La Lucecilla, que había adquirido una repentina influencia sobre todas las gentes de la hacienda con la milagrosa curación de la condesa, ordenó que todos saliesen de la recámara y la dejasen sola con ella. A las lágrimas silenciosas siguió un abatimiento y una debilidad tal, que no permitía a Mariana ni levantar su cabeza, reclinada en el robusto y abundante seno de la muchacha. Así pasó más de media hora, y observando Lucecilla que la condesita había cerrado los ojos, y creyendo que un sueño tranquilo completaría la curación, la colocó suave y delicadamente en los almohadones, cerró las ventanas y se sentó en un sillón para observarla y cuidarla, no permitiendo la entrada ni al mismo Robreño, que cada minuto se acercaba a la puerta, ansiando estrechar en sus brazos a la adorada mujer que tanto había sufrido por él.
Al cabo de tres horas despertó Mariana, y un alienista (si los hay) habría podido observar fenómenos sorprendentes. Sus ojos, saltones y fijos, habían entrado en sus órbitas y vuelto a recobrar la expresión y el brillo como en los días felices en que corría alegre por las praderas de la hacienda asida del brazo de su amante; su fisonomía tranquila no daba muestras de ningún sufrimiento, y se acordaba con calma y resignación de sus tiempos de soledad y de tristeza. Con una lucidez admirable comenzó a interrogar y a platicar con la Lucecilla, siguiendo un orden metódico, como quien ha clasificado con anterioridad en su cerebro la serie de cuestiones que tiene que tratar.
—No sé quien eres —le dijo— ni cómo ni de dónde has venido; pero sentí un consuelo tal desde el momento que vi tu graciosa cara, pasó por mis nervios una corriente tan deliciosa cuando me abrazaste y acariciaron tus manos mi cuerpo, me reanimaron tanto tus palabras dulces, que sentí ganas de unirme a ti, de que tu cuerpo formase parte del mío, y me vinieron a los ojos las lágrimas que me quemaban por dentro. Y a medida que las derramaba sentía que mi cabeza se despejaba, que por mi pecho pasaba más fácilmente el aliento, que era, en una palabra, una nueva mujer, y que la antigua había desaparecido con la memoria de todos los dolores y agudas penas que la habían martirizado por largos años, no conservando sino las memorias deliciosas, aunque vagas, de que tenía un marido y un hijo, porque tú me dijiste que me traías a mi amante y a mi hijo, y dos figuras que yo creía haber visto allá hace como mil años, como en una existencia anterior, aparecieron delante de mí rodeadas, como los santos, de una aurora luminosa. Yo nunca te he visto aquí; pero no importa. Tampoco he visto a los ángeles que estén en el cielo, y ahora creo en ellos más que antes, porque si los ángeles están destinados por Dios para consolarnos, tú eres sin duda uno de ellos. Ven, ven que te estreche en mis brazos y que te dé un beso como besa una madre, en esa boca de donde no salen más que palabras de amor y de consuelo.
La Lucecilla, encantada y amorosa, estrechó otra vez en sus brazos a la noble condesa, le aplicó los labios frescos como la rosa con el rocío de la mañana a sus labios todavía secos y pálidos, y un largo y casto beso unió estos dos almas puras y vírgenes.
—Ya está —dijo la condesita, descendiendo con facilidad del lecho y sentándose en un sillón— estoy tranquila y no quiero precipitar los acontecimientos que tienen algo todavía de amargo y de punzante para este corazón. Dime ahora quién eres, cómo has venido y qué santa mano, la de Dios sin duda, te ha traído aquí.
—Una pobre huérfana —contestó Lucecilla— arrojada a la calle cuando apenas tenía seis años, por una tía medio loca que pedía limosna en las calles, y criada entre mala gente; pero Dios me dio esto bueno —y señalaba al mismo tiempo su corazón— y aprendí a leer, a mal escribir, a coser y, cuando fui mayor, a preservarme de los hombres, hasta que un acontecimiento muy raro, que no esperaba, me hizo encontrar a Juan en una pieza oscura, y con sólo estar junto a él y pasar mis manos por su cabeza y su cara, sentí no sé qué cosas que nunca había sentido en mi vida, y lo quise más que a mí misma y juré que nunca me había de separar de él hasta la muerte. Y él, tan bueno, me dio uno de sus caballos y vinimos todos juntos hasta la hacienda, donde encontramos a los salvajes que, en cuanto nos vieron, corrieron como perros rabiosos; yo, que sabía lo que pasaba en esta hacienda, no tenía miedo a nada y no pensaba en otra cosa más que en encontrar a la madre de mi Juan, y ya me tiene usted aquí. Ésta es la mitad de la historia; Juan contará la otra mitad, pero no tenga usted cuidado, señora condesa, seré criada de usted y así lo veré, lo adoraré todos los días y es bastante; con eso me contento…
—Calla, calla, muchacha, y no prosigas. Ve a buscar a mi hijo y a una señora que se llama Agustina, tráelos aquí pronto, y que no entre nadie más.
Lucecilla salió de la recámara, y antes de diez minutos volvió acompañada de Juan y de Agustina.
—No hay que llorar, mi vieja y pobre madre, pues que tú has sido mi madre desde que murió la desgraciada que me dio el ser, porque tus lágrimas volverían a dañar mi corazón, que milagrosamente ha curado esta muchacha. Y tú, Juan, acércate, no me mires ni con temor, ni con respeto, sino con amor. Sí, sí, eres mi hijo, aun cuando lo negase todo el mundo. Tienes tu cara formada de las facciones de tu padre y de las mías; te pareces a los dos; sí, vivo retrato; el que te vea junto a mí tiene que decir por fuerza que eres mi hijo, y tu padre con sólo verte no puede negar que eres su hijo. Quisiera saberlo todo de una vez, pero no es posible, es necesario tener calma. Hace años, pero muchos años, no sé cuántos que mi primer pensamiento al despertar era para ti y para tu padre y esperaba verlos, tenía fe en que los vería algún día, porque me lo había prometido la Virgen milagrosa de las Angustias. Te contaré, sí, te contaré cómo naciste; pero siéntate enfrente de mí, mírame, porque tu mirada me reanima, me da vida. Sola con Agustina, en una casita que parece que la estoy mirando, agonizaba yo y creí que pocos instantes me quedaban de vida; pero no estábamos solas. Teníamos por celestial compañera una madre más desgraciada que yo, que tenía a su hijo en sus brazos, su blanco cuerpo descoyuntado, cubierto de heridas y de sangre. Estaba muerto, y de los ojos de la hermosa madre silenciosa se desprendía un hilo de lágrimas. Eran la Virgen de las Angustias y Jesús, que había sido martirizado y crucificado por los judíos. Yo, que iba a ser madre y que estaba en un trance supremo, en vez de enterrarme un puñal en el corazón y llevar a cabo el infernal pensamiento que me había quitado el sueño tres noches, descendí del lecho, me postré ante la madre de Dios y le pedí su amparo, y vi, lo juro, que aquellos ojos húmedos me miraron con ternura, oí su voz (todavía la oigo) dolorida, pero suave y dulce que me decía: «Ten confianza en mí, tú verás a tu hijo»… Entre la vida y la muerte, Agustina, que tú ves aquí envejecida no sólo por los años, sino por lo que ha sufrido por mí, hizo un esfuerzo, me cargó como si fuese una niña, me colocó en mi lecho, me acarició y me dijo que confiase en la Virgen. Naciste, hijo de mis entrañas y de mis dolores. Tu padre entró por el balcón me besó en la frente, me dijo en el oído unas palabras de amor y de esperanza, te tomó en sus brazos, te envolvió cuidadosamente en su capa y descendió a la calle oscura y tenebrosa. Desde entonces… tu padre, proscrito, errante, perseguido… y tú… no ha habido un solo día que deje de derramar lágrimas por los dos. Después, una oscuridad en mi memoria… una noche negra y eterna y sólo de cuando en cuando una esperanza y una luz viva que interrumpía mi agonía, y veía a la Santa Virgen, la casita de Agustina y la calle lóbrega, y a Juan, envuelto en su larga capa militar, y a ti, pequeñito, débil, que te daba un beso y pasabas de mis brazos a los de tu padre… Pero todo pasó como un sueño pesado… Déjame que te vea bien, que te vea, que te toque, que te abrace para convencerme de que no soy presa de una alucinación, y que esta muchacha que tengo a mi lado y que será tu mujer, me repita las palabras que me sacaron de ese mundo vago y sombrío donde he vivido, para volverme a este mundo real, a este sol radiante, a esta dicha de tener a mi lado a los que tanto he amado, y que es una compensación superior a las penas y a las amarguras que he sufrido.
Mariana, como Lucecilla lo había hecho, pasaba suavemente sus manos por la cabeza y cara de Juan, y lo contemplaba con una especie de santo éxtasis.
—Bien, muy bien, guapo, hermoso, fuerte, valiente como tu padre. ¿Qué importa lo que he sufrido si los tengo a los dos, a Agustina, a don Remigio… a todos y a esta nueva hija que me ha enviado Dios?
Mariana tomó con sus manos los carrillos de Juan, le dio en la frente un beso y se dejó caer en el sillón.
Todos se alarmaron y se acercaron temiendo una nueva crisis y que se perdiese en un momento lo que se había adelantado en su curación moral.
—No tengan cuidado —les dijo— estoy fuerte, animada y resuelta a vivir y a vivir largos años. La felicidad ha venido tarde; pero no importa ¡es tan grande y tan completa…!
Diciendo esto inclinó la cabeza, porque un pensamiento triste había venido a mezclarse entre las dulces emociones de la dicha, pero se repuso y dijo en voz muy baja:
—Nos perdonará, estoy segura de ello.
Que Juan hubiera querido, desde que entró a la recámara de la condesa, arrojarse a sus brazos y estrecharla y derramar las lágrimas del huérfano de tantos años, en el seno de una madre que acababa de encontrar, ¿quién lo duda? Pero el respeto y la extraña novedad de la situación lo contenían y lo tenían en un estado semejante al que experimenta el condenado a muerte a quien repentinamente se le dice que está perdonado. El muchacho anónimo, entregado a los accidentes de una caprichosa fortuna, escapado realmente de un antro de ladrones, se había cerciorado en el camino de que tenía un padre y una seductora muchacha que lo adoraba, y, por último, después de una rápida lucha y sangrienta carnicería en que forzosamente había tomado parte, se encontraba en una lujosa recámara de la hacienda, al frente de una condesa que lo llamaba su hijo, de una mujer majestuosa y todavía resplandeciendo su belleza, que le llenaba de caricias, que le besaba la frente… Le parecía todo esto increíble y necesitaba palparse él mismo, reflexionar, ver y volver a ver a las personas que lo rodeaban, para convencerse de que estaba despierto y que lo que pasaba era una realidad. Apenas pudo, tímida y respetuosamente, corresponder al beso de la madre, acercando sus labios a las mejillas todavía pálidas de Mariana. Ella comprendió bien la situación de su hijo, quedó contenta y no exigió más, ni lo deseaba, porque el exceso de dicha le habría hecho daño. Se calmó y dijo a la Lucecilla al oído que se llevase a Juan y trajese a Robreño.
La Lucecilla, viva y lista, adivinaba los pensamientos de la condesa. Tomó a Juan del brazo, y al salir por la puerta del jardín le dio un beso y le dijo:
—Ve, monta a caballo, que te dé el aire del campo. Tus carrillos arden y vas a enfermarte. Piensa que tienes que cuidarte y vivir para tu madre, para tu madre y para mí… para mí, si algo me quieres.
Juan, como un niño o, mejor dicho, como un imbécil, obedeció, montó en el primer caballo que encontró ensillado en las caballerizas y echó a correr por las verdes praderas de la hacienda. Entre tanto Lucecilla buscó a Robreño, a quien no tardó en encontrar. Lo introdujo en la recámara de Mariana, cerró la puerta y se dirigió al jardín a cortar flores para formar un ramillete, diciendo:
—Marido y mujer deben estar solos después de no haberse juntado desde que nació su hijo. ¿Quién les había de decir que yo?… ¿Quién sabe?… Cuando dentro de algunos días reflexionen, ni por sirvienta me querrán en su familia.
Y con este pensamiento siniestro comenzó a cortar los claveles olorosos y las anémonas moradas y tristes como su alma en aquellos momentos.
—Ven, mi hombre querido —dijo la condesa a Robreño, cuando observó que tan discretamente había desaparecido Lucecilla y cerrado la puerta— mi hombre valiente y fiel que has sufrido tanto por mí; ven, y que sienta tus brazos, tu cuerpo, tus besos, tus caricias, este esqueleto, esta sombra que ha luchado con la muerte y que ha vivido sólo para verte, si, porque en las tinieblas que me oscurecieron el mundo en los últimos días, siempre veía un punto claro, una luz lejana, y en medio de esa luz, estabas tú, gallardo, guapo, animoso, queriendo venir hacia mí. Pero cuando más esfuerzos hacías para acercarte, más la luz se alejaba y volvían las sombras y las tinieblas a cercarme. Y dormía, dormía un sueño como de muerta, hasta que volvía esa luz consoladora. Era la esperanza, así debe ser la esperanza, y entonces pensaba que era fuerza vivir, que algún día deberías acercarte a mí, hasta que te tuviese en mis brazos, como te tengo ahora. Ya ves que triunfé, que fui más fuerte que la muerte misma, que no se atrevió a cerrar para siempre estos ojos con que te miro amorosa y agradecida a tu constancia y a tu amor… Habría resucitado, habría levantado la losa de mi sepulcro por pesada que fuese, con sólo oír tu voz, esa voz que escuché y estremeció mi corazón cuando gritaste a los salvajes que nos mataban, y los hiciste huir como perros cobardes y hambrientos… Sí, todo lo veía a través de no sé qué velo espeso, que fue aclarándose y cambiando poco a poco, hasta que lo acabó de arrancar la mano de una criatura bella, risueña, amorosa, que me tomó en sus brazos, me acarició, me colocó en mi lecho y me hizo dormir un sueño tranquilo y dulce, y al despertar vi a tu retrato, a mi retrato, a nuestro hijo, y después a ti, a ti, querido mío… y sólo la muerte podrá ya separarnos. Los amores ligeros y los casamientos fáciles, acaban a la semana, al mes, al año, pero los amores desgraciados duran la eternidad, y las penas pasadas hacen más dulce el momento en que la fortuna, Dios más bien, permite que se junten y de dos vidas hagan una vida, y de dos cuerpos una sola alma… Pero no es el momento de sufrir, sino de gozar, y las lágrimas se han hecho para las mujeres y no para los hombres valientes y fuertes como tú.
Efectivamente, Robreño, que tenía a su adorada Mariana sentada en sus rodillas, y enlazados los brazos, y juntos los carrillos, y cercanas las bocas, y cruzando por sus miradas rayos de amor, de gozo infinito, de suspiradas delicias, de ilusiones de cielo, tenía ya los ojos llenos de ese líquido que sale del alma, se convierte en brillantes y resbala por las mejillas, no sólo de los desgraciados que sufren, sino de los amantes felices que gozan. Mariana se levantó, tomó un pañuelo, lo pasó por la cara de su amante, le dio en seguida un beso ardiente y le dijo:
—No más, no más; si exageramos hoy nuestra felicidad, quién sabe si no nos haría mal y volveríamos a ser desgraciados… ve, ve, y cuando vuelvas, dime algo de mi padre y de don Remigio.
No era la primera vez que Mariana asistía desde las azoteas de la casa a un combate entre los indios y los vaqueros de la hacienda, y estaba, como quien dice, acostumbrada a ver salir a don Remigio y a su padre mismo, seguidos de los mozos armados, ya a pie, ya a caballo, en persecución de los salvajes, cuyos alaridos, balazos y vocerío no la asustaban, porque veía también volver alegres y triunfantes a las gentes de la hacienda, y principalmente porque su enajenación mental contemplaba con indiferencia las cosas que pasaban, por extrañas que fuesen. En esta vez, y al volver a la vida real por esta gradación de fenómenos nerviosos que ella misma había tratado de explicar en sus conversaciones con la Lucecilla, con su hijo, con su amante, no sospechaba que su padre hubiese sido herido, y suponía que, como de costumbre, estaba confinado en sus habitaciones. Se acordaba de él, más bien por la relación íntima y necesaria que tenía su suerte futura, que no por cariño. Mariana no tenía motivos de afección con el que había sido más su verdugo que su padre, y sus esperanzas y sus ilusiones por la vida quieta y feliz de familia, al lado de las personas queridas, eran turbadas con la duda de si el conde persistiría en su feroz obstinación para impedir su casamiento, bien que la Lucecilla, breve pero hábilmente, le hubiese contado en sus conversaciones la importancia del servicio de Robreño, que había salvado a la hacienda y a cuantas personas la habitaban. Fue este penoso pensamiento el que interrumpió su sabrosa conversación con Robreño; bastante le significó en pocas palabras que deseaba ya que don Remigio, o él mismo, o los dos, tuviesen con el conde la última conversación que debería decidir de su suerte.
La extraña confidencia de Mariana, más fantástica y complicada todavía que la que se ha referido en estas últimas líneas, y que no se transmite íntegra porque no parezca al lector inverosímil, puso en gran cuidado a Robredo y amargó hasta cierto punto las delicias de que disfrutaba escuchando su tierna y dulce voz, recibiendo sus caricias y sintiéndola en sus brazos; temía que volviese a extraviarse su razón y que no fuese más que un intervalo lúcido, producido por la influencia desconocida y rara que ejercía la Lucecilla; así que se guardó muy bien de decir lo que efectivamente había pasado en el combate con los salvajes, se alegró de que Mariana misma hubiese dado fin por el momento a la entrevista, y salió resuelto a contar lo ocurrido a don Remigio y al doctor Ojeda, y acordar cómo deberían obrar, enviando entre tanto a Lucecilla para que acompañase y platicase con ella.
Las heridas que recibió el conde no eran, según los médicos dicen, esencialmente mortales, pues no interesaban ninguna de las partes de la máquina necesaria para las funciones de la vida; pero sí muchas y muy dolorosas. Dos salvajes se habían divertido en tirarle flechazos con poca fuerza y sólo para que entrase en su cuerpo la punta de la lanceta, riéndose estrepitosamente de cada exclamación o, mejor dicho, de cada maldición que la cólera, el dolor y la humillación arrancaban al conde. Otros tomaban de las hogueras ramajes encendidos, y con ellos lo azotaban por las piernas y por las espaldas. Se remudaban para hacer mil variaciones en el martirio, arrancándole violentamente pedazos de ropa y aplicando a la carne descubierta tizones ardiendo. Mangas Coloradas ordenó que nada le hiciesen que lo pudiese matar, pues quería martirizarlo lo menos dos o tres horas, arrancarle él mismo la cabellera, arrimar en seguida las hogueras y asarlo vivo. Dio sus disposiciones en consecuencia, y él mismo se acercó y trazó con un cuchillo alrededor del cráneo la línea a donde debería hacer la incisión, lo que fue celebrado con saltos y alaridos. En esto estaban cuando llegaron Robreño y sus muchachos, repartiendo cuchilladas y tirando pistoletazos a quemarropa en los lomos y en las caras horripilantes de los gandules.
La llaga más dolorosa era la de la frente, quemada con un tizón, que había interesado el ojo izquierdo y producido una inmediata inflamación. En tal estado fue desatado el conde por el doctor Ojeda del árbol donde lo habían amarrado, conducido en brazos por los vaqueros y colocado en su lecho casi exánime. El doctor curó inmediatamente sus llagas, le aplicó algodón, bálsamos calmantes y vendas; pero en la noche sobrevino una fuerte calentura y la inflamación de las quemaduras presentó un mal aspecto, anunciando el cáncer. El doctor Ojeda exigió que se dejase al paciente en un completo reposo y que no se le hablase de nada que pudiera causarle emoción, ni mucho menos de su hija, ni de casamientos, ni de perdón.
—El conde morirá irremisiblemente —dijo el doctor Ojeda— pero antes tendrá algunos instantes, quizá tal vez una hora, de calma, que puede aprovecharse. Si esto sucede, yo mismo iré a buscar a la condesa, y si no, vale más dejarlo morir en paz y que ella no lo sepa sino cuando no pueda producirle la noticia una crisis que a todo trance debemos evitar; que Lucecilla no la abandone, que la divierta, que la lleve al jardín, que no se despegue de ella; esto es lo que por ahora tengo que ordenar. Existe entre la condesa y la Lucecilla una afinidad magnética, que no puedo definir y que la ciencia acaso explicará más tarde. Si otra persona le hubiese dado la noticia de que estaba allí al lado de su lecho su marido y su hijo, no habría producido efecto ninguno. Yo no hubiese tentado la experiencia, por no quedar en ridículo, y pues que a la muchacha se le ocurrió y surtió efecto, es necesario atribuirlo a una cosa, hasta ahora misteriosa y desconocida que dará mucho que hacer más adelante a los hombres de estudio y de ciencia.
Convinieron en que se suplicaría al obispo de Durango que viniese a la hacienda para dar la absolución al conde, si lo alcanzaba vivo, y las manos a Juan Robreño y a la condesa, que de una manera o de otra, estaban resueltos a no dilatar más su enlace.
Se dispuso un coche con buen avío, y don Remigio escribió una carta muy respetuosa y atenta al prelado. Entre tanto, el doctor Ojeda dispuso que el conde guardase el más completo reposo y que no se le hablase de nada. Él mismo lo curaba, lo vendaba y permanecía a su lado horas enteras, ministrándole cuantas medicinas creía necesarias, y además fuertes dosis de opio para que pudiese a ratos dormir y descansar de los agudos dolores que le causaban las quemaduras. Lucecilla fue encargada de platicar con la condesita e instruirla poco a poco de la extremidad en que se hallaba su padre. El obispo llegó a la hacienda cuando el conde estaba aún vivo; al día siguiente se presentó en el enfermo el fenómeno que había anunciado el doctor Ojeda y debía preceder a la muerte. La calentura disminuyó, los dolores desaparecieron y recobró la calma y el uso expedito de sus sentidos. Todos creían que había rebasado, menos el doctor, que le daba pocos momentos de vida.
No había que perder tiempo; el obispo entró a la recámara, y tan luego como el conde lo vio, se dispuso como cristiano viejo a confesar todos sus pecados y a implorar con fe y contrición el perdón de Dios.
El obispo le dio la absolución, le impuso brevemente de lo que había ocurrido, y cómo por una especie de milagro, había llegado Robreño y lo había salvado de una muerte horrible, añadiendo que, puesto que su hija la condesa y el hijo de su honrado administrador se amaban, no había más remedio sino que se casasen y él les diese su bendición. No consideró necesario el prudente prelado añadir que existía también un nieto que había contribuido no poco a salvar la hacienda, y una muchacha desconocida y aventurera que, por una causa que debía creerse providencial, logró sanar a la condesita de un mal que, como todos los de su especie, era incurable. Don Remigio, en su carta, había dado al obispo, para que viniese ya prevenido, todas estas y otras explicaciones relativas a los negocios íntimos y reservados de la familia señorial de los condes del Sauz.
El moribundo conde ninguna dificultad opuso a las cristianas exhortaciones del obispo, y antes bien, le suplicó que él mismo trajese a su hija, a Robreño, a don Remigio y a Agustina.
Mariana, enterada de la gravedad del conde, sin temer una nueva crisis, se dirigió a las habitaciones con serenidad, más bien diremos con indiferencia y con cierto sentimiento de rencor en el corazón; pero luego que vio a aquel hombre desfigurado, monstruoso, inconocible con la inflamación que le había reventado el ojo, y las manos hinchadas y amoratadas por las cuerdas con que lo habían atado, toda especie de sentimientos malsanos desaparecieron, no se acordó de otra cosa sino de que estaba delante de quien le había dado el ser, y cayó de rodillas, inclinando su cabeza en el lecho del moribundo, tomándole suavemente su mano estropeada, cubriéndola de besos y pidiendo perdón.
—¡Perdón! Yo te lo debo pedir a ti por tanto como te he hecho sufrir, a este valiente hombre que me ha salvado, a mi fiel Remigio, que ha sido mi mejor amigo, a Agustina, y a todos, y pues que el santo obispo, a quien ofendí con mis extrañas locuras, me ha procurado el perdón de Dios, yo les ruego que me perdonen también, y así moriré tranquilo y entraré valeroso a esa eternidad que tengo delante…
Las fuerzas del conde se agotaban y su voz era apenas perceptible.
—Acércate, Juan —le dijo al hijo de Remigio— toma la mano de Mariana, y que el prelado, lo mismo que yo y que don Remigio, bendiga esta unión que debí hacer entre fiestas y regocijos, y no entre sangre y lágrimas… Nunca es tarde para el arrepentimiento, y Dios está lleno de misericordia para los pecadores.
Robreño se acercó; el conde, por medio de un supremo esfuerzo, le tendió su dolorida mano, y la puso en la de Mariana.
El obispo pronunció unas breves palabras llenas de ternura y de unción, y bendijo a los esposos.
Todos cayeron de rodillas y reinó por algunos minutos un silencio profundo.
El alma del conde había volado a esos espacios sin principio ni fin que no puede abarcar la imaginación humana ni adivinar sus profundos misterios.
Los funerales fueron solemnes. Los dependientes y trabajadores de la hacienda, y las gentes de los pueblos cercanos, asistieron respetuosos a las plegarias y oraciones de la iglesia por el alma del soberbio señor ante cuyo ceño habían temblado. Pasados los nueve días, se abrió el testamento. El conde nombraba albaceas a don Pedro Martín de Olañeta y al marqués de Valle Alegre, les dejaba cien mil pesos en oro a cada uno, y el resto a su nieto con los títulos de nobleza. El conde había sospechado, más bien tenido evidencia de la falta de su hija, y en sus ideas raras, en su orgullo y extraviada conciencia, había creído que debía castigar severamente su falta; pero que su raza directa y la fortuna de los bienes amayorazgados no pereciesen, cualesquiera que fuesen los acontecimientos.
A don Remigio le dejaba el quinto de sus bienes, con la obligación de mandar decir un cierto número de misas cada año por el descanso de su alma.
Apenas pasó el tiempo necesario para desvanecer un poco la tristeza de estos sucesos, cuando Mariana, de acuerdo con su marido y con don Remigio, fue la primera en persuadir a la Lucecilla, que se resistía, a que recibiese a Juan como su marido, y Juan, que no quería otra cosa y que con el tiempo y el trato había logrado tener cierto desembarazo y confianza, fue el momento que escogió para contar toda su historia y cubrir de besos y caricias a su madre.
Mariana, que estaba triste por lo que ella creía frialdad de su hijo, recibió con estas caricias una especie de bálsamo mágico y consolador que fortificó su corazón, lo hizo como nuevo y lo sanó completamente de las heridas causadas por los sufrimientos de los largos años pasados.