Relumbrón quedó muy disgustado de la tentativa contra Pepe Carrascosa. Se había propuesto hacerse de algunos diamantes y perlas de alto precio, y, sobre todo, del relicario. Doña Severa y Amparo, que no eran más que bondad y cariño para él, habían entrado en una frialdad tan grande que no hablaban dos palabras en la mesa, y a cuantas cuestiones promovía de intento, no contestaban más que con monosílabos. Las mujeres son así. Doña Severa hubiera perdonado, como perdonaba en su interior, veinte infidelidades de su marido, y no podía tolerarle que por unos cuantos pesos hubiese dejado escapar una reliquia tocada al sepulcro de Jesucristo; Amparo, aunque sumisa y respetuosa, seguía el humor de la madre y no dejaba también de tener en el fondo un poquillo de sentimiento de que su padre, conociendo sus inclinaciones religiosas, no le hubiese ofrecido un obsequio que hubiera agradecido más que un collar de diamantes.
El tuerto Cirilo, con una insolencia que ya pasaba de la raya, se quejó con doña Viviana, y dijo que esa puerca que se había colocado de recamarera con Carrascosa lo había vendido y metido en la casa a su compinche, y que la Luz y el querido antes de una semana serían asesinados. Doña Viviana, lo calmó, pero él en sus trece; entregó muchos milagritos antiguos de plata y oro, botonaduras de calzoneras y varias chucherías por ese estilo, y se guardó lo mejor que había robado de los armarios de Pepe Carrascosa.
La Lucecilla, por más que hizo Juan, no pudo quitársela de encima, ni tuvo valor para dejar en medio de la calle a una muchacha tan seductora que, por una singularidad, se había enamorado de él con sólo recorrer con sus dedos redondos las facciones de su cara. Fuese Juan con ella a la hacienda, llevándola en ancas de su caballo, sin pretender ni de chanza hablar antes con Relumbrón. Demasiado avisado era para no haber comprendido que lo que su patrón quería, era que hubiese, sin matar a Carrascosa, robándole cuanto tenía, y atando cabitos y no pudiéndose explicar las entradas y salidas de la gente de don Pedro Cataño y mil otras cosas, se persuadió antes que ninguno de que el que tenía por amo no era más que el jefe de una formidable banda de ladrones. Tales pensamientos quedaron en sus adentros, pero le sirvieron para pensar muy seriamente no sólo en separarse, sino en alejarse a mil leguas de distancia, si era posible, y sus economías le permitían tomar esa resolución aun sin contar con Carrascosa. A Lucecilla, que le hizo olvidar a Casilda, la dejó en San Martín; en casa de una buena familia que revendía la leche y los quesos de la hacienda, y él volvió a ocuparse de sus quehaceres ordinarios.
No tardaron muchos días sin que se presentara Relumbrón en Arroyo Prieto en busca de don Pedro Cataño, que estaba ausente; pero como siempre dejaba a algunos de sus muchachos que sabían dónde podían hallarlo, montaron a caballo y prometieron volver con él antes de veinticuatro horas. En ese intervalo, naturalmente, Juan y su patrón tuvieron necesidad de hablar y hablaron de todo, menos de lo acontecido en casa de Pepe Carrascosa, lo que agradó mucho a Juan y lo sacó de un verdadero compromiso. Cataño, que se vivía en el Molino de Flores, llegó antes de las veinticuatro horas con seis de sus muchachos.
Relumbrón, lleno de enredos de tantos negocios a cual más complicados, tuvo una apuración momentánea para pagar unas letras de París. El dinero robado al conde no había podido sacarse todo de donde lo habían escondido; la baraja mágica de don Moisés había perdido a ocasiones su prestigio; la mujer del licenciado Chupita gastaba casi todo el producto de la moneda falsa; la multitud de ladrones que tenía a su disposición, robaban por su cuenta, autorizados por el tuerto Cirilo; el gobierno le pedía vestuarios que tenía que entregar en grandes cantidades, y no le pagaba; Luisa, Rafaela, Dolores, Cayetana y otras más, dilapidaban con profusión; en una palabra, al menos por lo pronto, no podía satisfacer sus compromisos y tuvo que echar su firma a la plaza. Un corredor anduvo aquí y allá sin lograr que nadie la quisiese descontar, pues todos se habían excusado con buenas palabras. El corredor fue, por último, a dar a casa de los Bermejillos. El encargado, entonces, porque los principales estaban en Europa, tenía a Relumbrón en el concepto de muy rico y de muy formal y estaba dispuesto a entrar en el negocio; pero cuando estaba ya al concluirse y pendientes sólo del tipo de descuento, entró al escritorio uno de estos gachupincitos que se quitan las alpargatas en la aldea para venir a Cuba o a México en busca de fortuna, y que apenas la encuentran cuando se vuelven más altaneros y orgullosos que los potentados que viven en la Calle de Alcalá, y saludando apenas al corredor, se acercó a la mesa y echó el ojo sobre los papeles.
—Mal día, paisano —le dijo al jefe de la casa de los Bermejillos.
—¿Por qué? —le preguntó éste dándole la mano que le presentaba.
—Porque este amigo anda molestando a todo el mundo con sus libranzas. Ya estuvo en casa y me figuré que vendría para acá con usted.
—¿Y quién lo autoriza a usted para meterse en negocios ajenos? —le dijo el corredor lleno de cólera—. ¡Salga usted de aquí y déjeme acabar mi negocio!
—Eso quisiera usted —le contestó el gachupincito— y me iré o no me iré, pero antes diré a mi paisano quién es Relumbrón. Escuche… es un verdadero Relumbrón que da pala con sus anillos de diamantes y cadenas de oro y sus carruajes; pero vaya usted a registrar sus cajas. ¿Quién diablos sabe dónde las tiene, ni lo que tienen dentro? Además, es un jugador perpetuo y que no puede poner los pies en la partida de don Moisés, donde, como sabe usted, va lo mejor de México, y con esto le digo a usted todo. Vamos, un completo Relumbrón… Infórmese usted con el ciego Dueñas, que sabe la vida y milagros de todo el mundo, y le contará la casta de pájaro…
—¡Es usted un gachupín insolente —le dijo el corredor dándole un puñetazo en el pescuezo— y le he de cortar a usted y a todos los gachupines la lengua por canallas y por denigradores de los mexicanos; después que vienen de su tierra con una mano atrás y otra adelante!
El gachupincito de pronto quedó atarantado; pero no acababa el corredor de hablar cuando ya tenía encima una cachetada que lo dejó sin vista, y, cerrados los ojos, tiraba al aire puñadas y juraba como un cargador.
El jefe de la casa, indignado y ofendido de los atroces improperios del corredor contra los españoles, tomó su bastón, que estaba en un ángulo del escritorio, le propinó en las espaldas unos cuantos palos, le encajó las libranzas causa del disgusto en la bolsa y a empujones lo echó a la calle.
El corredor, un poco maltratado, fue a dar cuenta de su misión a Relumbrón y a devolverle sus documentos. Éste, con una calma aparente, le prometió que pediría como caballero o por la vía judicial, completa satisfacción de los insultos y vías de hecho, y le pagó generosamente. El resultado fue que tuvo que ocurrir a su compadre; el platero (que era agarrado y no le gustaba sacar su tesoro del Montepío) escribió a la moreliana, la que, como siempre, orgullosa de poder servir a su hijo, lo sacó del atolladero.
Lleno de rabia Relumbrón, humillado de que nadie en México hubiese, a ningún tipo, querido descontar sus letras, odiando en el fondo a los españoles y especialmente a los de Tierra Caliente, prometió vengar al corredor y vengarse él de una manera que dejara memoria en los anales del crimen, y luego que arregló sus pagos marchó a la hacienda, como hemos visto, en busca del terrible don Pedro Cataño.
Luego que concluyeron de cenar entablaron la conversación. Relumbrón refirió a su compañero el coronel lo que acabamos de decir, añadiendo algunos otros pormenores.
—Nada de consideraciones ni de clemencia con esa canalla, especialmente con los Bermejillos y los Garcías. Esta expedición debe ser a fuego y sangré. Si fuera posible que no quedara piedra sobre piedra de San Vicente y Chiconcuac, sería el día más feliz de mi vida. Usted, compañero, que como yo, detesta a los gachupines, tiene la ocasión de vengarse.
Cataño, que había permanecido sin hacer ninguna pregunta ni manifestar interés en los asuntos de Relumbrón, le contestó fríamente:
—Las ocasiones de vengarme no me han faltado; pero yo no soy instrumento de venganzas ajenas; así, no cuente conmigo ni con los míos para esa expedición, y le aconsejo que se ponga a la cabeza de otras gentes de que pueda disponer, y usted mismo entre a fuego y sangre en las haciendas de San Vicente y Chiconcuac. Eso es lo que hace un hombre.
—Pero ¿cómo es posible? —le interrumpió Relumbrón sorprendido—. ¿Rehúsa usted obedecerme? ¿No sabe usted que está a mis órdenes, que eso hemos convenido y que me he fiado en su palabra?…
Cataño sonrió desdeñosamente y contestó:
—No he de ir…
Relumbrón se exaltó, quiso echarla de valiente, dio golpes con la mano en la mesa, y Cataño muy tranquilo, fumando su puro y sorbiendo cucharaditas de café sin hacerle caso.
Siguió con sus bravatas hasta que Cataño perdió la paciencia; se puso en pie, agarró fuertemente del brazo a Relumbrón y lo condujo a su recámara, diciéndole:
—Por ahora acuéstese y descanse, compañero, que mañana nos daremos de balazos usted y yo: Juan será testigo.
Se le bajaron los humos a Relumbrón, como si le hubiesen echado un cántaro de agua fría. No contestó ni una palabra y consideró que lo mejor que podría hacer era acostarse.
Cataño volvió al comedor a continuar con su puro y su café y llamó a Juan para platicar.
Juan y Cataño habían hecho muy buenas migas. Siempre que llegaba a la hacienda, cuidada de que su recámara estuviera arreglada, la comida muy variada, los caballos con abundante pastura, y solían dar sus platicadas en la mejor armonía, hablando de siembras, de ganados, de caballos, y de otras cosas de campo; pero nunca, ni uno ni otro, de los asuntos de Relumbrón, ni de la poca o mucha parte que tenían ellos; ni tampoco se había atrevido Juan a preguntar a Cataño algo referente a su vida, ni Cataño a indagar nada relativo a Juan que, en resumen, era para él lo mismo que Romualdo o cualquiera otro de los muchachos calaveras que tenía a sus órdenes.
—¿Has oído, Juan? —dijo Cataño arrojando una bocanada de humo y acomodándose en tres sillas, al estilo americano.
—Está tan cerca el escritorio del comedor —le contestó Juan que no he perdido una palabra.
—Entonces ya sabes que mañana tengo que matar a ese hombre. Tú serás el único testigo. Admitiré todas sus condiciones, pero aunque la distancia sea de cuarenta pasos, lo mismo será para él, morirá infaliblemente. Además, tiene miedo.
Juan se puso un dedo en la boca significando a Cataño que se callara, fue a cerciorarse si Relumbrón estaba dormido y volvió a poco.
—Está profundamente dormido, podemos seguir la conversación —dijo a Cataño.
—Te encargo que mis caballos estén listos y los muchachos avisados, porque luego que le plante una bala en el ojo derecho, nada tengo que hacer aquí.
—¿Y yo? —preguntó Juan con cierto acento de duda y tristeza.
—Te quedarás aquí para dar parte a la justicia y enterrar el cadáver o mandárselo a su familia a México, y de veras lo siento por su hija. Todo el mundo dice que es de lo mejor que hay en la capital.
—¡Qué suerte la mía! Apenas encuentro una posición tranquila, cuando vienen sucesos raros e imprevistos, como este desafío, a sacarme violentamente de ella y a ponerme en peligro. Coronel, usted se larga con sus muchachos, y yo nunca podré probar que no he sido el asesino de mi patrón. El cuento del desafío nadie lo creerá; el juez se reirá de él, y de una manera o de otra, de pronto de aquí iré a la cárcel; pero no importa, me quedo; ésa es mi suerte y no puedo ni debo hacer otra cosa. Me dejo llevar por la corriente y, como siempre, en estos casos confío en la Providencia. No hablemos más, seré testigo único del duelo y los caballos de usted y sus muchachos estarán listos.
—¿Sabes que eres un valiente, Juan, y que me interesas? Vas a quedar, en efecto, en una situación crítica, y si quieres y puedes cuéntame como has venido a dar aquí, y si eres cómplice de Relumbrón, porque eso no confronta bien con la confianza en los designios de la Providencia, que no puede favorecerte a ti, instrumento de un gran ladrón como es nuestro coronel. Yo no soy muy buen cristiano que digamos; pero mi padre y mi madre me infudieron en mi niñez principios religiosos que no se olvidan jamás, y si me ves aquí es por otras cosas bien distintas. Te diré simplemente que yo no soy un jefe de ladrones y debes creerlo. Si tú tienes secretos, como yo tengo los míos, y no los quieres revelar, guárdatelos; pero si algo te conviene referirme para que pueda ayudarte, háblame. Soy tu buen amigo.
—Ningún secreto hay, ningún empacho tengo en contarle, coronel, lo que me ha pasado en la vida; pero antes quiero que me diga si ha conocido usted o conoce a un don Juan Robreño —dijo Juan con mucha naturalidad.
Al oír este nombre Cataño se levantó de la silla como si lo hubiese despedido un resorte y el puro se le cayó de la mano; pero se repuso inmediatamente y volvió a sentarse con aparente tranquilidad…
—Robreño es un apellido común —le contestó— lo mismo que el nombre de Juan. Hay una familia de Robreño en Aguascalientes, otra por el interior; pero yo personalmente no he conocido a ninguno.
—Pues es lástima —dijo Juan, que no se apercibió de la sorpresa de Cataño, porque en ese momento, oyendo ruido, volvía la cara hacía la recámara de Relumbrón.
—Lástima ¿y por qué? —le preguntó Cataño.
—Porque aunque ya he adelantado mucho encontrando de la manera más extraña un protector y amigo, nada me llenará el corazón hasta que yo sepa quienes son mis padres y quién soy yo.
Cataño, que no se había fijado en las facciones de Juan, en su estatura derecha y fuerte, en sus ojos grandes y expresivos, desde que oyó en boca del muchacho el apellido de Robreño, encontró que se parecía y que tenía tanto de él como de la condesa; pero se hizo el ánimo de disimular y de no consentir en una dicha inesperada hasta no tener una prueba que podría hallarse en lo que Juan le refiriese.
—Pues que tanto fías en la Providencia —le dijo Cataño con mucha calma y hasta con cierto aire de duda— quizás un día y no muy lejos, tus deseos serán satisfechos; pero al grano y ya te escucho. Que nos sirvan más café y fuma un puro de este famoso Relumbrón, que mañana a estas horas estará en la eternidad dando cuenta a Dios de sus buenas obras.
Juan se levantó y fue a la cocina; volvió con la cafetera llena de café ardiente, encendió su puro y contó a don Pedro toda su historia, que comienza en los primeros capítulos de estos libros y que el lector sabe ya perfectamente. Y terminó leyendo el misterioso papelito encontrado en el relicario que compró Pepe Carrascosa en la testamentaría del obispo Madrid.
Pedro Cataño, en lugar de arrojar un grito destemplado y de abrazar a su hijo, diciéndole entre sollozos, como en las comedias: «¡Hijo mío! ¡Hijo de mis entrañas!», se levantó del asiento, se atusó el negro bigote y con un tono de autoridad, le dijo a Juan:
—Mañana dejamos a este ladrón muerto en medio del campo y nos marchamos. Ya amaneció, ve a disponer todas tus cosas, manda ensillar tus caballos y los míos y esperemos ya preparados a que se levante el enemigo para acabar con él.
El enemigo no tardó en aparecer, su sueño no fue muy tranquilo y antes de la hora de costumbre ya estaba en el comedor.
—Seguramente no ha dormido usted, compañero —le dijo a Cataño tendiéndole la mano, que fue aceptada de mala gana.
—No tenía sueño —le contestó Cataño— y quise estar dispuesto para la hora en que usted se levantase y que acabemos.
—Lo de anoche fue un acaloramiento. Pensé mucho y convengo en que tiene usted mucha razón. Un golpe escandaloso, y más si había sangre de por medio, podría descomponer nuestros negocios. Estaba yo muy irritado y, por consiguiente, no sé ni lo que dije. Espero, compañero, que recibirá usted mis excusas y que continuaremos como siempre. No hay que hablar más y venga esa mano.
Don Pedro se la tendió, con los dedos tiesos.
—Pues así lo quiere usted —le contestó— yo no insisto ni tengo otro motivo para reñir con usted más que el que se ofreció.
—Bien, muy bien —dijo Relumbrón muy alegre—. Es usted un completo caballero. Ahora espero que no me negará el favor de quedarse en la hacienda con algunos de sus muchachos hasta que regrese yo dentro de una semana. Quiero que me acompañe usted al molino.
Cataño, que estaba absolutamente preocupado con la historia de Juan, aceptó el desenlace con gusto, pues ningún empeño tenía en matar a Relumbrón, y reflexionó que para marcharse con Juan a donde se le diese la gana, cualquier día era bueno. Así, le contestó ya con muy buen humor que lo esperaría los días que quisiese y que no se hablaría más de lo pasado.
Relumbrón, Cataño y Juan tomaron chocolate muy contentos y en cuanto el coche estuvo listo, escoltado por seis muchachos de la banda de Los Dorados, tomó el camino de México.