XXXVI. Las piedras rodando se encuentran

La repentina y rápida ejecución de los dos valentones de Tepetlaxtoc infundió el terror no sólo en las cuadrillas dirigidas y pagadas por Relumbrón, sino en los cientos de rateros, borrachos y gente de mala vida que había venido de los cuatro ángulos de la República. No fue necesario que Evaristo les hiciese ninguna recomendación, y él mismo se vio por un momento perdido, figurándose que había sido denunciado por Cecilia o por el licenciado Lamparilla, que veía con desconfianza al lado de Relumbrón y apenas lo toleraba.

Los comerciantes y la gente honrada y buena aplaudió la energía del general y se alegró mucho de la muerte de los valentones. Los más piadosos decían: «Dios los haya perdonado; pero vale más que estén ya muy lejos de Lagos, donde de seguro no volverán a hacer otra fechoría; lo que es por ahora, los que trabajando buscamos nuestra vida, podemos andar en la feria con el oro en las manos, seguros de que nadie nos chistará ni una palabra».

El general fue al día siguiente a la iglesia a dar gracias a la Virgen y a oír, hincado de rodillas y con mucha devoción, una misa cantada que le dedicó el cura; en seguida salió a dar un paseo por la feria acompañado sólo de su ayudante, que lo seguía de lejos. La gente se hacía a un lado para darle paso y se quitaba respetuosamente el sombrero. Cuando tropezaba con alguno (y había muchos) cuya fisonomía tenía algo de raro o de siniestro, se detenía y se le encaraba, como diciéndole: «Ya me la pagarás si te robas siquiera una gallina». Regresó a las casas municipales, almorzó su caldo de gallina y su sopa de pan, pues padecía del estómago, y se acostó muy tranquilo a dormir su siesta, como si nada hubiese pasado. Así era este viejo veterano ¿por qué no le hemos de nombrar? Se llamaba don Mariano de Arrillaga. Mientras gobernó Jalisco, realmente se podía andar por todo el Estado, como decían los comerciantes de la feria, con el oro en la mano.

Pero todo pasa pronto en la vida y mucho más en México y en San Juan de los Lagos. Tres días después nadie se acordaba ya de los dos valentones de Tepetlaxtoc, muertos heroicamente y como buenos, sin que el amor a la vida, que es tan grande, les hiciese denunciar por lo menos a Evaristo. Con media palabra lo hubiese fusilado allí mismo el inflexible gobernador.

Relumbrón recobró su buen humor y, acompañado de Lamparilla, continuaba en los juegos y en sus paseos, aprovechando el tiempo para perfeccionar sus averiguaciones, a lo que le ayudaba Lamparilla, sin sospechar por qué era tan curioso como una mujer y tan indagador de vidas ajenas como una portera de casa de vecindad.

Evaristo, pasado el susto, aumentó su audacia y su descaro. Arrendó en 50 pesos diarios un llamado hotel que contenía un salón, tres cuartos, una cocina, todo de tablas y tela de algodón, que presentaba un mejor aspecto que las demás barracas cercanas. Tenía un gran letrero en la entrada que decía: Otel de los Tapatíos. Evaristo, de acuerdo y en perfecto arreglo con las tres tapatías, dedicó el salón para cantina, fonda, café y baile. Las muchachas, que eran guapas, desempeñaban perfectamente su papel: la una guisaba, la otra servía y cobraba muy caro: un par de pesos por una pierna de pollo asado con ensalada; ¡pero qué miradas y qué garbo! La tercera andaba en el mercado y en los puestos de las calles y volvía siempre seguida de tres o cuatro galanes que dejaban buenos pesos en la fonda y en el juego.

De las tres llamadas recámaras, una estaba dedicada al juego, donde Evaristo, con un montón de morralla vieja y falsa delante, era el tallador y el montero; otra para comedor particular y otra para las contingencias que se ofrecieran.

A las once de la noche, el ligero e improvisado mostrador se arrimaba a un lado, se sacaban mesas y sillas a la calle, se despejaba el salón, comenzaba el baile, a peso la entrada, y toda la noche se sucedían el aforrado, el jarabe, el canelo y el tapatío, y con la orquesta de jaranitas y guitarras se cantaban coplas verdes, coloradas y de todos colores; las tres tapatías se daban gusto y lucían la persona bailando, y competían en el canto con las muchachas de todas partes del país que venían a pasar el rato en el famoso Otel de los Tapatíos.

Una noche, Evaristo, después de haber desplumado a los concurrentes, levantó el monte y salió al salón a bailar y cantar, acompañando a los músicos y enseñando las mudanzas a las tapatías mismas, tirándoles el sombrero a los pies y obligándolas a que levantasen sus enaguas hasta la mitad de la pierna, cuando sintió que repentinamente dos manos pesadas y toscas le tapaban los ojos, chanza muy usada entre la gentuza alegre.

—¿Quién soy yo?

Evaristo, furioso de que tan bruscamente hubiese algún malcriado interrumpido el zapateado, luchaba por apartar las manos de sus ojos; pero imposible, eran unos dedos de fierro que le machacaban las pupilas.

—¿Quién soy yo?

—¡El demonio! —contestó Evaristo, tratando de dar una patada al tenaz que no quería soltarlo.

—Con todo y su chaqueta de capitán y lo desfigurado que estás por lo gordo y por los dibujos que le has hecho a tu cabello y a tu barba, te conocí desde la puerta y me escurrí sin que tú me vieras, para taparte los ojos, conque echa un abrazo, amigo Evaristo, y en seguida voy a llamar a los demás que están por aquí cerca y se alegrarán mucho de verte, de bailar y de beber contigo un trago, como lo hacíamos en la pulquería los domingos y los lunes. Anda Evaristo, vuelve a tus quince y vamos a darnos una emborrachada como la noche en que nos mataste a Tules. ¡Qué bruto! Tan bonita que era tu mujer; mejor nos la hubieras pechado como compas y te quitabas así de ella, para largarte con la Casilda. Sabemos tu vida mejor que el juez que metió en la chinche a tanta pobre mujer de la vecindad.

Quien había tapado los ojos a Evaristo y le decía en voz alta todas estas cosas, era el tuerto Cirilo, y tras él fueron entrando los antiguos parroquianos de la pulquería de Los pelos.

Esa acreditada pulquería, donde se reunían al aire libre no sólo los artesanos más hábiles de la ciudad, sino los ladrones más audaces del barrio, ya no existía, y el jacalón se caía a pedazos. Los escándalos de los domingos y de los lunes habían llamado la atención del gobernador y del Ayuntamiento, y de común acuerdo, no la mandaron cerrar porque no tenía puertas, pero la redujeron a la nulidad, permitiendo sólo a don Jesús, el tinacalero, que vendiese dos barriles de tlachique, despachándolo a las criadas de las casas, sin permitir que hubiese bebedores ni jugadores de rayuela. Don Jesús subsistió allí unos cuantos meses, después se destinó en otras pulquerías y, por último, reunió e hizo compañía con los más valientes del barrio para buscar su vida de una manera menos honrosa pero más productiva. Los amigotes del tiempo en que Evaristo pasaba sus San Lunes en la pulquería de Los pelos, habían vivido bien que mal después de la clausura de la pulquería, ejercitando su industria de moscaderos en las iglesias, en las puertas de los teatros y en la Alameda.

No hay necesidad de decir que mientras Evaristo había establecido sus reales en Río Frío, ellos los tenían en las calles de la capital, y que a consecuencia de sus fechorías habían entrado y salido muchas veces a la cárcel; pero nunca les había faltado un valedor que influyese en que los echasen libres por falta de pruebas para condenarlos a limpiar las atarjeas con la cadena al pie. En la época en que van desarrollándose estos acontecimientos, los antiguos conocidos de la pulquería de Los pelos gozaban de su libertad, habitaban en las casas de vecindad del barrio de San Pablo, estaban muy bien aperados de ropa, en sana salud, y los años transcurridos, lejos de deteriorarlos, les habían dado cierta dureza de carnes; las mujeres, sobre todo, habían engordado y de sus carrillos inflados brotaba el chile colorado; en una palabra: era gente feliz que vivía con amplitud y hacía sus gastos y se divertía a costa del vecindario de la capital y al abrigo de los valientes aguilitas, que se contentaban con ser ayudantes o más bien criados de los regidores, en vez de perseguir a los rateros.

Llegada la época de ponerse en camino para la feria, se concertaron en un día de campo en Santa Anita, alquilaron un par de carretones y, aunque muy despacio, llegaron a San Juan con toda felicidad. Cuando el tuerto Cirilo reconoció en el salón de baile a Evaristo y le tapó los ojos, ya llevaba ocho días de pasearse en el pueblo y había ya sacado más de tres docenas de mascadas y como quince relojes de plata y oro. La ejecución de los dos valentones los contuvo un poco, y resolvieron, de común acuerdo, ser hombres de bien por unos cuantos días, divertirse y gastar el dinerito que traían y que fácilmente reemplazarían cuando llegasen a México, vendiendo lo que habían robado a la corredora de la casa de las Novenas de la Soledad de Santa Cruz, la que, sea dicho de paso, cada día estrechaba sus relaciones con el compadre platero.

Volvamos, después de esta ligera digresión al salón de baile.

Ensartando el tuerto Cirilo con una voz ronca toda la parte más interesante de la vida del capitán de rurales, con palabras chocarreras e interjecciones que se adivinan sin necesidad de escribirlas, insistía en tenerle los ojos tapados, y una lucha de las manos de Evaristo se entabló con las del tuerto, sin que en algunos minutos pudiera decidirse; pero cuando escuchó Evaristo el nombre de Tules, fuera de sí, de rabia hizo un esfuerzo y logró quedar libre.

—¡Maldito tuerto, si hablas una palabra más, te encajo en la barriga este puñal!

El tuerto se echó a reír, y tomándole la mano, que ya Evaristo tenía en el mango del puñal, le dijo:

—No es para tanto ni hemos venido a la feria para matarnos. Naiden ha escuchado nada, que demasiado entretenidos están con las bailadoras. Se acabó todo y amigos.

Rápida como fue la escena que acabamos de describir, no pasó desapercibida y un grupo de curiosos se formaba ya en derredor de los actores. Una de las tres tapatías acudió con cierta inquietud a informarse de lo que pasaba y a impedir que hubiese pleito. Evaristo reflexionó que estaba enteramente a merced de sus antiguos compinches, y no le quedó más remedio que hacerse a la banda y disimular.

—Son viejos amigos que me he encontrado aquí, mujer, y no hay nada de pleito —dijo Evaristo a la tapatía—. Todos manos y compas. Anda, tráenos de beber de lo mejor que tengas.

Evaristo arrastró al tuerto Cirilo, a Pancha la Ronca, a otra dizque sobrina que la acompañaba y a los demás conclapaches, a la pieza interior reservada, y con calma y seguridad les dijo:

—De la manera como soy capitán y tengo muchos soldados a mis órdenes, ya se lo diré; pero no hay para qué andarnos con cuentas atrasadas ni decir recio cosas que a nadie le importan, ni menos delante de estas muchachonas, que me hacen ganar mucho dinero. Este recreo tapatío es mío; pero ellas lo manejan, y ya ven qué alegre y qué lleno de gente principal está. Ya hablaremos solos, recordaremos nuestros tiempos, y espero que el tornero de la pulquería de Los pelos, convertido en capitán —y les enseñaba su chaquetón azul y sus presillas de plata— les hará ganar mucho dinero; conque mucho secreto. Compas como siempre, venga esa mano, y hasta la muerte. A la madrugada iremos a dar una vuelta por el campo y hablaremos.

Toda la comparsa de la arruinada pulquería de Los pelos arrojó un grito de aprobación, se apiñó alrededor de Evaristo, abrazándolo, estrechándole la mano y acariciándole, y Pancha la Ronca se adelantaba hasta darle de besos. La tapatía entró en esto, seguida de una fregona cargada de botellas y vasos, de unos platos de frituras y de chorizones, y todo se colocó en las mesas y comenzaron a beber y a cenar alegremente, mientras el baile y las canciones nacionales seguían en el salón, donde cada vez aumentaba la gente hasta hacer difícil la entrada.

Lamparilla, después de haber concluido el trabajo que necesitaba la dirección de la casa de Relumbrón, salió a pasear, entró en una partida, después en otra, ganó unas cuantas onzas, cenó en el bodegón de más fama y fuese en seguida a recorrer las calles de la feria; todas llenas de gente, animadas y bien iluminadas con faroles y fogatas, y así, andando de una parte a otra, fue a dar al Otel de los Tapatíos, cuya música y algazara se escuchaba desde muy lejos. Con dificultad se abrió paso por entre la mucha gente reunida en la puerta, pagó su entrada, logró encontrar asiento y quedó muy complacido de encontrarse en un lugar bien iluminado, con regulares muebles y donde había más de veinte mozas, la mayor parte bonitas, chanceras y salerosas, que no cesaban de remudarse en el baile; mientras unas descansaban, las otras cantaban y reían y volvía a comenzar el turno. Lamparilla era picado de la araña y pronto trabó conversación con una de las tapatías, y olvidando por un momento a Cecilia, emprendió una conquista. No duraron mucho sus amorosos coloquios. Un hombre no mal vestido, término medio entre lo que se llama leperillo y gente decente, se le presentó delante, y con cierta familiaridad le tendió la mano.

—No lo hacía yo a usted en la feria, licenciado, quizá no se acordará de mí, pues hace tiempo que no nos vemos.

Lamparilla levantó los ojos, que tenía clavados en la cara alegre y picaresca de la tapatía, y no reconoció de pronto al que le dirigía la palabra.

—Si usted me olvida, yo no lo olvido nunca. Usted fue el que me quitó de portero de la logia de los masones y el que me echó de la plaza del mercado por favorecer a esa montonera de Cecilia… ¡Ah! Ya se va usted acordando de mí, y ahorita que somos iguales, nos veremos las caras y me ha de pagar lo que me ha hecho… ¿Me conoce usted por fin? Soy San Justo, más liberal que todos los masones juntos, y más hombre también para romperle a usted la crisma…

Lamparilla, sorprendido con esta repentina aparición y con el lenguaje insolente de San Justo, a quien le costó trabajo reconocer, reflexionó a poco que lo mejor era levantarse y salirse de aquel garito, y no dar lugar a un escándalo que lo comprometía con el coronel Relumbrón, y quizá con el terrible gobernador.

—No —dijo San Justo, deteniéndolo— no se me va así como así, que algún día habíamos de ajustar cuentas. O me pide perdón de rodillas por los daños que me ha hecho, y me asegura a fe de hombre que me repone en el empleo de portero de la logia, o ve para qué nació.

La tapatía, más animosa que Lamparilla, se puso en pie, empujó a San Justo y le dijo:

—¡Afuera, borracho! Qué viene aquí a interrumpir el baile y a insultar a los caballeros. Ya andará por aquí la policía y voy a llamarla para que lo saque, si en el momento no sale de aquí.

San Justo no estaba completamente borracho; pero sí había bebido lo bastante para tener la obstinación y el valor ficticio que produce el alcohol; así, a su vez dio un empellón en el pecho a la tapatía e intentó lanzarse sobre Lamparilla; pero un tercer personaje intervino en la contienda cuando menos se esperaba.

Una mujer, sin rebozo, pues se lo quitaron o lo dejó entre el remolino de gente que se formaba en la calle y en la puerta gritando «¡Al ladrón, al ladrón!» y abriéndose paso con las caderas y con los codos, llegó hasta donde estaba San Justo, lo tomó de los cabellos por la nuca, y le dio tan fuerte tirón, que lo derribó al suelo.

—Ya me figuraba yo que tú eras el ladrón y no las poblanas, con quienes estábamos cenando —dijo la mujer agachándose y sacando del bolsillo de San Justo una mascada encarnada de China, que tenía en sus esquinas un nudo de monedas de oro y plata dentro—. ¡Toma! —y con el mismo nudo le dio un golpazo en el pecho.

San Justo se levantó algo atarantado, echando horrendas maldiciones y trató de lanzarse sobre la mujer, buscando en sus bolsillos, algún arma.

—¡Ah! Y tras sinvergüenza y ladrón, asesino… ¡Toma, para que te acuerdes de mí toda tu vida! —y antes de que San Justo hubiese encontrado el arma que buscaba, la mujer sacó con rapidez un cuchillo y le rebanó la nariz, de modo que un trozo amoratado como un medio tomate cayó al suelo y un chorro grueso de sangre se desprendió de la cara del bandido, el que lanzó un grito, dio tres pasos y cayó, clavando las uñas en la tierra de rabia y de dolor.

El baile y la música cesaron; de las pocas mesas que había contra la pared, rodaron al suelo vasos, botellas y platos, y se produjo una confusión espantosa.

Lamparilla aprovechó este momento para esquivarse.

—¡Insolente bribón! —dijo cuando ya se vio lejos del peligro—. Mal rato me hubiese hecho pasar. ¡Qué vergüenza! ¡Qué compromiso el tener que pelear en un garito con este borracho, que yo creía muerto hace tiempo!… Pero ¡bah! Dios castiga sin palo ni cuarta.

A los gritos y al estallido de la quebrazón de bancas, mesas y trastos salió Evaristo de su comedor privado, y tras él las dos tapatías y sus amigos de la pulquería de Los pelos. Se hizo lugar derribando a derecha e izquierda a los que los estorbaban y penetró hasta la rueda de gente que rodeaba a San Justo, que permanecía tirado, dando gritos y desangrándose.

En dos palabras la agresora, a la que dos de los concurrentes, tenían sujeta por los brazos, impuso a Evaristo de lo ocurrido.

—Este huila, que está tirado gritando como un cochino por una cortadura que le he dado, es un pechado sinvergüenza. Lo traje a la feria, me ha gastado todo mi dinero, y después de habérmela pagado con unas poblanas, me robó el dinero que me quedaba. Delante de todos le he sacado esta mascada de la bolsa. ¿No es verdad? —preguntó a la rueda, enseñando la mascada.

—Es verdad —respondieron en coro.

—Y después me iba a matar; antes de que sacara el puñal, le madrugué, y esto es todo. Todos lo han visto aquí. ¿No es verdad? —volvió a preguntar.

—Mucha verdad —repusieron todos.

—Y además —dijo una de las tapatías— estaba insultando y amenazaba a un caballero.

Los gritos de San Justo se iban apagando gradualmente. La sangre seguía corriendo, sus ojos se cerraban. Evaristo vio que la situación era crítica, que el Otel de los Tapatíos y su persona corrían gran riesgo si llegaba a conocimiento del gobernador del suceso, y, en consecuencia, comenzó a obrar con prontitud para salir del paso.

—No es nada, señores; orden, orden, a bailar, y que toque la música.

Las jaranitas y guitarras comenzaron con más brío que nunca el aforrado.

—Celos y borracheras —continuó Evaristo— cosas de la feria ¿y dónde no hay de esto? Y usted, doña, ya que se desquitó, váyase, que no soy soplón, y lo que quiero es que no se comprometa el establecimiento, que es el más famoso de la calle.

Los hombres que tenían sujeta a la mujer por los brazos, la soltaron, y ella, asustada porque veía a San Justo casi muerto, no esperó a que se lo dijeran dos veces; se marchó, confundiéndose a poco entre la multitud de gente que llenaba la calle y que cada vez más se agolpaba a la puerta.

Evaristo, que temía que se le muriese allí el herido, se agachó a reconocerlo y observó que aún manaba sangre de las narices; pidió agua, lo lavó él mismo y le relleno después el agujero con tierra que recogió del suelo; sacó un pañuelo de su bolsillo y lo vendo muy apretado, abriéndole la boca para que resollara. San Justo, por la sangre perdida, se había desmayado.

—Está curado ya —dijo levantándose—. Voy a mandarlo a su casa, mañana estará ya bueno —y al tuerto Cirilo, que estaba cerca, le dijo al oído—: Llévate a este borracho y lo tiras muy lejos en cualquiera barranca o en la milpa que está detrás de la loma. La noche está muy oscura y cada cual se ocupa de su negocio. Cárgalo en las espaldas y lo taparemos con un jorongo.

Dicho y hecho. El tuerto Cirilo, que era un Hércules, cargó a San Justo en las espaldas; Evaristo lo cubrió con una frazada de las camas, y seguido de don Jesús el tinacalero, caminaron con el moribundo, y algunos minutos después salieron de la calle y se perdieron en la oscuridad de la noche. Evaristo mandó echar inmediatamente tierra en la sangre, tiró a los perros, que abundaban, el pedazo de narices de San Justo, se barrió la sala, se recogió la quebrazón y se pusieron los vasos y botellas. En seguida, ayudado de las tres tapatías, en menos de un cuarto de hora puso todo el tren mejor que antes. La música celebró esta nueva instalación con un jarabe rasgado, y las muchachas, haciendo mudanzas a cual más difíciles y dejando a veces y con un maligno intento ver más allá de las pantorrillas sus gordas y encarnadas piernas, restablecieron la alegría y aumentaron el bullicio.

A los que preguntaban lo que había pasado, les respondían:

—¡Nada! ¡Cualquier cosa! Un borracho que se metió, y su mujer celosa, que vino tras de él, le dio una cortada en la cara. La mujer se fue y al herido, por caridad, se lo llevaron a su casa.

Era la consigna que había dado Evaristo y que Pancha la Ronca repetía en la puerta del gran Otel a cuanto curioso se lo preguntaba.

¿Y la policía? Ni su sombra. El prefecto se hallaba muy divertido en la partida de don Moisés, y el terrible gobernador hacía horas que dormía en la Casa Municipal el sueño del justo.

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