Jorge estaba persuadido de que una literata no era una mujer como todas las demás, pero buscaba la ocasión de convencerse de ello. Casualmente, por aquellos dias conoció en cierta tertulia á la señora de Palmares, una de esas mujeres prodigios, que reunen al talento de un hombre la belleza de un ángel, y que, como lo supiera amante y hasta cultivador de las letras, habíale rogado la visitara. El joven prometiólo, con gozo, disponiéndose á descubrir su misterio, como el lo llamaba, para lo cual se proponía visitarla en la primera oportunidad.
En cuanto á ella, tenía dos notoriedades bien distintas: la de sus escritos y la de sus costumbres. La una excelente, la otra mala. Se decía de ella cosas horribles: engañaba á todo el mundo; gustaba de abrazar al felicitarlos, por supuesto -á los literatos jóvenes; cambiaba de amantes como de dias la semana y como de fechas el mes; nunca se mostró reácia á ningún galanteo; y por fin dió márgen á que cierto francesito disgustado, ignoro por qué -la llamara epigramáticamente: Madame Tout-le-monde... A decir verdad, no faltan personas bondadosas que digan aun hoy que mucho de eso es cuento; pero como es imposible -ó por lo menos difícil- poner la cuestión en tela de juicio, lo mejor es dejarla para otra oportunidad.
Por otra parte, Soledad Palmares, era una mujer más que bella, divina. Cierto que carecía de esa hermosura indecisa de las vírgenes adolescentes: no era la mañana, pero en cambio era el medio dia con todos sus magníficos resplandores. Fernandez Espiro pudiera -él solo- retratar sus ojos negros, en que hay aún:
« resplandor de luna
mezclado á rayos de sol...»
Después, aquellas ámplias formas de Vénus; aquel cutis de terciopelo blanco; aquella modelación esquisita de la carne; aquellas líneas curvas acabadas de un rasgo, sin vacilaciones, sin discrepancias; aquel pecho altivo; aquella garganta escultural, digna base de su rostro griego, todo luz, todo amor; aquella mirada franca, leal, abierta, en que las pupilas se mostraban inmensas para la fascinación, lanzando rayos detrás de las pestañas largas y sedosas, -no eran de una niña inocente y llena de pudores; eran de la mujer, de la mujer temible cuando esgrime como arma su belleza.
No tardó Jorge en ir á visitarla.