XXXV. Viaje de «Relumbrón»

Relumbrón no sólo obtuvo licencia para pasearse en la feria todo el tiempo que se le diese la gana, sino que el Presidente lo comisionó para que, de paso, visitase Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes y Guadalajara, y que observase cómo se portaban los gobernadores y el estado de la opinión pública, pues ya se andaba diciendo que Valentín Cruz había vuelto a reunir gente, que de un día a otro se repetiría el motín de San Pedro y que el gobernador, que era rival del Presidente, cerraría el ojo y dejaría que, sin responsabilidad suya, prendiese el fuego revolucionario. En efecto, el nuevo gobernador de Jalisco era uno de esos viejos militares, valientes, testarudos, muy dominados por la Iglesia, no por cierto muy amigo del Presidente, y aspiraba a sucederle en el mando.

Con tales ínfulas, Relumbrón creyó, no sin fundamento, que sus negocios serían más lucrativos, más fáciles y podría dirigirlos él mismo, dejando para el regreso la visita secreta a otros Estados.

Mandó con anticipación tomar dos de las más amplias y mejores casas que conocía en San Juan, pues no era la primera vez que visitaba la feria, una destinada para él y sus amigos, y otra exclusivamente para don Moisés, con sus gurrupiés y dependientes.

Desde principios de noviembre, los medios de comunicación con la capital de Jalisco, con Lagos y con San Juan se aumentaban de cuantas maneras era posible. Los coches de la casa de Diligencia hacían viajes diarios en vez de tres cada semana, y en diciembre aumentaban sus postas y hacía correr dos o tres coches. Además, las carrocerías de México y Puebla tenían siempre listos un número de enormes bombés, que bastaba pedirlos, pues ya los jugadores, ya los comerciantes ricos o ya las familias enteras que querían divertirse, preferían las comodidades que presta un carruaje particular, y con chicos, criadas colchones y hasta muebles, y una despensa bien surtida, hacían en esa especie de casa ambulante doce o quince días de camino y llegaban sin tener, como hemos dicho, necesidad de buscar mesón o casa, pues se acomodaban como podían para dormir dentro del mismo coche, almorzaban y comían en cualquiera de las fondas y todo entraba en la diversión.

Don Moisés tomó uno de esos coches; le acompañaban dos gurrupiés, el contador tesorero y un par de criados en la tablita. Dentro del coche, en las cajuelas, colocó con muchas precauciones dos talegas de onzas de oro y algo de plata para los gastos del camino, y delante y detrás del pesado carruaje, baúles y cajas con ropa, provisiones y vinos exquisitos en abundancia. Las sillas, mesas, carpetas verdes, candeleras, camas, colchones y muebles para la casa de juego y para la de Relumbrón, habían marchado con anticipación en dos carros. En una palabra, era un tren de príncipes.

Relumbrón caminaba detrás, a poca distancia, en su carruaje propio, muy elegante y dispuesto para cuanto podía ofrecerse en un camino donde no abundaban los mesones y buenas fondas, que hoteles no se conocían más que en las casas de diligencias, mejora de importancia para los caminantes que había introducido el amo don Anselmo, dueño de las líneas de diligencias y patrón de nuestro conocido el cochero Mateo.

Dentro del carruaje, y ocupando medio costado y reclinado en cojines toda la testera, iba Relumbrón; enfrente, en el vidrio, el licenciado Lamparilla, que era el abogado y agente de negocios de la casa, con cubierto diario en la mesa y una muy buena iguala anual.

Los galleros habían partido un mes antes, acompañados de carpinteros, armadores, criados y cuantos elementos eran necesarios para construir una amplia plaza y desafiar a todos sus colegas del interior, con los cincuenta soberbios gallos de Jalapa y otras poblaciones del Estado de Veracruz.

Sotero, el chalán, había recogido cuanto caballo lacrado y mañoso encontró en la ciudad, y caminaba a jornadas cortas, cuidando y engordando sus animales para salir de ellos a buen precio, a dinero o por medio de cambalaches, que al fin todo era ganancia, pues que Relumbrón daba el dinero.

Don Javier Eras, con Mariano, La Monja, El Chino y otros picadores, iba a tentar fortuna y a construir de cualquier manera una plaza de toros, y don Chole, con ocho mujeres que cantaban y bailaban y sus cajones de títeres, caminaba poco a poco, en dos carretones de dos ruedas, tirados por mulas flacas.

El camino real de la ciudad de México al interior era muy transitado en todo el año; en los meses de noviembre y diciembre no podía bastar a tanta gente de a pie; a tantas recuas de mulas cargadas de cuantas mercancías son imaginables; a tantos coches bombés, es decir, en forma de globos, tirados por ocho o diez mulas; a tantas partidas de rancheros y de mujeres caminando en bandadas, cantando, riendo, comiendo y durmiendo la siesta en las orillas del camino; una aglomeración, en fin, como quién dice, del mundo entero, que salía de su casa y se encaminaba a la feria de San Juan de los Lagos. Las peregrinaciones al sepulcro de Mahoma, las ferias de Sevilla, las verbenas de Cataluña, las kermesses de Francia, serían iguales, pero no superiores por la numerosa concurrencia, por el movimiento, alegría y riqueza de la gran feria mexicana.

Muy despacio, con dificultad a cada paso y envuelto en espesas nubes de polvo calizo, caminaban nuestros personajes en la forma que hemos apuntado. Rendían su jornada como mejor podían, o en un mal jacal; pero el buen humor no se acababa y Relumbrón y Lamparilla, con todo y su bambolla, hicieron catorce días de camino, y noches hubo en que tuvieron que quedarse dentro del coche, abrigados en una milpa.

En cuanto a los muchachos y valentones, unos servían de escolta a don Moisés y a Relumbrón, y los demás, a las órdenes de sus jefes; pero de pronto, caminando solos o en grupos, desperdigados y confundidos entre la multitud de viajeros y entendido que se reunirían en la feria donde se les daría una final organización. Entre tanto, ganaban su peso diario y manos limpias; advertidos de no desmandarse mucho, pues acaso el coronel, que era su protector, no tendría medio de salvarlos de un mal paso si eran cogidos o sumidos en la cárcel en tierra extraña. Jalisco era una tierra extraña, necesitaban conocer las gentes, y no se sabía qué clase de jueces ni de cuicos y soplones habría por esos barrios de Dios. La partida de don Pedro Cataño debería tomar más adelante un color político, si convenía; pero de pronto, ni pensarlo, ni habría para qué. Cualquier intento de pronunciamiento o aun de simple motín, habría espantado al comercio de todo el país, y adiós feria, que acabaría en un abrir y cerrar de ojos. Así la gente que había reclutado Relumbrón, de pronto contribuía con las escoltas que estaban tendidas de México a Querétaro, de Querétaro a Guanajuato y de Guanajuato a Jalisco, a la completa seguridad del camino.

No obstante estas prudentes y arregladas instrucciones, dictadas en bien del comercio, los muchachos y valentones prometían obedecerles; pero hallándose a caballo, con armas y chinos libres por esos mundos de Dios, se proponían divertirse, no perder el tiempo y pescar cuanto les viniese a la mano. En llegando a la feria entre dos mil, tres mil, quince mil personas ¿quién los había de reconocer, ni qué caso harían sus jefes de ellos? Se proponían caer a las partidas, hacer Espíritu Santo, sin perdonar ni a la de don Moisés, y largarse con las bolsas llenas de onzas de oro a buscar fortuna y otra parte. Así fueron platicando y urdiendo sus tramas en el camino, y como todo tiene fin en esta vida, nuestros personajes y cuantos conocidos y desconocidos ocupaban el camino real, fueron unos tras otros llegando a la feria.

Cuando el coche de Relumbrón paró a la puerta de la magnífica casa que había alquilado en San Juan, la feria comenzaba en esos momentos, y el espectáculo era de tal manera sorprendente, que antes de entrar en los aposentos, que ya estaban amueblados y dispuestos, se detuvo en el portal y permaneció mudo y abismado, queriendo abarcar y escudriñar con su mirada la nueva ciudad improvisada y construida a continuación de la antigua y que, siguiendo las ondulaciones del terreno, formaba como una caprichosa tela pintada por un maestro, representando un pueblo extraño, medio oriental, medio ruso, parecido a todos menos a los que de ordinario se ve en México o en el centro de la Europa.

En efecto, la feria en ese año era mucho mejor que la de los dos anteriores, y habían concurrido a esto diversas circunstancias. La paz se había conservado en el país durante el año, y con excepción de algunas partidas de merodeadores, tan insignificantes como los indios enmascarados de Evaristo, los caminos estaban seguros, las haciendas y aldeas tranquilas, y lo más positivo y serio que había acontecido era la reunión de los valentones de Tepetlaxtoc; pero aún no era posible conocer el resultado, pues iban a estrenarse en la feria misma. De Valentín Cruz, ni quien se acordara; se había sumido completamente desde que supo que el licenciado Bedolla había sido mandado a la Isla de los Caballos y que Baninelli, con su regimiento ya repuesto, que contaba con 1 200 plazas, venía de guarnición a Jalisco. Habían llegado a Mazatlán tres fragatas procedentes de Liverpool. Los agiotistas y contrabandistas habían hecho un negocio con el gobierno, ahorrando el 50 por 100 de los derechos y ocho o diez mil tercios de géneros y mercancía inglesa estaban ya en la feria.

A esto se añadió que el gobernador de Jalisco había mandado a San Juan una fuerte guarnición y llenado todo el camino de escoltas de buena caballería, mientras el prefecto de San Juan, hombre activo y de progreso, había arrendado el terreno muy barato, dirigido la construcción de la nueva ciudad de madera y ordenado la colocación de los mercaderes. Había de Norte a Sur, de Oriente a Poniente, anchas y espaciosas calles tiradas a cordel y que tenían nombres adecuados. En la calle del centro, que era la más ancha y se llamaba de la Alegría, estaban de uno y otro lado los llamados hoteles, las fondas y los puestos de fruta y dulces, las músicas ambulantes, los teatritos pequeños, los títeres, los bailes, las neverías y refrescos, los muñecos de barro, los tecomates de Morelia, la cecina de Tamaulipas, los quesos de la Barca y de Sonora; en una palabra, cuanto es agradable al olfato, a la vista y al oído, omitiéndose, por pudor, la descripción numerosa e íntima de lo que pasaba en las barracas habitadas en aquellos días por multitud de muchachas amables, bonitas, salerosas y francas de casi todas partes de la República, sin que faltara alguna que otra francesa y norteamericana.

La calle de Mazatlán era, por su riqueza, la más famosa. No habiendo capacidad en las casas de la villa para almacenar tanta mercancía, estaban colocados de uno y otro lado, formando calle, los quince o veinte mil tercios de mercancías procedentes de los puertos del mar del sur, abrigados en las noches o de día, si llovía, con telas embreadas para preservarlos de todo daño. Los diferentes dueños de estos cargamentos tenían el escritorio en las casas alquiladas de la villa, y allí trabajaban, comían y dormían mientras sus dependientes, al cuidado de los fardos, enseñaban en la calle las muestras de lo que tenían a disposición del público; y era de ver la variedad de pañuelos y pañolones de seda de brillantes colores, la variedad de indianas, las frescas y blancas piezas de lino de Irlanda, las docenas de medias de hilo de Escocia, los cortes de vestidos de brillantes colores para señoras, los estampados para la clase pobre, los paños y casimires para trajes de hombre, la infinidad de espejitos, de anillos, de adornos de tocador de loza y cristal, de juguetes para niños, de mil cosas curiosas de todas partes del mundo y aun de China, pues únicamente en San Juan era donde cada año se encontraban maravillosos chales de China que eran la delicia y usaban las ricas y principales señoras de Guadalajara, de México y de Veracruz. Apenas bastaban dos días para enterarse y ver lo que había expuesto en la calle de Mazatlán.

En la calle del Azúcar se encontraban cargamentos inmensos de los azúcares de Veracruz, Cuautla, Cuernavaca, Matamoros, y de piloncillo de Linares y Monterrey, y, además, cacao de Tabasco y Soconusco, vainilla de la costa del Golfo, cañas de azúcar, dátiles, plátano pasado, quesos de higo y de tuna, palanquetas de nuez de Pachuca, cuero de membrillo, tamarindos de Pátzcuaro y quién sabe cuántas otras confecciones por ese estilo.

En la calle de las Pieles se encontraban las zaleas de piel de carnero, esponjadas y teñidas de colores; pieles curtidas de tigre y de pantera; grandes cueros de cíbolo y de gamuza, industrias casi únicas de los indios salvajes de las praderas fronterizas, y pieles de chivo para chaparreras y tapafundas; y allí había también un surtido muy interesante de sillas de montar, aparejos, atarrias bordadas y fustes de Querétaro.

La fantasía y la actividad del perfecto influyó mucho ese año en el sorprendente éxito de la feria y la clasificación y reunión de mercancías análogas formando calles, agradó a los comerciantes, facilitó las ventajas y cambios y proporcionó una diversión nueva y continua a los viajeros y simples curiosos.

Serían las nueve de la mañana cuando Relumbrón llegó a la puerta de su casa de Lagos. Ya todo el comercio estaba organizado, habían quitado las cubiertas de petate y encerrado sus fardos, adornando y arreglando sus instalaciones; las muchachas, garbosas con sus rebozos de seda y sus camisas blancas y limpias, sus piernas desnudas y sus pies pequeños calados con zapatos de seda de color, recorrían contentas las calles; las músicas de guitarras y jaranitas preludiaban sus alegres aunque un poco monótonas canciones, y el movimiento de carruajes y carretones, de arrieros y de gente de a caballo era continuo, tanto, que parecía que la feria toda se trasladaba a otra parte. Los animales, según sus diferentes especies, dejaban oír su voz, pidiendo su almuerzo o reclamando la cena de la noche anterior; en fin, ruidos extraños y diversos, risas sonoras, carcajadas estrepitosas, gritos, chiflidos y no pocas interjecciones que no es necesario escribir, y todo esto bajo un cielo purísimo y un sol de invierno cuyo ardor templaba un airecillo frío y picante que de cuando en cuando venía de las montañas.

Relumbrón no pudo resistir. A pesar del cansancio y del polvo de que estaba cubierto hasta las cejas y pestañas, en vez de entrar descendió por la calle del costado de casas que en suave pendiente conducía a la plaza, que era el punto donde comenzaban las nuevas construcciones y de donde partían las pintorescas y concurridas calles de que hemos hablado.

—Todas estas riquezas podrían ser mías en dos horas. Una sorpresa de los desalmados valentones de Tepetaxtloc, podría acabar con una guarnición descuidada y dispersa, y los comerciantes no podrían organizar una defensa… ¡Qué dicha! En dos horas ser rico, riquísimo, dueño de millones, porque millones hay aquí, como quien dice, tirados en este triste pueblo y en estos campos estériles. Don Cayetano Rubio, don Gregorio Mier, y Agüero González, serían unos pobretes comparados conmigo.

Y Relumbrón recorría con placer las calles, los ojos le bailaban de alegría, y en su ilusión de avaricia y en su monomanía de robo se figuraba dueño y señor de todos los tesoros que veía reunidos, formando esas largas calles que no terminaban sino con los campamentos de tanta gente que no tenía albergue, y que con frazadas, petate, horcones y morillos formaban una habitación que tenía tanto de frágil como de pintoresco.

Una jauría de perros que seguían a todo escape a una perra amarilla, tropezó con Relumbrón, lo hizo vacilar y lo sacó al mismo tiempo de ese loco delirio.

—¡Imposible! —dijo limpiando su pantalón con su pañuelo—. ¡Malditos perros! ¿Qué haría yo con todo esto, aunque fuese mío? ¿Dónde lo ocultaría? ¿A quién se lo vendería? ¡Qué cosas tenemos los hombres! Contentémonos con lo que Dios pueda proporcionarnos buenamente sin riesgos y sin inconvenientes. ¡Oro, plata! Eso es lo mejor y más fácil de guardar, sobre todo el oro, el oro.

Ya más tranquilo, dio la vuelta para entrar en su casa, que estaba ya arreglada. En el camino tropezó con Evaristo, que con su gran chaquetón azul con sus presillas de plata, que indicaban su categoría, seguía muy ufano a tres taparías que caminaban riéndose y chanceando y dejaban ver en cada meneo la mitad de sus gruesas y encarnadas pantorrillas.

—Muy temprano es para campañas amorosas, capitán —le dijo Relumbrón sonriendo— y lo más extraño es que no me haya usted buscado antes de ocuparse de mujeres.

—Justamente vengo de la casa de usted, que me costó trabajo encontrar —le contestó Evaristo quitándose el sombrero con fingida humildad—. El cochero que estaba paseando la mula en la calle me dijo que había ido mi coronel a las calles de la feria.

—Bueno, no quiero que pierda usted la ocasión. Las taparías ya se alejan. Nos veremos en la noche; entretanto combinamos lo que se debe hacer, que nuestra gente tenga mucho orden, que no se emborrachen ni cometan la menor falta. Necesitamos acreditarnos. Tenga usted cuidado y vea dónde cambia y les da algo de mi parte a los muchachos; pero recomiéndeles la obediencia.

Sacó del bolsillo unas seis onzas, las dio a Evaristo y, sin despedirse, le volvió la espalda. Evaristo cogió el oro, se encajó el sombrero hasta las orejas enojado por la brusca despedida del coronel, y corrió abriéndose paso con los codos entre la multitud en busca de las tapatías, que ya había perdido de vista.

Cuando Relumbrón entró en su casa, todo estaba en el mejor orden y hasta la mesa puesta. Lamparilla, que era su abogado, su apoderado, su dependiente, su brazo derecho, todo lo había prevenido; dispuso las cosas antes de la salida de México, de tal manera que, cuando llegaron, ya los muebles estaban colocados, la cocinera en su cocina perfectamente arreglada, y la despensa llena de los exquisitos vinos, de los buenos quesos y de las variadas latas y salsas.

Don Moisés no se quedó atrás; jugador viejo, veterano de cuenta y buen servidor, se aprovechó de la ocasión y no omitió gasto. Había descubierto la piedra filosofal y todo saldría de los puntos. La casa que tomó Relumbrón para habitarla era buena, pero la de don Moisés era mejor. Cortinas de color rojo en los balcones, el gran salón con su carpeta de paño verde, los candeleros de metal dorado con sus grandes velones. El comedor con mantel puesto y refrescos, fiambres, vino y puros gratis para los concurrentes, que recibían en la puerta una tarjeta del convidador. A la canalla no se le dejaba entrar, y tres o cuatro individuos de la policía rondaban la calle y entraban y salían al patio para impedir todo desorden. Había cuatro o cinco partidas de oro repartidas en el centro de la villa aparte de las de plata y multitud de garitos, pero ninguna tan aristocrática y elegante como la de don Moisés.

A las ocho de la noche se abrió la partida y don Moisés, con sus dependientes y gurrupiés, comenzó la talla, que debía cesar a las doce de la noche y seguir el burlote hasta la madrugada. Las sillas estaban ocupadas por los comerciantes más ricos de Monterrey, de Chihuahua, de San Luis y de Guadalajara. Relumbrón fue el primero que entró a la partida y dio el ejemplo echando con garbo diez onzas a la primera carta que salió, sin esperar la segunda. ¿Para qué repetir lo que ya hemos presenciado en Panzacola? El juego de albures, como los toros, son diversiones bárbaras y monótonas. Los mismos lances, las mismas impresiones de placer y de susto. En los toros se ve la barbarie física, en el juego la barbarie de la inmoralidad. En una noche un hombre acomodado y rico puede dejar sin pan a sus hijos al día siguiente.

Don Moisés jugó limpio esa noche y se confió a la suerte.

González, que se hallaba en la feria, tuvo una hora las cartas en la mano. La partida perdió cosa de cuatrocientas onzas, y Relumbrón individualmente como cien; pero tanto don Moisés como éste exageraron las pérdidas, y el público mucho más.

Se afirmó que don Moisés había sido desmontado y que el coronel de México dejó sobre a carpeta seiscientas amarillas.

Esto acreditó a la partida, y la noche siguiente la policía tuvo que intervenir, pues no cabía la concurrencia (toda selecta) ni en el salón, ni en el patio.

Don Moisés, con mucho tiento y cordura, pasó lo más de la noche en alternativas que proporcionaron ganancias a los puntos mezquinos o pijoteros; pero a las once y media tomó en sus manos la baraja mágica y en unos cuantos albures recogió más de lo que había perdido la noche anterior. Relumbrón siempre perdía y hablaba a todo el mundo de la sal que le caía encima.

Pasaba el día en comidas y francachelas y las noches en las casas de juego. Su mesa era frecuentada por las personas más distinguidas del comercio y de la política, a quienes conocía más o menos; pero con la apariencia de un buen vividor, se informaba entre copa y copa y con maña tal, que nadie se apercibía de ello, de la dirección que tomarían tales y tales mercancías acabada la feria de la fortuna de los diversos negociantes, en qué lugar residían, qué alhajas tenían y cómo se manejaban en el interior de sus casas o haciendas con los dependientes y criados. Cuando se retiraba a las dos o tres de la mañana, hacía sus apuntes en su cartera con cifras y palabras que él solo entendía, y en seguida cerraba todas las puertas, se metía entre las sábanas y se dormía contento de su obra. Esperaba completar sus indagaciones para formar el plan de ataque y dar sus órdenes a don Pedro Cataño y al capitán de rurales.

Una mañana, cosa de las diez, Relumbrón y Evaristo platicaban de sus asuntos en la entrada del portal de la casa cuando llamó su atención el sonido agudo de una campanilla, y casi al mismo tiempo se presentó el sacristán que la tocaba, seguido del cura, revestido de su capa y teniendo el sagrado Viático en las manos: las cuatro varas del palio las llevaban unos muchachos que sonreían e iban contentos, entre andando y bailando. Cerraba esta pequeña procesión un acólito con un acetre con agua bendita, y unos cuantos curiosos. Relumbrón y Evaristo siguieron maquinalmente al cura, que descendió la calle y se dirigió a la feria, atravesando por entre la multitud hasta una especie de plazoleta que formaban la plaza de gallos, la de toros y un circo. En esa plazoleta estaba formado un cuadro de soldados. Relumbrón y Evaristo, instigados por la curiosidad, se pudieron abrir paso y seguir de cerca al cura hasta que llegaron al cuadro, encontrándose repentinamente de manos a boca con el general gobernador de Jalisco, que había llegado la noche anterior.

Relumbrón lo conocía personalmente, como a la mayor parte de los generales y oficiales de graduación del ejército así es que se acercó a él y lo saludó con respeto, pero con cierta confianza.

—Coronel —le contestó el gobernador, devolviéndole con la cabeza su saludo y tendiéndole la mano— pues que supongo que como muchos ha venido a la feria a divertirse, va usted a gozar de un espectáculo que sin duda no esperaba. Publiqué quince días antes de que comenzara la feria un bando imponiendo la pena de muerte al que robase cualquier cosa que valiese más de dos pesos. Muy piadoso he sido en dejar a los rateros que roben pañuelos que valgan menos de dos duros, sin que nada tengan que temer. Anoche tres o cuatro bribones cayeron sobre unos roleteros y les quitaron su capital, que serían unos treinta pesos; no contentos con eso, los golpearon y les rompieron la cabeza. De cuatro que eran, dos se fugaron y dos fueron aprehendidos por una patrulla que pasaba a ese tiempo por el lugar del suceso. Anoche mismo fueron identificadas sus personas, y dentro de un cuarto de hora serán fusilados.

Relumbrón y Evaristo cambiaron una mirada.

El coronel aprobó casi con entusiasmo la energía del general; añadió que era duro matar a un hombre por tan poca cosa, pero que no había otro remedio para dar garantías y seguridad al comercio, y al acabar esta arenga le tendió la mano para despedirse de él y marchar lo más lejos que pudiese de ese sitio.

—No, no se vaya usted y verá la ejecución —le dijo el general— pues quiero que usted, cuando regrese a México, se lo cuente al Presidente. No pueden dilatar los reos.

En efecto, a pocos minutos apareció un grupo de soldados trayendo en el centro dos hombres sin sombrero y con las manos ligadas por detrás con un cordel.

Evaristo inmediatamente reconoció a dos de los valentones de Tepetlaxtoc, y dio con el codo a Relumbrón.

—No he querido que sus almas vayan al infierno, y por eso supliqué al cura que los viniese a confesar, que les diese el Viático, los bendijese y los rociase con agua bendita. Dios los perdonará y se los llevará a la gloria. Lo que es yo no los he de perdonar, y lo que siento es que no hayan caído algunos pollos gordos que andan por aquí según me escriben de México.

Evaristo se puso como un papel, y a Relumbrón le dio un vuelco el corazón. Se le figuró que el general había adivinado sus pensamientos y sabía todos sus planes. Tosió fuertemente, se sonó, se limpió la cara con su pañuelo y dijo con voz hueca al general:

—Muy bien hecho; con los ladrones no hay otro remedio.

Se tocó el tambor, se nombró por el oficial el pelotón que había de hacer la ejecución, se colocaron los de Tepetlaxtoc con el frente al gobernador, rodeado de sus ayudantes, y teniendo a Evaristo a la izquierda y a Relumbrón a la derecha. Los reos no se intimidaron por estos preparativos y pasearon sus miradas por la multitud que se había aglomerado, fijáronse en el gobernador que los había condenado a muerte, y le echaron una mirada de odio y de desprecio; pero cuando se fijaron en Relumbrón y Evaristo, la mirada fue de esperanza. Pensaron un momento que los iban a salvar.

Éstos no pudieron sostener la mirada de aquellos hombres en camino para la eternidad, y pensaron que iban a invocar su protección y a denunciarlos si no la obtenían. Fue un momento de agonía terrible, especialmente para Relumbrón. Nada podía probársele y el gobernador no haría caso de unos hombres que se agarrarían a una ascua ardiendo antes de morir; pero su conciencia le acusaba.

El cura colocó el Viático en una mesa que se había pedido prestada a uno de tantos vendedores, se acercó a los reos, les exhortó, les leyó algunas oraciones, les reconcilió, les dio el Viático y los roció con agua bendita, pues así lo había deseado el gobernador, y se retiró en seguida para hacer lugar a los soldados.

Algunos sollozos de mujeres se escucharon.

—¡Pobrecitos —dijeron algunas— derechitos se van al cielo!

Los desgraciados de Tepetlaxtoc dirigían sus miradas suplicantes a Relumbrón y el capitán de rurales, pero en vano.

El pelotón se organizó; vendaron los ojos a los reos, no obstante su resistencia; se dio la voz de mando, tronaron los fusiles, y los de Tepetlaxtoc cayeron como masas inertes, acribillados a balazos. El sargento les dio el tiro de gracia y otros soldados levantaron los cadáveres, los colocaron en una parihuelas y se los llevaron al cementerio; diéronse los toques de ordenanza, la tropa marchó a su cuartel y el general gobernador tomó el brazo de Relumbrón y le dijo:

—¿Ha quedado usted contento?

—Contentísimo —respondió Relumbrón.

—Pues cuando regrese usted a México, cuéntele al Presidente lo que vio en la feria.

El general se dirigió a las casas municipales, donde estaba alojado, y Relumbrón entró cabizbajo y pensativo a la suya.

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