Entónces comenzó el martirio. Ellos se amaban, y aquella vida en común; aquellas entrevistas repetidas hasta lo infinito; aquellas ocasiones en que ambos se hallaban lejos de todas las miradas indiscretas; aquella pasión desbordante, á que solo esfuerzos sobrehumanos podian poner valla; aquel rostro austero de don Juan, cuyos ojos graves se clavaban en su esposa y su hijo, como una eterna prohibición, como una eterna amenaza, —era algo que les enloquecía, que les mataba lentamente...
En varias ocasiones, cuando Amélia sentada al piano ejecutaba una de esas melodías apasionadas y tiernas, en las que ponía toda su alma con sus pesares infinitos, don Juan, tirano por su temor y sus celos, deseando que Arturo no rodase al abismo arrastrándolos consigo, le decía con voz firme:
- Ve á dar vuelta las hojas de la música, para que tu madre no tenga que interrumpirse....
Y esa palabra madre la repetía con incansable afán cien y cien veces en cada hora, como si quisiese dar á Arturo un apoyo para que se detuviera en la resbaladiza y peligrosa pendiente.... Y el joven obedecía la indicación de su padre, y allí, junto al piano, apartando los ojos de la mujer amada, aspiraba su fresco perfume, nuevo Tántalo de amor...
Don Juan solía dejarlos solos intencionalmente. Entonces no se miraban tampoco, no querían mirarse, porque sabían que una chispa basta para encender la hoguera devoradora.
Amélia por su parte, muda y triste, pálida como el mármol, febriciente, lloraba en el silencio de la noche; sus deberes de esposa por un lado, su corazón ardiente por el otro, reñían en su pecho atroz batalla. Pensaba en aquel hombre que sufría carcomido por los celos, soñaba con la dicha desaparecida para siempre, y en medio de su soledad, cuando todos estaban lejos de ella, cuando ni un rumor despertaba los écos adormidos de los cerros, daba suelta á sus lágrimas candentes de mujer infeliz. Deseaba la muerte como término de sus pesares; quería huír de aquellos sítios, arrojar á Arturo de aquella casa, fulminar á su marido con todas las ácres palabras que su encono contra la suerte hacía asomar á sus lábios, correr al través de los campos , y quitar de sobre su pecho el enorme peso que la ahogaba... Encontrábase en un estado extraño: nada la agradaba, nada era capaz de sacarla de su atonía; porque todos los objetos, todas las personas, todos los paisajes, se le presentaban vagos, túrbios; no veía más que la gallarda figura de Arturo, con su traje de colores salientes, con su barba sedosa que apenas sombreaba el rostro, con sus grandes ojos llenos de tristeza.... Él, solo, era huminoso: parecía rodeado por una aureola; lo demás se apagaba, se disolvía....
Don Juan, casi frio, pero lleno de dolor, con su naturaleza privilegiada, con su fuerza de voluntad nunca desmentida, contemplaba aquellas escenas mudas, las estudiaba, las sentía.... Por la noche, á la hora de retirarse, besaba á Amélia en la frente: lo mismo hacía con Arturo. Después, cada uno iba á su habitación, donde los tres se entregaban á sus meditaciones, ó dejaban libre curso á las lágrimas...
Esto duró una eternidad.