Juliana era lo que puede llamarse una buena mujer en la extensión de la palabra, sobre todo muy segura, como dicen familiarmente nuestras señoras cuando quieren abonar de honrada a una sirvienta. En efecto, los relojes, las piedras preciosas, los pedacitos de oro y de plata, los arreglaba todos los días Juliana en la mesa y cajones de su amo el platero, sin que en años le hubiese faltado la más insignificante cosa, pues hasta las perlitas que solían caer al suelo, las levantaba al barrer y las echaba en una cajita de cartón, sin decir una palabra ni hacer mérito de ello. En cuanto a su ocupación principal en la cocina, difícil hubiese sido encontrar quien la mejorase. Por inclinación y especiales disposiciones de su naturaleza, era una buena cocinera, pero ella había querido perfeccionarse y sobresalir en su noble arte adquiriendo recetas de guisos, pasteles y dulces, que por las noches escribía para que no se le olvidaran, con una letra no del todo mala, y así había logrado formar una colección que ya tenía honores de libro, pues cuando tenía, por diversos ensayos, la certeza de que la receta era buena, la cosía con hilo a las que ya tenía experimentadas. El platero, que no era goloso sino gastrónomo, y que le gustaba comer bocaditos, estaba encantado con su criada.
En cuanto a su moral, tenía la de la gente buena y pobre. Creía de cabo a rabo en el Catecismo del padre Ripalda; oía su misa los domingos y días festivos, y confesaba y comulgaba la cuaresma. Nada se guardaba en las compras de la plaza (y es raro en una cocinera) ni lo necesitaba, pues ella manejaba el gasto y gobernaba la casa, se pagaba su ración y su sueldo, y el platero, en vez de tomarle cuentas, le hacía frecuentes y buenos regalos, de modo que podía decirse que con sus ahorros era ya riquilla. Aunque de constitución robusta y sanguínea y, como hemos dicho, de la especie voluptuosa de Cecilia, no había mujer más quieta que ella, y hasta la edad que tenía no había conocido lo que se llama amor. Al platero ni lo quería ni lo aborrecía. Lo aguantaba porque era su amo, y era fiel, porque no tenía otras distracciones de inclinación que la condujeran al mal. Así pasaron algunos años; pero a cada capillita le llega su fiestecita.
Juliana, como todas las cocineras, estaba amarchantada en la plaza con Cecilia para la fruta, para los bizcochos en la casa Ambriz, para el pan en la panadería de Tesoreli; para la carne en la antigua carnicería de la Alcaicería, y no la sacaban de este círculo. El platero estaba muy conforme, porque todo lo que le presentaba era de lo mejor.
El partidor de la carnicería se enfermó y fue sustituido por otro, por un muchacho, ¡pero qué muchacho! ¡Si era un serafín! Muy blanco, muy bien formado, de ojos azules, de pelo rubio; seguramente era producto de un equívoco de algún hijo de la Germania o de Norteamérica. Tenía unos veintidós años y se llamaba Alberto. ¡Imposible, no podía negar su procedencia extranjera!
Ver Juliana al nuevo partidor de carne y enamorarse de él, todo fue uno. Disimuló cuanto pudo, pero al cabo de algunas semanas el Alberto tampoco encontró mal las buenas formas, los labios encarnados y el modito seductor de la cocinera, y ambos se entendieron perfectamente, resguardándose mucho de que sus amores fuesen conocidos por el platero y por el dueño de la carnicería.
Como el último que sabe las cosas es el dueño de la casa, don Santos ignoró mucho tiempo estos amores, hasta que una noche que venía de la Profesa de rezar sus devociones y darse unos cuantos azotes, divisó una pareja que atravesaba la calle con dirección al oscuro Callejón de la Olla, y que la parte femenina de la pareja era algo semejante a Juliana. Se envolvió más en su capa, se fue deslizando al abrigo de la sombra de las paredes sucias, y los siguió. Eran ellos, Juliana y el partidor de la carnicería, a quien había visto varias veces al pasar, y no había dejado de llamarle la atención por su buena figura.
Don Santitos en toda su vida había sido mordido por esa mala culebra de los celos; pero en compensación, esa noche le encajó el reptil todo el colmillo en la mitad del corazón.
Buscó instintivamente si tenía en la bolsa una pistola, un cuchillo, un cortaplumas siquiera, para hacerles algo, aunque fuese darles un piquete; desgraciadamente no tenía más que la disciplina con que acostumbraba vapulearse suavemente algunos días de la semana en las sombras del templo de la Profesa. Tuvo la firmeza de estar oyendo los cuchicheos del partidor de carne y de Juliana por más de un cuarto de hora.
Desde luego, mientras don Santitos oraba y se azotaba en la Profesa, Juliana habla arreglado sus citas amorosas, y cuando el amo regresaba, la encontraba muy quitada de la pena, rebanando la cebolla para los frijoles refritos de la cena.
Don Santitos por esa noche no hizo más que disimularse en la sombra, dar tiempo a que Juliana llegase y abriese la casa para entrar él en seguida y pedir la cena como si nada hubiese visto. La música estaba por dentro.
Esa noche no durmió. Reconoció que, por primera vez en su vida y ya muy adelantado en años, estaba no sólo enamorado, sino profundamente apasionado de su cocinera. ¿Había amado a la moreliana?, se preguntaba él mismo. No, de ninguna manera. Ésos habían sido amores de casualidad, de interés acaso; la moreliana más bien lo había seducido a él. En todo caso, ya eso estaba olvidado, y la moreliana y él se veían cuando tenían asuntos como dos buenos conocidos, como tendero y marchante, y el famoso hijo que había salido al mundo, quién sabe cómo, ya tenía bastantes alas para volar, y también lo quería como tendero y marchante. Absorbido por el trabajo y la codicia, y haciéndose una conciencia y una religión especiales, no tenía miedo al infierno ni un gran deseo de la gloria eterna, y conformándose con estar unos cuantos meses en el purgatorio, tenía ordenado en su testamento que se dijesen treinta mil misas por su alma y cien mil responsos de a real. Nada de esto turbaba su alma, sino el amor, el amor ardiente que tenía por Juliana y que no había descubierto sino desde el momento en que la vio hablando en la oscura puerta del Callejón de la Olla con el partidor de carne de la esquina de la Alcaicería. Se volvía de un lado a otro, se retorcía como una culebra y nada de conciliar el sueño.
Los pensamientos más siniestros se le venían en montones a su cabeza, que ya ardía, y en ninguno se fijaba hasta que por fin se resolvió, ya a cosa de las dos de la mañana, a levantarse y a ir al cuarto de Juliana. ¿A matarla, a hacerla pedazos como hubiese podido, con tantos instrumentos cortantes que tenía?… ¡No, señor; iba resuelto a pedirle perdón de haberla espiado, a echársele de rodillas, a llorarle como un chiquillo, a pedirle por favor que no comprase la carne en la esquina, y que no volviese ni a saludar al partidor!
Pero su plan, su plan era, no podía realizarse. El cuarto de Juliana estaba cerrado con llave y aldaba. Tocó primero suavemente; después recio, después más recio… lo mismo. Oía los ronquidos acompasados que denotaban que Juliana dormía tranquilamente boca arriba, y sobre todo que no le quería abrir, y tuvo que regresar a sus piezas descalzo, encorvado, teniéndose los calzoncillos blancos y con la desesperación en el alma… ¡Escenas singulares que cubren las techos de las casas!
Desde esa noche fatal la vida fue un infierno para el compadre. No se atrevía a decirle nada a Juliana y disimulaba todo lo que podía, porque pensaba, y no sin razón, que a la primera palabra que pronunciara, la contestación de ésta sería coger su rebozo y largarse con el partidor; pero cada vez más atormentado por los celos, en vez de trabajar en las alhajas del marqués de Valle Alegre, que estaba transformando, daba continuas vueltas por la calle de su rival, que, sin cuidarse de él y con cuchillo en la mano, cortaba los lomos de carnero y los trozos de buey para despachar a los marchantes. En las noches, en vez de ir a escuchar al padre Abolafia a la Profesa, se estaba embebido en las puertas de las casas, esperando a que Juliana saliese de la suya para ir a reunirse al Callejón de la Olla con su idolatrado partidor, y volvía y se repetían las escenas de la noche primera, y al día siguiente no tenía valor ni para levantar los ojos cuando su cocinera le servía el almuerzo.
Una noche, y ya iban muchas de este espionaje, se pudo colocar el platero en la puerta siguiente a la en que se ocultaban los amantes, y lo que pudo oír de amores, de promesas, de cariños y de esperanzas (porque los dos se amaban) no es para escrito; pero lo que coronó el amoroso coloquio fue una cascada de besos dulces y sonoros, que fueron a repercutir en el lacerado corazón de don Santitos. Dejó, no obstante, que los amantes se separasen y esperó el tiempo necesario como las otras noches para que, Juliana llegara a la casa; agarrándose de las paredes, se dirigió él a ella, no cenó y cayó en cama agobiado, debilitado, martirizado, hecho mil pedazos del dolor y de la impresión que le había causado el contacto el choque de aquellas dos bocas frescas y juveniles.
Al día siguiente, a la hora del almuerzo, el platero escupía verde, su estómago estaba lleno de bilis y no pudo ver con calma, no sólo la serenidad, sino la cara contenta de Juliana, que parecía como rejuvenecida, como acabada de bañar, como si le hubiesen quitado diez años de encima, ¡vaya, como en los días en que el platero la había tomado a su servicio!
—Parece que estás muy contenta —le dijo el platero escupiendo en el plato una papa, que desde luego le pareció o no nacida o muy dura.
—Como todos los días —contestó Juliana con indiferencia.
—Cada vez haces el almuerzo peor —le dijo el platero mirándola por primera vez con cólera.
—Lo mismo que todos los días —contestó Juliana devolviéndole su mirada.
Estaba ya resuelta a separarse, y ella y el partidor de carne habían encontrado colocación en una casa grande, con la condición de que antes se casaran, y estaban resueltos a casarse. Ésta fue la conversación que no pudo oír el platero, no enterándose sino del final, que terminó con frases entrecortadas y la abundante cascada de besos.
—¿Sabes que de pocos días acá te encuentro muy cambiada, Juliana? —volvió a insistir el platero, escupiendo otra papa, que en efecto estaba podrida.
—Estoy lo mismo que siempre —le respondió con la misma indiferencia— y si el señor no está contento no tiene más que buscar otra.
—Lo que tú eres, es… vaya, una ingrata, después que te he llenado de regalos, de que tú dispones de toda la casa, de que tú eres el ama y la señora. ¿A qué sales de noche? Di… —continuó el platero con cólera aventando el plato de papas que rodaron por la mesa.
—Yo no salgo de noche…
—Sí sales, yo te he visto… yo te he espiado. Con tu novio, con ese perdido de la carnicería. Al Callejón de la Olla… ¿no es verdad? No lo niegues… yo te he visto no una, sino muchas noches, y… ¡caramba! Esto ya no se puede sufrir.
Y el platero alzaba la voz y le metía las manos en la cara a Juliana, que se retiraba poco a poco, pero sin manifestar susto ni miedo, ni mucho menos arrepentimiento.
—Habla, habla, di algo en tu defensa, so puerca, so indecente.
—Pues ya que lo sabe usted —le interrumpió Juliana, queriendo tomar la puerta— ¿para qué es que me maltrate? Sí, tengo mi novio y me voy a casar con él; no es un perdido, sino un muchacho honrado, que tiene así de casas (y hacía seña con los dedos) donde lo recibirán de criado, y con eso y mi trabajo tengo bastante para mantenerme.
La terminante declaración de Juliana encendió de tal manera el furor del platero, que aventó la mesa y se abalanzó a Juliana, que lo miraba asustada.
—Pero antes de irte te he de arrancar del pecho este collar de corales que te regale; y has de saber lo que es un hombre ofendido, colérico y celoso.
Y en efecto, con una mano la desgarró la camisa y el collar de corales, que rodaron por el suelo, y con la otra le aplicó tan formidable bofetón en las narices, que con todo y ser Juliana fuerte, gruesa y grande, la hizo trastabillar y, queriendo huir, tropezó con una silla y fue de costado a herirse la sien contra el filo de un canapé, quedando inmóvil y como muerta.
Luego que el platero vio correr la sangre en abundancia, volvió a su razón y se rasgó el velo rojo que había cubierto sus ojos. Quedóse inmóvil por un momento, pero después se hincó de rodillas, acarició a Juliana, la llamó con los nombres más tiernos, le pidió perdón, y más asustado, mirando que la sangre no cesaba de salir de la cabeza y de las narices, corrió como un loco a la cocina a buscar vinagre, diciendo: «la he matado». Con sus pañuelos le limpió la sangre, le puso fomentos de vinagre, y le dio a oler esencias, y no fue sino al cabo de una hora cuando la muchacha volvió en sí, se solivió sobre su brazo, después se levantó, y derecha como un fantasma, sin quejarse ni hablar una palabra, y arrojándole una mirada de odio y de venganza, fuese a su cuarto y se encerró con llave y aldaba.
El platero, con esta escena, quedó como muerto, y fue también después de media hora cuando pudo levantarse del canapé donde había caído anonadado, arreglar la mesa, limpiar la sangre que había corrido por el suelo y poner en orden el cuarto donde había tenido lugar la primera y última hazaña de tan hábil y distinguido artista.
Lo que quería el platero al día siguiente, ya más calmado, era, primero, que todo quedase en el más completo secreto; y después reconciliarse con Juliana, pasar, si fuerza era, por el novio, con tal que se olvidase la escena pasada y continuase viviendo en la casa. Él mismo hacía su comida como podía (y asistía a Juliana, que los primeros tres días ardió en calentura), lavaba los trastos y mandaba por lo necesario con un muchacho que se procuró en el mercado. Los oficiales de la platería no supieron nada, ni el compadre Relumbrón, a quien mandó solamente decir que estando la cocinera un poco enferma, no viniese a almorzar hasta nuevo aviso.
Cuando Juliana pudo levantarse, volvió a tomar la dirección de la casa, como si nada hubiese pasado, No entraba en conversación con su amo; pero le daba los buenos días con buen modo, y respecto de la comida, no tenía por qué quejarse. El platero estaba en el colmo de su dicha, se figuró un momento que su corrección había producido buen efecto, que Juliana se había quitado de la cabeza su afición por el partidor y que con el tiempo volvería todo al estado de quietud y de calma en que había estado.
Una mañana, antes de las cinco, Juliana se levantó, espió de puntitas al platero, que ya había recobrado su tranquilidad y dormía profundamente. Cerciorada de esto, volvió a su cuarto, puso sobre su cama su baúl con todas las buenas ropas y alhajas que le había regalado don Santos, se fajó en la cintura sus sueldos que tenía ahorrados, se echó en el seno su libro de recetas y otros papeles, salió sin ser sentida de la casa, cerró la puerta y echó la llave por debajo.
Cecilia estaba ocupada en lavarse los pies, que los tenía como si fuesen hechos de hojas de rosa; en sacar de los almacenes su fruta; en despachar a una de sus Marías, que siempre la precedía en el mercado, cuando se le presentó Juliana, la que, apenas le vio, cuando se le echó al cuello hecha un mar de lágrimas y fue un llorar de quién sabe cuántos minutos sin interrupción. Todo el sentimiento que había guardado desde el día de la bofetada que le dio el platero, lo echó por los ojos. La venganza quedaba en el corazón.
Cuando se calmó, Cecilia le dijo que se explicara; ya ella suponía algo de grave, pues que cerca de dos semanas habían pasado sin que fuese a la plaza. Por lo menos la creía gravemente enferma.
Entonces Juliana contó con una rara minuciosidad cuanto había oído, explicándole las relaciones que existían entre el platero, Relumbrón, el capitán de rurales, doña Viviana, el tuerto Cirilo y demás gente, y Cecilia se agarraba la cabeza, no queriendo creer tanta atrocidad y que personas tan ricas estuvieran complicadas con tan vil canalla.
—¿Y qué quieres que hagamos? —preguntó Cecilia a Juliana cuando acabó de oírla.
—Tú conoces mucho al juez, es tu marchante y te ha de hacer caso. Si yo voy sola o veo al gobernador, dirán que soy chismosa, calumniadora, me meten en la cárcel y no vuelvo a salir jamás.
Cecilia se quedó pensando un momento; después le dijo:
—Si estás resuelta, no tengas cuidado, el señor don Pedro Martín nos oirá. Yo también le he contado algo y tendré que contarle más. Ya estoy cansada de vivir con una espada encima y llena de zozobra, no sabiendo si ir a Chalco o quedarme aquí, teniendo miedo de todo. De una vez acabaremos; o ellos o nosotros. Cálmate, no te acongojes, ayúdame a hacer mis cosas; almorzaremos y de aquí nos iremos a casa del señor don Pedro Martín.
Casilda no había vuelto a aparecer en casa del licenciado Olañeta; en la de Relumbrón se ocupaba todo el mundo de los preparativos de las bodas de Amparo, que deberían ser magníficas; los presuntos reos aprehendidos cerca de la casa de Lamparilla habían declarado que las armas de diversas clases que les habían recogido eran de su oficio; que el uno era carnicero, el otro zapatero y el otro carpintero; y, en efecto, uno tenía cuchillo de carnicería, otro un tranchete y otro un largo punzón. (Éstas eran mañas del tuerto Cirilo para cuando agarraban a sus ladrones.) Lamparilla mismo había estado para su eterno asunto de los bienes de Moctezuma III, manifestándose muy tranquilo y contándole largamente muchas cosas agradables del rancho de Santa María de la Ladrillera. Así, el viejo ahogado estaba fumando sus cigarrillos en el comedor, reflexionando en los antecedentes que se acaban de referir y tratando de echar fuera de su mente los pensamientos siniestros que le había causado la visita de Casilda, cuando Coleta y Prudencia entraron a decirle que Cecilia, la frutera (que les había entregado un canasto con lo más hermoso de la estación) acompañada de otra mujer parecida a ella, deseaban hablarle.
Sin saber por qué, al escuchar a las hermanas dio un vuelvo el corazón al licenciado, que lo dejó por un instante sin aliento; pero se repuso, saludó afablemente a las dos mujeres, dio las gracias a Cecilia por el regalo de su excelente fruta y, seguido de ellas, se entró en su biblioteca y cerró la puerta.
Coleta y Prudencia regresaron a la cocina, donde amasaban unos tamalitos para el día siguiente, que era domingo, y Clara y doña Dominga de Arratia habían prometido venir a comer para enterarse de todo lo relativo a las bodas de Amparo.
—Vamos, Juliana, no hay que turbarse. Díselo todo al señor licenciado, como me lo dijiste a mí. Venimos resueltas, señor licenciado —añadió Cecilia—, y ya que sabe usted parte, sépalo todo, que es un horror, y sólo porque ésta me ha jurado por la memoria de su madre que es verdad, lo creo.
Juliana estaba, en efecto, algo turbada, viéndose en presencia de un hombre tan severo y de aspecto tan imponente como don Pedro Martín; pero con la peroración de Cecilia y un pellizco que le dio en el brazo, recobró el uso de la palabra, sacando antes del seno su libro de recetas, de guisados, pasteles y postres.
Juliana cada noche, mientras el platero estaba encerrado con el soplete desarmando las alhajas robadas que le traía doña Viviana, ella cogía su tintero y se ponía a escribir, por ejemplo:
Cocada de huevos. Para un coco dos reales de huevos, real y medio y cuartilla de azúcar; medio de canela.—(Pesos falsos).
Pasta de camote morado.—(Doña Viviana).—Ante de mamey.
A dos o tres mameyes una libra de azúcar. Se clarifica primero el almíbar, se echa el mamey molido y se bate, etc.—(Diamantes y perlas.)
Organizó sus recetas en el bufete del licenciado, que había tomado asiento en su sillón, apartó unas a un lado, otras a otro y se guardó las que no le eran útiles para el caso. Cada vez que encontraba en una receta una indicación, como las que van apuntadas, la clasificaba, y así que estableció el orden, comenzó a hablar con tanta precisión, con tanta claridad, que transmitió, casi sin faltar una coma, todas las conversaciones entre Relumbrón y su compadre el platero; y como si hubiese rasgado un velo oscuro, el juez tuvo delante de sí un teatro de maldades increíbles e inauditas de las que no han podido contarse más que una pequeña parte en esta verídica historia, porque parecerían increíbles y por no hacerla demasiado naturalista.
Don Pedro Martín, con la cabeza apoyada en sus dos manos, escuchaba con profunda atención, y de vez en cuando, exclamaba:
—¡Qué horrores! ¡Qué abominaciones! ¡Semejantes gentes mezcladas con la canalla y peores que ella!
La confesión de Juliana terminó; Cecilia siguió, diciendo lo que sabía y lo que maliciaba.
—¿Están ustedes dispuestas a declarar ante el tribunal lo que aquí acaban de referir?
—Resueltas a todo, señor licenciado —respondieron a una voz las dos mujeres.
—Bien hijas mías —les respondió con una aparente calma— vayan con Dios; no tengan cuidado, a nadie se castiga por decir la verdad.