LXI. Reos de muerte

La sentencia de muerte fue notificada a los reos con todas las solemnidades de estilo. Relumbrón quiso aparentar serenidad; pero no pudo y cayó en una silla, presa de una espantosa convulsión de nervios. Después se operó una reacción momentánea, púsose en pie furioso, recorriendo a grandes pasos el calabozo y maldiciendo al platero y al día en que se había asociado con él; a poco vino la debilidad y volvió a sentarse, tapándose la cara con las manos, sollozando y gritando que le dejaran ver a su hija, que no quería morir sin ser perdonado por ella y por su esposa. En la noche fue presa de la fiebre y del delirio.

Evaristo quiso hacer la última ensayada. Así que acabó de oír la sentencia, se echó a reír a carcajadas, saltó, bailó y dijo mil disparates absurdos, fingiéndose loco; pero no lo creyeron. El médico de cárceles entró a reconocerlo y declaró que todo era una farsa. Entonces se enfureció también y comenzó a proferir horrendas blasfemias contra Relumbrón, contra Cecilia y contra Lamparilla, al punto que lo amenazaron con ponerle una mordaza. Cambió de táctica, pidió humildemente perdón y dijo que tenía que hacer importantes revelaciones. No le hicieron caso. En la noche, lo mismo que el coronel, fue presa del delirio y de la fiebre. Su rancho de los Coyotes, su dinero en oro y plata que tenía enterrado: toda la noche habló de esto. El centinela que lo vigilaba se enteró de todas las particularidades, las refirió, cuando lo relevaron, a su jefe; el jefe las refirió al juez, lo que dio por resultado que se descubriese y recogiese en el rancho mucho dinero que había robado, y que no había querido decir dónde lo ocultaba.

El tuerto Cirilo, Hilario y los valentones oyeron la lectura con la más completa indiferencia y, sin fingirse valientes, siguieron muy naturalmente fumando sus cigarros.

Todos los reos fueron puestos en capilla. En el tiempo a que se refieren estos acontecimientos, el día que había ahorcado era festividad nacional, al menos en ciertos barrios de la ciudad inmediatos al lugar donde solían hacerse las ejecuciones, y el o los sentenciados a muerte eran los tres días de capilla objeto de la más tierna solicitud de parte de algunas gentes que consideraban esto como una obra meritoria y piadosa. Había en la Santa Veracruz una cofradía llamada del Señor del Petate, que durante este tiempo no abandonaba al delincuente y lo conducía con toda pompa y solemnidad hasta el lugar del suplicio.

Los balcones y puertas de las calles por donde debía pasar el ahorcado, se llenaban de curiosos desde muy temprano, y las calles estaban tan concurridas, que era necesario que la tropa formase valla y despejase el camino.

Los hermanos de la Cofradía del Señor del Petate se apoderaron, pues, de los reos (sin que dejaran de tener sus centinelas de vista) y comenzaron a obsequiarlos, y como se trataba de un ahorcado gordo, es decir, de elevada categoría, las festividades fueron espléndidas. Misa cantada en la Santa Veracruz, frailes y clérigos que se ofrecían a auxiliar noche y día a los reos, y comidas abundantes y bien sazonadas. Se trataba a los criminales a cuerpo de rey hasta el momento en que se apoderaba de ellos el verdugo. Relumbrón, el primero y segundo día de capilla no quiso comer, y unos trozos de pan y vasos de agua con vino fueron su alimento. Tampoco se quiso confesar ni recibir los Sacramentos, por más exhortaciones que le hicieron varios sacerdotes a quienes se permitió la entrada a la prisión. El tuerto Cirilo y los valentones devoraban el buen almuerzo y comida que les servían, y se reían de las amonestaciones de los sacerdotes para prepararlos al viaje a la otra vida; pero al fin el viejo capellán de la Soledad de Santa Cruz pidió permiso para ver al tuerto Cirilo, le recordó las circunstancias del robo que intentó hacer de las alhajas de la Virgen, logró con paciencia y buenas palabras que él y los valentones se confesaran y les dio la absolución. En cuanto a Evaristo, a quien también vio, estaba ya positivamente loco; la proximidad de la muerte por el garrote lo llenaba de terror y no hacía más que temblar, llorar y gemir como una mujer y beber mucha agua, pues lo devoraba la sed y se quemaba por dentro.

El último día, doña Severa, enlutada y cubierta con un espeso velo, pidió permiso, que le fue concedido, para despedirse de su marido. Apenas la vio Relumbrón cuando quiso echarse a sus brazos, gimiendo y pidiéndole perdón.

—No, no vengo a eso. Dios es bastante misericordioso —le dijo con un acento amargo y decisivo— y si te arrepientes de corazón de los horrorosos crímenes que has cometido, acaso te perdonará; pero yo, no. Has condenado a la vergüenza y a los más horrorosos martirios a Amparo por el resto de su vida. Si la hubieras matado con un puñal, y valía más, entonces te perdonaría.

Relumbrón quiso acercarse y abrazar a doña Severa.

—¡Aparta, malvado! —le interrumpió, rechazándole con la mano—. No me manches con la sangre y el cieno de que estás cubierto. Vengo, sin embargo, a hacerte el último servicio. Si no quieres ser objeto de la curiosidad, del odio y de la burla del pueblo en el tránsito que vas a hacer desde aquí a la horca, ten valor, y haz, cuando yo salga, lo que el verdugo hará dentro de una hora. Toma.

Doña Severa sacó una navaja de barba que tenía oculta, se la entregó a su marido, se echó el espeso velo al rostro y salió de la prisión.

A poco se escuchó un grito doloroso; entraron las diversas personas que había encargadas por la justicia de visitar a los reos, y encontraron a Relumbrón tendido en la cama y bañado en su sangre, y una navaja de barba tirada en el suelo. Acudió inmediatamente el médico de cárceles, reconoció al preso y le hizo la primera curación. Era una herida leve. Relumbrón no había tenido valor para cortarse la arteria. Se consultó al gobierno si debía suspenderse la ejecución, y la respuesta inmediata fue que, muerto o vivo, se llevara al reo a la horca.

La imagen de Cristo crucificado, bajo la modesta sombra formada con petates en lugar de palio y tela de oro, y conducida por los hermanos, vino a la cárcel, y la procesión fúnebre se organizó. Abría la marcha un piquete de infantería al mando de un oficial, seguía inmediatamente el Señor del Petate y cosa de cuarenta trinitarios vestidos con unas túnicas de paño rojo y gruesos hachones de cera en la mano; seguían los hermanos de la cofradía con sus escapularios, padres franciscanos, dieguinos y dominicos, mezclados, y cerrando la marcha los reos, con un sacerdote a cada lado con un crucifijo en la mano, que alternativamente rezaban oraciones en latín y exhortaban al delincuente a que se arrepintiera de todo corazón de sus crímenes.

A Relumbrón, que más bien se arrastraba que no andaba, le sostenían de los brazos dos hermanos de la cofradía; de la venda blanca que le había puesto el médico en la herida, caían algunas gotas de sangre.

Evaristo se detenía, se resistía, era necesario empujarlo, y dos soldados iban pegados a él, pues temían que intentara escapar.

El tuerto Cirilo y los demás caminaban por su pie, muy serenos, mirando a todas partes y sin hacer caso de los rezos ni de las amonestaciones de los padres.

La tropa tenía que despejar el terreno y formar valla, las calles y balcones llenos de curiosos, y así, lentamente iba caminando esta extraña procesión, que se parecía algo a un auto de fe, hasta que llegó a la plaza de Mixcalco, tan llena de gente, que se podía andar por las cabezas. Allí un cuadro de tropa estaba formado y en el centro las máquinas destinadas a la ejecución, que eran bien sencillas: una viga un banquillo y un anillo de fierro.

Quince minutos después los criminales habían dejado de existir y permanecieron hasta la noche sentados en sus banquillos con el pescuezo tronchado por la mascada, las cabezas inclinadas y las lenguas negras de fuera.

Varios incidentes ocurrieron mientras caminaban los reos al suplicio. En un remolino de gente que se formó y que trataban los soldados de contener dando cintarazos a diestra y siniestra, cayó una mujer, se asustó, naturalmente, la metieron a un zaguán, y allí dio a luz a una criatura. Un caballo escapado de una caballeriza corría furioso atropellando gente y lastimó a dos muchachos; pero la desgracia más grave fue la caída de un balcón de madera de una vieja casa, y explicaremos en qué consistió, al menos para nuestra narración, la importancia de este acontecimiento.

La moreliana había tenido muy buenas cosechas en sus ranchos, estaba muy ocupada en vigilar y dirigir las diversas reparaciones que se hacían en las trojes y en las casas, y además contenta se hallaba en su tierra; pero necesitaba hacer varias compras y resolvió el viaje a México, en donde hacía meses que no ponía los pies. Cuando llegó notó cierta agitación en la ciudad; pero no fijó su atención, y antes de ver al platero se fue derecha a la casa en que acostumbraba alojarse. Allí le dijeron sus amigos que al día siguiente había muchos ahorcados, la convidaron para verlos pasar, y ella, por una mera curiosidad, más bien por no desairar a las personas que tanto la instaban, fue con ellas a una casa vacía situada en una calle angosta, por donde precisamente tenía que pasar la comitiva para entrar a la plaza donde estaban ya dispuestas las máquinas para la ejecución. Llamó mucho la atención de la moreliana el aparato de la tropa con sus uniformes de gala, los trinitarios con sus largas túnicas de color de sangre, el Santo Cristo debajo de un palio de petates y los muchos señores con frac negro y sus escapularios al cuello, mezclados con frailes mercedarios, franciscanos, dominicos y agustinos, y todo este cuadro, animado y moviente se desprendía y ocultaba por intervalos entre una multitud compacta que se atropellaba y se empujaba por lograr un puesto de preferencia para ver de cerca a los ahorcados.

La moreliana estaba absorta; nunca había visto ni aun imaginado un espectáculo semejante.

—¡Pobres hombres! —dijo a sus amigas con su sencillez campesina—. No sé para qué los llevan a morir con tanto bullicio y acompañamiento, como si se tratara de la procesión de una virgen; valía más que de noche o en la madrugada los ajusticiaran sin que nadie los viese, y así sufrirían menos.

—Es para escarmiento —le respondió una de sus amigas—. Mirando esto, los ladrones ya se guardarán de robar más.

—¡Quiá! —dijo otro—. Aquí mismo y al pie de la horca, si los soldados los dejan arrimar, habrá muchos que se aprovechen de la bola para sacar mascadas y relojes; pero ya vienen, pongamos cuidado.

Todos callaron y agacharon la cabeza, encogiéndose y levantándose para poder ver a los reos de muerte que en ese momento pasaban debajo del balcón.

La moreliana no tenía los sentimientos tiernos y exagerados de las madres que crían, que educan, que viven con sus hijos años y años, aun cuando lleguen a viejos. Nunca había podido tener trato ni intimidad con el suyo; lo conocía simplemente; tenía, en las pocas ocasiones que platicó con él en entrevistas proporcionadas por el platero, que disimular y mostrarse indiferente; hasta llegaba a pensar algunas veces que ese personaje ya crecido y elevado a cierto rango social, era inventado por el platero, y no el hijo que ella había dado a luz y confiado a los cuidados de una buena y honrada familia; cuando estas sospechas se desvanecían, sentía en su interior cierto orgullo de tener un hijo tan logrado, pero ninguna afección viva, que era por otra parte ajena de su carácter; así, cuando se fijó en uno de los reos que caminaban ya casi moribundo y con la venda en el cuello manchada con la sangre que aún brotaba a gotas de su herida, y reconoció y no le cupo duda de que era Relumbrón, es decir, su hijo, su estupefacción y asombro fue tal, que quedó privada de la palabra y sus ojos seguían esa visión terrible y repentina hasta que desapareció entre las cabezas hirsutas y negras de la plebe que se agrupaba y se revolvía cada vez más.

La moreliana no quería ni podía decir nada a las amigas que tenía a su lado, les apretaba fuertemente los brazos y las miraba alternativamente con el semblante pálido y desencajado. Las señoras creyeron que le iba a dar un accidente y trataron de retirarla a la pieza. En ese mismo momento crujió la madera apolillada, el barandal se desprendió y las tres personas se hundieron, dando en el suelo, que era de tierra y no de losas. Por fortuna el balcón no estaba alto y no hubo muerte inmediata. La gente se agolpó, la policía que abundaba en ese día por allí, se acercó, encontró que las desgraciadas estaban desmayadas y como muertas del susto, creyóse que había roturas de huesos o que se habían reventado por dentro, se mandaron traer unas camillas y fueron llevadas al Hospital de San Andrés. Las dos amigas y la moreliana volvieron en sí antes de llegar al hospital, y como reconocidas por los practicantes de guardia encontraron que no tenían lesión ninguna, las despacharon a su casa; a la moreliana, que no podía dar un paso y se quejaba dolorosamente, pues tenía un pie dislocado, la subieron en brazos, la colocaron en una cama, le hicieron la primera curación y la dejaron entregada a sus pensamientos y a sus dolores agudos.

Al día siguiente el médico de la sala, ayudado de los practicantes, la reconoció, le colocó los huesos y las coyunturas en su lugar, lo que le ocasionó sufrimientos tales, que le arrancaron gritos y lágrimas; pero colocado el aparato, entró en cierta calma y fue entonces cuando se le volvió a presentar la visión horrenda, seguida de su caída del balcón, y le parecía que estaba en un abismo negro sin fin y que ella y el lecho se hundían seguidos de la figura vacilante, lívida y sangrienta de Relumbrón. Todo esto fue calmándose y pasando como pasa una pesadilla. En las noches de silencio y de soledad que pasaba en la sala, pensó que debía guardar estrictamente su secreto, no darse a conocer y rectificar el nombre supuesto que había dado al acaso cuando la interrogaron, esperar que estuviese curada y capaz de andar, para salir del hospital y, sin ver a sus amigas ni buscar al platero (cuya muerte ignoraba) marcharse a sus ranchos a continuar su vida ordinaria, triste y preocupada en verdad, porque a pesar de no tener, como hemos dicho, exagerados sentimientos maternales, siempre le había hecho impresión el fin trágico y desastroso del que habla considerado como su hijo.

Una mañana se presentó el administrador del hospital y con mucha afabilidad, le dijo:

—Señora, el médico ha declarado que está usted curada y que podrá ya andar conservando la venda que le pusieron ayer. Vístase, levántase y ande por la sala entre tanto vuelvo.

La moreliana vio el cielo abierto; se consideró ya en su casa, por ese momento desapareció de su mente la visión que la perseguía y no miró más que sus campos llenos de maíz, su casa por donde entraban alegres los rayos del sol, y las flores olorosas de sus jardines. Levantóse muy contenta, anduvo sin dificultad por el salón y esperó al administrador, que no tardó en llegar. Bajaron ambos las escaleras y atravesaron los grandes patios. Un coche de alquiler estaba en la puerta. La moreliana subió a él, el administrador la saludó afectuosamente, y antes de cinco minutos, sin saber por qué ni cómo, la moreliana estaba en una antecámara o asistencia de una casa de la Calle de la Canoa.

Era la casa de locas.

¿Por qué la hablan conducido allí, en lugar de dejarla en la Alameda, en San Diego, en San Cosme, en otro lugar cualquiera de los que ella conocía? Cansada de esperar cosa de una hora, se levantó de donde estaba sentada, se dirigió a la puerta y quiso salir ganar la calle para irse a su pueblo, a sus sementeras verdes, a sus jardines de mil colores.

Una matrona que estaba en observación desde la plaza contigua, salió, se lo impidió y le dijo con mucha dulzura que esperase, que el médico no tardaría en llegar.

La moreliana, que pensaba que se trataba de hacerle un final reconocimiento de su pie, esperó con paciencia una larga hora. El famoso alienista llegó por fin, habló en voz baja unas cuantas palabras con la matrona y luego se dirigió a la moreliana. Le preguntó su nombre, su estado, su edad, lugar de nacimiento, etc.; a todas estas preguntas, seguidas rápidamente unas tras otras, contestó cambiando su nombre, aumentando su edad y diciendo que era de Querétaro. Tenía tal miedo de decir la verdad y de darse a conocer, que vacilaba, se quedaba pensando y se contradecía cuando el médico la urgía con otra multitud de cuestiones las más extravagantes, y que la dejaban confusa y aturdida.

Después le ordenó que se pusiese en pie, la reconoció y midió con un instrumento el ángulo facial, la tentó y examinó las protuberancias de su cabeza, la miró fijamente en los ojos y le dijo:

—Ánimo y tranquilidad, hija mía, ya trataremos de curarla. El susto de la calda del balcón pasará y volverá usted sana a su tierra.

Sin esperar respuesta se marchó a continuar su visita a las salas, diciendo a la matrona:

—Es una mansa, de buena índole según parece; ya observaremos con cuidado y ya me dirá usted sus manías y cómo se conduce. Por ahora será conveniente tenerla a dieta, es de complexión sanguínea y debemos evitar la aglomeración de sangre al cerebro.

La moreliana fue internada en un salón donde había otras mujeres silenciosas, sentadas y ocupándose de hilar o de coser ropa, pero cuando la vieron se pusieron en pie, la rodearon diciéndole cada una mil despropósitos y asegurándole que estaban en su juicio y que las tenían encerradas allí por la fuerza. La moreliana, llena de terror, se refugió en un rincón y se cubrió los ojos con las manos. Reconoció que estaba en la casa de locos. Cuando la matrona, que había escuchado la algazara entró, cada una volvió a su puesto y el silencio se restableció.

A la moreliana la habían declarado loca en el hospital y remitido a la Calle de la Canoa, porque en sus profundas cavilaciones durante su enfermedad, hablaba a solas, consultándose sus dudas, preguntándose lo que sería bueno hacer cuando sanara y trazando para su futura vida diversos planes, entre ellos el de no volver más a México y cortar toda especie de relaciones con el platero. Pronunciaba con este motivo palabras incoherentes, ya en voz baja, ya en voz alta, hacía mil gestos y contorsiones, según los muchos pensamientos tristes que pasaban por su cabeza, y casi no dormía, pasando las noches sentada en su cama y queriendo, por el cansancio, bajarse de ella e intentar un paseo por la sala, pues se sentía aliviada de su pie. Las enfermeras daban cuenta diariamente a la hora de la visita, aumentando las cosas y manifestando temores de que una noche se enfureciese y hubiese un escándalo.

El célebre alienista decía, platicando con sus amigos:

—Tengo un caso muy curioso que ha dado en la manía de las riquezas. Desde que entró y con sólo hablarle dos palabras y tentarle la protuberancia de la adquisividad, adiviné su enfermedad. En el fondo es una buena mujer de Querétaro, muy pobre y sin alma que vea por ella, que se ha soñado rica y dice que tiene haciendas y casas y jardines, y en la hora de la visita me llama aparte y me dice al oído: «Soy capaz de dar a usted hasta cien mil pesos, y le firmaré un papel como usted quiera; pero me ha de sacar de aquí y me ha de llevar a mi tierra. Está usted ganando un miserable sueldo y yo lo haré rico y lo quitaré de estar todos los días viendo lástimas con estas mujeres que, dicen bien, que las tienen encerradas por fuerza como a mí». Tiene semanas en que llora día y noche y no quiere responder a ninguna pregunta y es necesario darle caldo o leche por fuerza para que no se muera de hambre, pues rechaza toda clase de alimentos. Después pasa el acceso, vuelve la calma y me renueva sus proposiciones a cual más tentadoras. Estoy por hacer una calaverada, y fugarme el día menos pensado con mi loca, volverme rico, comprar una hacienda y abandonar la carrera, pues de veras se ven lástimas con estas pobres mujeres. En eso dice muy bien la loca.

¿La moreliana salió de la casa de la Canoa o se quedó allí hasta su muerte? ¿El doctor, reconociendo que había algo de verdad o queriendo hacer una experiencia científica, se animó a fugarse con ella y llegó a ser un rico hacendado?

Créese que esto último es más probable, pero no se ha podido averiguar nada todavía.

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