LV. Sepultura de plata

Largo rato quedó don Pedro Martín con la cabeza apoyada en sus manos. Cuando salió del aturdimiento causado por la casi inverosímil relación que acababa de escuchar, su frente estaba bañada en sudor.

—Es preciso apurar el cáliz hasta la última gota. Jesucristo nos ha dado el ejemplo —dijo levantándose y paseándose agitado de uno a otro extremo de la biblioteca—. ¡Clara complicada en estas atrocidades!… Clara, no… pero su marido sí, casi es lo mismo. Después de las pruebas que tengo y de haber escuchado a estas mujeres —continuó diciendo— ya no puedo excusarme, tengo, como quien dice, todos los hilos de una trama tenebrosa, y la sociedad reclama mis servicios; no puedo excusarme, sería una cobardía, una falta que jamás me perdonaría yo y que pesaría hasta mi muerte sobre mi conciencia. Quizá esta mujer, excitada por la venganza, ha mentido en muchas cosas o por lo menos ha exagerado, y si voy a proceder de ligero y a quedar en ridículo, manchando la reputación de personas altamente colocadas en la sociedad como ese Relumbrón, ¿qué va a decirse de mí, y qué papel voy a representar? Acabar con el porvenir de esa niña que va a casarse con el marqués, es cosa terrible. No quiero ni pensarlo… En fin, tratemos de tener calma y esperemos.

Y en efecto, don Pedro Martín esperó un día, otro día, hasta cuatro; pero al quinto se presentó en su casa una mujer de edad, pero bien vestida y de buen aspecto, diciendo que tenía un secreto que comunicarle. Era doña Rafaela la dulcera, que introdujeron a la biblioteca Prudencia y Coleta, como habían introducido, como hemos visto, a Juliana y a Cecilia.

Doña Rafaela, buena cristiana pero muy ocupada y poco pecadora, no frecuentaba; pero llegó el día de su santo en que se propuso confesar y comulgar. Consultó al padre si era caso de conciencia el ir a declarar a un juez que el jefe de la escolta del camino de Río Frío no era otro más que el asesino de Tules. El confesor le dio opinión favorable, y en consecuencia, doña Rafaela fue al día siguiente a contar a don Pedro Martín su encuentro con Evaristo en la diligencia, y como este hombre había sacado con engaños a don Carloto (a quien de vista conocía doña Rafaela) y lo había metido al monte. Don Pedro Martín se explicó entonces la repentina desaparición de ese personaje, y por qué nadie sabía dónde estaba, ni a nadie había escrito una letra en largos meses. Preguntó a doña Rafaela si estaba dispuesta a declarar, y ella contestó que no sólo ella, sino las antiguas vecinas de la casa que habían sobrevivido y vuelto a ocupar sus cuartos, y reconocerían entre mil al malvado por cuya culpa Bedolla las había hecho padecer tanto en la cárcel.

A la mañana siguiente, temprano, se presentó el marqués de Valle Alegre, muy alarmado.

—Un caso singular, licenciado —le dijo presentándole una carta— lea usted.

Don Pedro abrió la carta y leyó. Era la tal carta de don Remigio, y decía entre otras cosas, de menos interés, que habían pasado meses sin que se tuviese en la hacienda noticia alguna de Quintana, que escribía antes con mucha puntualidad cada semana; que tanto de la Casa de Moneda como de otras personas con las que tenía el conde negocios, le habían escrito que la casa de la Calle de Don Juan Manuel estaba cerrada; que habían muchas veces ido a llamar a la puerta y que nadie respondía; que suplicaban, por lo mismo, se les dijese con qué persona podían entenderse en México para los asuntos que tenían pendientes, para entregar el dinero que debían o cobrar las cuentas que estaban por pagar.

Don Remigio rogaba al marqués de Valle Alegre que indagase si había muerto el dependiente Quintana y lo que había pasado a las criadas, autorizándolo para que tomase cuantas medidas creyese necesarias. «El conde —añadía don Remigio— aunque presa todavía de una especie de monomanía por la esgrima, pues todo el día está tirando la espada contra una panoplia, como si fuese un enemigo terrible, esperaba que su primo le prestaría este servicio, confiaba en él, rogándole que no recordase nada de lo pasado».

—En efecto es raro el caso, y debe ser algo extraño lo que ha pasado —dijo don Pedro Martín, pensando en Relumbrón, aunque Juliana nada le había dicho acerca de esto—. Que el dependiente se haya enfermado nada tiene de particular; pero que criadas viejas y antiguas de la casa hayan robado y dejádola cerrada, eso es imposible. ¿Qué quiere usted que hagamos, marqués?

—Atacar al toro por los cuernos —contestó el marqués— es decir; que usted, acompañado del escribano y testigos, vaya en mi compañía, primero a la casa del dependiente para cerciorarnos si está muerto en su cama o lo que ha sucedido, y en seguida a la Calle de Don Juan Manuel, a registrar la casa y descubrir si se puede, este misterio.

—Es el procedimiento —repuso don Pedro Martín— si usted me lo pide por escrito, acompañando la carta de don Remigio.

—Y como que lo pediré —dijo el marqués—. No sólo porque quiero dar pruebas al conde de que no le guardo rencor, sino por curiosidad. Quisiera que fuésemos ahora mismo.

—Sea lo que fuere, no hay necesidad de armar escándalo. Venga usted mañana antes de la seis con su escrito, habilitaré las horas como caso urgente; a esas horas poca gente pasa por la calle, lograremos quizá abrir la puerta sin llamar la atención. Que venga con usted un buen herrero.

A las seis de la mañana del día siguiente ya estaba el marqués, con su escrito firmado por Lamparilla y un buen herrero con un gran manojo de llaves y ganzúas y los instrumentos necesarios por si fuese necesario forzar tan formidable puerta.

En el carruaje del marqués y en otro de alquiler se dirigieron al Puente de Alvarado, encontrando la casita de Quintana con las puertas y ventanas cerradas. Tocaron dos veces por fórmulas, pues bien sabían que nadie les había de contestar. Después el herrero abrió con facilidad y entraron, encontrando todo quebrado, destruido y en el más completo desorden. Hasta las sábanas de la cama se llevaron, obra acabada del tuerto Cirilo y socios.

Sentadas en toda forma las diligencias judiciales, volvieron a montar en los carruajes, y en pocos minutos llegaron a la casa de la Calle de Don Juan Manuel.

Allí el herrero tuvo más trabajo; pero al fin, entre tanta llave encontró una que le viniese a la chapa; el postigo se abrió y todos penetraron al patio. Un hedor venenoso, acre e insoportable los rechazó, pero se sobrepusieron, cerraron el postigo, porque ya comenzaba a pasar gente y a fijar la atención, y entraron al cuarto.

Del portero no existían más que los huesos, que asomaban por aquí y por allá entre tortas de asquerosos gusanos que se movían como devorando y disputándose la poca carne podrida que quedaba. Don Pedro, el escribano y los testigos, por cumplir con su deber, estuvieron el tiempo necesario para poder sentar la diligencia; pero al marqués y el herrero retrocedieron horrorizados hasta en medio del patio.

Concluidas las diligencias en los bajos de la casa, subieron las escaleras, penetraron por las puertas que habían quedado abiertas por toda ella, examinando cuidadosamente los muebles, camas y rincones sin encontrar nada que les llamase la atención. El juez descubrió unas huellas apenas visibles en la capa de polvo que tenían las alfombras, y este indicio los guió hasta la biblioteca; pero en la biblioteca se perdían las huellas y nada les daba allí nuestra de violencia ni de desorden.

—¿Dónde acostumbraba guardar el conde su dinero? preguntó don Pedro Martín al marqués.

—Aquí —dijo el marqués— es decir, en un cuarto de bóveda cuya entrada es por uno de estos estantes. Déjeme usted recapacitar. El conde más de una vez me ha hecho entrar y me ha enseñado sus cajas llenas de dinero.

El marqués dio vuelta por toda la biblioteca, abrió y cerró varios estantes, y golpeándose la frente, dijo:

—¡Imposible! No recuerdo… nada habremos hecho si no examinamos las cajas y será necesario demoler los estantes y sacar libros y papeles. Ni en una semana se hace esta operación.

El herrero con su natural instinto de abrir puertas, forzar chapas y arreglar cerraduras, daba también sus vueltas por la biblioteca y examinaba los estantes.

—Este estante —dijo— tiene trazas de haber sido abierto y forzado un poco. ¿Quieren ustedes que se rompa?

—Y como que sí —dijo don Pedro Martín—. Proceda usted, maestro.

El herrero, con la mayor facilidad metió en la hendidura del estante una barra pequeña de fierro que sirvió de palanca, tiró del botón, el estante se abrió y se encontraron con la bóveda cuya segunda puerta no cuidó de cerrar Evaristo.

Como a la vista estaban las llaves colgadas en la pared no hubo más que abrir las cajas y comenzar el reconocimiento. Se percibía un ligero olor a muerto, pero no al punto de causar incomodidad o náuseas. La caja más grande estaba al parecer llena de dinero, y una capa compacta de pesos nuevos aparecía brillante a los ojos de los que asistían a esta escena.

—Supongo —dijo don Pedro— que está lleno de dinero, y largo y difícil seria contarlo todo, pero necesito saber realmente lo que contiene hasta el fondo.

El herrero y los testigos se pusieron a vaciar los pesos en el suelo, y no tardaron en tropezar con una cosa blanda. Despejaron con ansiedad y encontraron el cuerpo de Consuelo, desnudo, blanco, lustroso, intacto, como si acabase de acostarse tranquilamente en ese lecho de plata.

Un grito de horror salió unánime de la garganta de los circundantes. Don Pedro tuvo que apelar a toda su energía para continuar las diligencias. El marqués no creía lo que estaba mirando.

Don Pedro mandó sacar el cadáver de Consuelo y tenderlo en la biblioteca, y los testigos, el herrero y el marqués mismo continuaron con una especie de furor febril sacando los pesos encontrando en el fondo los cadáveres intactos de las dos viejas criadas.

Enterradas vivas, cubiertas con los pesos y cerrada la caja que tenía buenos ajustes, el aire no penetró y los cuerpos se conservaron. En los ojos abiertos, en las facciones contraídas y en las manos crispadas, se reconocían los horrores de la agonía. Unas manchas moradas en el albo cuello de Consuelo, indicaban que había sido sofocada antes de encerrarla en la caja.

El herrero iba a cerrarla; pero como había aún algunos pesos y trozos de ropa, el juez mandó que todo se sacase, y entre los pedazos de trapo apareció una cosa roja y oro que llamó la atención.

Don Pedro Martín la examinó. Era una cartera pequeña que había bordado Amparo y regalado a su padre. Tenía esta dedicatoria: Amparo a su querido papá en el día de su santo. En las bolsitas interiores de la cartera había tarjetas con el nombre de Relumbrón, una carta de Luisa en que le pedía dinero y lo amenazaba, y algunos apuntes de cuentas con don Moisés.

Don Pedro Martín entregó la cartera al marqués, el que la miró por todos lados, leyó el nombre de Amparo, se la pasó precipitadamente de una mano a otra como si fuese un ascua ardiendo y la devolvió al juez, como queriendo deshacerse de un diabólico talismán que en un instante hubiese envenenado su alma y cambiado el curso de su vida.

Ambos, sin decirse una palabra, habrían caído en el suelo a no encontrar unas sillas por allí esparcidas en la desesperada lucha que Consuelo tuvo con Evaristo.

El escribano y los testigos, con los cabellos erizados y las manos temblorosas, continuaron más bien borroneando que no escribiendo en el papel de causas criminales que llevaban.

El herrero, de pie y con su manojo de llaves colgadas en el brazo, no podía quitar los ojos de aquellos tres cadáveres desnudos, que parecía querían levantarse y pedir al juez un castigo terrible, la pena del Talión para sus miserables asesinos.

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