Prosperidad de los negocios de Relumbrón
Nada tan completo y tan perfecto como la casa de moneda del Molino de Perote. Volantes poderosos, máquina de acordonar, un par de hornos para la fundición, crisoles para la plata y para la liga; en una palabra, cuanto era necesario en pequeña escala para que medallas y monedas pudieran ser acuñadas con perfección. Relumbrón y el licenciado Chupita quedaron maravillados. Se comenzó el trabajo con la acuñación de quinientas medallas de plata de la Virgen de Guadalupe, del tamaño de un peso, y con el título de la moneda, para que pudiesen ser reconocidas y quintadas en la Casa de Moneda de México. Esto proporcionaba la más completa seguridad para la acuñación de la moneda falsa. El platero mismo llevaría las medallas, antes de entregarlas a los canónigos, a la Casa de Moneda, sin tener que ocultar que para esta industria legal tenía los aparatos necesarios, y en caso de una denuncia y de una visita de la justicia, no encontrarían en el molino más que medallas de vírgenes y de santos, y esto, en vez de ser un crimen, aparecía como una industria piadosa. Había en el edificio escondrijos de tal manera disimulados para ocultar la moneda falsa, que escaparía al más minucioso registro. Con esto y con la cómoda y hasta lujosa habitación destinada al director, la frescura y belleza del sitio y el hallarse lejos de su mujer, el licenciado Chupita tomó con verdadero placer posesión de su empleo y se creyó el hombre más feliz de la tierra. No pudo menos de reconocer y manifestar hasta con palabras tiernas, que Relumbrón era su doble salvador y le debía, primero, la honra, y en estos momentos la quietud y la felicidad para el resto de sus días.
Después de la acuñación de las medallas siguió la de los pesos. Los operarios, ejercitados de años atrás en el oficio, en las cuevas de las montañas de Tlaxcala, se portaron a las mil maravillas, manejando con destreza la maquinaria, haciendo las fundiciones con acierto y secundando en toda al platero, que consideró que apenas sería necesario un viaje cada uno o dos meses, pues todo marchaba perfectamente sin necesidad de su presencia, tanto más cuanto que la gente estaba por su parte enteramente contenta con sus nuevos amos y más que satisfecha de su situación. Un par de pesos diarios de jornal, buena comida, mejor habitación y un tanto por ciento en las utilidades ¿qué más querían? Se habrían dejado matar mil veces antes que denunciar a Relumbrón y al platero. En cuanto al molino, con unas cuantas cargas de trigo que había en la hacienda de la cosecha del año anterior, se puso en movimiento y dio igualmente el mejor resultado. Era una turbina que por primera vez se ensayaba, y que más adelante se adoptó en la mayor parte de los molinos de México y Puebla.
Relumbrón y don Santitos el platero regresaron a México, trayéndose las medallas de la Virgen de Guadalupe y dos talegas de pesos falsos que revolvieron con los buenos, y así comenzó desde luego a circular esta nueva moneda que, de verdad, era tan perfectamente imitada, que un peso legal de Guanajuato y otro de la fábrica del molino se parecían como dos gotas de agua.
Después de una larga ausencia y de acabar tan peligrosas hazañas, Relumbrón, a su regreso a México, sintió la necesidad de descansar siquiera una semana. La dedicó a su familia, a sus queridas y a sus amigos. Abrió las cajas que le habían llegado de San Juan de los Lagos y comenzó a repartir sus regalos. Los más preciosos, debemos decir con verdad, fueron para su hija y para doña Severa. Este hombre fastuoso, perseguido por la monomanía del robo, disipado jugador, goloso e insensible, cuando estaba delante de Amparo, que era su adoración, se convertía en el más moral, en el más honrado y en el mejor de los hombres. Llenaba de caricias y de elogios a su hija, le daba oro nuevo para que lo guardase, y no había objeto precioso en los almacenes y tiendas de México que no se lo comprase. Se podía decir que Amparo era rica con sólo lo que le había regalado su padre. En esos momentos, éste sentía un agudo remordimiento y tenía miedo, no por él, sino por Amparo. ¡Si llegase a saber que su padre era el director de los ladrones!
Formaba el propósito de limitar sus especulaciones conservando sólo las que no le ocasionaran ningún género de peligro, y aun abandonar esas mismas cuando ya tuviese una buena cantidad de dinero. Doña Severa sorprendía en estas expansiones de cariño a su marido y a su hija, tomaba parte en ellas, había ligeras y discretas insinuaciones de celos, ojos húmedos, palabras dulces, alusiones a otros tiempos mejores, protestas y promesas y todo cuanto hay de sincero y de agradable en el cuadro de familia mejor pintado, y abrazados los tres, se dirigían al comedor, donde encontraba Relumbrón flores olorosas, canarios y calandrias que cantaban, y algún dulce o guisado apetitoso que nunca dejaban de prepararle con sus propias manos doña Severa o Amparo. Ese día era el hombre amable del hogar, no salía en la noche, jugaba al porrazo con Amparo, se acostaba a buena hora; y doña Severa, tan fría, tan seria en la apariencia, se convertía en la esposa más tierna y más amante. Una francesa de veinticinco años no le igualaba en afectos y en caricias.
A pesar de los años transcurridos, estaba enamorada de su marido. Relumbrón era bien parecido, robusto, ardiente, simpático; representaba diez años menos de los que tenía. Aunque hombre hecho, era joven todavía. La luna de miel se renovaba por una semana. Esto suele acontecer entre casados viejos; pero es muy raro. Esos instantes de verdadera felicidad desaparecían como las estrellas errantes en las oscuras profundidades del alma de Relumbrón. Al salir de su casa dejaba en la puerta sus buenos recuerdos y mejores intenciones, y nunca le parecía bastante la suma de ciento, la de doscientos o trescientos mil pesos… Más, mucho más, sin límite ni medida, y entraba en casa de Luisa, que era su favorita, y allí, con otras amigas de menos que del medio mundo, pasaba la noche bebiendo y riendo, y diciendo propósitos obscenos, y contaba a doña Severa y a su hija que el Presidente lo había ocupado para que vigilara los cuarteles o para cualquier otra cosa.
Las primeras visitas que hizo Relumbrón después de la de Luisa, fueron a la casa de don Pedro Martín de Olañeta; regaló a Coleta y a Prudencia medallas de plata, y cintas y medidas benditas de Nuestra Señora de San Juan, sin olvidar un par de las medallas de Nuestra Señora de Guadalupe acuñadas en el molino. De allí se fue a la casa de Clara, le aseguró que su marido estaba muy contento, que comía mucho y que cuando volviese estaría gordo como una bota, en lugar de chupado como un espárrago. Clara hizo un gesto de desprecio; pero cuando le añadió que le traía de su parte doscientos pesos, sonrió y cambió su semblante.
—Al fin no es tan malo mi marido —dijo— y siempre se acuerda de mí; pero dígale usted que este dinero apenas me basta para pagar lo que debo, y que me mande más inmediatamente. Figúrese usted que no tengo vestido con qué presentarme a la tertulia de usted. El último, que costó ciento veinte pesos, le he llevado ya dos veces, se lo he dado a vender a doña Viviana la corredora y le han ofrecido diez pesos.
Relumbrón le aseguró que no carecía de nada, que el molino molía día y noche, y que como el licenciado estaba interesado en las utilidades, dentro de pocos meses le sobraría el dinero.
De la casa de Clara se fue a la de las marquesas de Valle Alegre, que tenía mucho empeño en que concurriesen sin faltar un jueves a la tertulia. Las encontró tristes y cuidadosas. Habían oído decir quién sabe qué cosas que no querían creer. El marqués les había escrito muy lacónicamente dos veces, anunciándoles que venía; pero pasaban semanas y no llegaba. Relumbrón las tranquilizó, y picándole la curiosidad, se decidió a ir a la casa de Don Juan Manuel. Sabía que doña Agustina tenía siempre mucho dinero en unas cajas de cedro, que los caballos de la hacienda del Sauz se habían vendido a muy alto precio y que su importe había sido pagado en México, que no había más hombres en la casa que el dependiente, que se retiraba a las seis de la tarde, y el portero, que era ya viejo, incapaz de defenderse. En cuanto a las criadas, no sabía el número, y eran temibles por los gritos y escándalo que podrían hacer; pero ya se vería. «Comiendo viene el apetito», como dice un refrán francés. De la visita y la conservación con las marquesas de Valle Alegre; le vino la idea de explorar la casa de la Calle de Don Juan Manuel, y le puso la puntería.
No era amigo del conde, porque éste no tenía más amigos que don Remigio; pero sí era conocido, y como los dos eran espadachines, varias veces se habían medido en la sala de armas de la casa de Don Juan Manuel. El portero, el dependiente, los criados, todos lo conocían y se quitaban respetuosamente el sombrero cuando entraba, y el conde había dado orden que le avisaran a cualquier hora del día o de la noche en que el coronel se presentara.
Andando de la casa de las marquesas de Valle Alegre a la del conde del Sauz, Relumbrón formó su plan. Tocó la puerta (siempre cerrada). El portero espió por ojo de buey, y reconociendo a Relumbrón, le abrió la puerta.
—Venía a saber de la salud del conde —le dijo al portero—. He sabido que salió de la hacienda hace más de cuatro semanas, y supongo que estará en casa. Yo estaba también de viaje, y por esa causa no había venido, pero hágame favor de anunciarme.
El portero, que esperó que acabase, le contestó:
—El señor conde no ha regresado; hemos sabido aquí que tanto él como la señora condesita están mal, y quizá por eso ha venido un avío de la hacienda por doña Agustina. Mi mujer y mi hija la han acompañado, porque no está bien de salud, no sabemos qué tiene, pero ella está muy triste y muy abatida. Mi hijo está destinado de mayordomo en la hacienda del marqués de Valle Alegre, que está embargada, pero le han dejado en su destino.
Relumbrón, no solo aguantó sino que le agradó mucho la relación del portero, que respondía a las pesquisas e indagaciones que él se proponía hacer. Siguió platicando, y supo que estaba solo en su cuarto; doña Agustina se había marchado y arriba habitaban la cocinera antigua de la casa, ya doblada de puro vieja; una muchacha de convento que había reemplazado a Tules, y la costurera, que, por acompañarse, porque tenían miedo a los muertos, dormían en el comedor.
Relumbrón se retiró muy satisfecho de su visita y prometió volver al momento que supiera que el conde había regresado de su hacienda.
En los días subsecuentes continuó visitando a cuantas personas creyó que un día u otro podrían serle útiles, aprovechando la oportunidad para hacer indagaciones minuciosas, sin que los propios amigos pudiesen ni remotamente maliciar el objeto de ellas. De su segunda entrevista con el Presidente hay necesidad de dar alguna idea.
El día que escogió para hablarle de los asuntos que le importaban, el Presidente estaba del mejor humor, y Relumbrón aprovechó la ocasión.
—¡Hay, señor —le dijo— un hombre desgraciado, el licenciado Bedolla, que implora la clemencia de usted y yo me intereso por él!
—¡Ah! Un licenciado muy revoltoso y muy lleno de ignorancia y de vanidad.
—Un poco hay de eso; pero en el fondo no es un mal hombre.
—Y bien ¿qué quiere ahora? ¿Volver a su juzgado? Eso es imposible. Ocupa el puesto un magistrado sabio y honrado y lo sirve sólo por complacerme, pues ni del sueldo necesita. Es hombre rico.
—Ni por pienso, señor Presidente; se conformaría con que lo sacase usted de la situación extrema en que se halla.
—¿Pues dónde está?
—Donde usted dispuso que estuviese: en un calabozo del castillo de Acapulco, y quizá a estas horas habrá muerto.
—Me había olvidado completamente a dónde había mandado a Bedolla. Tal vez el Ministro de la Guerra lo despacharía; por lo demás, no se perderá mucho si se muriese. Estos licenciados, vestidos de negro, chiquitos, habladores e inquietos, traen a la nación revuelta y no dejan establecerse sólidamente a ningún gobierno. El día que desaparezcan de la escena, tendrá paz y orden la nación; pero vamos al asunto. ¿Qué es lo que quiere usted?
—Ya se lo supliqué a mi general: que me haga la gracia de disponer que venga a México el licenciado Bedolla, y le doy mi palabra de que, lejos de que vuelva a conspirar, nos podrá ser muy útil, especialmente por el rumbo de Jalisco, del cual me permitiré hablar a usted. Tendría antes que solicitar otra gracia, y ésta es más fácil de conceder, porque no tiene relación con la política.
—Ya veo —dijo con afabilidad y buen humor el Presidente— que hoy es día de mercedes. Hable usted y diga lo que quiere, para que nos ocupemos otra vez de Jalisco.
Relumbrón recordó las muchas lecciones que sobre el negocio de Moctezuma III le había dado Lamparilla, y dijo:
—Existe en México un heredero directo del emperador Moctezuma, y hace tiempo que gestiona sin resultado el que lo ponga la Secretaría de Hacienda en posesión de sus bienes, que consisten en muchas haciendas en la falda del volcán y una parte del volcán mismo. Dede hace años diversos gachupines, diciéndose apoderados de títulos de Castilla residentes en Madrid, están reclamando esos bienes diciéndose herederos del emperador azteca; pero la razón natural rechaza esta suposición. Moctezuma era mexicano; así, sus descendientes y herederos tienen de por fuerza que ser indios y mexicanos, y hasta ridículo es que un duque español sea heredero de un indio azteca. Esto salta a los ojos. Entre tanto, han corrido los años, y los vecinos de Ameca, mirando que los ranchos y las haciendas estaban abandonadas, se han apoderado de ellas. Con una orden del Ministro de Hacienda, Moctezuma III entrará en posesión de su herencia, y si hay reclamaciones legales, queda su derecho a salvo a los agraviados para ocurrir a los tribunales.
Como ya le habían hablado diversas personas y a cada momento de los herederos de Moctezuma, que eran muchos, y él creía en el fondo que no había ningunos, porque después de tres siglos ni polvo había quedado del emperador azteca ni de sus herederos directos o indirectos, le agradó la última conclusión de Relumbrón.
—Es una buena idea —le contestó— pondremos en posesión a este heredero, si tiene sus documentos en regla, y de esta manera me quito de encima a cinco o seis que reclaman también y que se valen hasta del influjo de los ministros extranjeros. Los tribunales darán la razón a quien la tenga. ¿Pero qué clase de heredero es ese que vamos a favorecer? En libertad Bedolla, y elevado, como quien dice, a emperador un indio cacique, tenaz y engreído como son todos ellos, vamos a tener una guerra de castas, y vale más evitarla que no reprimirla.
—Ni por pienso, señor Presidente —dijo Relumbrón riendo al observar que el jefe supremo decía esto en tono de chanza—. Moctezuma III es un valiente muchacho y debe haber hablado a usted de su buen comportamiento en la campaña el coronel Baninelli. Usted lo ha hecho capitán, es íntimo amigo de ese bizarro oficial que llaman el Cabo Franco y que creo que es ya teniente coronel.
—Ya, ya recuerdo todo y no necesito más explicaciones. Con mucho gusto firmaré el acuerdo, y vive Dios que pondremos en posesión de sus bienes a ese célebre Moctezuma III. Escriba usted los acuerdos.
Relumbrón tomó una pluma, escribió los acuerdos a su satisfacción y el Presidente los firmó sin leerlos.
—Volvamos a hablar de Jalisco.
Relumbrón renovó cuanto había expresado en la primera conferencia sobre dicho asunto y añadió algo más. En consecuencia, el primer plan para la caída del gobernador se modificó notablemente. Quedó convenido que una vez puesto en libertad el licenciado Bedolla, Relumbrón lo enviaría a Guadalajara, como de paso para su pueblo, donde se proponía vivir retirado, acompañando a su padre ya muy anciano y enfermo; que una vez quieto en su casa, procuraría indagar el paradero de Valentín Cruz hasta encontrarlo, lo que no sería difícil, pues probablemente estaría oculto en algún pueblo cercano o en el mismo San Pedro; que, de acuerdo con él, combinase un pronunciamiento fundado en que las elecciones eran nulas, que se había falseado la voluntad nacional, que se convocase a nuevas elecciones ocupando provisionalmente la presidencia el gobernador de Jalisco.
Seducido seguramente el gobernador, por lo menos se dejaría querer y correr la bola sin contrariar la voluntad nacional. En ese caso había ya motivo para destituirlo del mando y declarar a Guadalajara en estado de sitio. Las fuerzas de Valentín Cruz no serían perseguidas como la vez pasada, y Baninelli se situaría a su tiempo en un lugar cercano para dominar la situación y caer sobre el gobernador o sobre Valentín Cruz si era necesario y no obedecía la consigna.
El plan no era muy acabado y por encima saltaban sus defectos; pero Relumbrón quedó autorizado para perfeccionarlo cuando hubiese hablado con Bedolla. Entre tanto se mandó situar a Baninelli en Guanajuato, casi en el centro de la República, para que atendiese cualquier emergencia.
Terminada por de pronto la parte política del plan de Relumbrón, se dedicó a seguir organizando la victoria que se proponía en la guerra que había declarado a la sociedad, y especialmente a los habitantes de México. Era una empresa que tenía algo de atrevido y de grandioso en la escala infinita del crimen. Un hombre acompañado de unos cuantos cómplices, contra doscientos mil habitantes.
La partida de juego de don Moisés quedó instalada en una amplia casa en la esquina del Colegio de Niñas. A los muebles que sirvieron en la feria, se añadieron ricos cortinajes, y mesas de caoba y de palo de rosa, y cuadros representando a Napoleón a caballo, casi desbarrancándose en el Monte Blanco y despidiéndose en Fontainebleau de sus granaderos con gorras de piel de oso más grandes que las que sirvieron de modelo al gobernador de Puebla. Una lámpara de muchas luces, que se reflejaban en las mamaderas de cristal, iluminaban el gran salón por las noches, y una mesa con licores, puros, cigarros y carnes frías, estaba constantemente a disposición de los abonados a las mesas de tresillo, colocadas en las otras piezas. Hizo ruido en la ciudad la instalación de esta partida, se volvió de moda y la gente más aristocrática y rica concurría por lo menos a jugar al tresillo.
Don Moisés, desde que regresó de la feria, no abandonaba su capa con cuello de nutria. Compró un coche, tomó una buena casa, la amuebló con cuanto lujo era posible, y la gente de comercio y de rumbo lo visitaba. Daba semanariamente una comida a amigos muy distinguidos. Relumbrón, después de algunos días de instalada la partida, tuvo un disgusto (fingido) con don Moisés; delante de varios testigos dijo que éste era un ingrato, que se daba más importancia de la que merecía y que no volvería a poner un peso en la partida.
Casi al mismo tiempo don Jesús, el tinacalero, muy bien vestido de paño negro; pero sin chaqueta y con su camisa muy limpia, estaba al frente de la Gran Ciudad de Bilbao, situada en la plaza de Santa Clarita. Era una tienda de dos puertas, con un armazón bien combinado y pintado de rojo, lleno de botellas con aguas de color, fingiendo vinos y licores, pilones de azúcar en el tapanco, barriles y tercios arrumbados en la trastienda y mirándose desde la calle. Mucha apariencia y en realidad poca cosa; no faltando, sin embargo, un surtido de cuanto podían necesitar los vecinos del barrio. Lo que tenía de importante la negociación era que se vendía más barato que en cualquiera otra de su género.
Costó algún trabajo conseguir los corrales; pero al fin el platero, por interpósita persona, se arregló con los Trujanos, que le arrendaron el mesón en que hizo su pequeña fortuna en gran mexicano San Justo, y un corral con caballerizas y pila para dar de beber a las bestias.
En una casa vieja, pero grande como un palacio, situada en la calle del Montepío Viejo, se estableció el taller de vestuario, y tan luego como concluyeron los albañiles y carpinteros, el almacén se llenó de piezas de paño de Querétaro, azul, verde, rojo y amarillo, tercios de manta, paquetes de botones, y todo cuanto más era necesario.
Relumbrón, con la influencia que había adquirido en el gobierno por su viaje al interior, no tuvo dificultad en obtener una contrata de veinte mil uniformes para caballería e infantería, y desde luego se comenzó el trabajo, bajo la dirección de la corredora doña Viviana que, como mujer lista y entendida, se encargó también de la contabilidad.
Los valientes de Tepetlaxtoc quedaron distribuidos en el corral y en el antiguo mesón de San Justo, y Evaristo volvió con sus fuerzas a sus posesiones de Río Frío.
Don Pedro Cataño y los pocos muchachos que le habían ayudado en la aventura de las cinco mulas cambujas, quedaron en la hacienda en espera de órdenes positivas y encargados, entre tanto, de dar sus vueltas por el Pinal y la Malinche, para hacerse dueños del terreno e impedir que se estableciese una cuadrilla desconocida y de mala gente.
Juan siguió administrando la hacienda con acierto, aprovechando las lecciones que había recibido en el rancho de Santa María de la Ladrillera, y Valeriano, Romualdo y sus compañeros tenían el encargo de escoltar al licenciado Chupita, que cada quince días hacía un viaje a México en un coche, dispuesto a propósito y cuyas cajuelas venían llenas de pesos falsos y regresaba con pesos buenos para beneficiarlos con un veinticinco por ciento de utilidad. El licenciado en cada viaje traía a Clara dos o trescientos pesos, pasaba la noche con ella y así el matrimonio era el más feliz del mundo.
La organización que dio Relumbrón a sus negocios produjeron de pronto un beneficio a la ciudad y a los caminos.
Las diligencias hacían sus viajes redondos con la mayor regularidad y sin el menor accidente. Hilario y sus soldados habían adquirido una educación tan fina, como si estuviesen recién salidos de un colegio francés. Si los pasajeros les daban algunos pesos, los recibían con buen modo; si no les daban nada, siempre se quitaban con respeto el sombrero y se retiraban en orden a su puesto. El correo de gabinete del plenipotenciario inglés hacía su viaje mensual con mayor rapidez, y siempre encontraba en el camino gentes de a caballo que le ayudaban a remudar en las postas y lo acompañaban dos o tres leguas. Cuando don Rafael Veraza creía que podía haber peligro o necesitaba de ayuda para subir un poco la montaña y evitar los lodazales del camino real, donde no podía galopar, no tenía más que echar mano a su pito, y de lo espeso del bosque salía gente de a pie y de a caballo que lo auxiliaba, lo guiaba por las veredas y lo sacaba al buen camino. El ministro inglés estaba encantado de esto, y escribía al Foreing Office notas muy favorables a México. En la ciudad habían cesado los frecuentes robos en las casas y en las calles. Las familias vivían muy seguras en Tacubaya, San Ángel y San Agustín de las Cuevas; Mixcoac, algunas veces mapa de los ladrones, parecía un convento de capuchinos, tal era el silencio y la tranquilidad que reinaba. Don Pedro Martín de Olañeta y los demás jueces estaban mano sobre mano, y apenas se ocupaban de riñas y heridas en las pulquerías, que ya se habían instalado en el centro de la ciudad.
La tienda de don Jesús, muy acreditada, no consentía borrachos ni ociosos; presentaba un aspecto de orden y de honradez en el manejo y devolución de las prendas empeñadas que recibían, que se captó la voluntad de todo el barrio; pero cuando se cerraba a las nueve de la noche, entraban el tuerto Cirilo y su comparsa, y jugaban a la baraja, bebían y combinaban sus robos; aunque de pronto estaban quietos, esperando órdenes y se retiraban a deshoras de la noche a sus madrigueras, sin atacar ni molestar a nadie. Don Jesús les abonaba un par de pesos diarios, y estaban contentos.
Relumbrón, sin dar la cara, había impuesto su voluntad a toda esa gente. No quería que se armasen ruidos ni escándalos por cuatro reales, sino que obrasen a golpe seguro y con una utilidad relativa a los fuertes gastos que exigía esta vasta organización.
Don Moisés obraba con mucho tacto; no usaba de su baraja mágica sino cuando la suerte lo abandonaba completamente, y dejaba a los puntos siempre contentos, permitiéndoles que ganasen pequeñas cantidades. A ocasiones, bajo el pretexto de enfermedad, abandonaba la partida a González, que inspiraba confianza a los jugadores de toda la república; y tal era su suerte que, sin necesidad de droga González le entregaba buenas cuentas; porque es sabido que las partidas, con el descuento de las puertas y las pasiones irresistibles de los puntos, en un mes sí y en otro no hacen sus gastos y salen ganando. El bien montado establecimiento de la calle del Colegio de Niñas producían invariablemente a don Moisés y a Relumbrón de dos a tres mil pesos cada mes, líquidos, teniéndose en cuenta que aquél, como director, se abonaba además cuatro onzas diarias.
El platero no tenía ya tiempo para trabajar. La acuñación de las medallas de la Virgen de Guadalupe lo había levantado a una grande altura en la estimación del Abad y canónigos de la Colegiata, y tenía pedidos de medallas de la Soledad de Santa Cruz, del Señor del Sacro Monte, del Señor de Chalma de todas partes. Tenía seis oficiales en lugar de tres, y ya daremos también la razón principal de tanto recargo de trabajo.
La casa de moneda marchaba despacio: pero con mucha solidez. Chupita, encantado con su buena casa, con su buena mesa, pues uno de los monederos falsos guisaba como un chef francés, y con estar lejos de su mujer, ponía sus cinco sentidos en desempeñar su encargo. Llevaba perfectamente la contabilidad con cifras, que no entendían más que él y Relumbrón, y cada viaje quincenal producía por término medio unos mil pesos de utilidad.
Relumbrón mismo moderó sus gastos: dejó de ser calavera, prescindió de las orgías en la casa de Luisa y se dedicó exclusivamente (en la apariencia) al servicio de Palacio y a las tertulias de los jueves en su casa, donde no perdía tiempo y, platicando con tan diversas gentes de importancia que concurrían, terminaba, al fin de la noche, por saber la vida y milagros de las familias más notables de la ciudad y aun de muchas del interior. Había dado en una manía. En su casa y en la calle, cuando hablaba con un amigo o simple conocido, le decía:
—¿Qué horas tiene usted? Porque mi reloj se ha parado.
El cándido a quién se le dirigía esta pregunta sacaba su reloj y le decía la hora. Relumbrón fingía que daba cuerda al suyo y aprovechaba la ocasión para examinar con una mirada ejercitada y calcular el mérito y valor del reloj que le mostraban.
Así pasaron las cosas semanas y semanas, hasta que la red estuvo bien tendida y colocados, por las mañas de doña Viviana, sirvientes distintos en las casas principales de México. En casa del marqués de Valle Alegre, el cochero y el lacayo; en la de don Pedro Martín, la cocinera; en la de doña Dominga de Arratia, la recamarera; en la de Lamparilla mismo, el portero. En las Secretarías de Estado y en diversas oficinas, escribientes y aun oficiales; en una palabra, todo México se puede decir estaba dominado por un espionaje y por una policía inconsciente de su misión, pero por medio de la cual sabía Relumbrón cada semana todo y aun más de lo que le importaba saber.
En el momento que Relumbrón obtuvo la orden amplia y terminante para que se pusiese a Moctezuma III en posesión de la herencia de su antecesor, el gran Moctezuma II, que tuvo el honor de haber sido el amigo íntimo de don Hernando Cortés, y otra aún más expresa, para que el patriota Bedolla viniese de su destierro y pudiese circular libremente por la República entera, tuvo la delicadeza de ir personalmente a casa de Lamparilla para entregárselas en mano propia.
Lamparilla, a pesar de las esperanzas que le daba Relumbrón cada vez que le hablaba, llegó a creer que el negocio de los bienes de su tutoreado estaba tan embrollado y tan difícil como al principio; en cuanto al de Bedolla, le importaba muy poco, y más bien le convenía que no viniese este buen amigo a cargar sobre él y reclamarle, cuando el caso llegara, la considerable parte que le había ofrecido en la soñada presa. Sin embargo, cuando Relumbrón, después de saludarlo, sacó del bolsillo unos papeles y los leyó en voz alta, creyó que un golpe de sangre le venía al cerebro, se llevó las manos a la cabeza y en su explosión de júbilo y de entusiasmo, sin poderlo remediar, saltó al cuello de su protector, exclamando:
—¡El volcán! ¡El volcán! Todo es nuestro, con su fuego hirviente, con su azufre para surtir de ácido sulfúrico a toda Europa; con su nieve, sobre todo, con su nieve eterna, que no se acabará sino al fin del mundo. Ella nos convertirá en amos de esta ciudad. El día que se nos antoje, no enviaremos nieve, y llegando julio, los habitantes de México tendrán que pedirnos de rodillas un trozo de nieve para refrescar su garganta ardiendo con el calor. Entonces será la nuestra. A cuatro pesos arroba, a cinco si nos da la gana… ¿Cuántas arrobas de nieve cree usted que tendrá el Popocatépetl? Un millón… dos millones; ponga usted lo que quiera… cien millones. Calcule usted por lo bajo a dos pesos arroba, sólo por ese lado tendremos doscientos millones de pesos, y cuando menos un millón de azufre, y son trescientos millones… No hay que decir nada de esto a Bedolla; es muy pícaro y muy ambicioso… ¿Y las haciendas?… eso no es casi nada. ¡Casas de campo para divertirse y vivir tranquilo!…
Relumbrón reía y no podía interrumpir la palabra del licenciado, y con trabajo apartó los brazos que lo ceñían y que habían estropeado un poco su camisa y medio desprendido el fistol de brillantes.
—Cálmese usted, licenciado —le dijo arreglando su camisa y el chaleco— y modere su entusiasmo: el negocio es bueno, pero no como usted lo cree, porque no es fácil encontrar cien millones de gentes que compren la nieve a dos pesos arroba por más calor que tengan. Esta orden fue dada por la Secretaría de Hacienda, con la condición de que por ahora se ha de guardar la más profunda reserva, pues no quiere que se vayan a levantar los pueblos de Ameca con pretexto de que se les despoje de sus tierras y del derecho que creen tener para cortar nieve del volcán y venderla en México. Además, como usted mismo me ha referido, los Melquiades son temibles y revoltosos, y si usted se acerca por Ameca, le pasaría algo peor que la vez en que fue a buscar el documento que necesitaba, y que al fin le proporcionó el licenciado don Pedro Martín.
Lamparilla, con estas explicaciones, moderó su entusiasmo; pero siempre se consideró como el más dichoso de los hombres, pensando en que el papel que tenía en la mano equivalía a un tesoro; y este tesoro, aunque no realizado, le proporcionaría un triunfo completo en casa de Cecilia.
—Hablemos cinco minutos de otras cosas, que mi tiempo está contado le —dijo Relumbrón—. Dé traza de que su amigo Bedolla venga lo más pronto posible a esta capital, pues tenemos una importante misión que confiarle, y empiece usted a ocuparse en una comisión que le ha de honrar; que en cuanto a dinero, parece que no le fue tan mal en la feria, a juzgar por los muebles de la casa y el coche que está en el patio.
—Verdad es que no carezco de nada —le respondió Lamparilla—. Hasta mi bufete he abandonado, y a no ser por las consideraciones que debo a don Pedro Martín, cerraría yo mi estudio y me iría a dar un paseo a Veracruz; pero tratándose de usted, el alma y la vida, y no tiene mas que mandar. ¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Una cosa muy meritoria y muy sencilla: servir a los pobres. Los jueces de lo criminal, por hacer algo, por darse importancia y fama de justicieros, sin exceptuar a don Pedro Martín, que tiene sus caprichos de cuando en cuando, condenan diariamente a multitud de infelices a penas que no merecen. Un robo insignificante de un pañuelo, un reloj, una sábana vieja, una morcilla en la tocinería, cualquier cosa, es castigado con un año o dos de grillete, y los sacan con la cadena al pie a limpiar las atarjeas, sin contar los que cada noche despacha el gobernador a Yucatán, por vagos y mal entretenidos. Pues que nosotros tenemos dinero más o menos y una buena posición social, es necesario no ser egoístas y mirar algo por esos pobres, que al fin son nuestros compatriotas, y los que en definitiva, cuando los cogen de leva, van a las filas del ejército, se baten y derraman su sangre por la libertad.
Edificado quedó Lamparilla con estas cuatro palabras, y consideró a Relumbrón como uno de esos hombres benéficos y humanos que, apareciendo como calaveras, ligeros y disipados, en el fondo no eran más que generosos y modestos, y se confirmó más en esta opinión cuando continuó:
—Y con todo, licenciado, que el encargo que doy a usted es un beneficio a la humanidad, no trabajará usted de balde, pues puede ponerme en la cuenta de honorarios de mis negocios los que devengue por la defensa de los desgraciados. Bastante vivo e inteligente es usted para que yo le dé lecciones y le diga lo que hay que hacer; pero será conveniente que usted estreche su amistad con el gobernador, con los jueces, con los escribanos, con los dependientes; que dé sus vueltas por la cárcel a ver si se ofrece algo a los presos. Ocúpese también de la defensa de las mujeres. Aunque las vea usted en la cárcel, todas son inocentes. Su gran delito es el amor; y por el amor y los celos cortan la cara con un tranchete al amante o a la rival. Pero eso no es nada; cuando más, alguna criada que se aparta los tomates y los garbanzos… Buena gente en lo general.
Lamparilla, que ya había prometido a su protector el alma y la vida, se la volvió a prometer, añadiéndole que pondría sus cinco sentidos en el desempeño de la comisión que le había confiado, y de los demás asuntos que quisiese poner en sus manos.
—No hay que mencionar mi nombre para nada, querido licenciado —y acentuó la palabra querido—. La caridad debe hacerse como dice el Evangelio: lo que sepa la mano derecha debe ignorarlo la izquierda.
—Pierda usted cuidado, que mi pecho es un sepulcro —respondió Lamparilla encantado de que un tan alto personaje le hubiese llamado querido, y con esto terminó la memorable visita.
Relumbrón tenía ya un abogado activo, travieso y bien relacionado en México que le defendiese su gente.
Así, en cuanto llegó a su casa, procuró por los medios indirectos de que se valía, dar las instrucciones más precisas a toda su servidumbre. Si caían presos, negar y siempre negar. Suprimida la Inquisición y el tormento, ningún daño habría en negar y sí mucha ventaja. No denunciar a los cómplices, ni al pie de la horca; en la confrontación, desconocer a todo el mundo. Fiarse en el licenciado Lamparilla, que los sacaría un día u otro de la cárcel y los libertaría del presidio o de la horca. En cuanto a recursos, nada faltaría a ellos ni a sus familias, y no tenían más que ocurrir a la tienda de La Gran Ciudad de Bilbao.