Evaristo medio aturdido, mojado, sangrándole el casco y furioso como un perro atacado de hidrofobia, tuvo, sin embargo, la serenidad suficiente para tomar sus precauciones. Se dirigió a la carbonería, cogió un sombrero de petate, cerró la puerta, y echándose la llave en la bolsa, se deslizó arrimándose a las paredes por el laberinto de callejones fangosos y solitarios y se alejó de aquel rumbo, temiendo ser perseguido y alcanzado por las terribles mujeres que habitaban el almacén de fruta. La noche negra y todavía lluviosa lo favoreció, y sin encontrar más que algunos serenos dormidos, llegó a la garita de Guadalupe a esperar que la abriesen a la llegada de los hatajos de pulque. Salió a la calzada sin ser notado y caminó de prisa hasta la llanura árida y solitaria de Zacoalco, descansando en los jacales ya arruinados donde vivieron las brujas, y allí al amanecer un día nebuloso y húmedo lo fue a encontrar Hilario con una parte de los soldados que formaban la escolta. Montó a caballo y más bien corriendo que galopando llegaron todos sin novedad al Rancho de los Coyotes, donde estaba el resto de la escolta y además muchos de los valentones de Tepetlaxtoc.
—Amigos —les dijo Evaristo, ya que se había lavado y cambiado el traje mojado y sucio de carbonero por el vistoso y plateado de capitán de rurales— hoy, en vez de escoltar, tenemos que asaltar las dos diligencias que se reúnen en la venta de Río Frío, pues un viejo alemán ha puesto una nueva fonda y los pasajeros almuerzan todos allí, y después cada uno sigue su camino.
—Como usted quiera —respondieron en coro los de Tepetlaxtoc— aquí estamos para rifarnos.
—No se necesita tanto —contestó Evaristo— y por el contrario, no correrá sangre. ¿Cuántos somos?
Hilario se puso a reflexionar y a contar los presentes.
—Treinta y uno que están aquí, cinco en el Agua del Venerable y diez que andan en el camino de Ayotla a la venta, son en junto cuarenta y seis, y el capitán y yo; como quien dice cincuenta hombres, pues nosotros valemos por dos y hasta por cuatro; así, la verdad es que somos cincuenta y dos, y naide se nos para delante.
—Sobra con eso —dijo Evaristo—. Oigan bien lo que les voy a decir: quiten las balas lueguito a las paradas de cartuchos, y vámonos a galope y por las veredas para llegar a tiempo. La mitad seremos ladrones que asaltarán las diligencias, luego que los pasajeros estén montados y el cochero haya remudado las mulas, y la otra mitad seremos escolta que defenderá las diligencias y atacará a los ladrones; pero todito de mentiras, muchos balazos sin bala, muchos sablazos y caballazos sin lastimarse. Los ladrones al fin serán vencidos y escaparán a uña de caballo, y la escolta ganará de modo que los pasajeros vean todo y puedan dar razón; en seguida me iré yo a México a dar parte y sacar los haberes, pues la aduana de Texcoco no tiene ni un real, y nos debe, como quien dice, dos meses que se cumplen pasado mañana, y ya saben que se ha vivido de lo que nos dan los pasajeros. Conque ya saben, todito de mentiras, pero bien hecho.
Los de la escolta y los de Tepetlaxtoc percibieron la malicia del capitán, que trataba de darse importancia sin exponer el pellejo; pero sin sospechar siquiera el verdadero motivo de este simulacro, prometieron que se portarían bien y que el capitán quedaría contento, y riendo a carcajadas, picando los ijares de los caballos y haciéndolos caracolear y saltar, partieron a galope tendido, tomando las diferentes veredas que conocían con los ojos cerrados y que iban a terminar en el camino real.
Como mediante las escoltas y la fuerte contribución que exigían a los viajeros ya hacía tiempo que no se oía decir ni una palabra de robos ni de asaltos, las diligencias iban y venían llenas, y los pasajeros, sin la menor desconfianza, preparados únicamente a echar algunos pesos en los sombreros de los rurales.
Llegaron, pues, sucesivamente a la venta de Río Frío las dos diligencias a eso de las doce y media del día que siguió a la tenebrosa tragedia de la casa de Cecilia; los pasajeros descendieron, almorzaron con apetito, saborearon despacio los guisos medio franceses y medio alemanes que les sirvió el nuevo fondista, y limpiándose labios y dientes, se acomodaron bien en los coches para echar un pisto y concluir la jornada.
No bien habían subido los cocheros al pescante, y los postillones se disponían a soltar el tiro, cuando se escucharon por el monte unos disparos de fusil; un grupo de hombres a caballo salió del bosque, marcó el alto y, rodeando los carruajes, notificaron con las rasposas palabras de costumbre a los pasajeros que entregaran sus relojes y dinero y se dispusieron a bajar y abrir sus baúles y maletas.
Pero no pasaron diez minutos sin que bajara del lado puesto otro grupo numeroso, a cuya cabeza se presentó Evaristo gritando con una voz estentórea:
—¡Aquí está la escolta del gobierno, grandísimos collones, y no tengan cuidado, señores, que aquí está Pedro Sánchez!
Y sonó una descarga cerrada de tercerolas y de pistolas sobre la diligencia, de donde salió un solo grito desgarrador y lastimero, como de muerte, que lanzaron los pasajeros, que creyeron que era el último día de su vida. A la descarga de los fingidos soldados de la escolta, contestaron con otra los forajidos o, más bien dicho, los verdaderos ladrones, y así estuvieron batiéndose durante media hora, envolviendo a la diligencia en un espesa nube de humo azufroso hasta que acabaron las paradas de cartuchos sin bala que les había repartido Evaristo. Cesó el fuego y comenzó el ataque al arma blanca. Sacaron los contendientes las espadas y Evaristo, seguro de que nada le habían de hacer, fue el primero en atacar a los contrarios, lanzando su brioso caballo, el mismo que pertenecía al ranchero de Tula asesinado en el monte, que era su favorito y montaba en las ocasiones solemnes en que pensaba correr. Fue una de caballazos, de carreras, de choques de espadas que rechinaban y echaban chispas como si fueran piedra y eslabón; y su entusiasmo en este simulacro fue tal que muchos cayeron al suelo y fueron pisoteados por los caballos, y Evaristo mismo recibió, en la misma mano que le lastimó Pantaleona, una cuchillada que poco faltó para que le dividiera los dedos. Al dolor que sintió, tiró un tajo al que tenía más cerca, le partió el carrillo derecho, y echando por esa boca juramentos y maldiciones, se metió de recio y de veras. Los que hacían el papel de ladrones echaron a correr, y Evaristo y los suyos, al alcance y a carrera tendida, azotando sus caballos y gritándose insolencias. Por fin, pensó en que la farsa debía cesar, y regresó a la venta.
Las pasajeras estaban sin sentido y como muertas; una de ellas, en estado interesante, dio a luz un robusto niño, que en vez de llorar y de ser atacado de alferecía, parecía divertirse con el estruendo de los tiros y la vocería de los bandidos, entreabría sus ojillos y agitaba sus manecitas. La madre, con el amor de tal, que le daba valor y fuerzas, cubría con su cuerpo al angelito que había venido al mundo en tan fatal momento, y que anunciaba que sería a los veinte años un hombre impávido y terrible como Osollo o como Miramón; mistress Allen, completamente curada de sus narices, que regresaba a su país en compañía de su marido y confiaba en la absoluta seguridad del camino, fue de nuevo herida en una oreja. La única bala que por descuido quedó en algún cartucho, debió haberla matado. Le pasó muy cerca del cerebro y le llevó un pedacito de oreja con todo y el arete de oro y diamantes. En esta vez no había motivo de queja, pues que las escoltas del gobierno se habían batido valientemente y puesto en fuga a los ladrones. El director de las minas de Bolaños era testigo de la lucha de más de media hora, y creyendo injusta e inútil cualquiera reclamación, lo que hizo fue forrar de tafetán la oreja de mistress Allen y continuar su camino con propósito, si llegaba con vida a Londres, de no volver a México aun cuando todo el cerro de Bolaños fuese de oro macizo.
Evaristo, desangrándose de la mano, volvió de la persecución encarnizada que hizo a los fingidos ladrones, y los pasajeros, no sólo pudieron ver su herida, sino que sacaron sus pañuelos, restañaron su sangre, y el director de Bolaños le dio un pedazo de tafetán inglés y le vendó la mano con un pañuelo que la buena de mistress Alien sacó de su maleta de viaje. Con retardo de más de una hora las diligencias continuaron su camino.
Evaristo era de una constitución de hierro, acostumbrado a la fatiga y al trabajo desde que ejercía honradamente el oficio de tornero, soportaba las más grandes fatigas y concluía por sufrir los dolores físicos y sobreponerse a ellos cuando la necesidad lo exigía. Bebía licor para darse ánimo; pero no era borracho consuetudinario; era osado, violento y atrevido, pero cobarde en el fondo, y desde que asesinó a Tules, la sangre no le causaba horror y veía con la más completa indiferencia la muerte o el sufrimiento de sus semejantes. Tenía pasión por los caballos, porque le eran útiles; pero odiaba a los demás animales; aun a los perros, que le eran necesarios en el rancho, los pasaba de parte a parte con su espada cuando le incomodaban y buscaba otros que corrían la misma suerte; así en esta ocasión, a pesar de estar herido, de haberse desangrado y de estar amenazado de un cáncer en la cabeza a consecuencia del tirón que le había dado Pantaleona arrancándole un pedazo de pellejo del casco, hizo un esfuerzo, considerando que era su salvación, y, dejando el mando a Hilario, se dirigió con diez hombres escogidos a México, a presentarse al Gobernador y Comandante General y dar él mismo el parte de la batalla, que comprobarían con su testimonio los pasajeros de la diligencia. Temía que Cecilia lo hubiese denunciado y que el licenciado don Pedro Martín de Olañeta estuviese ya en Palacio imponiendo a las autoridades qué casta de pájaro era don Pedro Sánchez, capitán de rurales. Un rasgo de audacia semejante al que tuvo cuando lo llamó Baninelli, lo salvaría, y si en esta vez salía triunfante, ya pensaría cómo un día u otro, ya personalmente o de cualquier manera, haría desaparecer de la tierra a la trajinera y al viejo licenciado. A Lamparilla no le temía y lo despreciaba.
Hilario levantó el campo. De los valentones de Tepetlaxtoc tres habían sido lastimados en el simulacro. Uno que cayó contra una peña, estaba muerto, con el cerebro hecho pedazos; los otros dos con las costillas rotas; los caballos se habían escapado.
Hilario mandó formar unas parihuelas con ramas y jorongos, colocó a los lastimados en ellas, y obligando a los indios que pasaban por el camino a que los cargasen, los mandó con una escolta a México al hospital de San Andrés, para que, al mismo tiempo que los curasen, fuesen una prueba irrecusable de la reñida batalla. Al muerto lo mandó desnudar y colgar de un árbol, para que los pasajeros de la diligencia lo viesen. Él, con el resto de la gente, marchó a Texcoco, donde entró en triunfo a galope tendido hasta la Prefectura. Informó verbalmente de lo ocurrido al prefecto, exagerándole el número de ladrones con que tuvieron que combatir, pues según noticias, procedían de las bandas del cerro de la Malinche y del Pinal de San Agustín. En seguida se dirigieron al Rancho de los Coyotes y toda la noche fue de borrachera y de cena, de modo que acabaron con las provisiones de la despensa de Evaristo.
Éste, con calentura y casi cayéndose del caballo, llegó a México cerca de las diez de la noche, apenas pudo entrar al mesón del Chino, alojar su tropa y dejarse caer en una de esas camas de ladrillo, sucias y llenas de chinches, que por todo mueble tenían los cuartos de estos hospitalarios hoteles. La calentura se aumentó y toda la noche fue presa de pesadillas horrorosas. Veía a Cecilia con su linda cara, ya convertida en una furia, con los ojos inyectados de sangre, dándole de puñaladas; va conducido a la cárcel por una docena de cuicos a quienes mandaba don Pedro Martín; ya conducido, con los ojos vendados, a la plazuela de Mixcalco, donde lo esperaba el verdugo. Amaneció Dios y con la luz se disiparon los fantasmas que lo habían acosado en la noche; la calentura desapareció y, triunfando su fuerte constitución, se quitó el polvo, sacudió sus vestidos, se lavó en la pileta del patio y el huésped le proporcionó vendas de trapos viejos y un pañuelo con el que se envolvió bien la mano.
Después de un buen desayuno de café aguado y pambacitos calientes, de que participó la escolta, montaron a caballo, y a galope por las calles, no pararon hasta la puerta grande del Palacio Nacional.
Va se sabía por los pasajeros, la reñida y sangrienta batalla de la venta de Río Frío; así, en cuanto se anunció en el Ministerio de la Guerra que el capitán Pedro Sánchez se presentaba en persona, las puertas se le abrieron de par en par, el ministro lo hizo sentar y escuchó muy atentamente la narración que le hizo del suceso.
Pedro Sánchez, haciendo ver al ministro, como quien quiere y no quiere, su mano envuelta en el pañuelo blanco que tenía manchas de sangre, le refirió con aparente sencillez y como si fuese un veterano acostumbrado a las batallas y al fuego, que había tenido noticias, por sus exploradores, de que una reunión considerable de malhechores se hallaba en la falda de la Malinche, reforzada con toda la mala gente de Amozoc y del Pinal de San Agustín, formando una cuadrilla muy numerosa, con el designio de sorprender las escoltas del gobierno, pasarlas a cuchillo, enseñorearse de la montaña y seguir después, sin que nadie se lo pudiese impedir, robando coches, carros, diligencias, arrieros y caminantes de a pie y de a caballo, sin perdonar a alma viviente, matando a todo aquel que opusiera la menor resistencia; que él, enterado de todo, reunió toda su gente, que aumentó con varios vecinos de los pueblos, que por ser sus amigos le ofrecieron ayudarle, y que con tales elementos pudo prepararles una emboscada, dejó llegar a la numerosa cuadrilla hasta la venta de Río Frío, y cuando menos lo pensaban y se preparaban a despojar a los pasajeros de las dos diligencias, salió del monte con las escoltas, les cayó encima, los hizo pedazos y los derrotó, haciéndolos huir vergonzosamente. Que la batalla, pues verdadera batalla hubo, duró cerca de una hora; que de su gente salieron ocho lastimados y un muerto; pero que los ladrones tuvieron muchos heridos que se llevaron, y como diez muertos que mandó enterrar en el monte, colgando uno solo en los árboles para escarmiento de pícaros; que él había sido herido en la cabeza (que tenía envuelta en una mascada roja) y en una mano, y que aunque sentía agudos dolores, no hacía caso de ellos, y tenía, por el contrario mucho gusto en dar un testimonio de la fidelidad con que llenaba el encargo que le confirió el gobierno; que, por último, nada pedía para él, pero consideraba muy justo que a sus rurales se les diese un mes extraordinario de haberes.
El ministro le contestó que había oído con satisfacción el relato; que lo felicitaba a él y a sus valientes voluntarios; que extendiera el parte por escrito, pues quería tener la satisfacción de presentarlo a Su Excelencia el Presidente, quien tendría mucho gusto de conocer a tan bizarro oficial, y probablemente lo mandaría incorporar en el ejército de línea y aun lo haría su ayudante.
En efecto, el ministro se levantó de su sillón y, atravesando el ancho corredor, se introdujo seguido de Evaristo a los salones de la presidencia. Un ayudante, el jovencito amigo de don Pedro Martín, salió a pocos momentos e introdujo a Evaristo al suntuoso gabinete del Presidente, que estaba junto a una mesa, majestuosamente sentado en su sillón.
Cuando vio la figura siniestra de Evaristo, más extraña con el pañuelo de seda rojo que le cubría hasta cerca de la frente, y realzaba más lo negro de sus ojos feroces y malignos, se movió un poco en el sillón, cambió de postura e hizo un gesto que manifestaba claramente su disgusto.
—¿Usted es Pedro Sánchez (no le concedió el don) el capitán de rurales recomendado por Baninelli? —le dijo secamente.
—Sí, señor respondió Evaristo.
—General-Presidente —le interrumpió y pues es usted militar al servicio del gobierno, debe comenzar por dar el tratamiento a las autoridades.
—Mi general… —murmuró Evaristo desconcertado, temblando en su interior y no pudiendo sostener la mirada fija e indagadora del Primer Magistrado de la Nación—. Yo fui, mi General-Presidente, el que derrotó a los bandidos de Río Frío… en el monte… y maté y me mataron… y…
Evaristo, aterrorizado con la fisonomía severa del Presidente, que por primera vez veía, se turbaba, no sabía qué decir y se le figuraba que sus miradas penetraban en el fondo de su ser, que conocía sus crímenes y sus supercherías y que, informado por don Pedro Martín de Olañeta, en vez de otorgarle un premio iba mandarlo fusilar.
—Lo sé, lo sé todo —le interrumpió el Presidente— ya me ha dado cuenta el señor Ministro de la Guerra. Ha cumplido usted con su deber, y puede retirarse.
Evaristo, sin saber por qué puerta salir y aturdido y corrido con la áspera recepción, tuvo el tonto atrevimiento de querer estrechar la mano del Presidente. Éste se retiró con desprecio y con una mirada de autoridad le indicó que saliese.
El Ministro de la Guerra tuvo necesidad de tomar a Evaristo y conducirlo hasta la salida.
—Este hombre no me agrada —dijo el Presidente al ministro luego que se cerró la puerta tras de Evaristo—. Creo que Baninelli se equivocó en su elección, como yo me equivoqué con la de ese licenciado Bedolla, y cuidado que yo he vivido mucho y conozco a los hombres con sólo hablar con ellos y mirarlos un cuarto de hora.
—Él, sin embargo, es valiente y ha dado pruebas en esta ocasión; salió herido y no sería malo darle una recompensa —dijo el ministro.
—Cualquier cosa, lo que usted quiera, señor ministro; por mi cuenta lo mandaría fusilar, y esté seguro de que la mitad de lo que ha contado es mentira. Estos rancheros son malos y ladinos, como Bedolla. Este Bedolla lo tengo entre ceja y ceja. ¡Haberme engañado a mí!… Es menester que vea usted a don Pedro Martín de Olañeta, que lo persuada, que le ruegue vuelva al juzgado; no es posible tener más tiempo a Bedolla en un puesto público. Preferiría a su amigo Lamparilla. Al menos, es más joven, simpático y un poco travieso… No me disgusta esta clase de hombres.
El ministro siguió dando cuenta de sus negocios, mientras Evaristo salió del Palacio; se presentó por deber al Gobernador, que tampoco fue amable con él, y de allí al mesón, a echarse en el camaranchón con más calentura que el día anterior, y en su rabia infernal no cesó de meditar cómo mataría no sólo a Cecilia y a don Pedro Martín, sino al Presidente de la República.
Al día siguiente se levantó un poco mejor, escribió el parte de la célebre batalla, y él mismo lo llevó al Ministro de la Guerra.
—El señor Presidente —le dijo el ministro— estaba un poco indispuesto ayer y de mal humor; pero ya lo he calmado y ha consentido en que yo dé a usted el grado de teniente coronel. Se dará a usted una buena contestación, y se publicará todo en el Diario Oficial.
Evaristo respiró; un gran peso se le quitó del corazón. Ni Cecilia ni don Pedro Martín lo habían denunciado. —Pero mientras vivan —se dijo— no podré estar tranquilo.
Evaristo regresó a las tierras de su mando, ostentando en los pueblos pequeños del tránsito y aun en el mismo Texcoco su triunfo y su insolencia; exigiendo caballos para la remuda de sus rurales y recibiendo gallinas y guajolotes que los vecinos le daban por miedo, y que conducían atados en los tientos los satélites que lo seguían.