IV


Pasamos toda aquella tarde contándonos nuestros proyectos para después de la boda, que debía celebrarse á los dos meses. ¡Qué dichoso fui durante aquellas horas! ¡Cuántos risueños cuadros de felicidad se presentaron á mi imaginación! ¡Cuántos castillos en el aire forjé en mi locura, castillos que se desvanecieron bien pronto, como esos portentosos alcázares qué las nubes presentan á nuestra vista, y que luego un ligero soplo disuelve en la atmósfera azul!...

Cuando salí de casa de Laura estaba loco: loco de dicha. ¡Así fué de terrible el despertar!...

En las calles reinaba un bullicio inusitado. Numerosas máscaras las cruzaban en todas direcciones, esperando la hora de ir á formar parte del corso ... y yo caminaba sin rumbo, embriagado de felicidad, sin oir los gritos de los vendedores de pomos, que atronaban los aires; ni las alegres frases de los enmascarados; ni las cien piezas de música que en otros tantos puntos de la ciudad ejecutaban las bandas y orquestas de las sociedades. La tarde caía, y al acercarse la noche el murmullo iba en crescendo. ¿Te acuerdas? Aquel carnaval fué uno de los más alegres. Buenos Aires todo se había echado á la calle, sacando á relucir sus mas brillantes galas: trajes lujosísimos, carruajes espléndidos, flores en todas partes, brillantes, plumas, luces, hermosuras... La calle de la Florida, con sus numerosisímos arcos de gas, presentaba un aspecto asombroso en cuanto el corso comenzó. En una y otra vereda la multitud apeñuscada miraba curiosamente los carros adornados de cintas, hojas y flores, y llenos de jóvenes ó niñas, cada cual con su correspondiente disfraz, ya ridículo, ya elegante; los coches en que se paseaban hermosas mugeres (cuando eran hermosas), y caballeros vestidos de particular; las sociedades carnavalescas que marchaban á pié, al son de músicas entusiastas; los falsos gauchos con sus descomunales facones de plata, su rico chiripá, su poncho de vicuña, su guitarra encintada, sus hirsutas barbas postizas, su hermoso pingo, cuidadosamente ensillado, con plata en el apero y en las riendas, y en el freno, y en los estribos: una mina entera en cada caballo. Y luego todo lo que la locura humana puede inventar: deformidades ridículas, trajes imposibles , voces ultra terrestres, agitándose en una atmósfera perfumada con mil fragancias distintas... La ciudad, desde su último arrabal hasta el centro, hasta el corazón, lanzaba un grito continuado y formidable, que comenzó en la mañana con un murmullo, y que á esa hora era ya un clamor; el grito de todo un pueblo olvidado de sus penas, en el que hay carcajadas y burlas, frases soeces y bromas espirituales, sarcasmos y exclamaciones crédulas, suspiros de satisfacción, y quizás, quizás algún ¡ay! ahogado entre tantas vociferaciones nunca concluidas...

De pronto me encontré en aquel hormiguero humano, y desperté de mi éxtasis cuando cayó sobre mi rostro el agua perfumada de un pomito; iba á demostrar mi enojo de una manera inconveniente, cuando el corso que se habia detenido, continuó, y la autora de mi repentino despertar desapareció en su coche, arrastrado por dos rarísimos caballos blancos. De otro carruaje que marchaba inmediatamente detrás, partió entonces la voz de un amigo que me invitaba á acompañarle:

— Ando solo, me dijo, y me aburro soberanamente ¿Quieres tomar asiento á mi lado?

No me pude negar á ello, y subi al carruaje.

De estos dos nimios sucesos depende el drama que ha ido desarrollándose en mi espíritu durante el año más largo de mi vida: el agua del pomito, y mi paseo en carruaje por el corso.

Me preocupé de mirar de atrás á la mujer que me habia mojado. Iba disfrazada, y la acompañaba un joven, disfrazado también, que se entregaba á la alegría más bulliciosa.

— ¿Quiénes son esos? pregunté á mi amigo.

— Sin duda ella es una de tantas, y él... uno de tantos tambien: una mujer alegre y un calavera.

La máscara llevaba un dominó adornado con camelias blancas, y en toda la noche -nota el detalle- no encontré otro traje igual; él vestía un dominó blanco, adornado con camelias artificiales, negras, traje único también. Ambos iban elegantísimos, y parecían haberse disfrazado el uno para el otro, en ese contraste de los dominós.

— Me aburre esto, dijo mi compañero al cabo de un rato.

— A mí me sucede lo mismo, repliqué, lleno de dicha por otra parte, á causa de mi feliz entrevista con Laura, y de la reciente resolución de casamiento.

— ¿Vámonos?

Asentí al punto, tanto más cuanto que mi estómago, con esa importunidad de la materia, me gritaba que, en mi dicha, me había olvidado de comer.

Las nueve y media de la noche acababan de sonar en el Cabildo, y el corso estaba en todo su esplendor; sin embargo lo abandonamos sin pesar.

—¿Dónde te dirijes ahora? preguntó mi acompañante.

—Me voy á comer, le contesté. Por la tarde no tuve apetito, (no queria revelarle mi romántico olvido), y he esperado á la noche para hacerlo. Acompáñame y charlaremos un rato.

Fuimos á Filip, y hablando de todo un poco -de todo menos de lo que para mi era el todo- pasó el tiempo sin sentirlo casi.

Necesario es advertirte que yo jamás iba de noche á casa de Laura. ¿Por qué? La razón es sencilla: celoso de su honra, no quería que fuese el tema de las conversaciones de todo el barrio... ¡Hay dias en que me arrepiento de haber sido tan caballero!.. Tan tonto, como hubieras dicho tú hace dos años...

Cuando salimos del café era más de las once. Los bailes de máscaras comenzaban; mi amigo me tentó y -sólo por contemplar el magnífico golpe de vista que presentan los teatros en las noches de Carnaval- no me negué á acompañarle al de la Ópera, que tenía fama de ser el más concurrido. Allí fué donde me encontraste á las dos de la mañana, con los ojos brillantes y tambaleándome como un ébrio.

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