XV. Revolución más formidable que el tumulto

Las semillas revolucionarias que sembraron Lamparilla y Bedolla no fueron del todo estériles. Puebla, Jalisco y Sinaloa, han sido siempre Estados que han dado muchos dolores de cabeza a los presidentes de la República. El uno con sus granaderos y sus valientes tejedores del barrio del Alto, el otro con su refrán guerrero y popular de: Jalisco nunca pierde, y el último con su aduana de Mazatlán, que por mucho tiempo fue nido de contrabandistas amparados con banderas extranjeras, han conservado cierta preponderancia y mantenido cierto orgullo local, que ha ido disminuyendo gradualmente y que ha terminado del todo con la construcción de los telégrafos y de los caminos de fierro; pero sigamos nuestra novelesca historia, colocándonos en la época, relativamente atrasada y oscura en que pasaron los acontecimientos que desde el principio hemos referido.

Un cierto Valentín Cruz, de mucha fama en Guadalajara, especialmente en el barrio de San Pedro, era corresponsal de Bedolla. Este Valentín Cruz tenía una historia interesante. Arriero desde que tenía veinte años, hacía viajes de Guadalajara a San Blas y de Tepic a Guadalajara, pero nunca se le encontraba en el camino real ni entraba a las poblaciones con la luz del día. Era arriero contrabandista. Los buques alijaban en alta mar, descargaban en las costas sus lanchones, y Valentín recogía los fardos, los cargaba en sus mulas y los descargaba sin que lo vieran las aduanas, donde les convenía a los comerciantes. A los treinta años, Valentín era dueño de dos buenas recuas de mulas de siete cuartas, de lazo y reata y el ojo derecho de los comerciantes y de las gentes de la costa, interesadas en su mayor parte en el contrabando, que mal que bien les producía algo.

Cuando había en las aduanas empleados y resguardo celosos, Valentín suspendía sus viajes, ponía su mulada en los potreros o en caballeriza, y los pueblos y rancherías se veían reducidos a una pobreza tal, que muchos de los vecinos no tenían más recurso que meterse a ladrones, organizar una o más cuadrillas y echarse a robar por los caminos, entre Jalisco, Zacatecas y Sinaloa.

Valentín Cruz, como ya era rico (es decir, rico de pueblo) concluyó por cansarse de estas alternativas; vendió sus recuas en la feria de Lagos, y con esto y lo que ya tenía guardado en casa de uno de sus patrones, compró unas tierras, unos corrales, unas casitas y se resolvió a vivir como un gran señor, sin trabajar más. Entró en la buena vida, abandonando las queridas que tenía en cada pueblo por donde pasaba en sus viajes misteriosos, casándose con una muchacha de San Pedro, que con su madre y hermano era propietaria de dos casas en la ciudad. Los primeros meses vivieron no sólo bien, sino en medio de delicias y placeres a su modo. Almuerzos y comidas con amigos y amigas, viajes a la laguna de Chapala, a Tepic y a la cascada de Juanacatlán, y en esto gastando dinero en grande. Las cosas cambiaron antes de que concluyese el año de luna de miel. Valentín dio en encelarse de los mismos amigos que él convidaba a sus festines, y su mujer a preferir los amigos al marido.

Después del almuerzo, pleito; a la madrugada, al concluir un fandango, palabrotas y golpes que la mujer devolvía; por último, un día Valentín aventó una botella llena de mezcal, con tan buen tino, que se estrelló en la frente de la desgraciada esposa, que cayó bañada en sangre y falleció a los cuatro días. Valentín fue conducido a la cárcel, se le formó causa y al cabo de seis meses salió bajo fianza y se le echó tierra al asunto.

El cuñado estaba en México, y cuando regresó y se enteró que su hermana no había muerto a consecuencia de una caída, como se lo había escrito Valentín, sino matada por él, trató de vengarse, y en la primera ocasión lo provocó, se hicieron de razones, vinieron a las manos, y Valentín, que estaba armado, mientras el cuñado lo tomaba por los cabellos y le sacudía trompones en la cara, le hundió el puñal en el estómago y lo dejó muerto en el sitio. Nueva causa y nueva prisión; pero antes de tres meses volvió a salir bajo fianza, pues pudo justificar que había obrado en defensa propia. Se le echó también tierra a la causa. Medio arruinado, con lo que le quedó, puso una tienda en San Pablo, donde vendía licores y prestaba sobre prendas; se dedicó a la bebida y a la política, convirtiéndose en una especie de tribuno con quien era preciso contar para las elecciones, para los pronunciamientos, para todo. No se movía una hoja del árbol sin la voluntad de Valentín. La muerte, de los dos hijos acabó en breve con la vida de la pobre madre; pero estos verdaderos asesinatos, hechos realmente con alevosía y ventaja, realzaron el prestigio de Valentín entre el populacho: Don Cruz no se deja de naide, decían los chinacos; y con esto fue bastante para declararlo valiente y reconocerlo por caudillo.

La influencia y autoridad de Valentín humillaba y pesaba como un plomo sobre el gobernador, y había ya intentado varios medios para quitarlo de Guadalajara, pero todos sin resultado. Se resolvió, pues, contando con los magistrados, a removerle las causas pendientes y aconteció esto a la sazón que Bedolla, caído de la gracia del Presidente de la República, se metió a conspirador.

Con motivo de los viajes y contrabandos que hacía Valentín, había estado en el pueblo donde nació Bedolla, había trabado amistad con él, y aun le había ayudado, porque estaba en armonía con sus especulaciones contrabandistas, a sublevar a los pueblos de indios e invadir las haciendas, como había sucedido ya a la de San Leonel. Bedolla, desde su elevación rápida en la capital, se había carteado con sus amigos del interior, y muy especialmente con Valentín; y las cartas de recomendación que obtuvo de los ministros en favor de su amigo, influyeron mucho en dar al olvido las causas que se le formaron por los crímenes que ya hemos referido.

El Gobernador de Jalisco, fijo en su idea de quitarse semejante estorbo, y creyendo que no era extraño Valentín a los rumores que circulaban de un próximo pronunciamiento, dio orden de prenderlo y entregarlo a los jueces para que prosiguiesen las causas que aún estaban abiertas. Súpolo Valentín por una indiscreción que valió diez pesos al escribiente del juzgado, y no tuvo ya más arbitrio que pronunciarse, contando con que Bedolla y Lamparilla le ayudarían con los poderosos elementos que él creía tenían estos personajes.

La noche menos pensada, la tienda de licores y prendas del barrio de San Pedro se convirtió en cuartel general, donde sé reunieron cerca de trescientos chinacos. Mal armados, pero decididos, valientes y algo tomados con algunas botellas de mezcal de la tienda, comenzaron a gritar mueras al gobernador.

La noche se pasó en bola y alegría, y la primera noticia que tuvo el gobernador al levantarse, fue una proclama de Valentín, que apareció fijada en algunas esquinas y regada en las calles.

Hela aquí:


JALISCO NUNCA PIERDE

Jalisciences:

La tiranía ha llegado al colmo, y los pueblos libres de la República no la pueden ya tolerar. Recobran su soberanía y apelan a la revolución como la única tabla que salvará las instituciones y las libertades de los ciudadanos.

Cuento con los valientes tapatíos, que bastan para conquistar el resto de la República y subyugar a los Estados rebeldes; pero no será necesario llegar a esos extremos, pues estoy cierto que dentro de un mes contaré con los ocho millones de habitantes que tiene la heroica nación mexicana.

Por estas y otras consideraciones que omito, y que expondré en un largo manifiesto luego que haya ocupado la Capital de la República y esté en posesión del Gobierno, he resuelto tomar las armas y proclamar el siguiente plan:

Jalisco nunca pierde

Art. lo.—Cesan en sus funciones las autoridades del Estado.

Art. 2o.—Serán puestos en libertad inmediatamente los presos por delitos políticos y los de delitos leves.

Art. 3o.—Las contribuciones onerosas del Estado quedan reducidas a 50 por 100.

Art. 4o.—Serán ocupadas las rentas del tabaco y el Estado entrará en adelante en la posesión de la fábrica y estanquillos.

Art. 5o.—Cesan en sus funciones, desde esta fecha, los ministros de México, y las providencias que dicten serán nulas y de ningún valor.

Art. 6o.—La aduana marítima de San Blas pertenecerá al Estado, que establecerá el arancel liberal que crea más conveniente.

La persona del Presidente de la República será respetada y continuará en el mando si se adhiere al presente plan; y lo mismo sucederá con los gobernadores y comandantes generales de los Estados.

Cuartel General de San Pedro, a las doce de la noche del mes de diciembre de 18…

Jalisco nunca pierde.

Conciudadanos, vuestro general y amigo,

Valentín Cruz.
 

Este plan se lo había dado el mismo escribiente que le avisó que se trataba de encerrarlo en la cárcel, y al escribiente se lo dictó el jefe de una casa de comercio que esperaba en esos días un buque procedente de Europa, cargado hasta la cubierta. Se trataba de un ahorro de derechos y de aprovechar la asonada de Valentín para hacer la descarga en la playa.

Valentín había comenzado por nombrarse general (como más tarde se nombró, con sólo el voto de su ayudante, Presidente en Córdoba un célebre personaje de la intervención), por ocupar los estanquillos, cogerse los tabacos y dinero, y decretar una contribución de doce pesos mensuales a todos los varones de más de diez y ocho años bajo la pena, si no le pagaban al tercer día, de ser condenados por el resto de su vida al servicio de las armas. Valentín, además, era un financiero terrible. De las diversas sugestiones y planes que le había enviado Bedolla en papelitos sueltos y con la letra al revés, añadió al plan que se acaba de leer el artículo relativo a la remoción de los ministros. Era el tema favorito e invariable de Bedolla y de Lamparilla. Con otro ministerio tenían, por lo menos, noventa probabilidades de ganar el negocio de los bienes de Moctezuma III y aniquilar a los Melquiades, haciéndolos fusilar si era posible.

No tardó en propagarse la alarma en la extensa ciudad de Guadalajara. La gente, ociosa e inquieta, circulaba en bandadas por las calles; como de costumbre, las puertas de las tiendas se cerraban y en el Palacio se agolpaba la gente, tratando de indagar noticias y pretendiendo saber lo que se haría para sofocar el pronunciamiento. Algunos se adelantaron a decir que no pasaría una hora sin que las fuerzas de Valentín Cruz, que eran ya de miles de hombres, se presentasen a tomar el Palacio a fuego y sangre, y que lo mejor era que el gobernador, que al mismo tiempo era el Comandante General, celebrase una capitulación honrosa, seguro de que el dicho Valentín Cruz, que era tan valiente como generoso, le perdonaría la vida y lo dejaría salir libre de la ciudad, así como a las autoridades que no quisiesen adherirse al plan, para que fuesen a México y persuadiesen al Presidente y a sus ministros de que serían respetados sus bienes y vidas a condición de no mandar fuerzas para combatir y asesinar al pueblo.

El gobernador se vestía a toda prisa, daba al mismo tiempo sus órdenes a los ayudantes, y al escuchar el relato de lo que se decía en la calle, montaba en cólera y echaba rayos y centellas.

—Primero me dejaría freír en aceite que capitular con ese arriero asesino, a quien han dejado tomar ínfulas en Jalisco por las recomendaciones que le ha procurado ese licenciado Bedolla de México, que será otro pícaro.

—Sólo hay parque para ocho tiros —dijo un ayudante que entró precipitadamente.

—Se lo tenía dicho hace un mes al Ministro de la Guerra. Me ha dejado sin artillería, sin parque, sin tropas. Apenas entra un regimiento, cuando a los tres días lo mandan salir, ya para Zacatecas, ya para Sinaloa, y no dejan más que los piquetes y los reclutas. Y este Baninelli que no acaba de llegar; parece que vienen los soldados en tortugas. Si los hubiese hecho andar veinte leguas diarias, habrían llegado hace una semana, y este bandido de Valentín Cruz no se hubiese atrevido a nada.

Jurando y refunfuñando, el gobernador se ciñó la espada y él mismo colocó en las puertas de Palacio una batería de piecesitas de a cuatro con sus ocho tiros, formó la guardia y pasó a los cuarteles para organizar una columna con los piquetes y reclutas mal vestidos que componían la guarnición, que en total no excedía de 500 hombres. Estaba al principio decidido a marchar a San Pedro y atacar en su cuartel general a Valentín Cruz; pero temió que en el camino se le desertaran los reclutas y los pocos soldados de línea con que contaba; así, decidió quedarse a la defensiva y resistir a todo trance si era atacado, hasta que Baninelli llegase, que no podía tardar.

La ansiedad crecía por momentos; la gente brava de los barrios, más brava que los tejedores de Puebla, se hacía remolinos y comenzaba a repetir el refrán o divisa tapatía: Jalisco nunca pierde, y el frente del Palacio se llenaba de gente sospechosa. La comunicación con San Pedro y las demás salidas de la capital de Jalisco, estaban cortadas; los víveres encarecieron en el mismo momento, como si se hubiese pasado un sitio de seis meses, y en las panaderías vociferaba la gente porque el pan se había acabado, con lo que el descontento de los habitantes se manifestaba claramente, y la posición del gobernador se hacía a cada hora más difícil.

El general Valentín Cruz contaba ya con cosa de seiscientos hombres. El mezcal de su tienda se estaba agotando, y daba ya órdenes para que se ocupasen (sin pagar) los licores que existían en las demás.

Pero Baninelli no llegaba, y ya perdía la esperanza el gobernador.

Sin embargo, Baninelli caminaba a marchas dobles, y el nuevo general Valentín Cruz ignoraba que con anticipación se había decidido en México enviar fuerzas para evitar una asonada en Jalisco.

En efecto, desde San Juan de los Lagos, Baninelli arregló su plan de campaña con el capitán Franco, o mejor dicho, con el cabo Franco, pues así continuaremos llamándole, así le llamaba Baninelli, y así le gustaba a él que lo llamasen.

—Mira, cabo Franco, te adelantarás un poco con tu compañía, escoges los mejores muchachos de la segunda, me ocupas San Pedro y me esperas allí, que no tardaré en llegar. Si hallas resistencia, ya sabes, una descarga de diez pasos, y a la bayoneta; no me dejas uno con vida. Tomas lenguas por el camino y acuérdate del monte de Río Frío; quizás tendrás en esta campaña el grado de teniente coronel.

—Muy bien, mi coronel.

Baninelli había caminado a marchas forzadas desde que salió de Cuautitlán, y jornada hizo que pasó de quince leguas. El cabo Franco con dos compañías se separó desde San Juan del grueso de la fuerza, y tan astutamente tomó lenguas con los que encontraba en el camino, que supo el pronunciamiento de San Pedro, el nuevo general que lo acaudillaba, las fuerzas que tenía, el lugar preciso donde estaba la tienda y el desorden en que se hallaban los llamados libertadores. Obró en consecuencia y llegó sin ser sentido, cosa de las once de la noche, a las cercanías de San Pedro. Allí dio una hora de descanso y un trago de aguardiente a su tropa, formó su columna y les echó esta corta arenga, tan eficaz y sublime como la del gran Napoleón delante de las Pirámides:

—Muchachos, no hay que rajarse. Fuego cuando yo lo mande, y después a la bayoneta.

—¡Viva nuestro capitán! —gritaron los soldados.

—No hay que hacer ruido. Adelante y mucho silencio.

Se pusieron inmediatamente en marcha.

Los partidarios del general Valentín, seguros de que el gobernador, que estaba a la defensiva, no los atacaría, bebían mezcal, reían, cantaban versitos picarescos y taconeaban jarabes y tapatíos con las chinas venidas de la ciudad.

Repentinamente una descarga cerrada. Algunas de las parejas de baile cayeron a tierra heridas, muertas o simplemente asustadas, y después una de bayonetazos y de golpes con las culatas de los fusiles sobre los grupos compactos, que aquello que creían mentira, pues lo menos que esperaba era un ataque, parecía el día del juicio. Las fogatas se apagaron, las calles quedaron regadas de muertos y solas completamente, pues toda la multitud se había escapado y desaparecido en instantes.

El cabo Franco ocupó el cuartel general, es decir, la tienda de Valentín, donde encontró todavía algún repuesto que en el acto repartió a sus soldados, los que pasaron ya muy alegremente la noche con un abundante rancho y sus buenos tragos de mezcal.

A la madrugada llegó Baninelli. El cabo Franco marcó el alto a la fuerza y recibió con las formalidades de ordenanza a su jefe.

—Ninguna novedad tiene usted, mi coronel. El enemigo, en completa dispersión, ha huido rumbo a Mascota, dejando en el campo algunos muertos y muchos heridos. Por nuestra parte, tres lastimados.

Los tres lastimados, ¡funesta casualidad!, eran Moctezuma III, herido de un garrotazo en las espaldas; el hijo de doña Pascuala, cojo, porque cayó al suelo, sin duda de susto, y lo pisó un caballo (porque Valentín Cruz había reunido un escuadrón compuesto sólo de veinte hombres, que fueron los primeros en emprender la fuga), y el pobre Juan con un sablazo en la cabeza que le había partido el pellejo, pero no le había interesado el cráneo.

El cabo Franco, observando en el camino la docilidad de sus tres reclutas, así como su fuerza muscular y la facilidad con que hacían sin fatigarse diez y doce leguas, les había tomado cariño, agregado a lo que él llamaba su Estado Mayor, y querido que, en la primera ocasión, recibiesen el bautismo de fuego para que en lo de adelante fuesen unos verdaderos veteranos, proponiéndose recomendarlos para cabos, pues sabían escribir.

Animado de tan buenos sentimientos, les echó una de las arengas napoleónicas que acostumbraba.

No hay que arrugarse y adentro —les dijo dándoles de plano con su espada en las espaldas; los empujó en las tinieblas y él mismo, poniéndose a la cabeza de su fuerza, se echó como una fiera sobre la masa de revoltosos y los derrotó en pocos minutos de la manera que se ha referido.

Baninelli ocupó y registró minuciosamente la casa de Valentín Cruz, encontrando un paquete de papeles; dispuso que los heridos fuesen distribuidos en las casas particulares y los muertos se enterrasen donde se pudiese, e hizo inmediatamente su entrada solemne en Guadalajara, haciendo resonar su alegre banda de pitos, clarines y tambores, y tocando su bien adiestrada charanga las mejores piezas de moda.

Cuando el gobernador menos lo creía, estaba ya la fuerza delante de Palacio, y Baninelli se apeaba de su cabello sudoroso y cansado, y le daba un abrazo, pues eran íntimos amigos.

Diez minutos después las campanas repicaban a vuelo, y las gentes alegres y curiosas circulaban en las calles. Los contrabandistas de Tepic y de San Blas, encerrados en sus escritorios, eran los únicos tristes y cabizbajos.

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