XLIII. Los negocios de Lamparilla no van de lo peor

Durante el transcurso del tiempo que Relumbrón había empleado en tejer su extensa red con una habilidad de que apenas se ha podido dar una débil idea, las cosas públicas, como ya se ha indicado antes, marchaban no sólo bien, sino que parecía que una especie de verano había sucedido a las tempestades que años atrás habían soplado en la siempre vacilante organización del gobierno, que pasaba de la exagerada libertad a la dictadura militar. En la época en que se desarrollan los acontecimientos que refieren los últimos capítulos, había una dictadura militar que producía los beneficios de la paz y una seguridad relativa; pero ésta, minada en sus cimientos por la escasez de dinero para pagar a un ejército numeroso que no podía mantener la nación; mas por el momento reinaba un alegre verano.

Valentín Cruz, olvidado completamente y reducido a la nulidad, pasaba de un escondite a otro, sin poder alzar la cabeza. Los Melquiades, asegurados (por medio de su abogado, que los engañaba) de que jamás el Ministerio de Hacienda daría la orden para poner a Moctezuma III en posesión de sus bienes, seguían disfrutándolos y, por su propio interés, mantenían en orden los distritos de Ameca y Chalco y perseguían a los ladronzuelos sueltos que solían aparecer y que no estaban filiados en la cuadrilla de Hilario; éste, astuto y temible, se portaba bien y hacía sus rondas no sólo en el camino de Río Frío, sino por los pueblos del valle. Los rumores de un levantamiento por el rumbo de Jalisco se habían desvanecido completamente, no obstante los calumniosos informes de Relumbrón, y el Ministerio de la Guerra se hallaba completamente satisfecho de la conducta del gobernador.

La feria de San Juan de los Lagos había estado como ningún año, se habían hecho grandes negocios y realizado tal cantidad de mercancías, que parecía increíble; las poblaciones abatidas en todo ese rumbo se habían reanimado con el tránsito de los hatajos y partidas de carros y habían vendido sus semillas a doble precio; las aduanas marítimas, a pesar del contrabando escandaloso, habían producido mucho más dinero, hasta el grado de haberse podido pagar al ejército quincena por quincena y sobrar para que se diese completa una paga a los empleados, que hacía seis meses no recibían más que prorrateos de doce y catorce reales.

En cuanto a la capital, nada de particular; inundada y llena de lodo en tiempo de aguas, y de polvo y basura en la seca, la iba pasando alegremente. Los empleados gastando el tiempo en almorzar en sus oficinas, y las mismas personas todo el año en el Teatro Principal, sin cansarse de admirar los gestos de Soledad Cordero; el patio de Palacio lleno de viudas y de retirados, y los corredores transitados por oficiales y generales con uniformes de todos colores. El Estado Mayor del Presidente, con un lujo de galones de oro, que daba envidia a las pobres viejas. Con el ancho galón del pantalón de cualquiera de los ayudantes, quemado y vendido a don Santitos, el platero de la Alcaicería, tenían para comer una semilla. Relumbrón, en los días que estaba de guardia, por su rico uniforme, por la soberbia de su andar y por su cabeza alzada sobre el cuello dorado, daba dolores de estómago a los viejos militares que habían peleado bajo las órdenes del cura Hidalgo y del Gran Morelos, y que se morían de hambre y estaban reducidos a vivir en un cuartito de una casa de vecindad.

En cuanto a los juzgados, poco tenían que hacer y se dormían sobre las causas. Don Pedro Martín, fastidiado y convencido de que de nada servía, renunció el cargo, pero no le fue admitida la renuncia; para contenerlo, le dieron licencia por algunas semanas y se retiró a descansar a su casa; pero imposible, don Pedro era hombre que estaba condenado a trabajar. Día y noche recibía antiguos y nuevos clientes que le iban a pedir consejo, a poner en su mano sus negocios y hacerle consultas de toda especie. Era en su profesión un especialista, y su diagnóstico en los negocios era infalible. La disposición de su espíritu no le permitía ocuparse de su hermana Clara; perseguido constantemente por la imagen de Casilda, tal como la vio engastada en el cortinaje carmesí; inquieto por la desaparición de Juan, cuya suerte ignoraba, y molestado hasta cierto grado por las exigencias religiosas y las manías de sus otras dos hermanas, Prudencia y Coleta, lo que quería era no ver a nadie, no ocuparse de negocios y pasar el tiempo en su biblioteca en sociedad con sus viejos y queridos libros; pero no podía realizar este plan por fácil y sencillo que pareciese. Uno de los que primero interrumpió la quietud de don Pedro Martín fue el licenciado Lamparilla. Lleno de alegría, le mostró la orden para recuperar los bienes de Moctezuma III, dándole mil agradecimientos, porque sin el precioso documento que le dio, jamás habría logrado la resolución de la Secretaría de Hacienda que, aparte del influjo de Relumbrón, no pudo resistirse a las concluyentes pruebas que se encontraban reunidas en el voluminoso expediente que se había instruido durante largos años. De confianza en confianza, Lamparilla se avanzó hasta contarle sus amores con Cecilia y su proyecto de casamiento.

—Ciertas cosas son muy difíciles en México —le dijo don Pedro Martín después de haberlo escuchado— y una de ellas es el recobrar los bienes de Moctezuma III, aunque lo manden los cuatro ministros juntos, y muchos quebraderos de cabeza ha de tener usted antes de que ponga un pie en las haciendas o pueda cortar un trozo de nieve. Será necesario que ocurra algo inesperado o la casualidad le proporcione dominar a los Melquiades. Se defenderán hasta el último extremo y por cuantos medios puedan. En cuanto al casamiento con Cecilia, ése es un negocio muy personal. Cecilia es una hermosa mujer y, a mi juicio, muy honrada y de excelente corazón. Trabajadora y activa, eso se ve, y es una cosa muy digna de atenderse que una mujer joven, sin persona que la dirija y la aconseje, haya sabido conservar su honra, descartarse de amantes, de envidiosos y de enemigos y hacer su fortuna, porque yo creo que relativamente es rica. Yo soy años ha su marchante, y para mí es ya como una necesidad dar a ciertas horas de la mañana un paseo y escoger yo mismo mi fruta. Cuando es mucha, uno de los muchachos la carga en su canasta. Manías de estudiante y de viejo. Todos los de una época somos así… Y a propósito ¿qué sabe usted de ese pobre muchacho, tan inteligente y tan simpático, que usted colocó en el rancho de Santa María de la Ladrillera?

—Referí a usted la llegada al rancho de una partida de tropa, los desperfectos que hicieron y que se llevaron de leva a los muchachos…

—Es verdad, y a pesar de tantos asuntos como pesan sobre mí, lo recuerdo perfectamente; pero no me ha dicho usted la suerte que han corrido, y debía usted haber comenzado por eso, pues se trata de su ahijado o de su tutoreado.

—Tanto era mi deseo de darle a usted las gracias y mostrarle mi agradecimiento, que debía comenzar por eso. Espiridión se reunió no sé cómo en la campaña con unos padres misioneros franciscanos, que lo catequizaron y se lo trajeron al convento, le enseñaron latín, algo de filosofía y a cantar en el coro, pues tiene buena voz. Tomó afición a la carrera eclesiástica, pasó al Seminario, donde ha hecho muy buenos estudios y va a ordenarse. Mi comadre doña Pascuala está encantada, y sería la mujer más dichosa del mundo si su hijo llegase a ser cura de un pueblo. Usted, señor don Pedro, que tanto influjo tiene con el arzobispo ¿no podría conseguir que para comenzar fuese Espiridión vicario de Ameca? Quizá nos serviría de mucho en las cuestiones que tenemos que ventilar con los Melquiades.

—No rehusaría recomendarlo, si en efecto lo merece; pero no ha concluido usted de satisfacer, más que mi curiosidad, el deseo de saber la suerte de Juan.

—Juntos hicieron la campaña Espiridión, Moctezuma III y Juan. Del primero ya tiene usted noticia. Moctezuma es hoy todo un capitán, y ha pasado a la caballería, en unión de otro muchacho muy valiente que le dicen el cabo Franco, ambos muy queridos y protegidos por el coronel Baninelli; pero en cuanto a Juan, ni su luz, desapareció en una retirada desastrosa que hicieron los del gobierno, allá por unos andurriales desconocidos, por el rumbo de Jalisco y Tepic. Seguramente lo mataron o se extravió en los montes y pereció de hambre. ¿Quién sabe? El coronel Baninelli lo ha buscado por mar y tierra, y sus investigaciones no han dado ningún resultado.

Don Pedro Martín se puso un dedo en la boca, se quedó pensativo y le vino a la imaginación la mañana en que escuchó en el comedor la conversación que tuvieron Casilda y Juan. Se levantó de la silla en que estaba sentado, abrió un estante, buscó una cajita común en que había encerrado unas píldoras que acostumbraba tomar cuando tenía jaqueca, la abrió y encontró el mechón de cabellos que Cecilia arrancó a Evaristo; el pellejo sanguinolento estaba seco y arrugado. Un día u otro —dijo para sí— caerá ese malvado —y luego volviéndose a Lamparilla, disimulando la turbación que le habían causado tan desagradables recuerdos, le dijo:

—Volviendo a lo del casamiento no veo sino un inconveniente, y es la desigualdad de condiciones. Buena y más que bonita como es Cecilia, no es igual a usted, y cinco minutos después de la bendición del cura, le entraría el arrepentimiento. ¡Ah, amigo mío! —continuó exhalando un profundo suspiro—. ¡Si pudiésemos sacudir las preocupaciones de nacimiento, de raza, de fortuna, de categorías, qué felices fuéramos! Pero todo ello es una utopía, y de lo que no se puede prescindir es de la diferencia de educación. En resumen, si pasa usted por todo, y si considera que ha de ser feliz, cierre los ojos, y como quien se arroja a un río caudaloso, cásese y deje al mundo que hable y que critique. ¡Ojalá yo pudiese hacer lo mismo!

Don Pedro Martín suspiró de nuevo, pensó en Casilda, que cada día estaba más bonita y más educada, pues se esmeraba en imitar los modales de Amparo. Olañeta quiso recoger esta confesión, que involuntariamente salió de sus labios; pero no pudo, por más que desvió la conversación a un lado y otro.

Lamparilla sorprendió realmente un secreto del alma inflexible del juez, y se retiró vacilando y procurando descifrar el enigma; pero muy contento y animado con el consejo, y, como eran más de las seis de la tarde, fuese al Portal de las Flores y no tardó en encontrarse con Cecilia que, acompañada de María Pantaleona, daba un paseo y hablaba con sus conocidas las floreras antes de dirigirse a su casa. Caminaron en silencio, Lamparilla al lado de Cecilia y detrás María a cierta distancia; pero luego que llegaron a la casa del Puente de la Leña y se encendieron las luces, el licenciado no pudo contenerse y se echó en brazos de la fresca y apetitosa frutera, que además del olor especial y embriagante de la mujer, tenía los aromas de las flores y del azahar.

—Cecilia, hija mía, querida mía —le dijo Lamparilla— déjate abrazar, ya somos felices. Hazte cuenta que somos marido y mujer, pues ya no hay impedimento en que me case contigo. Ya tengo la orden para que me entreguen los bienes de Moctezuma III, ya soy dueño de todo el valle de Ameca, de los dos volcanes, de la nieve que tienen encima, del azufre que tienen dentro, de los bosques vírgenes que están en la falda, de todo, y todo es para ti.

Cecilia se desprendió delicadamente, pero no sin dificultad, de los brazos de Lamparilla, entraron a la recámara y se sentaron en las toscas aunque cómodas sillas que tenía la frutera.

—No creas que te miento —le dijo Lamparilla— aquí está la orden, te la voy a leer:


SECRETARÍA DE HACIENDA, etc.

Examinada la última instancia presentada por el licenciado don Crisanto Lamparilla, como apoderado de don Pascual José de Moctezuma, y resultando plenamente probado que es el heredero directo del emperador Moctezuma II, emperador de México; S. E. el Presidente ha tenido a bien disponer que se ponga al heredero en posesión de las haciendas, ranchos, potreros, bosques, nieves, azufres del volcán y cuanto además pertenezca, conforme expresa la Real Cédula del emperador Carlos V y la reina doña Juana, que se acompaña en copia. Dispone también S. E. que se diga al interesado que por los perjuicios que le hayan causado los detentadores en el tiempo que ha estado privado de sus propiedades, tiene su derecho a salvo para demandarlos ante los tribunales competentes, en el concepto de que esta orden se comunicará oportunamente a las autoridades que corresponda. Dios y Libertad, etcétera.
 

Cecilia oyó con mucha atención esta lectura, tomó el papel de manos de Lamparilla, lo leyó muy despacio una y dos veces y se lo devolvió diciendo:

—Es verdad, señor licenciado, no tiene duda; pero lo difícil es entrar a esos campos, y ya ve lo que le sucedió la vez pasada. Los Melquiades son terribles; si fuese con los Trujanos, me comprometería a avenirlos en menos de una semana.

—No tengas el menor cuidado, que los campos, con todo lo que se encuentra en ellos, será nuestro dentro de poco tiempo, porque está de por medio un coronel muy poderoso, del cual soy abogado. Con su protección, los Melquiades tienen que rendir la cerviz.

—Y si no la rinden, lo mismo da —respondió Cecilia muy satisfecha—. Pues que usted me ha cumplido su palabra, consiguiendo esa orden de que me ha hablado desde que nos conocemos, yo tengo que cumplir la mía. Para qué son delicadezas y rodeos como los de las niñas decentes. Yo soy franca y tengo la verdad en los labios. Desde ahora, menos en ciertas cosas, soy su mujer. Ordinaria, no lo puedo remediar, pero honrada hasta las uñas. Si los Melquiades no se rinden, no exponga su vida ni se dé cuidados. Yo tengo dinero, no mucho; pero lo bastante para que compremos un rancho regular para meternos a trabajar y vivir queriéndonos.

Lamparilla, entusiasmado con tanta generosidad, quiso abrazar de nuevo a Cecilia; pero ésta se defendió poniendo una cara muy risueña y mirando intencionalmente a Lamparilla.

—No, no, estése quieto, señor licenciado. ¿Qué dejaremos para después? No sea tonto. Los hombres hacen malas a las mujeres, y después se quejan. Mejor es aguardar. ¿Qué diría usted de mí después de casados?

Lamparilla conoció la verdad y solidez de las reflexiones de Cecilia, y, volvió a la quietud y al orden como lo había hecho otras veces. Quería de veras a Cecilia y no podía por eso llevar más adelante sus atrevidas empresas.

—Razón tienes, Cecilia, y de veras soy tonto. No hablemos de estas cosas hasta el día en que los asuntos estén arreglados y nos casemos. Me voy, y es conveniente que me vaya, porque no respondería por mí. Envía un canasto de tu mejor fruta al coronel. Esta tarjeta dice dónde vive. Da bien las señas a María y que ella misma la lleve. A las doce comen.

Lamparilla se marchó aun sin dar la mano a Cecilia, con la cabeza llena de ilusiones, y mientras va a buscar a los individuos que componían la Junta de Cárceles, para que le permitieran hacer con ellos una visita, nosotros volveremos otra vez a la casa del señor don Pedro Martín de Olañeta.

Se había retirado ya a su biblioteca, cavilando, no sobre la mecha de cabellos y el pedazo de casco seco, sino en el funesto personaje a quien pertenecía, cuando se encontró enfrente de otro a quien de pronto desconoció.

—Lo pensaba yo, don Pedro —le dijo el recién llegado—. Sin anunciarme he penetrado hasta la biblioteca, aconsejado por sus hermanas que tampoco me reconocieron de pronto.

—¡Marqués! ¿Es posible que tan mudado vea yo a usted? —dijo don Pedro Martín, levantándose de su sillón y tendiendo la mano al marqués de Valle Alegre.

—Cuando haya ya hablado con usted media hora, ya verá que no ha sido sin motivo.

Sentáronse y comenzaron a hablar; don Pedro Martín estaba aturdido. El marqués, tan buen mozo, con los colores de la salud en sus mejillas, con su cabello negro y sus dientes muy blancos y su buena sonrisa alegre, aun en momentos en que sus asuntos iban mal, era absolutamente otro hombre, y don Pedro había tenido mucha razón en no reconocerlo de pronto. Nada había perdido el marqués en sus maneras nobles y francas ni en la elegancia y sencillez de su vestido; pero su pelo estaba ya entrecano, sus mejillas pálidas y hundidas, y en lugar del vientre que iba redondeándose con la edad, se reconocía un hueco, como si en tres días no hubiese comido.

Olañeta le tuvo lástima y se lo dijo.

—Digno de compasión soy; pero no daré mi brazo a torcer; mi suerte ha cambiado, pero me conformaré con ella…

—¿Y las bodas y el casamiento? Ni una letra de usted en tantos meses. En la casa donde me informaba yo, notaba inquietud; a cada momento venían y regresaban mozos de la hacienda, pero yo no creía nada.

—Verá usted… deme uno de esos buenos puros que tiene reservados para los amigos, y hablaremos despacio.

El marqués refirió al licenciado su feliz viaje, el espléndido y ceremonioso recibimiento que le hizo el conde y todo lo demás que ya sabe el lector, hasta la extraña y no prevista escena de la capilla.

—Yo no tenía maldita la gana de batirme con el conde. Con cualquiera palabra que me hubiese dicho habría quedado contento y me habría puesto en camino inmediatamente para esta ciudad; pero sus insultos groseros me exaltaron y no hubo remedio. Nos batimos con tal furor, que olvidando cuantas lecciones de esgrima habíamos aprendido, nos dimos de cuchilladas durante un cuarto de hora, hasta que caímos heridos y sin fuerza ni aliento para levantarnos. Por un extraño capricho del conde, el único testigo del lance fue Gordillo, el cochero. Luego que nos vio exánimes, forzó los armarios del conde, robó las alhajas y dinero, cerró la puerta y se marchó llevándose mi caballo favorito, que usted sabe que lo quería yo como si fuese una gente. Don Remigio, ese hombre que vale oro, y el doctor Ojeda, nos salvaron, de lo contrario, habríamos en seis u ocho horas más perecido de debilidad y de hambre.

Aquí el marqués se extendió en la narración de lo que sufrió a causa de la pérdida de su sangre y la asistencia continua y cariñosa de don Remigio; después continuó:

—Yo no tenía ni la menor idea de que en un pueblo tan lejano de la capital hubiese un médico tan hábil ni tan afectuoso; don Remigio le llamaba el practicante; pero yo le llamo el doctor y será doctor dentro de poco tiempo. Ha venido conmigo, y si es posible, le daré una fuerte suma de dinero para que viva un poco de tiempo en México, se presenta a sus últimos exámenes y reciba la borla de doctor, tanto más cuanto que el viaje en mi compañía le iba a costar la vida; pero no quiero anticipar los sucesos, sino seguir el orden que me he propuesto en mi narración de las bodas.

Como era la hora de la cena, don Pedro Martín instó tanto al marqués para que lo acompañase a la mesa, que no pudo éste resistir y pasaron al comedor, donde estaba ya puesta una abundante comida, y Prudencia y Coleta esperando que llegasen.

No escasearon las dos buenas señoras lástimas, cumplimientos y palabras muy afectuosas al marqués por el deplorable estado en que estaba. Habláronle de multitud de remedios caseros y le instaron para que se aplicara cualquiera de ellos, seguro de que antes de un mes recobraría la salud y se pondría tan sano y robusto como se hallaba el día que fue a despedirse de ellas, y con este motivo le hicieron pregunta tras pregunta, no haciendo caso de las significativas ojeadas de don Pedro Martín. El marqués, como hombre de mundo, evadió hábilmente las cuestiones y concluyo la cena sin que supiesen la causa por qué estaba tan cambiado y qué asunto había motivado su inesperada y misteriosa visita.

El café se sirvió en la biblioteca, despidieron a la criada, cerraron la puerta, y el de Valle Alegre, que había recobrado algo de su genial alegría, continuó así:

—No tiene usted idea, por más que se exagere, del carácter del conde del Sauz. De piedra, de fierro, de acero, es poco decir; realmente tiene el carácter de demonio. Cuando su herida iba cicatrizando y pudo ya hablar con don Remigio, le preguntó:

—«¿El marqués vive y está en la hacienda?» —don Remigio le contestó afirmativamente. Pasaron semanas sin que volviese a mentarme. Nuestra convalecencia había sido penosa y difícil. Las heridas estaban perfectamente curadas; pero la anemia nos aniquilaba. Gracias a los cuidados del doctor Ojeda rebasamos. Cuando el conde se creyó un poco fuerte, llamó a don Remigio, y le dijo: «¿Crees que el marqués podrá manejar una espada?». «Está tan débil —le respondió don Remigio— que no podría levantar una paja del suelo.» El conde calló, y yo no supe esto sino después; y en efecto, lo único que podía manejar era el bastón para apoyarme, porque no podía andar sino asido del brazo de don Remigio y del doctor. El conde y yo no nos veíamos. Él permanecía en su habitación y yo en la mía; pero solía dar mis paseos por el gran patio y por la calzada que conduce al camino real. En uno de esos paseos y acompañado del doctor Ojeda, pasé cerca de las piezas que ocupaba mi prima. Gritos descompasados y lamentos desgarradores me llegaron al corazón. «Está en una de esas crisis nerviosas que la destrozan —me dijo el doctor— y de veras no sé cómo resiste. Cada cinco a seis días se presenta el fenómeno, que dura diez o doce horas. Después sigue una calma completa. No conoce más que a don Remigio y a mí. Comienza a delirar y cuenta toda su triste existencia y revela los más recónditos secretos de su alma; pero permítame que lo deje un momento para atenderla. Creo que está usted bastante fuerte para continuar su paseo con sólo el auxilio del bastón.» El doctor Ojeda entró en la habitación de mi prima Mariana, yo di la vuelta y me encontré en la reja del pequeño jardín. En mi vida he tenido rato más amargo. Los gemidos y los sollozos que vienen de los padecimientos del alma tienen un carácter tan particular, que llegan al corazón de quien los oye, por frío y egoísta que sea. Un cuarto de hora estuve escuchando a la pobre Mariana. Ese cuarto de hora cambió radicalmente mis ideas. Yo era hasta cierto punto culpable; yo había contribuido, lo confesaré a usted francamente, por sostener mi posición social, a violentar a esta mujer y a reducirla al miserable estado en que se encontraba; yo era, en una palabra, el reo que estaba ante su víctima. Me retiré vacilando, temblando de susto y de remordimiento, me encerré en mi cuarto; le diré a usted, señor don Pedro Martín, aunque me cause vergüenza, me retiré a llorar, y se lo juro a usted, a llorar, por la primera vez en mi vida. Volví a caer en cama y volvió el doctor Ojeda a salvarme la vida.

En las noches, el doctor —continuó— que se hallaba acompañándome en la cabecera de mi cama hasta que conciliaba el sueño, me contó porción de pormenores a cual más tristes de la vida de Mariana. Desde muy joven se apasionó del hijo de don Remigio, que era un capitán muy guapo y arrogante de las compañías fronterizas. Fuerte y valiente hasta la temeridad, era el terror de los indios comanches. En las visitas que hacía a su padre cada cuatro o seis meses, conoció a Mariana, se amaron, y la soledad y la libertad que gozaban en las ausencias del conde, y el amor que puede más que todo, produjo efectos. Mariana dio a luz a un niño en una casita apartada de la ciudad, propiedad de Agustina, el ama de llaves. El capitán de Presidiales (que ya había pasado a las tropas de línea) por salvar a su hijo en la hora suprema, desertó frente al enemigo, fue condenado a muerte y anda fugitivo y errante. Toda una novela en que yo represento un papel bastante odioso.

Don Pedro Martín, que nada sabía de esta sombría historia de familia, se agarraba la cabeza con las dos manos.

—¡Dios bendito! —decía—. ¡Qué secretos y qué misterios se descubren en las familias que se creen más felices y que parece que la desgracia no se atreve a entrar por las puertas de sus palacios, y cómo en los vinos más generosos se encuentran en el fondo amarguísimas gotas!

—Ya un poco más repuesto —continuó diciendo el marqués— pensé decididamente en abandonar la hacienda y regresar a México, porque me daba horror estar cerca de la víctima de mi vanidad y de mi codicia; pero el doctor Ojeda no consideraba que podría soportar el camino. Un día la muchacha que me servía me entregó una carta del conde, que decía así:


Primo:

Si tiene buena memoria, recordará que nuestro duelo fue a muerte, y que puesto que la misericordia de Dios nos tiene vivos, fuerza es que volvamos a comenzar hasta que uno de los dos vaya a la eternidad. Cuando tenga usted su brazo capaz de manejar la espada, lo espera en la biblioteca su primo,

El Conde del Sauz.
 

—Cuando acabé de leer tan insensata carta, me dieron ganas de buscar un puñal, dirigirme a su recámara y matarlo como se mata a una fiera dañina del bosque; pero entró a ese tiempo don Remigio, me calmó, me dijo que ya sabía lo de la carta y que no hiciera caso; que el conde no estaba en el completo uso de sus sentidos. Cuantas razones me dio no fueron bastantes para quedarme un día más en la hacienda. Persuadí al doctor Ojeda a que me acompañase, y dispuso mi viaje. Escribí al conde una carta, que supliqué a don Remigio le entregase a los cuatro o cinco días después de mi salida.


Primo:

Recibí su carta; mi brazo apenas puede manejar un bastón; pero aún cuando estuviese fuerte como un Hércules, no me batiría con un insensato. Cuando vuelva usted al uso de su razón, encontrará donde quiera a su primo.

El Marqués de Valle Alegre
 

—Don Remigio tuvo que consentir en mi partida y permitió al doctor Ojeda que me acompañara, a condición de que volviera en cuanto hubiesen terminado sus exámenes. Quería que regresara con el magnífico avío y el mismo aparato con que llegué; rehusé, y me contenté con una carretela ligera y dos mozos. Había yo guardado silencio sobre mis alhajas, que en resumen y reducido a la pobreza, eran mi única esperanza. Don Remigio tuvo la delicadeza de entregármelas, obedeciendo a las órdenes de Mariana, que en los intervalos lúcidos que tenía, se lo encargaba encarecidamente. Le voy a contar a usted una cosa realmente vergonzosa. Me robaron las alhajas y me dejé robar como un cobarde y como un miserable. Llegamos a buen paso y sin novedad hasta el Fresnillo. A la mitad del camino para Zacatecas, se presentó de improviso y detuvo la carretela un hombre armado, que me puso una pistola al pecho y me dijo:

«Señor marqués, ha resucitado usted, pues yo lo dejé muerto en la biblioteca de la hacienda, y como no se casó usted con mi ama la condesa, debe traer las alhajas; démelas pronto o le pego un balazo en la chapa del alma sin consideración ninguna». Era José Gordillo, el vengativo cochero. La sorpresa que me causó este encuentro me quitó el uso de la palabra y quedamos el doctor y yo inmóviles en nuestros asientos. En esto aparecieron cuatro hombres más a caballo y armados hasta los dientes. Uno de ellos quedó teniendo los caballos, los demás se apearon, se apoderaron de nosotros y nos amarraron con las reatas a las ruedas del carruaje; todo esto en momentos. Estupefactos y mudos, no opusimos ninguna resistencia. Gordillo no había dejado un momento de amenazarnos con la pistola, y yo le veía en los ojos que al menor movimiento de resistencia nos mataría. Luego que nos vio amarrados, levantó los cojines de los asientos, sacó de la cajuela la cajita de alhajas, hizo que el cochero montara en las ancas de su caballo, los demás forajidos montaron también y desaparecieron. Todo esto fue tan rápido, que más me he dilatado en referírselo a usted. A pesar de lo bien amarrado, estaba temblando de ira. Yo, que no había pestañeado ante la punta de la certera espada del conde, me había dejado sorprender y amarrar por un bandido; pero pronto a este sentimiento sucedió otro, el del temor de la muerte y de una muerte horrorosa. El lugar donde nos detuvieron los ladrones era una cañada que desciende al mineral de Veta Grande. Sopla un viento tan fuerte, que es capaz de voltear a un carruaje y no hay año que no se cuente una desgracia. El viento comienza a soplar con ímpetu a la caída del sol y era precisamente la hora en que fui asaltado. Calcule usted, señor don Pedro, nuestra agonía. Las mulas podían partir espantadas, o soplando el viento empujar la capota de la carretela, y como estábamos al principio de una bajada, el carruaje descendería rápidamente y nosotros daríamos vuelta con las ruedas, haciéndonos pedazos contra las piedras; en una palabra, un suplicio como no lo inventaron ni los inquisidores. El día que yo encontrase a Gordillo, no lo mataría con un puñal ni con una pistola, sino con un alfiler, hasta que muriese. Por una grandísima fortuna, las mulas, que se habían fatigado al subir la cuesta, se estuvieron quietas, y el viento no sopló sino más tarde. Un cuarto de hora duró este suplicio; pero nos pareció un siglo, y creo que en ese lance fue donde la mitad de mis cabellos se volvieron blancos como usted los ve.

El marqués inclinó la cabeza para que la examinara don Pedro Martín.

—¿Y cómo salieron de tan espantosa posición? —preguntó don Pedro Martín.

—Divisamos unos arrieros que cortando camino encumbraban la montaña, les pedimos socorro con los gritos terribles que sugiere la desesperación. Acudieron desde luego; uno nos desató mientras otro contenía las mulas y las quitaba de la carretera. Parece que el viento esperó a que estuviéramos libres, porque apenas estuvimos en pie reventó con tal violencia, que volcó la carretela y la arrojó a veinte varas de distancia; los arrieros y nosotros tuvimos que tendernos en el suelo para no ser azotados contra las piedras. Cuando el huracán calmó un poco, el doctor y yo, a pie, nos dirigimos a la hacienda de Veta Grande, donde los Arpides, a quienes contamos nuestra aventura, nos dieron la más generosa hospitalidad. Se despacharon mozos en persecución de los ladrones; pero su correría no dio ningún resultado. Hasta ahora no he vuelto a saber qué suerte corrieron los dos mozos que saqué de la hacienda y las mulas de remuda. Una semana permanecimos en Veta Grande, mimados y atendidos cariñosamente por los Arpides, y partimos en un buen carruaje, con mozos de confianza, con la ropa indispensable de que carecíamos, con dinero más que bastante para el camino, y llegamos a esta ciudad sin otro accidente. Pero me esperaba otra decepción bien amarga. A usted, señor don Pedro Martín, que además de ser mi amigo es mi abogado y mi confesor, se lo contaré todo. Mi familia me recibió no sólo fríamente, sino mal. Como les escribí la buena acogida que me hizo el conde, y su generosidad de entregarme trescientos mil pesos en la Casa de Moneda, y me veían llegar demacrado, casi sin ropa, sin haberme casado y como un hijo pródigo, me abrazaron el aire sin que sus brazos tocasen mi cuerpo, no presentaron sus mejillas para recibir el beso fraternal, y guardaron un silencio que puede llamarse criminal, pues con todo y lo cambiado de mi semblante, no se informaron de mi salud. ¡Figúrese usted, señor licenciado, qué tristeza, qué desengaño y qué vergüenza, pues el doctor Ojeda fue testigo de estas escenas! En la noche tuve una explicación muy desagradable con mi hermano, y fue necesaria toda mi resignación para que no hubiese escándalo. Durante mi ausencia había comprado dos carruajes y los debía; mis hermanas tenían cuentas pendientes con las modistas; el dinero que yo dejé para pagar diversas facturas, se había gastado en otros objetos; en una palabra, una nueva quiebra de las más vergonzosas, pues se componía de acreedores de cincuenta, de cien pesos, que no querían esperar más. He venido, señor don Pedro Martín, no a quejarme, pues que he recibido el castigo de mis propias faltas, sino a desahogarme y pedirle consejo.

—Mi querido marqués, y permítame que le hable así, en prueba del interés que me inspira. Lo que ha pasado usted en pocos meses habría bastado para matar al hombre más fuerte; pero cálmese y consuélese, que Dios manda los trabajos y las penas quizá para encaminar al hombre al buen sendero, pero no lo abandona enteramente. Sepa usted que es todavía no sólo rico, sino muy rico; no le dé pena no haber recibido los trescientos mil pesos de esa desgraciada condesa. En el archivo de su casa tenía usted un tesoro, y el refrán de que «Más tiene el rico cuando empobrece», tratándose de la casa de Valle Alegre, se ha convertido en un evangelio. Asómbrese usted: cerca de un millón de pesos en censos y escrituras que no han caducado. Algunas de ellas incobrables: pero otras de fácil realización, pues tienen buenas hipotecas, y los deudores se darán por bien servidos en hacer una transacción en que se les perdone la mitad de los réditos vencidos. Me he entendido con mi compañero el licenciado Rodríguez de San Gabriel. Ya sabe usted que los abogados nos decimos horrores en los estrados y en los tribunales; pero cualquier incidente, por pequeño que sea nos reconcilia. A él mismo le he encargado el examen y la gestión de los asuntos del marquesado, porque yo, siendo juez, no puedo actuar. Muy pronto estos trabajos, que se han hecho con actividad mientras usted ha estado ausente, nos darán por resultado que la hacienda embargada, donde está fundado el mayorazgo, con sus ranchos anexos, vuelva a poder de usted, y que le queden nuevas escrituras a su favor al seis por ciento de rédito y con buenas hipotecas y una cantidad muy regular en dinero. Conque ya ve usted que no todo es negro en este mundo, y dé gracias a Dios, que usted y yo somos cristianos viejos y debemos reconocer que todo se lo debemos.

Fue tal la sorpresa y la emoción que causó al marqués, que se creía arruinado y en vísperas de pedir limosna, el considerarse rico, y más rico todavía que en sus buenos tiempos, que no pudo contestar, se desmayó en el sillón y el licenciado don Pedro Martín tuvo que llamar a sus hermanas para que le diesen a oler álcali y le frotasen las mejillas y el cerebro con vino jerez.

—¡Qué cobardía! ¡Qué debilidad! ¡Qué poco ánimo! —dijo cuando volvió en sí—. El estado de mi salud es muy precario; usted y sus buenas hermanas me dispensarán. Por el amor de Dios les ruego que no vayan a contar a nadie que el petulante y orgulloso marqués de Valle Alegre se ha desmayado como una doncella de quince años.

Coleta y Prudencia lo tranquilizaron, y observando que estaba ya repuesto, creyeron que debían retirarse para que continuase la conferencia.

—Otro secreto tengo que confiar a usted —continuó cuando las hermanas habían salido y cerrado la puerta.

—Cualquiera que sea, quedará aquí —le contestó don Pedro Martín, llevando la mano al pecho.

—Estoy enamorado, pero enamorado profundamente. ¡A mi edad! Esto le sorprenderá a usted.

—De ninguna manera. El corazón siempre es joven —le contestó el licenciado, suspirando profundamente.

—El estado desastroso de mi casa, me decidió a aceptar la mano de mi prima Mariana, y se lo confesé a usted francamente; pero no le dije que hacía tiempo que adoraba a una mujer.

—¿Una querida tal vez, alguna inferior a usted?

—Bah, eso no, todo lo contrario; una perla, una verdadera joya. Belleza, educación, buen carácter, talento, nada le falta; y se lo diré de una vez: Amparo, la hija de doña Severa.

—Nunca lo hubiera sospechado.

—Ni nadie. Amores platónicos hasta ahora. Jamás le he dicho ni una sílaba; pero con el instinto de mujer, debe ella haber conocido que me interesaba. Hay una buena diferencia entre nuestras edades. La madre, si tiene defectos, es el de ser demasiado virtuosa y estricta; y en cuanto al padre ¿qué quiere usted que le diga? Su facha de portugués, la excesiva coquetería en el vestir, ese lujo de diamantes y cadenas de oro que le han valido su sobrenombre ridículo, no me agradan; pero la hija, repito, es un tesoro y ninguna culpa tiene de las rarezas de su padre. Frustrado mi casamiento con mi prima, curado de mis heridas, comencé a pensar en Amparo, y tenía precisamente su imagen delante cuando fui asaltado en la Cañada de Veta Grande. Perdí mis alhajas y con ellas la esperanza. ¿Podría presentarse como pretendiente un marqués arruinado? Relumbrón y doña Severa, los primeros, habrían pensado, y con razón, que rechazado por el conde y por mi prima, venía a costa suya y con sacrificio de su hija a reponer mi fortuna. Ahora me ha vuelto usted, con la fortuna, la vida y la felicidad, señor don Pedro.

—¿Pero, cuenta usted con la voluntad de Amparo, y no teme que se repita la escena de la capilla de la hacienda del Sauz?

—Yo no cuento con nada hasta ahora. Le repito que no le he hecho la menor insinuación; pero pierda usted cuidado, le enamoraré como si tuviese yo veinte años, y cuando esté absolutamente seguro de que me ama y de que ningún otro sentimiento más que el del cariño la impulsa a unir su suerte con la mía, entonces hablaré, o mejor dicho, usted la pedirá a sus padres para que sea la compañera de mi vida. Por de pronto, frecuentaré la casa; es decir, asistiré con más puntualidad a las tertulias de los jueves, que supongo continuarán todavía, y con modestia, con las delicadezas que inspira un amor verdadero, iré poco a poco ganando su corazón. Para mi completa dicha, sólo faltaría, si Amparo fuese al fin mía, el saber que la pobre Mariana ha vuelto a la razón, que había encontrado a su hijo, y que su padre, no teniendo ya remedio las cosas pasadas, le había otorgado su perdón. Ésta va a ser también una de las ocupaciones preferentes de mi vida, y espero, con la ayuda de usted, que llegaremos a domesticar esa fiera encerrada en la biblioteca del Sauz. ¡Bendita herida si por algunos días de sufrimientos me produce el realizar tan bellas ilusiones! Lo único que suplico a usted es que, cuando vaya a visitar a doña Severa, como quien quiere y no quiere la cosa, y sea oportuno, le platique del estado satisfactorio de los negocios de mi casa.

—Sí, lo haré —le respondió don Pedro Martín— tan luego como me lo permitan los muchos negocios que me ocupan, especialmente los de usted; y a propósito, voy a darle un billete de depósito para que pueda usted retirar del Montepío diez mil pesos cobrados por las transacciones ya hechas. Mi compañero Rodríguez de San Gabriel tiene las actas y las cuentas, y eso será para más adelante. Por de pronto, ya habrá paz en la familia, el hermano tendrá para pagar las deudas, las hermanas se presentarán con un traje nuevo en el teatro, y usted, marqués, sabiendo, y queriendo sobre todo, manejar sus intereses, volverá a ser el hombre elegante, amable y simpático para toda la buena sociedad de México. ¡Ánimo y olvidar lo pasado!

Abrió un cajón de su bufete y le entregó el billete.

El marqués estrechó afectuosamente la mano del abogado, y se despidió prometiendo volver la siguiente semana.

Cuando se retiró, don Pedro Martín quedó un rato pensativo, y al tomar la vela para pasar a su recámara y acostarse, dijo como si se dirigiese a alguno:

—Decididamente iré mañana a la tertulia de Relumbrón y anunciaré a doña Severa mi visita para el viernes. Necesitaba un pretexto para satisfacerme a mí mismo. Hace cerca de un mes que no veo a Casilda.

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