Por muchas y minuciosas que fueran las precauciones que tomó Baninelli para poder hacer su fuga, más bien que su retirada, fue sentido de los enemigos que lo rodeaban, y comenzaron a moverse, a vociferar injurias y amenazas y a disparar sus fusiles sin orden ni concierto ni resultado, pues pudo salir de la plaza, atravesar una calzada de órganos y nopales que conducía al camino real y organizarse en la falda de la loma que tenía que atravesar, para internarse en la vereda estrecha que conducía al pacífico y apartado pueblecillo donde esperaba encontrar su salvación.
Fue este momento el que aprovechó Moctezuma para obrar y portarse en el campo de batalla con tanto brío y acierto como si hubiese sido el más famoso de los viejos emperadores aztecas.
Marchó con sus reclutas indígenas directamente hacia donde los gritos, las injurias y las amenazas de muerte eran más perceptibles, suponiendo por esto que allí debería encontrarse el grueso del enemigo o, más propiamente dicho, «el cuartel general». Ocultándose en las filas cerradas de órganos, no fue sentido de los contrarios sino cuando estuvo encima de ellos.
—¡Con las culatas y hasta acabar con ellos —dijo a los indios— que va delante el Emperador!
Y se lanzó, en efecto, disparando su fusil; los demás hicieron lo mismo; voltearon en seguida las armas por la culata y comenzaron a repartir a diestro y siniestro tan formidables golpes, que crujían los huesos de las quijadas de los sublevados y caían al suelo despedazada la cara y derramando sangre. No esperaban tan vigoroso ataque de parte de las fuerzas del Gobierno, y continuaron arrojando maldiciones y resistiendo a su vez cuanto tiempo fue posible; pero Baninelli, con el viejo cuadro de soldados que le habla quedado, que no pasaba de cien hombres, acudió con brío y con espada en mano en auxilio del Emperador, y en momentos se dispersó esa nube espesa de enemigos, mal armada y sin ninguna organización, de modo que pudo ya fácilmente tomar la vereda, encumbrar la loma y descender al lado opuesto sin ser perseguido; pero dejando en el tránsito un reguero de enfermos, de heridos en los combates anteriores y de gente que, por el hambre y la fatiga, no podía caminar y se quedaba debajo de los nopales, abandonada a su propia suerte.
Al amanecer divisó Baninelli el pueblecillo como hundido u oculto en un parque de altos y frondosos árboles; apenas la veleta de la torre de la iglesia, que sobresalía entre la verdura, indicaba que allí había una población; un curso irregular de agua, que provenía tal vez del ojo del curato, y que brincaba de piedra en piedra para formar más lejos un riachuelo, indicaba la causa de la fertilidad de esa pequeña parte del país, en lo general árido, desolado y triste, con la sola vegetación de los órganos, nopales y pequeños magueyes, de los que se extrae ese alcohol que se llama mezcal, bebida favorita de los habitantes de ese rumbo.
Baninelli, antes de entrar en esta especie de oasis, hizo alto y pasó revista. Cerca de mil hombres con que salió del rancho de Santa María de la Ladrillera, no le quedaban más que cien útiles y cosa de doscientos heridos o enfermos. De su tren de mulas que eran como cuarenta, le habían quedado tres, que cargaban la papelera y la comisaria; dos para equipajes y una para el botiquín. Las demás, muertas de hambre o rezagadas; los arrieros, muertos de la epidemia o desertados. Vestuario, armamento, parque y cuanto más trae una brigada, quedó abandonado por no poderse conducir. De esta desastrosa campaña sin resultado, insignificante si se quiere, y a la cual la historia no consagrará ni una línea, y que costó como seiscientas víctimas, sólo tres personas parecía que no habían sufrido y conservaban sus fuerzas y su aspecto habitual, y eran Baninelli, El Emperador y la cocinera Micaela.
Ya entrado el día, Baninelli penetró en el pueblo. Sus recuerdos no lo habían engañado. El alcalde, con algunos del Ayuntamiento y muchos vecinos, lo salieron a recibir, y quedaron asombrados con la breve narración que les hizo de su desgraciada expedición. Distaba el pueblo apenas diez leguas del lugar de los sucesos, y nada sabían. Ni pronunciados, ni bandas de ladrones, ni el cólera, ni ninguna cosa que turbara la tranquilidad habitual de los moradores, afectos la mayor parte al gobierno de Jalisco. Ricos relativamente, pues poseían tierras cercanas, cultivaban con inteligencia y esmero, nunca se habían mezclado en pronunciamientos ni rebeliones de ningún género, y se limitaban, cuando eran atacados, a defenderse, hasta que recibían auxilio del gobernador de Jalisco o del de Zacatecas, pues estaban en el límite de los dos Estados.
El salón del Ayuntamiento fue convertido en hospital; la mejor casa fue cedida para que la habitaran el jefe y sus oficiales, y la tropa alojada en una capilla arruinada; pero no había otro local y relativamente prestaba ciertas comodidades. Al Emperador, cuya categoría supieron inmediatamente el alcalde y regidores, porque el mismo Baninelli se lo dijo, añadiendo que era el héroe de la jornada y le debía su salvación, se le alojó en la casa misma del alcalde, en compañía del cabo Franco, que estaba muy mejorado; hecho todo esto, en menos de dos horas se le sirvió a la tropa, a mediodía, un rancho de carne fresca, y de arroz y un almuerzo relativamente opíparo al jefe y a sus oficiales, y con esto se efectuó como por milagro la resurrección de los que se creían ya como muertos de hambre, de sed, y de cansancio.
Baninelli envió, por medio de un correo que facilitó el alcalde, el siguiente parte al gobernador de Jalisco, para que lo transmitiera al gobierno.
El enemigo, vencido y rechazado. La brigada de mi mando completamente derrotada por el cólera morbo. El capitán Franco herido gravemente. Recomiendo el comportamiento del capitán Moctezuma. Necesito orden para regresar a México, reponer las bajas y reorganizar la brigada.
Con la poca fuerza que le quedaba, se fortificó en el hospitalario pueblecillo y esperó la contestación.
Los enemigos que sitiaban a la tropa expedicionaria del Gobierno, vueltos en sí del brusco ataque de Moctezuma III, se arrojaron como si fuesen partidas de salvajes fronterizos, resueltos a vengarse y llevarlo todo a fuego y sangre. Lejos de sospechar la marcha oblicua de Baninelli, que le proporcionó ocultarse entre las barrancas y arrugas de las lomas antes de un cuarto de hora, creían que había retrocedido y que los esperaba en la plaza, y así asaltaron por todos lados la población, excitados por el licor, pues en la noche habían hecho prisionero a un arriero que traía en una mula dos barrilitos de mezcal. No encontrando resistencia, penetraron hasta la plaza y se encontraron que no habían más que muertos, heridos quejándose dolorosamente y convalescientes del cólera, que infundían terror por el color azulado de sus caras y por las contracciones y gritos que les hacían dar los calambres y náuseas.
Más furiosos todavía por no haber encontrado con quién desquitarse, unos prendieron fuego a algunas chozas de palma o de pencas de maguey, mientras otros traían una vaca amarrada por los cuernos, que se resistía a andar y la obligaban picándola con las espadas y dándole fuertes palos. Aquellos hombres, locos con el alcohol, hicieron una hoguera frente a la casa que acababa de dejar Baninelli y arrojaron a la vaca viva a las llamas, al mismo tiempo que le metían la espada por todas partes, hasta que el animal, que se defendía y daba furiosos saltos y bramaba de dolor, sucumbió y no pudo moverse. Entonces le quitaron la piel, cortaron trozos de lo mejor y los echaron a la hoguera.
Como una hora duró este banquete salvaje de carne medio cruda, que hacían entrar a fuerza a sus estómagos, con tragos del mezcal que les había quedado. No tardaron en experimentar los efectos de esta asquerosa comida entre muertos y apestados. El cólera, que había disminuido dos días antes de la salida de la brigada, apareció de nuevo con una intensidad terrible, y como si fuese el instrumento vengador de la Providencia, indignada de tanto exceso, atacó mortalmente a la mayor parte de esas chusmas de mala gente que creían haber obtenido una victoria y hecho huir a los soldados aguerridos de Baninelli. Uno tras otro fueron cayendo en el lugar mismo en que acababan de comer, presa de dolores y de convulsiones horrorosas. Se levantaban, querían huir; pero a pocos pasos caían para no volverse a levantar. Los que no fueron atacados, montaron a caballo y huyeron a galope tendido en todas direcciones.
Un viento fuerte que comenzó a soplar revivió el fuego casi apagado de las chozas incendiadas y de las hogueras, y pronto se comunicó a la plaza, casi llena de los que acababan de enfermar y que, arrastrándose aterrorizados, querían huir de las llamas sin poderlo conseguir.
El cura y nuestro amigo Espiridión, que pudieron alargar un poco la vida con el escaso alimento que les había dejado Moctezuma III, escucharon los gritos, las vociferaciones amenazadoras y el fuego graneado de fusil. El peligro les dio fuerzas sobrehumanas, y trataron de huir, pero imposible; caían a cada paso que querían dar, y apenas lograron llegar a la cocina, tomar agua fresca y asomarse al mirador, contemplando con terror el incendio, que rápidamente se extendía con dirección al curato. Próximos a morir de hambre y de debilidad, a no ser por el inesperado auxilio de Moctezuma, en ese momento estaban irremisiblemente condenados a morir quemados vivos.
Por fortuna para ellos al viento fuerte siguió un huracán que cambió de dirección y las chispas y llamas se dirigían con una rápida celeridad hacia la plaza, que se convirtió a los quince minutos en una inmensa hoguera. Los cajones de parque que había dejado Baninelli, estallaron convirtiendo en ruinas las casas cercanas; los sacos de vestuario ardieron; las llamas, alimentadas con la grasa de los cadáveres y de las mulas muertas de hambre, lamían la superficie del suelo y abrasaban a los moribundos, que lanzaban gritos de dolor y de desesperación que llegaban hasta los oídos del cura y de Espiridión, que, mudos de espanto, no despegaban su cara de las vidrieras del balcón.
Pasaron una parte de la noche en la más cruel agonía, temiendo que cambiase el viento y, llegando naturalmente las llamas al curato, fuesen abrasados sin remedio alguno para escaparse; y, por otra parte, aún cuando hubiesen podido salir ¿a dónde ir? El pueblo más cercano distaba diez o doce leguas y el estado en que se hallaban no les permitía ni aún bajar la escalera.
Amaneciendo un día turbio y tristísimo, como si la naturaleza hubiese también tomado parte en la catástrofe. El huracán había disminuido y soplaba en la misma dirección, y el fuego, habiendo devorado cuanto tenía que devorar, apenas se distinguía por una que otra pálida llamarada producida por la pólvora y los cartuchos esparcidos por el suelo. Había algunos moribundos que, no habiendo sido quemados lo bastante para perecer, se quejaban y pedían socorro. Poco a poco se fueron extinguiendo esos ecos dolorosos y el solemne silencio completó el pavor de esa escena, en que la peste y la guerra se unieron para hacerla más horrorosa. No quedaban en el pueblo más que el cura y Espiridión, y si Dios no les enviaba un auxilio, no contaban sino algunas horas más de vida.
Por este tiempo salió una misión del Convento Grande de Nuestro Seráfico Padre San Francisco, de México, y se dirigió a Querétaro, donde hizo sus predicaciones y dio una semana de desagravios; de esta ciudad tomó el rumbo de Jalisco, pero sin detenerse en poblaciones grandes, sino visitando pueblos pequeños de indígenas, a los que bautizaba y enseñaba la doctrina cristiana. Muchos de los indígenas no recordaban haber sido bautizados, y en la duda, recibían las aguas sagradas e ingresaban en la comunión cristiana. En cambio de estos buenos oficios, los religiosos recibían abundantes provisiones que ya no cabían en sus sacos, y sobrándoles para su alimento, repartían lo que les quedaba a los pobres que encontraban en el camino o en miserables rancherías. Eran cuatro robustos y valerosos frailes, animados de un espíritu evangélico, a los que no arredraba ningún género de dificultad ni de peligros; últimos restos quizá de los doce célebres y con justicia renombrados apóstoles que tantos beneficios hicieron a la raza indígena, ejercían su ministerio consagrándose a instruir a los ignorantes, a socorrer a los pobres y a mitigar las penas de los desgraciados. De vereda en vereda, después de caminar cosa de quince leguas sin encontrar alma viviente, llegaron al lugar que acababa de ser presa de las llamas, y quedaron espantados del aspecto de las casas reducidas a cenizas y de los cadáveres insepultos y rezagados por las calles o carbonizados en la plaza. Recorrieron el pueblo y registraron las pocas casas que quedaban en pie, sin encontrar a nadie, pues hasta las ratas y las sabandijas habían huido; por último, se dirigieron al curato. Un momento más, y habrían encontrado dos cadáveres. La fe de que serían socorridos por Dios cuando menos lo pensaran, dio fuerzas al cura y a Espiridión, y prolongaron su vida bebiendo el agua cristalina y saciando así la sed devoradora que los atormentaba.
Los mismos misioneros, que tenían bien provistas sus alforjas de medicamentos, los atendieron con esmero, les administraron las medicinas que tenían a mano y que creyeron mejores; les prepararon alimentos sencillos, y a los dos días, estando capaces de caminar, salieron todos del horroroso lugar. Tomando casualmente la misma vereda que Baninelli, fueron a dar al ameno pueblo de San Dieguito.
Baninelli no recibía aún respuesta del Gobierno; tanto mejor; su fatigada tropa se reponía visiblemente; la herida del cabo Franco cicatrizaba, y él mismo sentía recobrar su ánimo para hacer su marcha a la capital, reorganizar su regimiento y quedar en pocos días expedito para emprender otra expedición, no le importaba dónde, si el Presidente se lo ordenaba. Recibió perfectamente al cura, a los misioneros, y distinguió especialmente a Espiridión, llamándole valiente y tendiéndole la mano. El recluta la tomó, la estrechó entre las suyas y le dijo que habiendo hecho voto, si quedaba con vida, de entrar en el convento y hacerse fraile, le pedía que le diese su licencia absoluta.
Baninelli rio mucho de la ocurrencia, trató de disuadirlo y de persuadirlo de que era mejor la carrera de soldado que la de fraile; pero no hubo remedio. Espiridión insistió, no obstante las súplicas de Moctezuma III, que no quería separarse de él. Baninelli se dejó persuadir, teniendo en cuenta que le había ya dado de baja como desertor o como muerto del cólera; le prometió que, cuando llegase él a México, le conseguiría su licencia.
Pasaron los días absolutamente necesarios para la ida y vuelta de los correos en tan largo camino, y Baninelli recibió cartas muy satisfactorias del Ministro de la Guerra, en las que lo autorizaba para regresar a México por la vía más corta, y le enviaba libranzas pagaderas por las administraciones de tabacos. San Dieguito tenía un encargado que surtía las haciendas y pueblos cercanos y colectaba regulares fondos. Baninelli pudo, pues, cubrir los gastos que había hecho su tropa durante su residencia, y resistir con ventajas a las partidas diseminadas en el Estado de Jalisco, que intentaron impedirle la marcha; pero sin atacarlo formalmente. Supo en su tránsito que el valiente recluta Juan no había consumado deserción, sino que al hacer su servicio de escucha había sido sorprendido y capturado por una temible partida que mandaba Bueyes Pintos.
Baninelli resolvió hacer su última jornada en el rancho de Santa María de la Ladrillera, para avisar desde allí al Presidente su llegada, reparar hasta donde le fuese posible los daños que había causado el cabo Franco en su primera expedición, y conocer a la propietaria que servía de madre a los tres muchachos que tan valientemente se habían portado.
Espiridión emprendió su camino por rumbo opuesto, en compañía del cura y de los cuatro misioneros; y como hacía cinco meses que hablan salido, regresaban ya al Convento Grande de Nuestro Seráfico Padre San Francisco. Su propósito era el de descansar unos días y emprender nuevamente sus trabajos apostólicos por el rumbo de Chalco, Texcoco, Tepetlaxtoc, La Blanca, el Rancho de los Coyotes, Ameca y Cuautla. La intención de Espiridión era de aprovechar los días de descanso de los religiosos para ver a sus padres, entrar en seguida de lego y seguir a los misioneros.
Al día siguiente de la llegada de Baninelli se presentó en el rancho de Santa María de la Ladrillera el jefe del Estado Mayor del Presidente y le entregó una carta, en la cual el Primer Magistrado le decía muchas palabras afectuosas, ordenándole al mismo tiempo que hiciese su entrada de noche, para que el público no viese el estado deplorable en que venía la brigada y que en la madrugada pasase a San Ángel, donde permanecería para que convalecieran los enfermos, se hicieran nuevos reclutas y recibiese vestuario y sus haberes atrasados. El jefe del Estado Mayor Presidencial, con quien comenzaremos a hacer conocimiento, era un hombre de más de cuarenta años; con canas en la cabeza; patillas y bigote que se teñía; ojos claros e inteligentes; tez fresca, que refrescaba más con escogidos coloretes que, así como la tinta de los cabellos, le venían directamente de Europa; sonrisa insinuante y constante en sus labios gruesos y rojos, que enrojecía más con una pastilla de pomada; maneras desembarazadas y francas; cuerpo derecho, bien formado. Era, en una palabra, un hombre simpático y buen mozo, aun sin necesidad de los afeites. Vestía con un exagerado lujo, pero sin gusto ni corrección; colores de los vestidos, lienzo de las camisas, piel de las botas, todo finísimo, pero exagerado, especialmente en las alhajas, botones o prendedores de gruesos diamante, que valían tres o cuatro mil pesos; cadenas de oro macizo, del modelo de las de Catedral, relojes gruesos de Roskell, botones de chaleco de rubíes; además, lentes con otras cadenas de oro más delgadas; en fin, cuanto podía poner de piedras finas y de perlas, permitiéralo o no la moda, tanto así se ponía. Era notable su colección de bastones con puño de esmeralda, de topacio o de zafir; era la admiración y la envidia aún de los generales cuya fortuna permitía rivalizar con él. Por esa extravagancia y lujo en su persona, el agudo y malicioso ciego Dueñas le llamaba Relumbrón; otros lo conocían con el apodo de Ocho Duros, porque no se le caía de la boca este ritornello. Si se trataba de cualquier objeto, por valioso que fuera, ofrecía siempre ocho duros por él; si daba un cigarro habano a un amigo añadía: «Es un puro magnífico; vale ocho duros el ciento»; si concurría a un café y convidaba a los amigos y pagaba por ejemplo dos pesos, sacaba ocho duros de la bolsa y los tiraba sobre la mesa, diciendo al mozo:
—¡Págate!
El mozo se pagaba y le devolvía lo sobrante, y la exageración de esa palabra no tenía límite. «¡Ocho duros! ¡Qué bonita muchacha! ¡Ocho duros! ¡Qué golpe me he dado en la rodilla! ¡Ocho duros! ¡Qué bravos estuvieron los toros el domingo!» Y así, siempre que hablaba.
Vestido con su uniforme militar, y haciendo su servicio al lado del Presidente, era un hombre enteramente correcto. Ni refrán, ni ritornello alguno, ni joyas, ni exageración en el vestir, ni la pintura en los carrillos y labios. Un día que el Presidente lo miró con atención, dijo como si tratara de generalidades:
—Los militares que se pintan, se acicalan como mujeres y se ponen corsé, son indignos de pertenecer al gobierno. El aseo y el vestido conforme a la Ordenanza, y es todo. Los refranes —añadió— son de gente ordinaria.
Relumbrón se corrigió; pero el sobrenombre se le quedó: pocos sabían pormenores de su familia. En su oportunidad seguiremos hablando de este singular personaje.
Baninelli y el jefe del Estado Mayor pasaron juntos el día y parte de la noche en el rancho de la Ladrillera, siendo obsequiados por Moctezuma III y especialmente por nuestra antigua conocida Jipila, que muy inteligente en materias de campo y conociendo la historia y usos de cada planta y la manera de cultivarlas, había puesto sus cinco sentidos y reparado las pérdidas que ocasionó la irrupción del cabo Franco. Las tierras estaban todas sembradas; los potreros con un pasto verde y fresco; la casa aseada y compuesta, y una colonia de indios de Zacoalco y San Cristóbal, conocidos antiguos de las dos brujas, hacían las labores y servicio de una manera regular, sin flojear ni robarse ni un elote. Doña Pascuala, con la llegada de Moctezuma, que fue a verla a Tlalnepantla con su uniforme de sargento, y de Espiridión, que llegó poco después acompañado de los frailes franciscanos, recobró de una manera milagrosa el uso de la palabra, pues desde el día memorable en que el cabo Franco se llevó a los tres muchachos, tenía mucha dificultad en expresarse y guardaba el mismo estado de imbecibilidad que don Espiridión.
Doña Pascuala fue conducida al rancho y tomó de nuevo posesión de su aseada recámara, de su abastecida cocina y de sus burros, vacas y perros, que no la habían olvidado y le demostraron su cariño con fiestas, ladridos y saltos. Espiridión partió con los frailes al Convento Grande de Nuestro Seráfico Padre San Francisco, lo que fue muy del gusto de la madre, y Moctezuma III marchó con Baninelli, el que pagó largamente los gastos que hizo su destrozada tropa.
Relumbrón alojó en San Ángel a su amigo el coronel en una casa lujosa de su propiedad, y la tropa y enfermos fueron a dar al convento del Carmen, con gran disgusto de su prior, el esclarecido y sabio fray Manuel Nájera.
Esta penosa y difícil campaña, en la que los verdaderos héroes fueron los tres reclutas del rancho de Santa María de la Ladrillera, apenas fue conocida en la República. Los editores del famoso periódico La Sabiduría se limitaron a poner el siguiente párrafo:
Anoche entró a esta capital y siguió para San Ángel, procedente del rumbo de Jalisco, la brigada del coronel Baninelli. Sorprendida por el cólera morbo, ha tenido que retirarse batiendo en su tránsito algunas partidas de revoltosos. Un descuido del guardaparque ocasionó un incendio en el pueblo de los Amoles, donde estaba situado el cuartel general. El fuego se propagó en momentos, y la mayor parte de las casas fueron presa de las llamas. El cura, que estaba enfermo en el lecho, fue quemado vivo, y sólo escapó un muchacho que recogieron unos padres misioneros. Esta catástrofe ha sido muy útil y provechosa para toda la nación, pues que purificó la atmósfera y ha preservado a Guadalajara y a esta hermosa capital de la visita del monstruo asiático. Salvo el tifus que ataca en los barrios a la gente pobre y desaseada, el estado sanitario no puede ser más satisfactorio.
Felicitamos al coronel Baninelli, que en pocos días se repondrá en el florido pueblo de San Ángel.
En el mismo periódico apareció un suelto que decía:
A ÚLTIMA HORA
El licenciado don Crisanto Bedolla y Rangel ha sido sacado anoche de su prisión y conducido con una fuerte escolta (suponemos) al Puerto de Acapulco.
Omitimos toda especie de comentarios.