Lo que modificó de una manera notable las operaciones de Evaristo y de sus enmascarados, que se habían sistemado de una manera tan regular y arreglada como cualquiera institución política, fue un incidente con que no podía contar ni estar al cabo de ciertas cosas que pasaban en México y que él no sabía.
Hacía bastante tiempo que en el Teatro Principal, pues no había otro, funcionaba una compañía de ópera tan buena y tan completa como no se ha visto otra hasta que vino a México la deliciosa e inolvidable Sontag.
Marietta Albini era una alta y robusta mujer, blanca como la leche, de porte majestuoso, de ojos pequeños pero muy negros y una perfecta nariz romana que le nacía de la frente, como a las estatuas que se ven en los muscos. Albini era una Norma como jamás había pisado el teatro.
Adela Césari era o parecía napolitana, llena de atractivos al mirar, al hablar, al reír, al moverse, al andar, toda ella era gracia y voluptuosidad. Y las dos, una tiple y la otra contralto, ¡qué escuela, qué voz, qué expresión para cantar! Y en el trato y la conversación, ¡qué finas, qué seductoras, qué agradables! La ciudad entera estaba enamorada de ellas.
Después Musatti, un delicioso tenorcillo por el estilo de Nicolini y Sirletti, fogoso y arrebatador; Galli, un bajo profundo que hacía temblar el teatro cuando cantaba el aria del Duque de Caldosa; Supantini, el bufo popular y simpático que tuteaba a todo México, y, para completar el cuadro, la buena y simpática Magdalena y un acompañamiento de partes secundarias y constas graciosas y atractivas hasta más no poder.
Cuando Marietta cantó por primera vez la Norma fue tal la ilusión del público, que se persuadió de que lo que pasaba en la escena era verdad, y no sólo hubo aplausos frenéticos, sino lágrimas, suspiros, apretones de manos, quejidos; hasta los hombres lloraron, y poco faltó para que los espectadores saltaran al foro, libertasen a Norma con todo y sus hijos, se llevasen a Adalgisa e hicieran trizas a Pancho Vivanco y sus coristas, que desempeñaban el papel feroz de sacerdotes de Irmensul.
Cuando la Césari salió al palco escénico en el Condestable de Chester, dejando, no adivinar, sino ver de una manera fascinadora sus admirables formas, estatua de Fidias, el entusiasmo del público no tuvo límites. Se aplaudía no sólo con las manos, sino con los pies, con los bastones, con las bancas, con todo lo que podía hacer ruido, y las mujeres mismas no pudieron resistir la fascinación de la belleza y de las gracias de aquella aparición, como de otro mundo de delicias.
La noche del beneficio de la Albini su cuarto estaba literalmente cubierto de flores y de regalos.
Al fin del segundo acto se presentaron tres lacayos, conduciendo cada uno una talega de mil pesos nuevos, atada con cordones y cintas de seda. Era el obsequio del viejo conde de Regla, que siempre tenía su palco, aunque rara vez concurría al teatro.
La noche del beneficio de la Césari, también su cuarto estaba cubierto de llores y obsequios, y al fin del segundo acto, dos lacayos entraron conduciendo, en una charola de plata, un aderezo de brillantes que valía cinco mil pesos. Era el regalo del conde de la Cortina, que para amores nunca fue viejo.
La Norma, La urraca ladrona, El pirata, El condestable de Chester, La italiana en Argel, Isabel de Inglaterra, La casa deshabitada, eran óperas favoritas del repertorio, que tenían a México en una especie de encanto que no permitía que nadie se ocupase de otra cosa ni hablase más que de la ópera. Los mismos partidos políticos, tan vehementes entonces, se calmaron; las logias masónicas dormitaban; los hermanos preferían irse al teatro, y la tenida quedaba en la soledad, y los triángulos y escuadras vigilados sólo por el ojo del Espíritu Santo, que se cerraba de sueño. Yorkinos y escoceses firmaron una tregua; los que no tenían dinero, empeñaron sus alhajas en el montepío para continuar abonados al teatro, y los empleados de algunas oficinas vendieron sus sueldos a los usureros.
Se formaron dos partidos: Albinistas y Cesaristas, a cual más formidables y entusiastas, y nunca faltaban en las noches acaloradas disputas, pues al entrar y salir del teatro se formaban en el vestíbulo corrillos a cual más intrigantes. Gritos, porrazos, en ocasiones, y a veces duelos serios entre gentes de rango y de posición social. Ni güelfos y gibelinos en Italia, ni yorkinos y escoceses se habían detestado ni armado más ruido y algazara que los albinistas y cesaristas en México. Los albinistas representaban al partido popular. Los cesaristas, al partido aristocrático. Abiertamente el conde de la Cortina, tan sabio como enamorado, se había puesto a la cabeza del partido cesaristas, mientras el conde de Regla se había limitado a enviar a la Albini sus tres talegas de pesos nuevos, y no faltaba una noche cuando ella salía a las tablas; pero todo el mundo daba por sentado que el viejo conde era el jefe del poderoso partido albinista.
Quién sabe cuántos meses o quizá años permaneció la compañía en México deleitando a todo el mundo sin excepción, pues hasta los muchachos de la calle silbaban la Casta diva y el aria del Condestable; pero, como todas las cosas del mundo, tuvo su término, y fue un día de luto cuando miraron salir dos o tres diligencias llenas de artistas y de coristas que, cuál más cuál menos, habían hecho una pequeña fortuna y regresaban contentos a la bella Italia, llevando consigo sus trajes de reinas, de pastoras, de sacerdotisas, de caballeros y de duques. Las monedas, con excepción de un poco de oro para el camino, lo habían remitido en letras de cambio o por la conducta.
¿Robar a esos ruiseñores, a esas calandrias venidas de los jardines de los cielos, tocar a esas beldades escapadas de los museos de Roma? Imposible: Yorkinos y escoceses se pusieron de acuerdo y se dieron pasos, se habló muy seriamente al comandante general y, en consecuencia, el camino se llenó de escoltas de caballería, y los numerosos amigos y admiradores de las virtuosas salieron a acompañarlas hasta el Peñón Viejo.
No obstante el brillante éxito y la notoria habilidad con que desempeñaron su misión Bedolla y Lamparilla, las cosas se pusieron para los infelices caminantes en peor estado. Hubo, en efecto, una reconciliación oficial entre el gobernador y el ministro de Gobernación; pero como los dos tenían una herida en el amor propio, que es más enconcosa que cualquiera otra, quedaron en su foro interno perfectamente enemigos y dispuestos, si no a vengarse, sí a desquitarse. De pronto, para que la responsabilidad de los robos en el camino recayera sobre el ministro, el gobernador mandó retirar las fuerzas pequeñas que había en los pueblos y que servían de algún respeto; y por su parte, el ministro, para que el descrédito viniese a las espaldas del gobernador, hizo de modo que desde México hasta Veracruz no hubiese ni un soldado federal; así, Evaristo quedó tan a sus anchas, que era el soberano absoluto de la montaña. Los pasajeros estaban tan resignados, que en cuanto el cochero detenía sus mulas, los que iban dentro de la diligencia se bajaban, vaciaban sus bolsas en las manos de Evaristo y de Hilario y se tendían humildemente boca abajo. Los bandidos, abusando de esa mansedumbre y enorgullecidos con la impunidad, solían dar de puntapiés a los infelices, dejarlos apenas con la camisa aunque estuviese helando, y si algunas mujeres de regulares bigotes se arriesgaban a atravesar el monte, malas lenguas decían, aunque con mucha reserva, que lo pasaban muy bien o muy mal, porque los enmascarados habían dado en ser un poco aficionados al bello sexo.
Es menester repetir que los amigos de las divas ni remotamente se figuraban que pudiera sucederles el menor percance; pero no contaban con que el comandante general, aunque excelente padre de familia, durante toda la temporada no había pensado más que en la ópera, en las coristas y especialmente en la Césari, y celoso del público entero, que no le quitaba los anteojos cuando salía vestida de condestable, y despechado de no haber alcanzado más que una que otra mirada y tenido conversaciones sin consecuencia, en vez de poner de su parte lo que era necesario para la seguridad del viaje, tuvo allá en sus adentros la maligna intención de que los ladrones hicieran lo que él no había podido alcanzar ni de la más fea o, mejor dicho, de la menos bonita de las seductoras coristas italianas. ¡Qué perversa es la naturaleza humana! Pero así es en ocasiones, cuando no siempre.
Escogió, pues, para las escoltas del camino, unos escuadrones de cívicos mal organizados, peor vestidos y con caballos tan flacos que un viento fuerte que los cogiese en la llanura podía fácilmente derribarlos.
La despedida en el Peñón Viejo de los desdichados adoradores de las bellezas que se iban a tierras lejanas fue muy tierna, pero regresaron tranquilos luego que los dos coches llenos y cargados hasta el techo de sacos, baúles, sombrereras y mil otros accesorios teatrales, enfilaron la calzada de Ayotla, seguidos de veinticinco hombres llenos de brío y de entusiasmo, que azotaban y apaleaban sus pobres caballos para ir al paso de la diligencia y no separarse del lado de las portezuelas. Con mil penas llegaron a Ayotla y allí rindieron la jornada; otra escolta, al mando de otro oficial, continuó el servicio. Ésa sí no pudo seguir los coches, por más que martirizaron hasta con las espadas a los flaquísimos caballos; algunos tropezaron y cayeron con todo y soldado, sin poderse ya levantar.
Los cocheros, por miedo de la multa y porque no les convenía que hubiese balazos y campaña, no querían moderar el paso; el oficial gritaba y trinaba, y, a medida que conjuraba a los cocheros a que se detuvieran, el látigo tronaba y las robustas mulas volaban por entre el polvo del camino. Al fin el oficial se dio por vencido, detuvo los pocos soldados que lo seguían, pues los demás habían quedado rezagados por el camino, y dijo:
—Que se los lleve el diablo, ya que no se quieren detener y me alegro mucho, pues cuatro ladrones bien montados habrían dado cuenta con mi escuadrón, y quién sabe qué suerte habría corrido.
Volvió grupas, se ladeó en la silla, encendió su cigarro y estaba de vuelta en Ayotla a la vez que los viajeros entraban en lo más peligroso del camino, donde ya no había ni asomos de fuerzas.
Al observar que la escolta se había retirado, y la completa soledad del camino, pues por rara casualidad en ese día no había ni recuas de arrieros ni indios con sus hatajos de burros, y sólo siniestros mendigos (espías de Evaristo) se acercaban a la portezuela cojeando y tendían para implorar una limosna mugrosos sombreros de petate, el terror más grave se apoderó de los cantantes, y hacían en su lengua seguramente recuerdos de Fra Diavolo, cuando al entrar en un terreno sombrío escucharon el terrible grito:
—¡Alto ahí, grandísimos…!
Era, como ya se ha dicho, el usual y cariñoso saludo de Evaristo.
Las diligencias se detuvieron, y no sólo los enmascarados los rodearon amenazando con sus garrotes, sino cinco o seis más de a caballo, antiguos conocidos de Hilario, con que se había reforzado la cuadrilla, queriendo ya dar vuelo y establecer más en grande la negociación, que iba decayendo de día en día a causa de los pocos pasajeros y de la escasez de sus bolsas y pobreza de sus maletas.
Giaccomo Vellani era el marido de Marietta Albini. Más alto que ella, que es mucho decir, de un color un poco más subido que trigueño, gran bigote y perilla negra que le cubría hasta muy abajo del labio superior, tenía más de árabe y de griego de las islas, que de italiano, desvió con la mano el cañón de la pistola de Hilario, que apuntaba rectamente a la cara de Norma, y llevó la otra a un largo puñal que tenía en el bolsillo, estando resuelto a vender cara su vida, pero salvar la de su mujer.
Hilario, un poco sorprendido de ese aparato de resistencia, quiso intimidar, retiró la pistola y la disparó al aire.
—¡Dio di Dio! —gritaron las bellas italianas, encogiéndose todas, tapándose los ojos y queriendo guarecerse las unas con las otras; pero no fue un grito destemplado, como el de las señoras principales de Puebla, sino una armonía que brotó de aquellas gargantas que continuaban diciendo en italiano quién sabe cuántas cosas, y parecía más bien el ensayo de un coro de Rossini. Evaristo no dejó de notarlo, y retirando la pistola dirigió a Hilario una de esas palabras enérgicas del idioma español, reprendiéndole porque sin necesidad y sobre todo sin su orden había disparado su pistola.
La mulas, que tenían pocas semanas de servicio, se espantaron, y a no haber sido por el sota que estaba delante y los fuertes puños de Mateo, habrían partido a escape y hecho pedazos el carruaje y los que iban dentro.
—Eso no es lo tratado, valedor —le dijo Mateo a Evaristo con mal humor, o, mejor dicho, con grosería—. O semos o no semos, ¿y para qué es comprometerse a lo que no se ha de cumplir? Si no estoy tan prevenido, me matan estas mulas, que son cerreras y relajas (y ya se lo había dicho). ¿Y qué le resultaba de eso? Además son cantantes; tienen menistro como don Rafael, y son cómicos del teatro de México, y le ha de ir mal. Mejor será que los deje dentro del coche y haga que le canten algo. Ya sabe, valedor: me encargaron que cuidara la carga y tengo mis obligaciones en la ciudad.
—Bueno, porque tú te empeñas, Mateo —le respondió Evaristo—. Pero ¿qué traen?
—Pues eso sí no sé; pero vestidos de reyes y de todas clases con galones de oro y de plata. Si quiere, regístrelos, pero breve, porque ya sabe a la hora que tengo que llegar precisamente a Puebla.
Mientras pasaba este corto diálogo entre Evaristo a caballo y Mateo en su pescante, conteniendo con esfuerzo su tiro cerrero de mulas, las italianas se habían recobrado del susto, y los indios enmascarados vaciado la covacha, regando por el camino baúles, maletas y sacos. Mateo se inclinó un poco para hablarles a los de la diligencia, les dijo que entregan las llaves, que no intentaran resistir y que no tuvieran cuidado.
Se acercó de nuevo Evaristo a la portezuela con mejores maneras, les pidió las llaves y el dinero, les aseguró que nada les sucedería si obedecían lo que mandase y no intentaran hacer ninguna resistencia.
Apresuráronse las italianas a dar cuanto oro menudo tenían, y la cosecha de escudos no fue tan mala, con lo que se contentó el bandido sin exigir más, y fue a visitar los equipajes. Entre la ropa de uso se encontraban vestidos y adornos de teatro que no habían podido colocarse en las cajas que días antes habían enviado por la línea de carros. Así Hilario y sus indios habían sacado ya un magnífico traje de reina de Babilonia; el del condestable de Chester, con que la Césari trastornaba las cabezas de los abonados; el de la vestal Adalgisa y otros por ese estilo. Los indios de la sierra de Chalma, que veían asombrados por primera vez aquello, no disimularon su sorpresa, y creyeron que eran ornamentos de iglesia o de personajes tan elevados, que jamás habían pensado que transitarían por un camino donde acostumbraban a ver a los pasajeros con vestidos comunes, sarapes y capototes, y nada de telas finas, de terciopelo y de galones de oro y plata.
—Todo eso es falso, valedor —le dijo Mateo a Evaristo—. Si quema los galones, no sacará más que cobre, y si se roba los vestidos, como son tan conocidos como de cómicos, donde quiera los descubrirán. Déjelos, hágales cantar y despáchenos, que se me va haciendo tarde.
Los cocheros de Zurutuza no eran de ninguna manera cómplices, pero a fin de que la linea pudiese subsistir, y para que no los maltrataran y mataran, habían tenido que transigir, desde tiempos muy atrás, con los bandidos, que a temporadas, a veces largas, aparecían por las montañas de Río Frío, y habían concluido, especialmente Mateo El Yanqui, Juan El Diablo, Marcelino y Ruperto, que servían la línea de Veracruz, por ejercer cierto dominio, logrando la grandísima ventaja de que no los registraran, y de esta manera conducían con entera seguridad cartas de importancia, dinero, relojes de oro y alhajas que entregaban religiosamente a los viajeros a su llegada a Puebla, Jalapa o Veracruz. Esta influencia era más grande respecto de Evaristo. Ladrón se podía decir nuevo, queriendo guardar su reputación de agricultor, todavía sin hombres determinados y valientes que lo acompañasen, y sin estar relacionado para ocultar y vender lo robado, estaba casi subordinado a los cocheros, que lo amenazaban con que si los fastidiaba mucho y ejercía violencia con personas notables y ricas como Escandón, Pesado y otros, se suspendería la línea y quedaría entonces reducido a asaltar arrieros o indios, que también a su tiempo sabrían tomar las veredas del monte.
En cuanto a don Rafael Veraza, no hay ni qué hablar; hacía regularmente su viaje de ida y vuelta a Veracruz. Al llegar a los parajes peligrosos, usaba de su pito de la manera convenida, y a los pocos minutos salían de la vereda del monte dos o tres indios que lo acompañaban con el sombrero en la mano hasta la posta, y las más veces Hilario o el mismo Evaristo, con los cuales tomaba un trago de coñac, encendía su cigarro, montaba en el caballo fresco, y más que corría volaba por los derrumbaderos, azotando a derecha e izquierda las ancas de los rocines, acostumbrados también a piedras, peñascos, zanjas, barro y ladrones.
El amo don Anselmo, cada vez que por los negocios de su casa o por respirar el aire de la mar se le antojaba ir a Veracruz, mandaba poner dobles tiros en las postas, y en coche extraordinario, con Mateo y Marcelino de cocheros, emprendía solo el viaje sin armas ningunas, y lejos de esconderse dentro del carruaje, iba sacando por la portezuela su faz rubicunda y sonriendo a los árboles, a los magueyes y a los campos de cebada. En el tránsito, en vez de ser atacado o molestado, arrieros, indios, rancheros y ladrones, se quitaban el sombrero y saludaban diciéndole: «Buen viaje, amo don Anselmo, y que Dios lo lleve con bien». Cuando las diligencias ordinarias llegaban a Puebla, ya don Anselmo, rasurado, lavado y vestido de limpio, estaba ceremoniosamente sentado en la cabecera de la mesa del comedor de la casa, esperando a los viajeros para dar la señal, con una campanilla, de que se sirviese la sopa.
Tal, o poco menos, era el estado que guardaba el camino de Veracruz en la época en que pasaban esos acontecimientos, siendo inútil decir que aparecían sus partidas, que nada tenían que ver con Evaristo, por el rumbo de Chalco, por el Pinal de San Agustín, en las cercanías de Perote y realmente no se disfrutaba de una seguridad completa sino de Jalapa a Veracruz. Llegó el caso de que la diligencia fuese asaltada y robada cuatro veces.
Sigamos un poco más con nuestras bellas italianas y con los eximios cantantes.
Mateo no consideró suficiente la recomendación que desde el pescante había hecho a Evaristo, sino que entregó por un momento las riendas al sota y descendió a hablar con él y con Hilario.
—Compas —le dijo—, traigo de los señores de México un encargo esencial de que el coche pase bien y que no se toque el pelo a los pasajeros que, como les dije, son cómicos y cantantes; lo que ganaron en el teatro ya lo mandaron para su tierra en la conducta que pasó la semana pasada, todo lo cual lo ha platicado el amo don Anselmo en el patio de la casa. Si hay queja del monte, el amo me dijo que suspendía por seis meses el viaje, o hasta que acabara la tropa con ustedes; conque ya saben lo que hacen, y como me han dado una buena gala y soy completo, de mi parte les quiero convidar.
Mateo metió mano a la profunda bolsa de sus calzones de vaqueta, que le servían para el sol y agua en el camino, y sacó cuatro onzas que dividió entre Evaristo y su segundo.
El caso había sido que el conde de la Cortina buscó a Mateo personalmente la víspera, y poniéndole diez onzas de oro en la mano, le dijo:
—¿Me respondes de la seguridad de las gentes que van mañana en tu coche a Veracruz?
—No tenga su señoría cuidado (Mateo nunca se abatía hasta decir su merced, como los indios) —le contestó—; si algo sucede, me puede mandar cortar la cabeza cuando vuelva del viaje, si hay novedad.
—Fío en ti; cuida especialmente a las señoras… Son bonitas…, ¿me entiendes? Que no les toquen ni el pelo.
Mateo sonrió maliciosamente, se guardó el oro en las profundidades de sus chaparreras, y repitió:
—Quede su señoría sin cuidado.
Esto explica el afán de Mateo y su interesante diálogo con el bandido, y para el mejor desempeño de su comisión, supuesto que había ofrecido su cabeza en garantía, él mismo abrió la portezuela del coche y dio respetuosamente a las divas su mano vestida de un sucio guante de gruesa gamuza.
—No tengan miedo, ya estoy arreglado con el capitán, pero si les dice que canten, es menester cantar, que vale más eso que no las desnuden, como ya lo ha hecho con unas señoras principales de Puebla y con otras; el señor conde me encargó mucho… que me dejara matar antes que permitir… Le dije que con mi cabeza le respondía…, bajen sin temblar ni demostrar miedo, al contrario…
Asustadas, sin poderlo remediar, temblándoles un poco las rodillas y las manos con que apretaban la de Mateo, apareció un grupo pintoresco en la calzada sombreada por los frondosos árboles del bosque, en cuyas ramas se mecían ufanos y daban sus trinos al viento los cantores de las selvas.
Fichús de lana roja o azul, mascadas rayadas de colores diversos engastaban las fisonomías un poco pálidas y descompuestas con la duda de la suerte que podían correr, a pesar de las seguridades y buenas palabras de Mateo. Sus expresivos y negros ojos italianos se dirigían inquietos, ya a Mateo, ya a Evaristo y a los horrorosos enmascarados que, conforme a su consigna, mantenían levantados sus garrotes para dejarlos caer a la menor señal sobre la cabeza de los viajeros.
Vellani, revolviendo sus ojos terribles y con el espeso bigote cerdoso erizado, se mantenía altivo en medio del grupo de mujeres, con la mano en el mango del puñal que tenía en el bolsillo izquierdo, pronto a herir al menor indicio de un ataque. Su cabeza y su cara casi negra sobresalían como una extraña aparición, de entre el grupo de colores chillantes que formaban los peinados y abrigos de las cantatrices.
Evaristo y sus indios no pudieron resistir a la agradable impresión que les causaba aquel grupo de bellísimas mujeres vestidas con cierta novedad y fantasía, que no manifestaban temor ninguno, y también les impuso algo la cabeza alborotada y la fisonomía terrible y decididamente resuelta de Vellani.
—El capitán —dijo Mateo—, que es amigote, me ha dicho que no tienen por qué asustarse, que nada les hará, pues que le han dado de buena voluntad el poco dinero que traían.
Evaristo hizo una señal de asentimiento, miró también a los indios, que bajaron los garrotes y se retiraron a cierta distancia.
—Pero el capitán —continuó Mateo— no ha podido ir a la ópera, como se lo pueden figurar, teniendo muchas ocupaciones de día y de noche en el camino; ya les he dicho que todos los que vienen son cantantes y personas muy buenas que ya se van a su tierra… Desea que le canten una o dos cosas de las mejores, y yo se los ruego para irnos, porque se me hace tarde y me costará pagar diez pesos de multa, que nunca perdona don Anselmo a sus cocheros.
Los artistas, ya más tranquilos, se miraron unos a otros y convinieron en que era necesario obedecer a Mateo, que era su salvador, y cantar.
Evaristo les hizo seña que le siguieran y los condujo al grupo de magníficos árboles que ya conoce el lector, donde encontraron una agradable sombra y un césped verde lleno de margaritas blancas y amarillas.
La Césari, que en vez de estar asustada gozaba con esa aventura que tenía mucho de italiana, dio el ejemplo; siguió a Evaristo y les dijo:
—Cantemos, cantemos algo que les deje un recuerdo a estos buenos ladrones. El signor Galli comenzará.
Galli, hombre ya de edad, delgado pero derecho y fuerte y con visibles muestras de la hermosura varonil de su juventud, había permanecido sin miedo y sin jactancia, como silencioso observador; sin decir una palabra, se separó del grupo, salió del recinto de árboles y entró por otro lado, como si estuviera en el foro del teatro, y entonó con una voz poderosa, un aria… ¿Aria del Pirata, de Mahomet II, de Semíramis? ¡Quién sabe! Un aria que le inspiró la majestad del bosque profundo, la soledad del sitio, la situación de unos extranjeros a la merced de numerosos bandidos, amparados y defendidos únicamente por el cochero de la diligencia que los conducía al mar, para lograr, sufriendo los nuevos riesgos del océano, llegar por fin a su deliciosa Italia a descansar y disfrutar de las economías, fruto de una larga y brillante carrera artística. Galli cantó en la selva como jamás había cantado en el teatro. Evaristo, que no tenía idea de estas grandezas del genio, quedó como clavado y sin movimiento en el árbol en que se recargaba. Los enmascarados, inconscientemente, se fueron acercando poco a poco, como atraídos por este nuevo Orfeo.
Luego que acabó Galli, la Césari, dominada, como mujer, más que Galli, por idénticos sentimientos, se presentó en ese foro bellísimo y salvaje, se arrancó los peinados y tocas de seda que le cubrían la cabeza, arrojó al suelo el abrigo de camino que la envolvía y apareció como una maga fantástica, erguida, hermosa, con una túnica de seda azul celeste, ceñida con un cinturón de galón de oro, y comenzó a cantar. ¿Qué cantaba? Lo mismo que Galli, improvisaciones, notas que no había escrito ningún maestro, juegos de garganta y trinos de gorjeos de ave del paraíso que no se habían oído en ningún teatro, maravillas de melodías, cascadas de gotas de oro que salían por los labios voluptuosos y encarnados de aquella reina de la selva, de aquella fugitiva hechicera de las sombrías profundidades de la montaña.
Los árboles se cubrieron de pájaros que escucharon atenta y silenciosamente, y luego que cesaron las armonías volaron en ruidosa algazara a las copas de otros árboles, queriendo imitar y repetir las notas que habían escuchado.
Evaristo, entusiasmado, con un sentimiento más bien de admiración que no sensual, se lanzó a abrazar a la bella Césari, pero ésta dio un paso atrás y presentó su suave y sonrosada mejilla a Evaristo, que imprimió en ella un beso que debieron también escuchar las aves.
Evaristo intentaba algo más. La Césari retrocedió, tendió una mano para contenerlo y clavó con autoridad sus grandes ojos en el bandido.
—Nada más, signor —e irguiendo la cabeza como si fuera el capitán, condujo a los viajeros al coche, y ordenó a Mateo que subiera al pescante.
Al tronar el látigo y partir las mulas, la Césari sacó su redondo brazo por la portezuela y saludó graciosamente al capitán de los ladrones de la montaña.