Relumbrón se detuvo en Río Frío, donde Evaristo, como de costumbre, le tenía preparado un buen almuerzo en la taberna alemana. Allí los dos vomitaron infernales injurias contra don Pedro Cataño, contra el Gobierno, contra los ricos de México, contra el género humano, y quedó convenido que Evaristo se pondría a la cabeza de la expedición y la noche menos pensada caería sobre San Vicente y Chiconcuac, robaría, mataría, destruiría las calderas y cuanto pudiera, y de allí se iría a Santa Clara a hacer lo mismo con los Garcías.
Los más perversos y atrevidos valentones de Tepetlaxtoc se habían desperdigado por el Bajío, formando cuadrillas de cuatro, seis y ocho hombres que, ya caían a una hacienda, ya a otra. Las poblaciones de Celaya, Salamanca, Irapuato, estaban aterrorizadas, pues la audacia de los bandidos llegó hasta penetrar a la Cañada de Marfil, lo que obligó al gobernador a salir en persona con sus secretario y la fuerza de que pudo disponer para perseguirlos y exterminarlos; pero en la noche volvió triunfante sin haberles podido dar alcance.
Relumbrón, de regreso a México y con el negro pensamiento de que su venganza se realizaría pronto, se dedicó a su familia como un buen esposo, a sus queridas como un buen amante, y a sus negocios como hombre de grande importancia, sin dejar de cumplir sus deberes militares en Palacio. En su interior se vanagloriaba del talento que había desplegado para cometer sus crímenes, de modo que ni remotamente pudieran sospechar que él era el autor. La casa de la Calle de Don Juan Manuel permanecía cerrada y nadie había fijado su atención, y aunque un día u otro, como debía suceder, se descubriese el robo ¿quién se atrevería a figurarse que él era el autor?
Pepe Carrascosa, callada la boca, fue sacando de sus armarios todas sus alhajas y curiosidades, y depositándolas en el Montepío; dejó a los criados en sus puestos y a nadie contó lo que le había pasado; como de costumbre concurría a las almonedas del Montepío, donde encontraba Relumbrón; se daban la mano, platicaban y compraban lo que les parecía mejor, como si nada hubiese pasado. Todo esto daba a Relumbrón nuevos bríos, y no hacía a la hora de acostarse más que pensar en nuevas empresas.
Pocos días bastaron para que Evaristo reuniese a los valentones y organizase su expedición a la Tierra Caliente. Hizo el camino por los montes, que ya conocía perfectamente, y fue a salir a la cuesta de Huichilaque.
Desde allí, con la mayor precaución y con carabina en mano, siguió poco a poco bajando la cuesta y llegó a cosa de las nueve de la noche a la hacienda de San Vicente. Observando que estaba cerrada y que había vigilantes en las azoteas, no se atrevió a tocar; desperdigó su gente y se retiró a cierta distancia, en el mayor silencio, a pensar lo que tendría que hacer o a esperar el día para caer de improviso cuando abriesen. ¡Asaltar la hacienda! Ni por pienso; no era del temple de don Pedro Cataño, y si tal hubiese intentado, la derrota era segura, pues en la finca había armas y dependientes resueltos a defenderse.
Vagando de un lado a otro y alejándose siempre de la hacienda, vio venir un hombre por una calzada que conducía a Chiconcuac. Puso espuelas a su caballo, marcó el alto al pasajero y a los cinco minutos se juntó con él.
—¿A dónde va? —le preguntó poniéndole la pistola al pecho.
—No tengo nada más que un mal reloj, tres pesos en la bolsa y este caballo flaco, aquí lo tiene usted todo, y no hay necesidad de su pistola para eso, pues no vengo armando —le contestó el caminante con cierta sangre fría.
—No quiero ni sus tres pesos, ni su reloj, sino que me diga qué anda haciendo por aquí a estas horas y a dónde va, porque supongo que no se ha de quedar en el campo ni éste es el camino para ir a México.
El caminante no quería responder, pero Evaristo dijo con voz resuelta:
—Si no responde lo mato —y preparó la pistola.
El pasajero, aislado completamente en el campo, en una noche oscura y rodeado de los bandidos que se habían acercado, no veía medio alguno de salvación, y amagado de nuevo por Evaristo, que le dio cinco minutos para decidirse, tuvo que contestar al fin:
—Voy por aquí cerca, a San Vicente; soy dependiente de la hacienda.
—Basta; eso debía haber dicho desde el principio; allá voy yo también —contestó Evaristo—. Soy el jefe de una fuerza del gobierno, y como la caballada está cansada, necesitamos descansar y darle pienso.
Al decir esto, uno de los bandidos se acercó al dependiente, lazó con una reata el cuello del caballo, le quitó el freno y amarró a cabeza de silla.
—Así está bien —dijo Evaristo— ahora adelante.
Diseminados y con mucho silencio, caminaron hasta la puerta de la hacienda de San Vicente.
—Ahora —le dijo Evaristo sacando un puñal— va usted a tocar la puerta, a decir que una partida del gobierno que anda en persecución de Los Dorados, pide asilo, pues que trae gente y caballos cansados; que pueden abrir sin temor; en fin, deles todas las seguridades hasta que abran. Si no abren o disparan armas, le meto en el corazón este puñal hasta la cacha.
El dependiente sentía en el cuello la punta del puñal de Evaristo. El bandido que había caminado junto a él tirando del caballo por el pescuezo, le tenía la pistola amartillada puesta en la sien. No había remedio; el pobre hombre tocó la puerta y haciendo un esfuerzo para componer su voz, entabló un diálogo con los de adentro, que dio por resultado que las puertas se abriesen de par en par. Una irrupción de demonios con machete en mano y disparando las pistolas ocupó inmediatamente el patio. Algunos tiros fueron disparados por los dependientes de la hacienda, que dieron por resultado que Evaristo, acobardado al principio, creyendo en una resistencia formal, y furioso después, hiciese picadillo a cuchilladas y puñaladas a tres de los dependientes, sin contar al desgraciado que los había introducido, que con todo y caballo arrastró por el patio el facineroso que lo conducía. A la gente de trabajo que había en la hacienda, a caballazos y a cintarazos la hicieron entrar en el almacén y la encerraron.
Dueños ya de la hacienda, se introdujeron por todas las habitaciones y oficinas en busca de dinero, de licores y cosas que comer. Robaron en el cuarto de raya y el despacho cuatro o cinco mil pesos; vaciaron la despensa; lo que no pudieron beber y comer, lo destruyeron; y beodos de sangre y de vino, con trabajo y a cintarazos los pudo reunir Evaristo, y al amanecer abandonaron la finca, tomando el camino de la montaña. Evaristo, asustado con su triunfo, no se resolvió a ir a Santa Clara, y eso salvó a los Garcías.
Cuando se supo en la capital esta sangrienta catástrofe, fue universal el sentimiento de horror y de indignación. El gobierno inmediatamente mandó fuerzas de infantería y caballería a la Tierra Caliente, puso enérgicas circulares a las autoridades de toda la República para que contribuyesen a la destrucción de la banda de forajidos, nombró un juez especial para que instruyera la causa e hizo cuanto pudo para acallar el clamor público. El encargado de la Legación de España pasó una terrible nota al gobierno, concluyendo por decirle que si dentro de ocho días no estaban aprehendidos y ahorcados los asesinos, abandonaría la Legación y la guerra sería declarada. Como no fue posible que en una semana se hiciese esto, el diplomático abandonó la Legación y partió para Madrid.
El terror de Relumbrón fue tal, que cayó enfermo y en una semana no pudo salir de su recámara. Doña Severa y Amparo olvidaron el asunto del relicario y lo llenaron de cuidados y atenciones.
El doctor Ojeda, que ya tenía su título y una buena clientela, llevó la noticia a la hacienda de Arroyo Prieto.
—Vengo —le dijo a su amigo el fingido don Pedro Cataño— a sacarte del infierno en que te has metido. Lo que ha hecho tu amigo Relumbrón y el capitán de rurales, porque ellos son sin duda, es horroroso, y como se trata de evitar una guerra con España, el gobierno no descansará hasta no descubrir la maraña. Bastante hemos hablado tú y yo para que no comprendas lo que ha pasado y de dónde viene la trama en que tú puedes aparecer como un vil asesino sin haber tenido la más leve parte. Además, don Remigio me ha escrito una carta muy alarmante. Las incursiones de los comanches, que otros años han sido de partidas pequeñas que él ha podido perseguir con los vaqueros de la hacienda, van a ser este año formidables. Un cautivo de la hacienda del Torreón, que logró escaparse, ha contado todos los pormenores a don Remigio. Las diferentes tribus de comanches se han reunido en las Praderas bajo el mando de Mangas Coloradas a quien tú conoces, y en número de quinientos a seiscientos van a caer sobre los Estados de Chihuahua, Coahuila, Durango y Nuevo León, para recoger toda la caballada que puedan y venderla o cambiarla en las factorías americanas por pólvora, rifles y abalorios. Figúrate cómo van a quedar esas haciendas. Los administradores huyen ya y las están dejando abandonadas. Tu padre sabes lo que es: primero largará el pellejo, y luego la hacienda, tenlo presente. Está Mariana mejor, un poco mejor, me dice don Remigio. Hay otra cosa que me llama mucho la atención. Me dice que hace mucho tiempo que Quintana, el dependiente, no le escribe, cuando tenía costumbre de hacerlo cada ocho días, y me encargó que me informe de si está enfermo o se ha muerto. Fui en consecuencia a la casa de la Calle de Don Juan Manuel, toqué la puerta y ni quien respondiera. Fui también al Puente de Alvarado, y lo mismo; toqué más de media hora y ni alma viviente. Algo grave ha de haber pasado, pero no he querido meterme en averiguaciones porque lo más urgente era venirte a ver. ¿Qué dices?
Don Pedro Cataño llamó a Juan.
—Mañana al amanecer salimos de aquí; así, esta noche dispones tus cosas y no repliques, porque es por tu bien.
—No deseaba otra cosa —le contestó Juan—. La Providencia me llevará por buen camino.
Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, don Pedro Cataño, Juan, Romualdo, el doctor Ojeda y los muchachos que estaban allí reunidos abandonaron, para no volver más, la misteriosa hacienda de Arroyo Prieto.