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Armando permanecía silencioso.

— ¿Y no te arrepentiste, como ella te lo anunciaba? pregunté.

— Nunca.

— ¿Volviste á verla?

— Sí: ayer la encontré en la calle.

— ¿Qué efecto te produjo su vista?

— Repugnancia.

— ¿Solo eso?

Reflexionó un instante, diciendo por fin:

— Solo eso, te aseguro. ¿Y sabes por qué? Porque con su falsía me hizo dudar de la muger, que es el ángel que nos consuela en los pesares de la vida. ¡Miserables seres que son una calumnia viviente de su sexo!...

Hicimos una pausa; ambos reflexionábamos en lo mismo quizá.

De pronto, como sacando una conclusión de mis pensamientos:

— Sin embargo, yo no la olvidaré; dije.

— ¿Por qué? me preguntó sonriente, y como si esperase mi contestación.

— ¡Por que ella es digna de ser amada! murmuré suspirando.

Córdoba 19 de febrero de 1887.

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