LVI. Moctezuma III reconquista su reino

Después de marchas y contramarchas, de escaramuzas y de encuentros con partidas más o menos numerosas de pronunciados o de ladrones. Baninelli había dejado el centro de la República completamente pacificado, y restablecida, el menos en la apariencia, la armonía entre el gobierno y el Estado de Jalisco; el incansable y valiente jefe dejó el mando de su brigada, y recibió en premio de sus servicios la banda de general y el mando político y militar del Estado de Tamaulipas, y tenía el puerto de Tampico, donde residía, como una taza de China de limpio, y como un convento de monjas de arreglado y tranquilo. En el curso de su carrera y de sus expediciones, había educado oficiales que por su valor, por su orden y disciplina en que tenían sus compañías o escuadrones, y por su honradez y exactitud en el servicio, eran la gloria del ejército mexicano y, naturalmente, apreciados y distinguidos por sus superiores.

Entre estos oficiales debemos contar a nuestros amigos el cabo Franco y Moctezuma III, que ya eran coroneles y mandaban cuerpos de caballería formados de piquetes y de desertores indultados, y los habían disciplinado y organizado de tal manera, que prestaban tan buenos o mejores servicios que los cuerpos organizados desde años atrás y atendidos de preferencia por el gobierno.

Después de la calaverada de San Vicente, como la llamaba Evaristo riéndose y platicando con los suyos, los valentones rechazados del Estado de Guanajuato, habían establecido su domicilio en los pueblos de la Tierra Caliente. Amagando a todo el mundo e imponiéndose a fuer de atrevidos, habían logrado la tolerancia de los vecinos, de modo que salían a los caminos juntos o separados a hacer sus fechorías, y volvían después al pueblo, se metían en su casa, y allí comían, vivían y dormían tranquilamente, sin que nadie se atreviese a inquietarlos ni a denunciarlos.

Pero los hacendados, por su parte, también desde la calaverada de San Vicente habían despertado de su sueño y desatado el cordón de sus bolsas, y no economizaban dinero con tal de acabar de cualquier manera con tanto malvado. El gobierno, por otra, interesado en restablecer sus buenas relaciones con España, los había secundado, y como al jefe del Estado le agradaba hacer las cosas directa y personalmente, sin cuidarse de las fórmulas oficiales de los ministros, había mandado llamar al cabo Franco.

—Después de los horrores y atentados de Chiconcuac —le dijo el Presidente luego que se le presentó— se nos ha vuelto a llenar la Tierra Caliente de bandidos, y no se pasa un día sin que roben una tienda, o a los mozos y dependientes que llevan la raya a las haciendas. Te vas allá con tu cuerpo (el Presidente tuteaba a los oficiales jóvenes que habla distinguido y elevado) y me dejas limpio de ladrones; tú sabrás cómo; no hagas caso de alcaldes, ni de jueces, ni de nada, porque eso es perder el tiempo. Te doy facultades extraordinarias, y me tienes a mí, que te sostendré. La Tesorería te dará cuantos recursos necesites. Ve, y no te presentes hasta que todo ese país esté tan seguro que se pueda llevar una talega de onzas sin peligro de ser asaltado en todo el camino.

El cabo Franco por toda contestación, dijo:

—¿Tiene V. E. alguna otra cosa que mandar?

—Lo dicho, y ¡cuidado! —le contestó el jefe del Estado volviéndole las espaldas.

El cabo Franco salió muy contento de Palacio, arrastrando su espada y contoneándose, con las manos metidas en las bolsas de su pesado pantalón militar. A los cuatro días estaba en Cuautla con su regimiento.

El cabo Franco conocía de vista a muchos de los valentones de Tepetlaxtoc y a otros como ellos. Sabía sus mañas y guaridas, y se había dedicado a espiarlos desde el combate que sostuvo con ellos en Río Frío; así, esta comisión le fue muy agradable, y se propuso no dejar uno, formando en su cabeza un plan que llevó a efecto y le dio muy buenos resultados.

El regimiento aparentemente no hacía nada en Cuautla. Sus toques de ordenanza, el agua a los caballos en el arroyo, la diana, la retreta, su vigilancia necesaria, su ¿quién vive? después de las diez de la noche; por lo demás, ni molestaba a los vecinos ni a las autoridades y todo lo pagaba al contado. En pocos días se granjeó las simpatías de la población. A la media noche montaba a caballo, y seguido de un piquete que no pasaba de diez a quince hombres y de dos guías que conocían palmo a palmo el terreno y sabían dónde vivían los alcaldes, concejales y personas notables de los pueblos, se echaba a andar, procurando en todo lo posible el silencio, y escogiendo veredas y callejones poco frecuentados. Antes de amanecer caía a un pueblo, se dirigía a la casa del alcalde, y hacía que le abriesen las puertas en nombre de la ley.

—Señor alcalde —le decía sin más ceremonias— se levanta usted, y muy en silencio nos vamos usted y yo a la casa de un ladrón que vive aquí y que ustedes toleran y no denuncian por miedo. En esta vez no tenga usted cuidado, no volverá más.

—Pero, señor oficial… —decía el alcalde soñoliento y aturdido— yo no sé…

—Nada de peros… usted sabe y bien, y yo no me puedo esperar ni hacer un viaje de ocho leguas de balde… O me lleva usted a la casa del bandido, o viene usted conmigo y lo fusilo en Cuautla como cómplice. Vea usted la orden terminante del Ministro de la Guerra.

El cabo Franco sacaba una pistola de la bolsa de su chaqueta militar y un papel cualquiera, empujaba al alcalde para que se acabase de vestir, y así, de grado o por fuerza (porque varios de los alcaldes se prestaban de buena voluntad) caminaban en silencio hasta la casa del bandolero, que dormía muy ajeno, de lo que le iba a suceder. El cabo Franco rodeaba la casa con sus pocos soldados y hacía que hablase el alcalde, al que había dado la lección por el camino.

—Don Quirino, levántese pronto —decía el alcalde tocando la puerta— porque ha llegado tropa al pueblo y lo vienen a aprehender. Me voy si no se mueve pronto, porque el comandante de la fuerza irá a requerir mi auxilio, ándese pronto.

El don Quirino, azorado, se levantaba para buscar sus armas y ensillar su caballo atado en el corral y apenas entreabría la puerta, cuando se le arrojaba el cabo Franco, lo agarraba del pescuezo con una mano y con la otra le ponía en la frente el cañón de una pistola.

—Dése preso, amigo Quirino —le decía el cabo Franco con mucha calma— o disparo.

Los dragones, bien aleccionados, acudían y bastaban dos o tres para amarrar al facineroso y sacarlo de su casa. Si, como sucedía frecuentemente, había mujer y muchachos en la casa, los lloros, gritos y súplicas no faltaban; pero el cabo Franco, como si fuese completamente sordo, nada escuchaba, y cuando la escena duraba mucho y se enfadaba, amenazaba a los muchachos con la cuarta y a las mujeres con llevárselas presas y cargaba con su ladrón, custodiado por su piquete dividido en dos filas cerradas, haciéndolo andar a cintarazos si se resistía. Del alcalde se despedía con cariño, estrechándole la mano.

—Hasta más ver, amigo, y cuidado con otra. En cuanto se aloje por aquí algún Quirino como éste, no hay más que mandarme un correo a Cuautla, que allí estoy a sus órdenes; por ahora, callarse la boca y no decir ni al cura lo que ha pasado.

Caminaba así con su ladrón media hora, hasta que encontraba un lugar que le parecía a propósito, lo hacía hincar de rodillas, le mandaba dar cuatro balazos y lo colgaba en un árbol; si no lo había, lo dejaba tirado en el camino real, para que los que pasasen lo viesen al día siguiente, y él regresaba pian piano a Cuautla, entrando solo, como si viniera de paseo, y sus dragones, uno a uno, para no llamar la atención. El servicio ordinario del cuartel continuaba como de costumbre, y él se trataba a cuerpo de rey, pues los vecinos le regalaban fruta de las huertas, cecina y cuanto de bueno produce la Tierra Caliente. Después de almorzar daba su paseo por la plaza, arrastrando su sable, con sus manos metidas en las bolsas del pantalón, y después entraba al cuartel y dormía en su pabellón una sabrosa siesta.

A los tres o cuatro días, nueva salida y captura y ejecución de otro Quirino sorprendido en otro pueblo. Hubo veces que la operación no fue tan fácil. Había bandidos que dormían con sus carabinas y pistolas debajo de la cabecera, que al menor ruido se levantaban, y aunque tocara el alcalde no le abrían; y si forzaban la puerta, los encontraban con su pistola en una mano y su machete en la otra, y se defendían contra cualquier número de gente que los atacase, hasta morir o lograr la fuga. En una de estas ocasiones, el cabo Franco perdió un pedacito de oreja, que le llevó una bala disparada por un Quirino que no se dejó coger vivo, y que murió peleando como un héroe, después de haber recibido más de veinte balazos y otras tantas cuchilladas de los dragones. En otra vez, otro Quirino, tan valiente como el anterior, pero más listo y astuto, tenía su caballo ensillado en el corral y se escapó por en medio de los dragones sin que le tocara ninguno de los balazos que le tiraron.

En fin, de una manera o de otra, los bandidos aquerenciados en la Tierra Caliente, mirando que ya iban colgados más de veinte de sus compañeros, abandonaron el país y dejaron a los alcaldes en paz.

El cabo Franco, en una hermosa mañana se despidió de las autoridades y principales vecinos, formó su tropa, dio los tres toques de marcha, comenzando a las cuatro de la mañana y antes de las seis ya estaba en marcha para México. Luego que llegó, con el polvo del camino fue a presentarse al Presidente.

—Mi general —le dijo después de saludarlo con todo el respeto militar— cuando quiera V. E., puede ir a la Tierra Caliente con una talega de oro, y nadie se la quitará.

—Lo sé yo antes que tú me lo dijeras. Una comisión de los hacendados ha venido a darme las gracias. Ve a descansar con tu tropa, ocurre a la Tesorería y te darán dos pagas extraordinarias y un vestuario completo para tus soldados.

—Muy bien, mi general.

Y el cabo Franco, sin dar gracias ni añadir más palabra, atravesó contoneándose, arrastrando su sable y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, hasta la puerta grande, donde había dejado su caballo y asistente.

Pero los bandidos arrojados de la Tierra Caliente por el cabo Franco, fueron a formar su nido a la montaña. No pensaron ya en Evaristo, porque nada les daba ni los ocupaba en nada, y resolvieron unos cuantos convocar a otros y obrar de su propia cuenta. Tenían necesidad de vivir, de mantener a sus queridas y caballos, y era preciso buscar trabajo.

Eligieron por guarida y cuartel general un punto inaccesible; allí nadie los sorprendería ni de día ni de noche. Era la hacienda de Buena Vista, situada en la falda del Volcán Grande.

Hay muchas haciendas de Buena Vista en México, pero la de que se trata bien merece el nombre, pues desde el mirador de la casa se descubre la sorprendente escena del valle de México, que el historiador Prescott describió, sin haberla visto, con una exactitud fotográfica.

Esta hacienda de Buena Vista era nada menos que una de las fincas reclamadas por Moctezuma III. La casa no tenía nada de particular, y más bien destruida que otra cosa. Para llegar a ella es preciso seguir una vereda estrecha y empinada, cubierta casi de ramajes y de flores silvestres, un verdadero camino de cabras, pues en tiempo de aguas los caballos suben con dificultad, resbalan y caen varias veces antes de llegar al portillo. El portillo es un tejido de gruesas vigas de encino, aseguradas con grandes clavos, y apenas hay un lugar tan estrecho para entrar, que es preciso apearse del caballo para no estropearse las rodillas. Media docena de hombres con buenas armas de fuego, colocados detrás de la cerca gruesa de piedra que rodea la casa, y que está levantada en la orilla de un profundo precipicio, bastaría para detener a un ejército entero. Y ni modo de sitiarla y tomarla por hambre, pues por el lado opuesto está la montaña, que tiene agua, pájaros, liebres, frutas silvestres y cuanto puede apetecer el hombre más goloso para mantenerse por años.

Los Melquiades no eran bandidos, ni lo necesitaban; eran simplemente detentadores de los bienes de Moctezuma III pero como casi tenían la hacienda abandonada y convenía a sus intereses, dejaron reunir allí a los valentones, y en breve se formó una fuerza respetable bajo todos aspectos. Los Melquiades se aprovecharon de la ocasión y, escondiendo el cuerpo, levantaron la población de Ameca, y toda la provincia de Chalco se alarmó de tal manera, que nadie quería transitar por esos caminos.

Tocó su tumo a Moctezuma III, que fue llamado a su vez por el Presidente.

—Acabamos con los bandidos de Tierra Caliente y tenemos que seguir con los de Tierra Fría —le dijo el Primer Magistrado de la Nación—. Ahora te toca a ti; veremos si lo haces tan bien como el coronel Franco.

—Como mi general lo disponga —le contestó Moctezuma III, con mucho laconismo, pues en el modo de hablar, de andar y en todo le había bebido los alientos al cabo Franco.

—Ameca está un poco revuelto, la gente honrada y pacífica de ese rumbo muy alarmada y la falda del volcán está llena de salteadores y de gente perdida. El prefecto estuvo ayer aquí y me ha dado por escrito una relación exacta de lo que pasa, que leerás (y le entregó un cuadernillo escrito) para que te sirva de gobierno en tus procedimientos. Parece que los Melquiades, ricos hacendados de ese rumbo, son los que mueven todo bajo de cuerda, pero ya los castigaremos.

Cuando oyó esto Moctezuma III no saltó ni bailó de gusto por respeto a su superior, pero en sus miradas conoció el Presidente que a su subordinado, lejos de repugnarle el servicio militar que le mandaba, lo recibía con singular contento.

—Parece que no te desagrada la comisión; así me gustan los soldados, resueltos y valientes como tú. ¿Qué fuerzas tienes, coronel?

—Seiscientos hombres, mi general —contestó Moctezuma.

—¿Te basta con esto?

—Si le parece a mi general, no sería de más una batería de cañones de montaña y dos compañías de infantería.

—Me parece muy bien, y ya se ve desde luego que eres oficial educado por Baninelli y menos confiado que Franco, que cree siempre que con cuatro hombres y un cabo se puede conquistar el mundo entero. Ve al Ministerio de Guerra y allí te arreglarán lo necesario.

—¿Tiene mi general alguna otra cosa que mandar? —dijo Moctezuma imitando al cabo Franco.

—Antes de cuatro días en marcha y portarse bien —le contestó el Presidente inclinando la cabeza para saludarlo y despedirlo.

Moctezuma III salió también de Palacio, como el cabo Franco, contoneándose, arrastrando el sable y con las dos manos metidas en los bolsillos de su pantalón; pero más contento que si se hubiera sacado la lotería de veinte mil pesos. Tenía por segura la conquista de su reino y el exterminio de toda la abominable raza de los Melquiades. ¡Qué gloria para él ir a vengar a su abogado Lamparilla, y a ganar con la espada en la mano sus valiosos dominios usurpados después de tres siglos!

Al tercer día salía de México al frente de su brillante tropa, y al cuarto se presentaba enfrente del pueblo de Ameca.

No era aquello un simple motín de indios borrachos como el que asustó al licenciado Lamparilla, sino que tenía el carácter de un alzamiento en toda forma. Los Melquiades, que tenían fusiles de munición y parque ocultos, los repartieron a los valentones que habían bajado de la hacienda de Buena Vista; las entradas del pueblo estaban fortificadas, y con ramas, piedras y lodo habían construido unas trincheras al parecer inexpugnables, y una guerrilla de cosa de cuarenta hombres a caballo, con carabina en mano, parecía que intentaba acometer o detener a la tropa.

En su vida había tenido Moctezuma III más placer que el que experimentó a la vista de aquel aparato militar, y bendijo el día en que el cabo Franco lo cogió de leva en el rancho de Santa María de la Ladrillera. Tomando las precauciones militares de ordenanza, pero imitando también el arrojo de su antiguo jefe Baninelli, dio sus disposiciones para cualquier evento, y poniéndose al frente de un escuadrón, arremetió furioso sable en mano contra la guerrilla, que disparó unos cuantos tiros y se metió a escape dentro de las fortificaciones.

En la noche hizo sus reconocimientos, cambió algunos tiros con los de adentro y resolvió batir en la madrugada con su artillería las trincheras y dar en seguida el asalto. Bastaron unos cuantos tiros de cañón para destruirlas, y abierto el paso, formó una columna con la infantería y a la cabeza de ella penetró intrépidamente en la población. Una fusilada nutrida lo recibió, viniendo de todas partes, pero duró momentos, después reinó el silencio, y cuando llegó a la plaza y formó delante del curato, el pueblo estaba solo, las tiendas y las casas cerradas, nadie se atrevía a sacar las narices.

Entonces hizo su entrada formal con todas sus fuerzas y ocupó la población sin más dificultad. Por su parte un muerto y cuatro heridos, no de gravedad; los enemigos dejaron cerca de la plaza, donde fue lo más caliente del combate, una docena de muertos. Los Melquiades huyeron rumbo a Cuautla, y los valentones que quedaron vivos ganaron por las asperezas del Volcán Grande la hacienda de Buena Vista.

Glorioso para la patria y provechoso para Moctezuma mismo fue el asalto de Ameca, pero faltaba lo más difícil, que era arrojar a los bandidos de la hacienda de Buena Vista, y esto, no sólo parecía difícil, sino imposible. Encontróse por fortuna Moctezuma con que Espiridión era no sólo vicario, sino cura interino de Ameca, por promoción del propietario. Espiridión, de naturaleza bueno y amable, se había sabido ganar la voluntad de sus feligreses, de manera que ya ejercía grande influencia, y toda la empleó, como se ha de suponer, en ayudar a Moctezuma y buscar el modo de apoderarse de la hacienda, que no tardó en presentarse. Una de sus muchas hijas de confesión era mujer de un indio que había nacido y criándose en Buena Vista, y en esos momentos él y dos peones más vivían allí, ocupados en cuidar la casa y cultivar la huerta, que tenía muy buenos árboles y no dejaba de dar un regular producto anual a los Melquiades. La solicitud de su mujer se reducía a que le permitiese a su marido bajar al pueblo sin ser puesto preso ni molestado, por venir de país enemigo. Entre el cura y Moctezuma formaron su plan. Ese indio les daría razón del número de hombres que había en la hacienda, de los recursos y armas con que contaban, y, finalmente, aprovechando una noche oscura y el momento en que estuviesen durmiendo o descuidados, les abriría el portillo, y una vez entrado por allí un hombre, los demás, que estarían ocultos en los ramajes y escalonados en la vereda, penetrarían y la victoria no era dudosa. Ese plan era lo más atrevido, pero no había otro. Otorgado el permiso, la mujer subió a la hacienda y a la tardecita volvió a Ameca en compañía de su marido, el que no tuvo dificultad en dejarse persuadir por el señor cura y prometió hacer lo que le mandaran.

Los valentones reunidos allí, tenían cuanto era necesario para vivir. Con la mayor facilidad mataban un venado, pues como no había cazadores, abundaban, y pasaban sin temor a la vista de los hombres, y con el maíz que existía depositado hacían sus tortillas, pero, como a los tlaxcaltecas, les faltaba la sal y otra cosa más importante, algo espirituoso que beber, pues no tenían más que los hilos de agua cristalina que bajaban de la nieve que se fundía diariamente en el volcán, y eso, que para otros hubiera sido una delicia, para ellos era un tormento.

Creyendo los valentones engañar a su vez al jefe militar que los había batido, permitieron al indio que bajase, con la condición de que a su vuelta les traería ocultamente sal, manteca y algunas otras cosas; pero sobre todo aguardiente.

Le dieron dinero y le prometieron recompensarle ampliamente. El cura y Moctezuma se frotaron las manos. Los bandidos, con esto, solitos se entregaban. El indio subió y bajó varios días a la hacienda de Ameca, y en cada viaje les llevaba una damajuana de aguardiente, y las orgías nocturnas eran solemnes. Alrededor de la lumbrada, comiendo sus trozos de venado tierno y sus tortillas calientes, bebían a su sabor y cantaban canciones obscenas y al fin caían, sin fuerza, debajo de los árboles del patio o en las piezas de la casa.

Moctezuma III, bien informado de todo esto, se decidió. Una noche oscura ya muy pasada, más bien a las dos de la mañana, tomó la vereda de la hacienda con cien infantes, y con mucho silencio y favorecido por un tiempo seco, fue subiendo y llegando cerca del portillo los escalonó como pudo, aunque con riesgo de que cayeran a las barrancas. Las trancas del portillo, untadas de sebo por el indio, corrieron sin ruido y Moctezuma III el primero entró al patio, y así dos a dos fueron penetrando los soldados, de modo que cuando uno de ellos tropezó su fusil contra las trancas e hizo ruido, lo que despertó a los valentones que estaban todavía durmiendo el sueño de la borrachera, había más de cincuenta soldados. Moctezuma gritó:

—¡Fuego graneado!

Y comenzó una de todos los diablos. Los valentones, aturdidos, no encontraban sus armas, ni se daban razón de lo que había sucedido, pero los que estaban dentro de las piezas contestaban el fuego y otros acometían a los soldados con arma blanca; en esto, los soldados que faltaban, acabaron de entrar y aquello parecía un castillo; el fuego, en la dirección de las sombras fantásticas y vacilantes que se agitaban en todas direcciones, continuaba. De los bandidos, unos pudieron ganar por detrás de la casa las asperezas del volcán, otros, locos y atarantados, buscaban la cerca y caían al precipicio profundo, otros quedaron tendidos en el patio y en las piezas.

Cuando amaneció Dios, no había ni un enemigo, y Moctezuma III, más resuelto que su ilustre antecesor, en vez de dejarse matar a pedradas, había arrojado a balazos a sus enemigos y reconquistado plenamente sus dominios.

Los soldados, que habían trabajado bien, riendo a carcajadas del terror que habían manifestado los valentones al ser sorprendidos, arrojaron los muertos a la profundísima barranca y comenzaron a hacer lumbre para sazonar y comerse medio venado que había quedado allí.

Moctezuma III mandó a los peones al pueblo para que trajeran pan, vino, chile, frutas y cuanto encontraban, y jamás banquete tan alegre ni tan espléndido se había dado cerca de la nieve eterna de los grandes volcanes y en los que fueron dominios del célebre emperador de los mexicanos.

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