la recámara de Carrascosa, y lo instaló detrás del pabellón de la cama, mientras que el tuerto Cirilo acababa de cerrar los estantes.

—Aquí —le dijo— te estás viendo lo que pasa. Si el tuerto Cirilo intenta matar al amo, se lo impides; si se resite, lo matas, nada se perderá, no lo puede ver mi alma. El amo mismo te salvará y el que nos manda a todos, que puede más que nadie, te lo agradecerá. No tengas miedo, estoy por aquí cerca y te ayudaré.

La doncella imprimió un beso silencioso en la boca de Juan y desapareció en la oscuridad.

Pepe Carrascosa respiraba tranquila y regularmente. Nada había interrumpido ni el silencio ni la aparente tranquilidad de la casa de la Calle de León.

A los pocos instantes se presentó el tuerto Cirilo, con su farolillo en la mano, alumbró la recámara, se acercó al lecho de Carrascosa, puso su farol en la mesa de noche, le cogió con la mano derecha el cuello y sin sacar el puñal, le dijo:

—¿Dónde está el relicario?

Carrascosa se sintió presa de una horrorosa pesadilla; pudo removerse y llevar la mano a su cuello para quitarse lo que le oprimía.

—¿Dónde está el relicario? —volvió a decir Cirilo, quitando la mano de la garganta de Pepe Carrascosa para que pudiese responderle.

—¿El relicario? —dijo Carrascosa—. No lo tengo, no lo tengo —y al mismo tiempo llevó la mano derecha de su almohada, donde estaba el relicario, y lo empujó hasta el fondo enterrándolo entre el colchón y la cabecera.

Sorprendido y atarantado como todo el que ve su sueño interrumpido por una visión espantosa y no sabe si está soñando o despierto, estaba completamente seguro que si ocultaba y defendía a toda costa su relicario, tocado en Tierra Santa, nada le habría de suceder.

El tuerto Cirilo tenía orden expresa de doña Viviana de buscar entre las alhajas un relicario con cera de agnus, o de exigirlo a Carrascosa, amenazándolo con la muerte si no lo entregaba. Relumbrón quería regalarlo a toda costa a su hija Amparo, y contentar con esto a su mujer, que hacía semanas que apenas le dirigía la palabra.

—¡El relicario o te mato! —gritó entonces con una voz ronca por el aguardiente que, contra su regla, había tomado esa noche.

—El relicario no lo tengo —le gritó Carrascosa con la fe que le daba la firme creencia que tenía arraigada—. Róbate lo que quieras, mátame si puedes, pero el relicario no te lo he de dar.

Furioso el tuerto Cirilo de la respuesta de Carrascosa, sacó el puñal y le dijo:

—Lo tienes debajo de la camisa, y te lo he de sacar con la vida —y a este mismo tiempo le agarró con una mano la camisa y con la otra le asestó una puñalada, pero el puñal no llegó a herirlo, porque Juan le dio al tuerto Cirilo tan soberbio revés en la sien, que trastabillando fue a rodar a dos varas de la cama.

Carrascosa se sentó en su cama, se restregó los ojos; estaba atónito, no sabía lo que pasaba.

La doncella entró al mismo tiempo con una vela encendida en la mano.

Juan, sin perder tiempo, recogió el puñal del tuerto Cirilo, que había rodado por el suelo, se acercó a él y le puso el pie en el pescuezo para que no pudiera levantarse, pero no había necesidad, el tuerto Cirilo, aunque no le salía sangre por ninguna parte, había perdido el sentido.

—¡La Providencia, la Providencia y nada más! —exclamó Carrascosa sentándose en su cama, sacando el relicario de donde lo había escondido y besándolo con emoción—. Yo sabía bien que este relicario me salvaría la vida. Habría dado toda mi fortuna por él. Si Relumbrón hubiese ofrecido cien mil pesos, yo habría pujado hasta doscientos mil… ¿Pero me quieres decir, Luz, qué ha pasado, qué es esto? Tiéntame y muéveme para que crea que no estoy soñando. ¿Quién es este mozo que tan a tiempo derribó a ese ladrón para evitar que me hubiese clavado el puñal en el corazón? Habla, di algo, Luz ¿por qué estás aquí? Qué cosas tan espantosas me suceden a mí, y siempre salvado por un milagro. Esto es más raro todavía que lo que pasó el día en que mis parientes me querían enterrar vivo, y un muchacho, un simple muchacho del hospicio, me salvó de una muerte espantosa. Habla, habla, Luz, si no quieres que me vuelva loco de atar.

Y Pepe Carrascosa, diciendo esto de una pieza, no cesaba de besar el relicario.

Cuando pudo hablar Luz, le dijo:

—Bien despierto está usted, señor, y dice bien que Dios lo ha salvado. Este muchacho es mi novio, me vino a ver y estuvo a tiempo en que este ladrón, que sin duda se quedó oculto en la caballeriza, lo iba a asesinar; pero él le contará a usted lo demás, y lo que importa por ahora es que este hombre que está tirado se marche de aquí.

—¡Sí está muerto! —dijo Carrascosa mirando al tuerto Cirilo, que no se movía del lugar donde había caído.

—¡Qué muerto! Si estos brutos nunca mueren, ya verá usted… —y corrió a las piezas interiores, volviendo a los dos minutos con un pomo de álcali que pegó a las narices del tuerto Cirilo, el cual hizo un gesto, arrojó un ronquido como de marrano y se solivió sobre el codo.

—Ahora te largas en el acto —le dijo al oído la visvirinda Luz— si no quieres que el amo llame al guarda y te lleven a la cárcel.

El tuerto Cirilo, atarantado del soberbio bofetón, miró a todos lados, se limpió el ojo tuerto de donde le escurría un licor viscoso, se levantó y fue tomando el camino de las piezas que parece sabía muy bien. Luz lo despidió diciéndole:

—¡Bruto! Nunca sabes hacer bien las cosas, has venido borracho, bien me lo advirtió doña Viviana.

—Ya me la pagarás —le contestó el tuerto Cirilo— me has vendido por quedar bien con tu querido que tenías escondido; te he de matar antes de una semana.

Luz volvió y encontró a Carrascosa todavía sentado en su cama y a Juan delante, asombrados y sin poderse decir una palabra, tanta así era la impresión que les causaba lo que estaba pasando.

Juan a su vez, como Carrascosa, bendijo a la Providencia en su interior. Después de transcurridos años y años, una suceso, el más raro e inesperado, lo ponía en contacto con aquel muerto que cargaba en sus hombros y que sin voluntad, sino por causa de una piedra mal puesta y de un calzado viejo, había dejado caer en la puerta del cementerio. ¿Y el relicario? ¿Y el nombre de Relumbrón en los labios de Carrascosa? ¿Y la lucha entre los dos por una prenda cuyo valor no pasada de diez pesos? ¿Y esa moza bonita y simpática, cómplice seguramente de los ladrones, que se declaraba desde luego su novia, que le había dado un amoroso beso en la oscuridad y en el curso de una singular aventura? Todo esto le impidió el uso de la palabra. Reflexionó sin embargo, que era necesario no desmentir a Luz, y que pues ella había dicho que era él su novio, claro que así convendría a los planes del mismo Relumbrón.

—Después de lo que ha pasado tendrás que hablar con el amo —dijo Luz a Juan—. Todo está cerrado y seguro, y ese bruto se ha marchado. Tú lo explicarás todo.

—Bien quisiera explicar a usted lo que pasa —dijo Juan a Carrascosa, que no volvía de su asombro— pero me es imposible. Una persona a cuyo servicio estoy y me ha prohibido expresamente revelar su nombre, me envió a que salvase a usted si era amenazado de muerte, y desde luego debe ser muy buen amigo. Supo que debían asaltar a usted esta noche los ladrones, y matarlo si se resistía a entregar las llaves de los cofres y roperos, o si trataba de defenderse o daba gritos. He cumplido con mi misión con toda felicidad, y no me pregunte usted más, ni acerca de esto, ni acerca de la muchacha, porque nada podré responder, y parte de estas cosas son también para mí un misterio. Como usted, he creído y creo en la Providencia divina y me he entregado enteramente a su voluntad, dejando que ella me conduzca en el camino de la vida, y ella me ha conducido a encontrar al que salvé una vez de ser enterrado vivo y he salvado ahora del puñal de un asesino.

Carrascosa apenas oyó esto, cuando saltó de la cama y se colgó al cuello de Juan.

—¡Tú, tú eres ese muchacho que he buscado años y años sin poderlo encontrar! Mira, mira en este periódico, en ese otro y en ese otro —y le mostraba periódicos esparcidos en las cómodas y mesas— allí está el aviso señalando una recompensa al que me diera noticias de ti. Sábelo; tú eres mi heredero, mi hijo, mi familia, mi todo en el mundo, porque soy solo y no cuento sino como enemigos a los desnaturalizados parientes que me quisieron enterrar vivo… Pero debí haberlo adivinado, debí haber abrazado a mi salvador, aunque yo no estaba en mi acuerdo, no sabía si soñaba; era tan extraño lo que pasaba, que ahora mismo no salgo de la sorpresa. Todo se lo debo a este relicario, tocado en el Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, y que compré en la testamentaría del señor obispo Madrid.

—¿Del señor obispo Madrid? —interrumpió Juan.

—Sí, míralo, míralo.

Carrascosa buscó el relicario en la cama para presentárselo a Juan, y como al esconderlo y al manejarlo con entusiasmo había impensadamente oprimido el débil resorte que detenía las tapas, el relicario se desbarató y cayó un pequeño papel cuidadosamente plegado que tenía dentro. Carrascosa se apresuró a ajustar las dos tapas del relicario.

—Ignoraba que tuviese este papel, nunca había querido abrir el relicario porque no fuese a romperse la cera del agnus —y lo desdobló, y acercándose a la vela leyó:

Está bautizado, deberá llamársele Juan Robreño. Su padre es caballero militar. Su madre de la primera nobleza de México. Dios lo ayude en su vida.

—¡La Providencia, la Providencia! —exclamó Juan a su vez—. Ese relicario es mío, yo lo he llevado en el cuello, y fue entregado al señor obispo por la caritativa mujer que me recogió y me sirvió de madre.

Luz entró de puntillas, pero Juan le hizo señal de que se fuese.

—Cuenta, cuenta si puedes toda tu historia, pues lo que me está pasando es tan maravilloso que si se escribe nadie lo creerá, y parecería invención de un poeta romántico. ¿Por qué misterio oculto de la Providencia, ese amo a quien sirves y que no puedo dudar que sea un verdadero amigo mío, te envió a esta casa y por qué fuiste a escoger por novia a Luz, esta muchacha recamarera de toda mi confianza?

Sentáronse, dejando para después el registrar los armarios y cerciorarse lo que se había embolsado el tuerto Cirilo, y Juan contó a Pepe Carrascosa, a poco más o menos, toda su vida, callando aquello, que convenía para no descubrir ni aun de lejos a Relumbrón.

—Bien, bien. ¡Bendito sea Dios que todo lo dispone y todo lo ordena según su voluntad! Guardemos nuestros secretos, porque así conviene. Nada digas a la persona que te envió aquí de lo que has descubierto. Ya eres rico, eres como mi hijo, puedes dejar el destino y venir conmigo a tener cuidado de mis asuntos y de mis cosas; pero más adelante. No hay que decir ni una palabra del robo. Lo que se ha llevado ese asesino no es gran cosa, y aunque fuera. Las alhajas y las cosas verdaderamente curiosas y de valor las tengo en otra parte, y nada ganaría yo con quejarme a un juez y comprometer al amigo que me ha salvado y aun a ti mismo y a Luz. Nada, nada más que silencio por ahora. Venme a ver frecuentemente; ésta es tu casa, todo lo que hay en ella es tuyo.

Juan le dijo que vivía muy lejos de México, rumbo del interior, pero que no dejaría de volver pronto, y como en esto ya iba amaneciendo, se despidieron, haciéndose mutuas protestas y estrechándose la mano.

Luz estaba en la puerta de la calle esperando a Juan.

—Me voy contigo —le dijo.

—Pero…

—Quieras o no: me confrontas, y es bastante. Además yo no quiero estar un día más en esta casa, sirviendo de espía y formando parte de la banda de ladrones que depende de doña Viviana… Ya te contaré. El tuerto, antes de ocho días, ha prometido asesinarme y lo cumplirá. Tú eres hombre y me defenderás, y aunque no fuera por eso, me voy contigo, porque te quiero, y acabóse.

Luz metió una llave en la chapa de la puerta, la cerró, tomó a Juan del brazo y echaron a andar por la silenciosa Calle de León.

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