IV. ¿Qué dirán los extranjeros?

Ya hemos dicho que no pasaba semana sin que en un punto u otro del camino de México a Veracruz fuesen robadas las diligencias; pero como se trataba de pasajeros desconocidos, de gentes que no tenían como Escandón, Pesado y Couto una alta posición social, nadie hacía caso, ni menos los gobernantes, que se ocupaban de asuntos para ellos más graves y provechosos; y cuando la prensa o el comercio alzaban un poco la voz, los funcionarios públicos se echaban la culpa unos a otros, se volvía asunto de Estado y de diplomacia, siendo necesario que, para evitar un conflicto, personas tan dignas y caracterizadas como Bedolla y Lamparilla, intervinieran para que al fin quedasen las cosas en peor estado; pero cuando se trató de una compañía de ópera, de muchachas bonitas y de extranjeros, ya fue otra cosa. Pero tenemos antes que explicar por qué Evaristo se prestó a la extraña fantasía del cochero Mateo, de que cantasen las artistas, recurso que le ocurrió para que no sufriesen ninguna clase de daño y cumplir la palabra que le dio al conde de la Cortina.

Mateo era hombre tal, que si su misión no hubiese tenido buen éxito, habría rogado al conde o a don Anselmo que le cortasen la cabeza, o, cuando menos, devuelto su gratificación de diez onzas. Su vanidad era conducir un coche como nadie, por el peor camino, y dominar a los ladrones, por asesinos y terribles que se les supusiese.

Evaristo, en sus terrenos y jurisdicción señorial de la montaña, no atacaba jamás a las recuas de arrieros, ni a los pesados carros de mercancías, ni a los indios, de los que no podía sacar más que unas cuantas cuartillas de cobre; y a las diligencias las dejaba libres largas temporadas, por varias razones. Tenía que contemporizar con los cocheros, que lo amenazaban frecuentemente con levantar la línea; necesitaba que sus indios trabajaran en el carbón y en el campo, para desviar las sospechas y justificar así su residencia en el corazón de la montaña. Además, necesitaban él e Hilario recibir y pagar a intervalos las visitas del administrador de La Blanca, que cada vez estaba más contento del arrendatario y hacía los mayores elogios de él en los pueblos de Texcoco y Chalco los días de feria en que se reunía con los administradores de las haciendas de la comarca; pero todo esto no era lo principal, sino Cecilia.

No quitaba Evaristo el dedo del renglón, como se dice, y Cecilia era el punto fijo de sus pensamientos; después de revolver mil proyectos en su cabeza, a cual más disparatados, no salía de esta disyuntiva: O ha de ser mía o la mato.

Así, a cada momento buscaba él mismo un pretexto para bajar a Chalco, ya a cambiar un caballo, ya a comprar alguna ropa o herramientas, ya a vender carbón, maíz o cebada. Y, en efecto, el dinero y los negocios no le faltaban; había logrado ver de lejos una que otra vez a Cecilia, cuando llegaba cada semana con su trajinera; pero sin atreverse a entrar a su casa des de la rociada de agua caliente y la tunda de escobazos que le dieron las dos Marías.

Dos o tres ocasiones extendió sus excursiones hasta la capital; disfrazado y en las noches, rondó por la casa de la Acequia, reconoció las paredes, las puertas y ventanas, la altura de la azotea, los escondites en los callejones cercanos, la clase de vecinos (que no todos eran de la mejor conducta) y, a poco más o menos, se enteró del método de vida que seguía Cecilia, que era el trabajar desde las seis de la mañana hasta las siete de la noche en su puesto de la Plaza del Volador, donde se desayunaba y comía, y retirarse en la noche a su casa con sus dos Marías, dando antes un corto paseo por el Portal de las Flores. Cada una o dos semanas hacía el viaje entre Chalco y México; ningún hombre dormía dentro de la casa; ningún sereno cuidaba la puerta ni la azotea, y en el muelle o canal que entraba al patio dormía, dentro de la canoa, un remero, que las más noches tomaba sus fuertes tragos de chinguirito antes de acostarse y dormía la tranca, al grado que alguna de las Marías tenía en la madrugada que tirarle por las piernas y arrastrarlo hasta la mitad de la canoa para que despertase.

Para alguno de los diversos planes que se proponía realizar Evaristo, estas indagaciones eran preciosas. Paredes débiles de adobe. Patio con libre entrada por el canal. Remeros siempre borrachos. Ventanas bajas con rejas de madera. Puertas no muy sólidas. ¡Qué datos tan importantes para un ladrón!

En uno de los viajes en que completó sus observaciones, fue a dar a Chalco muy satisfecho; se preparó a todo riesgo a hacer una visita a Cecilia y afrontar con calma la furia de las dos Marías.

Dio la casualidad de que cuando Evaristo se acercaba al zaguán, Cecilia venía de la parroquia. Aunque Evaristo había cambiado de figura, pues estaba más gordo, rasurado completamente y pelado a peine, y hacía ya tiempo que no lo había visto, lo reconoció al momento, más que todo, por la sensación extraña que le causó el timbre de su voz y su mirada, entre torva, vengativa y amorosa. El lenguaje de los ojos sólo lo comprenden otros ojos que ya se hayan mirado, y queda sin expresión para los indiferentes.

Cecilia experimentaba, cuando se encontraba con Evaristo, una especie de fascinación dolorosa que no se podía explicar, y se sentía a su pesar atraída hacia él como el conejo tímido a la boca de la boa.

Detúvose Cecilia, se estremeció ligeramente, quiso seguir a su casa, que estaba a dos pasos; pero no pudo y quedó como clavada en el suelo.

No escapó a Evaristo la sorpresa y conmoción de Cecilia, y se aprovechó de ella.

—No hay que asustarse, doña Cecilia. No trato de vengarme, como usted podría creer. Por el contrario, vengo a pedirle a usted perdón. Fui muy atrevido al introducirme a la casa de usted y hasta su mismo cuarto donde se estaba bañando; pero ¡qué quiere usted, doña Cecilia!, los hombres no somos dueños de contenernos y hacernos a veces cosas de que tenemos que arrepentirnos; pero eso ya pasó, y usted, que tiene un buen corazón, me perdonará y no será rencorosa. Ya habrá usted sabido que tuve mis dificultades al entrar al rancho abandonado de los Coyotes; pero ya voy bien: las cosechas no han sido malas, el carbón, que despacho en las canoas de los Trujanos, me da qué comer, y quiero estar bien con las gentes de Chalco y de Texcoco como vecino; lo primero que pensé fue en aprovechar la primera ocasión para hablarle y que usted no tuviese nada malo conmigo. Ya soy otro hombre, doña Cecilia, créamelo por su vida; y así, amigos, cada uno en su trabajo y su giro, no tendremos que odiamos.

—Yo ni odio ni me meto con nadie ni en lo que no me interesa —le contestó Cecilia algo repuesta y adelantándose a tocar la puerta de su casa—. Pero lo que no me gusta es que se metan conmigo; mas ya que usted se ha adelantado a satisfacerme y confiesa que no hizo bien, asunto acabado y como siempre, nada me queda aquí.

Cecilia llevó su mano a su pecho, entró en el zaguán e iba a dar a Evaristo con la puerta en las narices, cuando reflexionó que no hacía bien en granjearse un enemigo que, arrepentido, le había pedido humildemente perdón.

—Pase si gusta, descansará y tomará algo —le dijo, haciéndole lugar para que entrara.

Evaristo no esperó que se lo dijeran dos veces, sino que entró lleno de gusto al patio donde la otra vez tuvo que correr vergonzosamente para que no lo matasen a escobazos las dos Marías.

—Tendrá muchos defectos, doña Cecilia; pero su corazón es como una casa. Se lo agradezco, y ya verá que no volveré nunca a molestarla; además, me vivo meses enteros en el rancho, y a Chalco vengo o de paso o a cobrar mis cuentas de cebada y carbón.

—Cómo guste —le respondió Cecilia.

Le hizo seña de que entrara al comedor y se sentara, y ella salió gritándole a una de las Marías, precaución que le pareció necesaria, no obstante las protestas de enmienda y la plácida y resignada fisonomía de Evaristo.

María colocó en la mesa vasos y dos botellas de licor.

—No le hará mal —dijo Cecilia sirviéndole—. Es un licor de canela que me regaló hace tiempo don Muñoz, el de la tienda de la esquina de la calle Real.

—¿Y usted no toma, doña Cecilia? —le dijo Evaristo sirviéndole en el otro vaso.

—Ni gota; mi pulque a las horas de comer y es todo; se lo agradezco.

—Entonces, a la salud de usted —y Evaristo apuró el vasito lleno de licor de canela, regalado por don Muñoz, que tampoco quitaba el dedo del renglón y se moría de amor por Cecilia.

Evaristo estuvo muy comedido; platicó de las ventas de carbón, de maíz, de cebada, de siembras de trigo temporal, de frutas de la Tierra Caliente; pero ni una palabra de amor que hiciese perder a Cecilia la confianza que trataba de ganar.

Echó su último trago y se levantó del asiento para marcharse. Cecilia ya lo deseaba. La presencia de aquel hombre no dejaba de agradarle; pero le hacía daño, la tenía en una situación como la que experimenta una persona que cree que le va a suceder una desgracia.

—Un favor por despedida, doña Cecilia.

—Lo que mande, siendo posible —le contestó ésta.

—En los viajes que suelo hacer a México para cobrar mis cuentas, me ha ocurrido entrar al Montepío en los días de remate, y cuando encuentro alhajitas baratas, pero muy baratas, las compro, porque todo es comerciar; y cuando se encuentran onzas de oro a catorce pesos, es una ganga…, ya ve usted…, ¿qué le parece?

—Bien hecho, y así he comprado las pocas que tengo —contestó Cecilia con naturalidad y no sabiendo a dónde iría a parar Evaristo con esta conversación.

—Pues bien, doña Cecilia, ayer, que fue día de almoneda, lo aproveché, y vea usted la ancheta.

Evaristo puso en las manos de Cecilia un papel atado con una cinta.

—Ábralo usted y vea si hice buena compra, doña Cecilia.

Con esto volvieron a sentarse donde estaban, y Cecilia desató la cinta y abrió el paquete.

Anillos de oro con algunas piedras finas, cigarreras de plata y oro de filigrana y diamantes, relicarios, un hilo de perlas no muy gruesas, pero muy parejas; sartas de corales, rosarios y cucharas de plata y otras cosas de menor importancia.

Cecilia examinó todas estas baratijas, oxidadas y amarradas con listones sucios, con la curiosidad de una mujer; las envolvió en su papel y se las devolvió a Evaristo, diciéndole:

—Hay cosas bonitas y otras feas y sucias, y no sé por qué, pero se me figuran robadas.

Evaristo, al oír estas palabras dichas con la mayor naturalidad por Cecilia, se puso blanco como un papel, y se le figuró que Cecilia sabía ya algo de sus hazañas en el monte; pero procuró reponerse y disimular, y contestó con cierta calma e indiferencia:

—No lo creo, doña Cecilia; pero puede que tenga usted razón. En el Montepío reciben toda clase de prendas, sin averiguar de dónde vienen. ¡Buenos estaban para pesquisas antes de prestar el dinero!

Cecilia, sin maliciar nada, había instintivamente adivinado, quizá también por la manera como estaban atadas y la disparidad de prendas.

Evaristo continuó, ya tranquilo, platicando con Cecilia.

—Precisamente —le dijo— quería pedirle el favor de que me guardase por dos o tres horas estas alhajas. Voy a la Venta de Río Frío a ajustar con el fondista una entrega de carbón, y como sabrá usted que por allí esperan los macutenos a la diligencia, no quisiera ir con estas baratijas en la bolsa. No es que yo tenga miedo a los ladrones, que nunca atacan al que está bien montado y armado como yo, ni conmigo se meten, que no saldrían muy bien, pero nada cuesta una precaución.

—No finja usted ningún pretexto —le contestó Cecilia— para hacerme un regalo, porque ya sabe que no lo he de recibir.

—Ni Dios que lo permita —le respondió Evaristo—, y por ésta —e hizo con su mano la señal de la cruz— le juro que digo la verdad; y si quisiera regalarle sería otra cosa mejor y se lo diría con franqueza, que usted merece más; y además, basta que usted haya pensado que estas alhajas son robadas para quitarme toda intención de ofrecerle alguna. Son para comerciar y nada más.

Evaristo sacó de la bolsa de su chaleco un reloj viejo de plata y dijo:

—Son las nueve; a eso de la una o las dos estaré de vuelta; y si usted tiene que salir o no quiere que la moleste, deje las prendas a una de las muchachas, que ya no me darán de escobazos, y las recogeré; pero hágame el favor de guardármelas por un rato.

Y después de un momento de silencio:

—¿Conque de veras me ha perdonado, doña Cecilia? —continuó dulcificando su voz lo más que pudo—. ¿No le queda nada dentro, a fe de mujer honrada?

—Nada; ya se lo dije, y no hay que hablar más de eso —le respondió sencillamente Cecilia.

—No sabe cuánto se lo agradezco y de veras aquí la tendré siempre por tan buena como es —dijo con cierta emoción, poniéndose la mano en el pecho y tendiéndola después a la trajinera, que ya estaba en pie, deseando que se acabase de marchar Evaristo.

Cecilia dio la mano al bandido; y sin pensarlo, sin quererlo, se la estrechó como si fuese su amante que partía a un viaje lejano; dio la vuelta, echándole también una mirada sin voluntad, sin reflexión, como impulsada de un movimiento nervioso superior a ella; guardó el bultito de alhajas en su seno y entró a sus piezas.

Evaristo quedó un momento como petrificado del placer tan inmenso que le causó este repentino cambio de la indiferencia y del desprecio al amor, al verdadero amor, porque el apretón de mano y la mirada eran los signos evidentes de los que pasaba en el corazón de Cecilia.

A los pocos minutos salió Evaristo lentamente del patio y se dirigió al mesón a buscar su caballo.

—Es mía ya —dijo—. No ha podido resistir más. Desde el momento que puse el pie en su canoa en el embarcadero de San Lázaro, conocí que esta mujer me quería. No sé qué diablos tengo para las mujeres; apenas pongo los ojos en ellas y no pueden resistirme. Lo mismo Cecilia, lo mismo Tules; lo mismo todas las de la pulquería de Los Pelos; por ellas me vi en peligro de ser asesinado por sus queridos. ¡Qué diablos tengo yo! —repitió alegre—. ¡Y qué bien me salió la estratagema de las alhajas! Con el pretexto de recogerlas volveré otro día a ver a Cecilia y la encontraré ya más franca… Ya mordió el anzuelo. Si se queda con las alhajas, tanto mejor; es decir, que ya le puedo seguir haciendo regalos y tendré mucho cuidado en registrar completamente a los viajeros de la diligencia; y si un día quebramos, la tengo cogida como receptadora de prendas robadas. Mía, mía por los cuatro costados.

Y con este alegre soliloquio llegó al mesón, montó en el caballo un poco flaco y flojo con que, de intento, se presentaba en Chalco, y no paró hasta el rancho de los Coyotes, donde lo esperaban ya Hilario y los enmascarados con la noticia de que las diligencias del día siguiente vendrían llenas de pasajeros. Uno de los enmascarados había estado en la casa de diligencias a vender carbón para la fragua.

Evaristo tenía tan buen humor y estaba tan contento que no pensaba más que en Cecilia, y habría prescindido de la expedición al monte al día siguiente, a no ser por la esperanza que tenía de encontrar algunos anillos u otras joyas curiosas que regalar a Cecilia luego que estuviesen establecidas sus relaciones, lo que consiguió, en efecto, pues las italianas, por miedo y por hacerse más gratas al capitano, le dieron algunos anillos de poco valor, pero muy curiosos, como obra de los plateros romanos y florentinos; pero salvo esto, Evaristo tenía tan benévolas disposiciones y hasta tan buen corazón en ese día, que condescendió a todo lo que Mateo le propuso.

La linda Césari y la majestuosa Albini estaban muy distantes de creer que el apretón de mano de una frutera les había salvado de las violencias y quizá de la muerte. Los indios, humildes al principio, se habían vuelto insolentes, y cuando veían mujeres, Evaristo mismo no los podía contener.

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