Esto podría llamarse mi vindicación, si yo tuviera necesidad de vindicarme: no es más que un relato que hago, con el deseo de recordar las épocas rientes de mi pasada juventud, en las que soñaba feliz en dichas sin nombre, halladas no ya en el rico palacio, sinó en la cabaña humilde, visitada por las aves y perfumada por las flores. Era yo una niña: contaba dieciseis años, no tenía nada de fea, y comenzaba á trasladar al papel mis ensueños y mis ilusiones, bajo la forma de estrofas más ó menos musicales, cuando conocí al primer personaje de mi novela aún no concluida. Alberto, lindo mozo y de no escasa inteligencia, aunque no dotado como para brillar en el mundo, hubo de enamorarme con su asiduidad y con sus palabras, para mí dulces como miel, y desconocidas como un himno divino: palabras de amor que nos embriagan siempre á las mujeres, cuando damos los primeros pasos en la vida. Así, en amantes coloquios pasamos largos años, esperando la época en que nos fuera posible unirnos para siempre. Aún vivían mis padres; cuando ellos murieron, había yo llegado á los diecinueve años.
El último que dejó de existir fué mi padre. Todavía recuerdo aquella noche terrible del mes de Junio, en que me abandonó para no volver á estrecharme entre sus brazos, dejándome sumida en la mayor pobreza, aunque ya con un nombre bastante conocido para poder ganar la vida escribiendo, y haciendo traducciones para los diarios. Esa noche silbaba un pampero cruel, que hacía garrear los buques en el puerto; llovía á cántaros, el frío era horroroso, y Alberto, una criada y yo estábamos solos, junto al lecho mortuorio de mi padre, cuyas últimas palabras fueron una recomendación hecha á el y á mí.
- Quiérala Vd. mucho, Alberto, dijo. Y tu, Eugenia, quiérelo mucho tambien!...
Pocos minutos despues rendía su espíritu cansado en la batalla de la vida, feliz al verme con el apoyo de aquel hombre que le acompañaba en sus últimos instantes ... No sé cómo caí llorando entre los brazos de Alberto, ni se cómo tampoco, el, más atento á su amor que á las emociones de esa noche espantosa, desfloró con sus labios los mios emblanquecidos por la fiebre ...
Algunos instantes más tarde, Alberto y la criada quedaban junto al cadáver de mi padre, mientras yo me retiraba á mi habitación á dar libre curso á mi llanto ... Arrojéme vestida en el lecho, sollozante, destrozada por los acontecimientos de aquel dia, y, vencida la materia por el rudo golpe sufrido, iba ya á dormirme, cuando sentí ruido en mi habitación: á la luz vacilante de la lamparilla, pude entonces ver á Alberto que se acercaba á mí atraido por mis ayes de profunda pena. No experimenté sobresalto alguno: comenzaba á ver en aquel hombre á mi esposo... ¿No nos habían unido, acaso, las últimas palabras de mi padre?.. Cuando llegó junto á mí, fijé en él mIs ojos bañados en lágrimas.
- ¿Lloras? me preguntó.
Contesté con un sollozo. El se arrodilló á la cabecera de mi lecho, y me tomó las manos, que yo le abandoné.. Nos miramos largo rato, diciéndome él palabras de consuelo...; un fluido magnético nos atraía, y, como la primera vez, nuestros labios llagaron á juntarse... yo experimentaba un placer desconocido; un fuego extraño corría por mis venas, y mis lágrimas cesaron, como si el calor de aquellos besos las hubiera evaporado... el recuerdo de mi padre muerto iba poco á poco borrándose en mi cerebro...
Aquella noche fuí su esposa ante Dios, y ante aquel cadáver querido, en la soledad de nuestra casa abandonada...
A los dos dias, una mañana triste y helada, numerosos amigos llegaron á casa, con el objeto de acompañar los restos de mi padre: entre ellos iban varias personas de mi familia, ron el rostro falsamente mústio, que me dirigieron algunas frias palabras de consuelo; ninguna, sin embargo, llegó á ofrecerme decididamente su ayuda, que yo parecía necesitar tanto . Pero no la necesitaba: en Alberto que, vestido de luto, hizo cabeza del duelo, tenía un amigo adicto y abnegado.. Desde entónces todos los dias iba á visitarme, y en medio de mi pobreza nada me faltó, pues él á pesar de ser muy pobre también, me proporcionaba lo necesario, y yo podia adqurir lo supérfluo, merced á mis ganancias de escritora y traductora... Apesar de que yo pertenecía á aquel hombre digno, en cuerpo y alma; á pesar de que poco le hubiese costado romper con sus compromisos anteriores, sin poner en peligro mi amor hácia él, me hablaba siempre de nuestro casamiento, que debia realizarse en breve... Yo me consideraba y era su esposa, lejos de la vista de los demás, é iba á serlo tambien para el mundo, cuando la muerte, que nos habia unido, nos separó cortando de un golpe la existencia de Alberto...
Había escuchado en un café, de boca de un conocido, que yo era su querida, y una bofetada fué la contestación que obtuvo el atrevido: concertóse un duelo, y en él se apagó aquella alma varonil y fuerte, aquel espíritu noble y justo, enteramente dedicado á mí, para quien yo era el lazo más estrecho que lo unía al mundo... Para él, siempre caballero, siempre amante, siempre abnegado, tengo un altar en la memoria, donde rindo ferviente culto á su recuerdo...
Yo había sido feliz durante todo aquel año pasado junto á Alberto: había sido feliz, y no deseaba otra cosa sinó la prolongación de aquella vida durante mucho, pero mucho tiempo... Por desgracia esto no pudo ser así. Lloré amargamente á aquel hombre noble, pero llegó un dia en que, por fin, mis lágrimas terminaron.
Era en Noviembre: los árboles cubiertos de flores, las brisas perfumadas, los dias espléndidos, parecían invitar al amor, la naturaleza embriagaba, producía éxtasis divinos... Yo -¿puedo decirlo sin temor de faltar á la modestia?- comenzaba á estar en boga: mis libros se leían, se discutían, se analizaban, y en algunos círculos de personas desocupadas hablábase de mis pasados amores, de mis pasadas faltas, según ellos decían. ¡Falta mi amor por Alberto!... No pensaba de ese modo un joven poeta que, escribiendo para uno de los diarios en que yo colaboraba, pudo hallar ocasión de visitarme, -y para quien fui, desde entonces, un objeto de respetuoso amor. Jamás me decía una palabra de ello, pero no por eso dejaba yo de comprender qué clase de sentimientos le acercaba á mi. En aquellos dias de primavera, en que la sangre corre ardiendo, Arturo hízose más audaz. Yo, que esperimentaha por él algo menos superficial que la simpatía; que acostumbraba admirarme, al verme retratada en sus estrofas, llenas de vida y colorido; que habia acabado, en fin, por creerlo una parte de mi ser, —no mostré enojo al escucharle, antes bien sonreí plácidamente, como si, en sueños, viese un mundo de nuevas y grandes felicidades... Los pájaros cantaban amor, amor exhalaban las flores...; yo tambien amé como ellos, en esos hermosos y embriagadores dias de primavera!...
Un dia -ignoro por qué causa- se desea siempre más de lo que se posee -me habló de casarse conmigo.
- Soy pobre, me dijo; tú eres pobre; pero ambos seremos dos eternos enamorados.
- ¡Loco! exclame riendo.
- ¿Te parece locura unirnos para siempre?
- ¡Niño! exclamé esta vez, haciendo de esta palabra, por la manera de pronunciarla, una equivalente de la anterior.
Él calló; quién sabe en lo que pensaría. Por fin:
- ¡Tienes razón! murmuró. Tengo el cielo en mi poder y quiero cambiarlo por el infierno. Soy un loco, un niño.
- ¿Por qué dices eso?
- Porque Vds., escritoras, mujeres que dán su espíritu, todo su espíritu, aún á aquellos hombres á quienes ódian, tienen que darse enteras á aquellos á quienes aman... Y quizá, quizá no fuese yo el único en ese caso...
- ¡Loco! exclamé de nuevo, sellando con mi mano aquellos labios que acababan de decir tan profunda verdad....
Él siguió amándome: ahora mismo me ama, y por eso no descubro enteramente su nombre. Así es que cuando X... me solicitó y yo le acepté como esposo, sabiendo que me proporcionaría lo que me faltaba -riqueza y esplendor- estuvo á punto de asesinarme-tan grande era su pena ...
Hasta hoy he amado mucho en este mundo, y solo de una cosa me arrepiento de no haber tenido valor antes de ahora para repetir á los que pretenden ultrajarme, echándome en cara mis faltas, aquella frase de Arturo, tan exacta y tan justa de no haberles dicho con voz bien a la sin falsos pudores:
- Vosotros, que no me echáis en cara la acción de dar mi espíritu, todo mi espíritu, aún á aquellos hombres á quienes ódio ¿por que me enrostráis la de darme entera á aquellos á quiénes amo?...
Que conteste aquel que se crea con fuerzas para ello.
Yo creo haber obrado siempre rectamente , y no tengo aún que quejarme ni de una infidelidad, ni de un abuso cometido en mi inocencia, ni de una falsa promesa, ni de otras frases con que algunas mujeres tratan de ocultar la verdad de sus acciones, como si no fuese ley de la naturaleza la que trazo con negros caracteres al final de este relato:
amar y ser amada