Un mes pasó Arturo en casa de su padre. Durante todo él, la joven fué poco á poco palideciendo; sus ojos estaban rodeados por un círculo azul, y sus manos temblaban como si la infeliz mujer fuera presa de la fiebre. Don Juan mústio y aflijido, no hallaba voz en su garganta. Arturo encontrábase en un prolongado suplicio.... Un silencío triste y pesado reinaba en la casita blanca, que se vé en medio de los sierras como una paloma acurrucada en su nido de yerbas verdes; las penas más terribles habíanse apoderado de aquellos tres corazones, y la desconfianza y la envidia reinaban en ellos... Alguna vez, cuando las miradas de don Juan se encontraban con las de su esposa, ésta clavaba sus ojos en él, como asegurándole el triunfo.... ¡Jamás batalla semejante tomó por campo el corazón del hombre!...
Por fin, un dia el joven militar ensilló su caballo, preparándose á partir. Amélia, hecha un mar de lágrimas, pálida y casi moribunda, contemplaba los preparativos. Don Juan, á su lado, cabizbajo, taciturno y melancólico, habíale ofrecido el brazo para sostenerla...
El joven terminó, y acercándose á su padre le abrazó bañado en llanto. El hombre de mundo, el hombre acostumbrado á todos los combates de la vida, el político endurecido, no pudo tampoco ocultar su emoción.... Arturo, ahogado, se apartó por fin de él, y saludando á Amélia con una inclinación de cabeza, iba ya á subir á caballo, cuando don Juan le detuvo:
- ¿No abrazas á tu madre? preguntó.
Y como él titubeara:
- No quiero que partas de aquí, dijo, sin ir convencido de que Amélia es tu madre ... ¿Entiendes?
Y un lijero rayo de encono brilló en sus pupilas: el hombre celoso despertaba.
Arturo, temblando, abrazó á Amélia, montó á caballo y se alejó á la carrera, creyendo que el aire faltaba á sus pulmones.
La joven, casi desvanecida, tuvo que apoyarse en el pecho de su esposo, que mojó con sus lágrimas... Sentía un sacudimiento extraño en todo su organismo, algo como si un veneno poderoso corriese por sus venas.