LIII. Sentencias de muerte decretadas por Evaristo

Los horrores y sangre de la hacienda de San Vicente, las agitaciones políticas de la capital y los tormentos del alma de Relumbrón, no habían turbado la serenidad del cielo azul en que vivían doña Severa, Amparo y Casilda, y mencionamos a Casilda, porque ya no era criada, sino que se contaba como de la familia; tanto así supo la muchacha granjearse el cariño de sus amas.

Las tertulias de Relumbrón cada vez eran más lucidas. La asistencia, sin faltar un solo jueves, del marqués de Valle Alegre, les había impreso un carácter altamente aristocrático. Ya no concurrían allí tenientes de caballería, ni escribientes de la dirección de loterías, ni corredores de semillas, sino personas de todo peso por su dinero, por su posición social o por su talento como poetas y literatos. El maestro Elízaga no faltaba, y cada semana era un vals, unas cuadrillas, una improvisación del más refinado gusto y de la más completa novedad. Todo pasaba de la manera más cordial, y las horas se deslizaban sin sentir. Se platicaba, se cantaban piezas escogidas por las señoritas más adelantadas de entre las discípulas del maestro Elízaga, solían las criadas arrimar las sillas a los costados del salón y bailarse algunas contradanzas y cuadrillas. A las diez y media los convidados pasaban al comedor, donde encontraban sabrosos helados de Veroli, platos variados de esa multitud de golosinas en forma de pastelitos, yemas y quesadillas de Guatemala, y para los más golosos, carnes frías, Jerez, Burdeos y champaña en abundancia. Volvía la reunión al salón a continuar la conversación, la música y el canto, y antes de las doce cada cual sabía que tenía que tomar su sombrero y despedirse.

Amparo y doña Severa eran cada una, según su edad y carácter, el encanto de la concurrencia; a todos atendían, con todos platicaban un momento, y las más veces, de esas conversaciones con las amigas resultaba auxiliada con dinero una viuda con hijos; una muchacha doncella en peligro colocada en las Vizcaínas o en un convento; un empleado pobre y enfermo socorrido con médico y botica; en fin, alguna obra de caridad, porque hija y madre nunca se acostaban contentas si no habían hecho una buena acción. La tertulia solía interrumpir el viernes el método de su vida; pero el resto de la semana no dejaban de oír su misa temprano, de practicar sus devociones con los criados y de confesar y comulgar cada mes.

En cuanto a Relumbrón, pasado el disgustillo ocasionado por el relicario tocado al sepulcro de Jesucristo, no daba motivo aparente para que su familia tuviese ningún motivo fundado de queja. Sus almuerzos y cenas con Luisa no habían llegado a noticia de su mujer, y en cuanto a los robos, heridas y pleitos en la ciudad y fuera de ella, el público echaba todo a cargo del gobierno y de las autoridades, sin que nadie, ni remotamente (quizá sólo el ciego Dueñas) se atreviese a pensar que era el jefe de una terrible asociación.

Pero el contento y la satisfacción de doña Severa se había aumentado con un suceso que ella esperaba de un momento a otro, y que con los ojos de madre había observado cuidadosamente hacía meses. El marqués de Valle Alegre se había declarado oficialmente, y don Pedro Martín de Olañeta fue encargado de pedir con toda solemnidad la mano de Amparo.

El marqués, con el tacto y experiencia de hombre de mundo, había ido gradualmente conquistando la confianza de Amparo y ganado su corazón por tiernas y multiplicadas finezas que sólo saben hacer los hombres de exquisita educación que aman de veras, y llegó a abrigar en su pecho una loca pasión por tan encantadora muchacha, y a formarse un delicioso plan de felicidad doméstica.

Amparo, por su parte, no había amado a nadie. Los tertulianos no pasaron nunca de eso que llaman flores, es decir, frases comunes de elogio, que cuando son dichas por gentes de cabezas vacías hacen reír a las muchachas o cuando menos las dejan enteramente frías. El marqués no era un joven, pasaba ya de los cuarenta, pero la vida regular, el buen orden que había puesto don Pedro Martín de Olañeta en sus negocios, lo habían rejuvenecido. El color rosados sobre una piel fina y blanca, había vuelto a sus mejillas; la barba negra apenas tenía una que otra cana que le hacía bien, y con el entusiasmo y las ilusiones de novio, el brillo y la expresión de sus ojos acompañaba a sus palabras insinuantes; y después, era tan delicado y respetuoso con Amparo, que ésta comenzó por apreciarlo, y concluyó, sin sentirlo, por enamorarse perdidamente de él y no pensar ya ni en sus santos y vírgenes favoritas, y a confiarle a la madre sus secretos sentimientos, sus temores y sus esperanzas. El único obstáculo que había detenido al marqués para resolverse definitivamente, era la desigualdad de condiciones. ¿Quién era Relumbrón? Nadie lo sabía en México. ¿De qué familia procedía? Tampoco. ¿Podría explicarse satisfactoriamente la procedencia de un hombre que nunca hablaba de su padre, ni de su madre, y que no tenía parientes ni personas que lo hubiesen conocido en su niñez ni en su juventud? Bien a bien ni se sabía dónde había nacido; unos decían que en Morelia, otros que en Jalapa; la mayor parte en Veracruz. El ciego Dueñas decía que no era más que un pícaro habanero.

El marqués tenía muy presente la dolorosa catástrofe de la hacienda del Sauz, en que realmente figuró él mismo con el doble carácter de verdugo y de víctima. Si el conde hubiese consentido en el casamiento de Mariana con el hijo del administrador, en vez de haber martirizado cruelmente a su hija, y héchola perder la razón labrando él mismo su desgracia, tendría unos nietos que alegrarían su vejez, sus intereses muy bien atendidos y su única hija llena de felicidad, agradecida y amorosa con un padre que de una manera natural y sin esfuerzo ninguno había sabido hacerla dichosa. ¿Qué le importaba, en resumen, al marqués de Valle Alegre, que Relumbrón no fuese como él, marqués o conde, si su hija, además de la hermosura, tenía la verdadera nobleza que consiste en los elevados sentimientos y en una vida irreprochable? Aparte de estas consideraciones, amaba apasionadamente y era amado, y esto bastaba para que no sacrificara la felicidad de su vida a las preocupaciones sociales.

Así, cuando don Pedro Martín de Olañeta, conforme a las instrucciones del marqués, se presentó a pedir a Amparo, los padres contestaron (o mejor dicho, doña Severa) que no eran dueños del corazón de su hija, y que la dejaban en la más completa libertad. Amparo, que no conocía el disimulo ni se detenía en fórmulas vanas y mentirosas, contestó decididamente que su corazón era del marqués, y que si sus padres consentían, ello no deseaba otra cosa sino hacer feliz al hombre que la había escogido para compañera de su vida.

Dio mucho en qué pensar este suceso a Relumbrón, como el más importante de su vida íntima. De por fuerza le vinieron a su alma, aunque criminal y envilecida, los sentimientos paternales y los recuerdos de la educación religiosa que recibió de las buenas gentes a quienes fue entregado por la moreliana. Si un día u otro (porque los criminales siempre están llenos de temores) se descubría alguna de sus fechorías ¡qué golpe tan terrible para su esposa y para su hija! Resolvió, sin vacilar, apartarse de la carrera que había seguido; de cortar, a costa de mucho dinero si era necesario, sus relaciones con toda la canalla; liquidar sus cuentas con dos Moisés y arreglar todas sus cosas de modo que no tuviese ningún motivo de inquietud, ni quedase rastro de sus maldades, marchándose en seguida a Europa y dejando a su hija establecida y a su mujer al lado de ella, mientras él se daba sus verdes en ese París que es el sueño dorado de los mexicanos que hacen alguna fortuna y van a gastarla en los teatros, en los cafés y en los centros del placer de esa capital del mundo, como le llaman, no sin alguna razón, los franceses.

Fácil parecía a Relumbrón lograr su intento. El compadre platero no era posible que lo denunciase, y entraría fácilmente en el arreglo. Liquidadas sus cuentas, bien les quedaban limpios en oro, plata y buenas fincas, más de 400,000 pesos. El licenciado Chupita estaba ya muy rico, y el molino de Perote quedaría sólo para harinas, destruyéndose troqueles y maquinaria; el tuerto Cirilo no lo conocía personalmente y se entendía con doña Viviana, la que muy rica también, guardaría por su propio interés un silencio eterno, y quedaría muy contenta con la mitad de las utilidades de la fábrica de vestuario. Don Moisés quedaría en libertad de seguir o no en la partida de juego, y tendría que callar también; además, nadie podría probar que su baraja mágica había despojado a comerciantes ricos dejándolos a punto de quebrar. El obstáculo serio que se le presentaba era Evaristo. Un borrachón cobarde, insolente, cómplice de todas sus maldades y el único que estaba en el secreto del robo de la Calle de Don Juan Manuel; no lo dejaría vivir tranquilo y era un amago constante, pero creyó encontrar el medio probable de hacerlo desaparecer para siempre. No había más que ponerlo enfrente de Juan, autorizándolo para que obrara como le diese la gana. Habría un duelo o cosa semejante, y en la lucha estaba seguro Relumbrón que Juan mataría a su adversario o los dos se matarían. Ya había prometido a Juan que le proporcionaría la ocasión de vengarse, y no era necesario más que cumplirle la palabra.

Las cosas urgían. El marqués había comprado una casa en la Ribera de San Cosme, con un hermoso jardín y unos muebles muy de moda, venidos de París, para regalárselos a Amparo; preparaba al mismo tiempo los regalos de boda, y el compadre platero le había vendido cosa de diez mil pesos de alhajas (las mismas robadas al marqués y transformadas) y las amonestaciones deberían comenzar a leerse dentro de pocos días en la parroquia.

Relumbrón no perdió tiempo. Marchó al molino, donde no le costó trabajo persuadir al licenciado Chupita, y quedó convenida la manera de despedir a los operarios y de destruir la maquinaria. Del molino caminó al día siguiente para la hacienda y ¡cuál fue su sorpresa al encontrarla sola y silenciosa! Llamó al mayordomo de campo, que era un indio muy práctico en las labores, pero que no sabía leer ni escribir, y procuró informarse de lo que había pasado. El mayordomo, acostumbrado a las entradas y salidas de gente de a caballo y de las ausencias de Juan, más frecuentes desde que tenía a Lucecilla en San Martín, no había hecho alto en el acontecimiento; así, ninguna explicación pudo dar a su amo. Relumbrón entró al despacho y al cuarto de raya; ni una carta, ni un renglón escrito en ninguna parte. Los papeles estaban en orden, el dinero en la caja, las cuentas liquidadas hasta el día de la fuga. La última raya la había hecho el mayordomo, y en la mesa estaban los medios y cuartillas sobrantes. Evidentemente no había habido robo, sino otra causa muy grave les había obligado a esa repentina deserción. Recibió con esto un golpe terrible, y el pánico se apoderó de él creyendo que este suceso era la señal de su desgracia, y regresó a México cabizbajo y triste. Al día siguiente, cuando menos lo esperaba, lo sorprendió Evaristo, colándose de rondón hasta su despacho.

Hubo otra persona que se sorprendió más que Relumbrón de esta visita intempestiva, y fue Casilda. Uno de los quehaceres que tenía en la casa era entenderse con la lavandera, preparar la ropa limpia del coronel, examinarla, pegarle los botones, y colocarla en su lugar de modo que estuviera en orden y a la mano, porque en este punto nuestro héroe era lo que en familia se llama muy cócora, y doña Severa y Amparo querían darle gusto hasta en esas cosas insignificantes. Entre el despacho y la recámara de Relumbrón había una pieza larga y oscura, y allí se habían colocado unos armarios y percheros donde éste tenía toda su ropa blanca y de paño perfectamente colocada. Casilda, cuando observaba que el amo se había levantado y pasado a trabajar a su gabinete, sacudía y hacía la cama, retiraba la ropa sucia y colocaba la limpia en los armarios, de modo que la encontrase ya arreglada, pues muchas veces designaba en la noche el pantalón, el chaleco, le levita, frac o uniforme que debía ponerse al día siguiente.

Esa mañana Casilda hizo lo de costumbre y se retiraba, cuando una voz que la llenó de terror y que escuchó en el despacho, la detuvo junto a la puerta. Aplicó el ojo a la cerradura, y reconoció al instante a Evaristo. ¿Cómo este hombre, del cual ni se acordaba ya, estaba allí, vestido como un caballero? No lo podía comprender. La curiosidad, el susto, el temor de hacer ruido al abrir la puerta de la recámara que había cerrado, o todo junto, la clavaron en aquel lugar, sin que hubiese sido dueña de moverse, aun cuando su amo hubiera tenido la idea de entrar por cualquier motivo al cuarto oscuro.

—Coronel, estamos en un gran peligro. En uno de estos días seremos descubiertos, y ya se figurará lo que pasará —dijo Evaristo quitándose el sombrero y sentándose en una silla con la mayor confianza.

—¿Cómo así? —le contestó Relumbrón—. Eso es imposible. ¿Qué alguno de los nuestros…?

—No, ninguno de ellos, sino esa maldita frutera de la plaza, que mal rayo la parta.

—Cuenta, cuenta; pero brevemente, la sustancia, lo principal, al grano, habla —le contestó Relumbrón con una visible agitación.

—Uno de mis muchachos (pues les doy sus licencias para que bajen a la ciudad y estén así contentos) estaba sentado en un puesto cercano al de Cecilia, comiéndose un taco de mezclapiques con aguacate, cuando llegó allí el licenciado Lamparilla, que mal rayo lo parta, coronel. La Cecilia y él hablaron de varias cosas, y entre otras de lo de Tierra Caliente.

—¿No se ha sabido por fin —le preguntó la frutera al licenciado Lamparilla— quiénes son los asesinos de la hacienda de San Vicente?

—¿Quiénes han de ser, muchacha —le contestó el licenciado— más que Los Dorados? Pero échale un galgo; un escudito de oro se le puede dar al que coja siquiera uno de ellos.

—¡Qué dorados ni que plateados! —respondió Cecilia—. Apostaría mis dos orejas a que no es otro que ese que llaman don Pedro Sánchez, capitán de rurales, que es el mayor asesino que hay en México —hablaban en voz baja, coronel; pero mi muchacho no perdió una palabra, y así que acabó de comer su taco y Lamparilla se fue, montó a caballo y me vino a referir todita la conversación, como se la cuento a usted.

—Vaya —dijo Relumbrón— yo creí que la cosa era más grave. ¿Quién va a hacer caso de dichos de fruteras y de gentes de la calle que digan lo que les dé la gana? ¿Y las pruebas?

—Coronel, no es eso —le contestó Evaristo— sino que la frutera tiene todos mis secretos y se los comunica al licenciado Lamparilla, que es su amante, y al licenciado Olañeta, que es su protector. Tenemos la vida vendida, créame usted, y yo he tomado ya mis medidas para quitarnos esas gentes de encima.

—¿Qué medidas has tomado?

—Matarlos, pues no hay otra cosa que hacer, y lo he dispuesto todo antes de venir a ver a usted.

—Eso nos va a comprometer quizá más —dijo Relumbrón alarmado de la sangre fría con que Evaristo refirió la sentencia de muerte que había decretado contra las tres personas.

—¡Más comprometidos que lo que estamos! —dijo Evaristo—. Pero no tenga usted miedo, y escuche. El licenciado Lamparilla se retira del teatro entre once y doce. En la puerta de su misma casa recibirá seis u ocho puñaladas. La calle está sola, y cuando el sereno se mueva, ya los muchachos estarán en la plazuela de San Sebastián, y se meterán a su casa a dormir muy tranquilamente. La condenada frutera morirá de un par de buenos bijarrazos en la cabeza. Tres o cuatro de mis muchachos irán al mercado, comprarán cualquier cosa, se harán de razones, se agarrarán a las trompadas, después levantarán piedras y, por casualidad, le tocará una a la frutera, que le haga saltar los sesos. No chistará palabra; caerá redonda; yo se lo aseguro, coronel. Los muchachos, en la bola que se arme y a la que concurrirán otros, se escaparán, y si los cogen, dirán que no lo hicieron adrede y que era entre ellos que se apedreaban. El licenciado, que todas las noches toma su chocolate, al mascar la última sopa caerá de la silla como si lo hubiese partido un rayo. Una herbolaria me ha dado unas bolitas, que no hay más que echar cuatro en el jarro donde se hace el chocolate, y la cocinera, que es nuestra, está comprometida. Al servir el chocolate se marchará, y nadie la volverá a ver.

—¿Y cuándo vas a hacer todo eso? —le preguntó Relumbrón.

—Mañana todo quedará concluido: a cosa de las diez de la mañana, el pleito en la plaza; a las siete, el chocolate del licenciado don Pedro; a las doce de la noche, su merecido a Lamparilla, y pasado mañana no tendremos enemigos.

—Mi opinión es que no hagas nada ni se necesita; yo hablaré con Lamparilla y con don Pedro, y con maña indagaré lo que ellos saben y el mal que nos pueden hacer… Hasta entonces…

—Yo no espero ni una hora —dijo Evaristo—. No me puedo fugar, porque entonces pierdo todo el dinero que he ganado, que no me puedo llevar, y tampoco quiero que por una denuncia cualquiera nos cojan y, una vez en manos del licenciado don Pedro, somos perdidos. Quiera usted o no quiera, lo he de hacer, y estoy resuelto a todo. Si a usted no le parece, no me empeño; entonces yo mismo me iré a presentar al juez y si me da palabra de perdonarme la vida, le daré la punta del hilo y él desenredará la maraña. Es mi última palabra.

—Pero todo lo que estás diciendo es insensato, no lo haría un chicuelo.

—Pues yo lo haré, y no hay más que hablar.

—Me lavo las manos ¿lo entiendes? —le dijo Relumbrón—. Haz cuenta de que nada me has dicho.

Los dos personajes siguieron hablando en voz más baja, se levantaron de los asientos y salieron al corredor. Casilda aprovechó el momento para esquivarse y, reponiéndose en su cuarto de la sorpresa y emoción que le causó la escena que acababa de presenciar, fue a pedir licencia a doña Severa con pretexto de ver a las monjas de San Bernardo, y no había pasado media hora, cuando ya estaba en la casa de don Pedro Martín de Olañeta.

Casilda, ya lo hemos dicho, sin perder nada de los atractivos sensuales que la hacían notable en el Portal de Mercaderes cuando vendía chucherías de madera, había mejorado. La tez de su cara era tan suave y fina como la envoltura delicada del huevo; su cabello, cuidado y peinado diariamente, se había desarrollado de tal manera, que las gruesas y lustrosas trenzas, arregladas diestramente en su cabeza, le formaban un peinado que realzaba las perfecciones de su simpática fisonomía. Don Pedro Martín, luego que la vio, perdió los estribos como quien dice, y se quedó contemplándola como si nunca la hubiese visto o como un niño al que por primera vez se pone delante de un objeto curioso que no esperaba ver.

—¿Qué te trae aquí, muchacha? Hacía un siglo que no te veía. He estado en casa de tus amos varias veces, y ni tu sombra. No te dejas ver, y haces bien, porque cada día estás más hermosa. Vamos, se ve desde luego que te tratan bien y que llevas buena vida. ¿Qué se te ofrece? Di… ya sabes que tienes aquí… en fin… como tu padre. ¿Algún disgusto?… Ésta es tu casa.

Don Pedro decía esto, porque veía que Casilda se ponía encarnada, quería hablar y no podía, y llevaba las puntas de su rebozo a la cara para cubrirse, como si tratara de acusarse de algún acto vergonzoso.

—Le diré a usted de una vez, señor licenciado; usted va a ser envenenado esta noche. No tome usted el chocolate.

—¡Cómo, Casilda! Habla; esto es grave, y lo creo, porque no eres capaz de decir una mentira.

Casilda le refirió entonces la conversación que había escuchado; pero sin nombrarle personas, ni lugar, ni nada que pudiera dar indicio de que Relumbrón tenía parte en tenebrosas combinaciones con Evaristo. Casilda quería salvar la vida de su protector sin perjudicar a la familia que tan buena acogida le había dado, y como don Pedro le hacía preguntas y trataba de averiguar, Casilda se hecho a sus pies llorando.

—No me pregunte usted nada, señor licenciado, no le puedo decir más de lo que le he referido para salvar a usted y a las otras dos personas. Si usted procede como lo hacen los señores jueces, soy perdida ¡quién sabe qué haría!… Me mataría antes de aparecer con una fea mancha. Haga usted lo que quiera, pero jamás diga que yo le di el aviso.

Don Pedro Martín no sabía que pensar y todo se volvía conjeturas y sospechas, pero en fin, como la cosa urgía, despidió a Casilda cariñosamente, asegurándole que jamás se sabría que ella había revelado este importante secreto.

—Sea lo que fuere, y verdad o mentira, lo que importa es evitar el golpe, pues que tenemos noticia hasta de la hora en que se deben cometer mañana estos delitos.

Con uno de los pasantes mandó buscar por todas partes a Lamparilla, y él mismo se encargó de vigilar desde el comedor a la cocinera. Lamparilla llegó acompañado del pasante, que lo había encontrado en los tribunales.

—No me haga usted ninguna pregunta ni trate de hacer averiguaciones. Me obedece usted y se acabó —le dijo don Pedro Martín luego que lo vio entrar.

—Como usted lo ordene —le contestó Lamparilla sorprendido, pues no sabía de lo que se trataba.

—Se va usted inmediatamente al mercado, y le dice a Cecilia que mañana cierre el puesto, y ella y sus criadas no salgan de su casa sino a lo muy preciso, hasta que usted mismo les avise. Que haga esto sin hablar palabra a nadie. En seguida va usted a su casa, monta a caballo y con sus mozos bien armados se marcha usted al rancho de Santa María de la Ladrillera, donde se quedará usted hasta que yo le mande decir que puede regresar. Indagará usted si la herbolaria ha dado en estos días a una persona una semilla o alguna otra yerba venenosa. Esto ¿me comprende usted? con maña, para saber la verdad. Mucho secreto en todo y ni una palabra más por ahora. Vaya usted, y no pierda ni minutos.

Lamparilla, sorprendido con tan inesperada conferencia y sin atreverse a hacer ninguna pregunta a su maestro, salió a cumplir inmediatamente con las instrucciones que acababa de recibir.

A la primera palabra que Lamparilla dijo a Cecilia, comprendió que Evaristo trataba de matarla; pero sin discutir, arregló sus cosas, cerró su puesto y antes de la hora de costumbre se retiró a su casa y durante tres días no asomó ni las narices a la calle.

Lamparilla, armado hasta los dientes y seguido de tres criados, llegó sin novedad al rancho de Santa María de la Ladrillera. No obstante lo preocupado que estaba y pensando naturalmente que lo amagaba un grave peligro del que trataba de salvarlo el licenciado Olañeta, o más bien dicho, seguro de que Evaristo quería asesinar a Cecilia y a él, fue esta visita un motivo de agradables recuerdos. Los negocios de su profesión, sus amores con Cecilia y la certeza que tenía ya de recobrar los bienes de Moctezuma III, le habían hecho diferir de día en día su visita, esperando, cuando estuviese en posesión siquiera de una hacienda, dar una sorpresa a su comadre. El rancho, bajo la inteligente dirección de Jipila, de un lugar monótono y triste se había convertido en un sitio encantador, al cual se citaban ya algunas de las principales familias de México para pasar días de campo. El jardín, que comenzaba en las quiebras de la cuesta, plantado al estilo de los célebres jardines de Netzahualcóyotl, en Texcoco, presentaba desde lejos el aspecto de una gran alfombra oriental; las flores y las plantas más exquisitas crecían entre el verde césped en abultados y graciosos macetones, formando armonía por los distintos verdes de hojas y por el color de sus flores; los tristes sauces llorones habían sido reemplazados por fresnos nuevos, ostentando sus frescas y redondas copas verdes, y dando sombra a unos asientos rústicos construidos por la misma Jipila; las rejas de las ventanas se veían entrelazadas curiosamente con plantas enredaderas, de donde pendían gruesas campánulas azules y blancas, y en las paredes, colocadas con profusión, esas flores lujuriosas del nopalillo, rojas hasta deslumbrar la vista, y brotando de su centro multitud de estambres cubiertos de polvo de oro. Los perros muy limpios y juguetones; las vacas, con sus collares encarnados, haciendo sonar la campanilla; los carneros y ovejas con una lana blanca de reflejos dorados; en fin, todo limpio, oloroso, fresco, que encantaba los sentidos; que convidaba al descanso e inspiraba ideas sanas y buenas.

Doña Pascuala había engordado tanto, que trabajo le costaba moverse; pero en lo demás, poco había cambiado, y la cara daba idea todavía de que no había sido una moza despreciable. Estaba muy contenta porque Espiridión había recibido las sagradas órdenes, y como el arzobispo lo distinguía entre todos sus condiscípulos, lo había nombrado vicario del curato de Ameca. Moctezuma III de vez en cuando se había aparecido por el rancho, muy buen mozo, con su uniforme militar y siempre seguido de dos dragones; sólo de Juan no había noticia, y doña Pascuala no lo podía recordar sin que sus ojos se llenasen de lágrimas.

En cuanto a Jipila, como siempre, no había pasado día por ella; muy peinadita, con su cabello negro muy lustroso, sus mejillas muy frescas y sus dientes muy parejos y blancos, siempre de fuera, pues no la abandonaba una sonrisa y no podía hablar sino así.

Lamparilla no tuvo ninguna dificultad para saber lo que el licenciado don Pedro Martín consideraba como muy delicado y difícil.

A la primera interpelación de Lamparilla, Jipila le contestó riéndose:

—¡Ya iba yo a darle yerbas venenosas ni a ése ni a ninguno! Vino aquí un ranchero que llaman el Aposentador y que vende pasturas a los arrieros y a las caballerías que andan en el monte. Aquí compra mucha cebada y paja, y se la lleva en carros. Me dijo que tenía una mujer que le daba mala vida y se la pegaba con todo el mundo y que estaba celoso y la quería matar, pero de modo que no se conociera que él lo había hecho. Me rogó, me ofreció dinero, me amenazó y cuanto usted quiera, y yo a ni responderle a tanto chisme, hasta que, por quitármelo de encima, le di unas semillas secas de árbol del Pirú, asegurándole que con cuatro que se echaran en el chocolate o en el caldo, bastaba para matar una gente sin que quedara rastro alguno que los médicos pudiesen conocer.

Lamparilla, contento con su residencia en el rancho y con las pláticas de doña Pascuala, pensó que alguno había sorprendido con una falsa denuncia a don Pedro Martín, y rio mucho de la ocurrencia de Jipila.

—¿Y si viene a reclamarte, cerciorado de que no han hecho efecto las bolitas y diciéndote que te has burlado de él?

—Yo le contestaré cualquier cosa, y si me molesta, lo amenazaré con el juez de Tlalnepantla, pero nada hará, porque en ninguna parte encuentra mejor pastura ni más barata que aquí.

Don Pedro Martín, con la mayor prudencia y secreto, dispuso que gente de policía disfrazada rondara por la casa de Lamparilla, y en efecto, fueron aprehendidos por sospechosos tres hombres, a quienes se les encontraron puñales, y fueron enviados a la cárcel por portadores de armas prohibidas. En el mercado se estableció vigilancia y se vieron hombres de mala catadura que acechaban el puesto; pero como estaba cerrado, nada hicieron que diese motivo para aprehenderlos; y en cuanto al chocolate, él mismo sorprendió a la cocinera en el momento que echaba en la leche unas bolitas negras. Cargó con el jarro a su cuarto, diciendo a la criada que guardase el más profundo silencio si no quería ser castigada, y lo envió a Leopoldo Río de la Loza para que lo analizara. Al día siguiente el sabio químico lo devolvió, diciendo que no había más que cuatro semillas secas del árbol del Pirú, lo que comprobó después la declaración que hizo Jipila a Lamparilla. Evitando el peligro y frustrada la tentativa de un triple asesinato. Lamparilla volvió a México y Cecilia a su puesto; quedó este negocio en el secreto, y el licenciado Olañeta mismo no le dio gran importancia; pero reunido esto a los antecedentes que tenía, pensaba que de un momento a otro tendría entre las manos los hilos de una tenebrosa trama que quizá lo envolvería a él mismo en una eterna desgracia, y esperaba a cada instante una nueva visita de Casilda.

Share on Twitter Share on Facebook