Margarita y Julio habían conversado largamente aquella noche. En medio de la multitud bulliciosa, perdida la cabeza con los mareadores ritmos de la música, loca tambien por aquel hombre, la linda rúbia habíale hecho entera cesión de su alma, embriagada de felicidad. Él, dichoso por su conquista, pero sin grandes emociones, algo frio bajo su aparente apasionamiento, escuchaba con tranquilidad las palabras de la joven, y contestaba con esas frases convencionales que nunca producen efecto en la mujer que las escucha dueña de sí misma, pero que aprisionan más y más á la mujer enamorada. Sin embargo, todo aquel ruido y toda aquella pasión que en nada reparaba, ejercían alguna presión en el ánimo de Julio: sentíase en cierto modo bajo el dominio de Margarita, y aunque aquella prolongada conversación llena de repeticiones, -conversación de mujer enamorada, que parece no disponer sinó de un solo verbo,- aquellas miradas llenas de fuego: que temía fuesen vistas por su esposa, causábanle cierto disgusto, cierto deseo de terminar de una vez; los desnudos hombros de la jóven, su opulenta belleza, su pasión desbordante, prometíanle felicidad inmensa en un futuro no lejano.... Fatigábale aquel abandono de Margarita, á quien nada importaba de los demás; temía estar haciendo un papel ridículo, pero prefería arrostrarlo todo antes que abandonar su fácil presa.
- ¡Te amo, te amo! repetía la hermosa rúbia.
- Y yo también te amo, Margarita, contestaba Julio con cierto desgano, que irritaba aún más la pasión de la joven
- ¿De veras?... Pero no me amas como yo, que todo lo olvido por tí, que á tí me doy, que á tí me entrego, que soy tuya, enteramente tuya! ...
- ¡Cuándo seré completamente feliz! ... exclamaba él entonces, respondiendo en voz alta á las ideas que despertaban en su cerebro las frases de la joven.
- ¿Y no lo eres ya? ¿no eres feliz al verme aquí, ante todo el mundo, bebiendo amor en tus ojos, extasiándome á tu vista, jurándote que ya no me pertenezco? ...
Julio hizo un mohin con los lábios, sus ojos brillaron, subió la sangre á su rostro y murmuró, mirándola fijamente:
- ¡Algo más quiero! ....
Ella lo miró á su vez; una nube voluptuosa oscureció su vista, y bajando la cabeza suspiró, más que dijo:
- ¡Lo tendrás!
Y él, vuelto en sí de sus temores, queriendo dominar la situación, tomar por asalto el último reducto, hacerse dueño absoluto de la plaza, preguntó con voz firme:
- ¿Cuándo?
Y Margarita, haciendo entrega de ella misma, sin indecisiones, sin flaqueza, abandonándose enteramente á su amor, dándose sin condicion alguna:
- ¡Siempre! contestó.
Julio calló desde entonces durante largo rato. Sentíase contento de sí mismo, y aunque pensaba que iba á faltar á su esposa, se decia que ella lo habia querido, al herirle con su glacial indiferencia. Por otra parte, estaba demasiado contento de su suerte para parar mientes en tales ideas. Su conquista era de aquellas que jamás se abandonan, de aquellas que se ostentan con orgullo, y que dan á los que las llevan á cabo cierto sello de irresistibles que les facilita el triunfo en otros mil combates amorosos. Sin embargo, y apesar de su victoria, tan completa y tan grande, continuaba en su silencio algo penoso; silencio ocasionado por esa especie de turbacion indefinible, que produce siempre en los hombres la respuesta categórica de una mujer, ya sea favorable, ya adversa; turbación que puede reprimirse merced á un grande esfuerzo de voluntad, pero que no por eso deja de ser demostrada. Además, aquel ¡Siempre! de Margarita, tan inesperado y tan vigoroso, le dejó en la imposibilidad de hallar respuesta inmediata.
Por suerte la mazurca que bailaban terminó en aquel punto. La joven fué quien se encargó de romper el silencio.
- Hace aquí mucho calor, dijó. Lléveme Vd. fuera del salón.
Y ambos, pasando por en medio de las otras parejas, dirigiéronse hácia una de las puertas que daban al patio. Margarita, deteniéndose de vez en cuando, cambiaba con algunos jóvenes, ó con sus amigas, esas palabras que nada significan y que tan necesarias parecen en todas las fiestas de la buena sociedad. Con esta estratégia logró la hermosa mujer abandonar el salón, cuando comenzaba la orquesta á ejecutar otra pieza de baile, y cuando los jóvenes y las niñas acudian presurosos á enredarse en los giros de la danza, abandonando los salones cercanos al principal. En uno de estos penetraron Julio y Margarita, ansiosos de un poco de soledad y de silencio, con el deseo de entregarse á su tierno y amante coloquio, lejos de las miradas importunas.
Isabel y Reinaldo permanecian aun en el salón. La joven no se atrevia á dar el peligroso paso, por más que no lo temiera mucho; además, no era muy práctica en eso de fingir indisposiciones, y temia fracasar en su propósito, haciéndolo tan mal que todo el mundo sospechara. Pero logró sacar fuerzas de flaqueza, y algunos minutos después que su esposo, salia del salón apoyada en el brazo de Reinaldo, que sonreia con cierto aire de triunfador romano...
Pero en el momento en que el ambiente de la noche refrescó su rostro, en medio del abierto patio, toda su firmeza la abandonó, y algo como un remordimiento fué á herirla en el fondo de su corazón, como un aviso del cielo. Detúvose un segundo, pasóse la mano por la frente, y luego, como Reinaldo le preguntara lo que tenia, hizo un esfuerzo, su corazón fué dominado por su voluntad, y entregándose en brazos del destino:
- ¡Vamos! dijo con acento resuelto.
Y prosiguieron su camino, penetrando en una salita contigua al gran salón, al parecer abandonada y sola en medio del bullício de la fiesta.
Pero, apenas traspuso la puerta, Isabel se detuvo, y toda su sangre se agolpó á su cabeza: acababa de ver, sentados muy juntos, en un arrullo inacabable, á Julio y Margarita que, olvidados de todo, daban suelta, ella á su pasión, á sus deseos él. Furor inmenso experimentó la joven; aquella escena la hizo olvidar de Reinaldo, cuyo brazo abandonó; y absorta y muda, hirviendo los celos en su corazón, no tuvo ojos más que para contemplarla, no tuvo oidos más que para escuchar aquellas frases, dichas en voz baja, como un susurro, como un cántico poético y embriagador, que hacía latir sus sienes de mujer engañada... Su esposo, ciñendo con su brazo la cintura de Margarita, mirábase en sus ojos azules como las ondas de un lago, tranquilos como ellas, y como ellas fosforescentes, cuando la luz de la luna baja á besarlas. Y ella sentía algo extraño en su cerebro, olvidaba todo lo anterior, y parecía no tener nérvios sinó para experimentar la celosa sensación que la vista de aquel cuadro la ocasionaba... Un segundo trascurrió en esa situación penosa, en esa contemplación que tanto la agitaba; luego, temblorosa de rábia, acercóse de puntillas á Julio, que nada veia, que nada oia, logrando dominarse casi por completo, dijo, tocándolo en el hombro:
- Hace largo rato que te busco. Estoy indispuesta y quiero irme. Acompáñame.
Y miró furiosa á Margarita que, llena de rubor, no sabía qué actitud asumir en aquella emergencia; pero ésta, sintiéndose mirada de ese modo, levantó la cabeza; y con la frente ceñuda miró á Isabel con aire de despecho y encono. Julio no sabía bien lo que debía hacer, temía el desarrollo de esa escena y el de las que seguirían, estaba algo apesadumbrado por su falta, sabida ya por su esposa, y hubiera sido feliz logrando escapar de aquella casa, de Margarita, y de Isabel también. Esta, sin cesar de mirar á la hermosa viuda con sus ojos brillantes de rábia, la dijo cortesmente.
- Supongo que la señora permitirá que mi marido me acompañe á casa, puesto que estoy enferma...
Y tomando el brazo de Julio lo arrastró fuera de la habitación.
Reinaldo había desaparecido ántes de todo, sin lo cual hubiese visto á Margarita, sentarse en un sillón, llorosa de rábia, como toda mujer vencida en lid de amores.
- El volverá á mí, sin embargo, murmuró por fin, y, serenándose, entró al salón: donde bailó toda la noche.