SEMBLANZA DE SILVESTRE

Era Silvestre de mediana estatura, delgado, nervioso, menudo, de extremidades pequeñas y finas. Tenía mucho aire a Laucha, pero con más trazas de gente, según los apreciadores y apreciadoras de Pago Chico. Llevaba el cabello negro erizado sobre la frente angosta, cruzada ya por una arruga de preocupación que las malas lenguas atribuían a muchos ratos angustiosos pasados en el Mirador, la timba del Rengo. Las cejas delgadas y renegridas, sombreaban apenas los ojos pequeños, negros también y muy brillantes, separados como con tapia de bardas por una nariz enorme, encorvada y fuera de proporción con la cara angosta y chica. Si Laucha se parecía a un ratoncillo, Silvestre semejaba un galgo, pero un galgo de expresión inteligente. Hablaba con voz un tanto aguda y chillona, e inflexiones no exentas de gracia. Era verboso, persuasivo, y tanto para decir la verdad como para mentir (¡ay! ¡solía mentir!) se expresaba con el calor contagioso de la convicción. Por lo general vestía modestamente de saco, pero los domingos y fiestas de guardar se empingorotaba con un jaquet color pizarra de largos y tremolantes faldones, y para las grandes solemnidades tenía una levita negra, pariente cercana del jaquet, que él llamaba indistintamente «mi leva» o «mi funeraria», aludiendo con esto último al hecho de sacarla más frecuentemente para entierros y funerales que para otra clase de diversiones.

Como era de uso corriente en aquella época, apenas lo veían enlevitado y de sombrero de copa, los pilluelos de la vecindad, y los que no lo eran, iban gritándole por detrás y en coro:

-Don Silvestre ¿p'ande va la galera?

O le cantaban con el estribillo de un vals a la moda:

Tin tin, el de la galera,

tin tin, el de la galera:

tin tin, el de la galera,

la galerita y el galerín.

-¡L'evita la caminata! -exclamaban luego, aludiendo a la lujosa prenda con un retruécano fácil y poco espiritual pero popularísimo en aquellos años de ingenuidad, alegría y «mirá que te corre el chancho».

Para el jaquet era otra cosa: una coplilla también cantada en coro y cuya letra se basaba en dos «calembours» orilleros:

-¡Ya que has venido

p'a qué te vas!

¡Pagá la copa,

después t'irás!

«Yaqué, paquete» -no deja de ser ingenioso ¿verdad? y sobre todo en Pago Chico...

Silvestre no volvía la cabeza, ni contestaba a la irrespetuosa y bullanguera pandilla que, cansada al fin, lo dejaba en paz e iba a repetir la broma con don Domingo Luna, o con Machado, o con Bermúdez, aferrándose sucesivamente a ellos, hasta encontrar alguno que se enfadara y darse el gusto de hacerlo rabiar hasta el rojo blanco.

Agregaremos en secreto y bajo palabra de honor de que no será divulgado por quienes lo oigan:

Silvestre no era farmacéutico ni nada. Odiaba los títulos académicos, y maldecía las facultades que dan patente a la inepcia y la ignorancia. No quiere decir esto que supiera más que cualquier infeliz sometido a los estudios regulares, la frecuentación de las aulas, los exámenes, etc. Casi estaríamos por decir que sabía mucho menos o que no sabía nada. Pero su espíritu de independencia nos gusta en lo que tiene de probatorio a favor de nuestro aserto de que podría haber sido un grande hombre: con ese desparpajo y en terreno propicio, se hace camino para llevar adonde se quiera, siempre que se sepa donde se quiere llevar. Y aunque Silvestre fuese tan abiertamente enemigo de la Facultad, fuerza es confesar que nunca se atrevió a hacerle guerra declarada: así, evitando una posible clausura de la botica por su falta de título, pagaba a un farmacéutico residente en Buenos Aires, para que se la regentase in nomine, sin asomar nunca las narices en Pago Chico.

También, si el regente hubiese llegado a conocer el establecimiento a que prestaba su nombre y por el que se responsabilizaba, (pues en caso de inspección debía aparecer Silvestre como su dependiente y él en viaje ocasional), es posible que hubiera retirado su garantía o por lo menos pedido un fuerte aumento de gajes.

La farmacia, efectivamente, fuera del escaparate con sus grandes redomas de agua coloreada de verde y de rojo con anilina, y del pequeño despacho para el público, con sus estantes llenos de cajas de específicos, sus dos sillones de roble con esterilla y su mostrador con la balancita de precisión guardada entre cristales-, más tenía de desván o almacén de trastos viejos que de otra cosa. Detrás del mostrador, hacia el fondo, corría el laboratorio, generalmente cubierto de una espesa capa de polvo, con las probetas sucias, los tubos de ensayo medio llenos, las cápsulas con poso, los pildoreros hechos una pringue, los almireces con residuos de lo molido en ellos la última vez. Cuando había que usar alguno de ellos, un golpe de trapo bastaba a la urgente limpieza... En un patiecito se amontonaban las botellas, los frascos, los potes de todo calibre, y Rufo, el único peón, se ocupaba en lavarlos con municiones, cuando se lo permitían sus otras múltiples faenas de escudero de Silvestre, o cuando no urgía la manipulación de ungüento de hidrargirio.

Dos pasos atrás del mostrador, es decir, antes de penetrar en el antro del laboratorio, abríase sobre la derecha una puerta que daba a la habitación convertida en sala-comedor-dormitorio, donde Silvestre recibía sus visitas y organizaba el «mentidero» de la rebotica, club peculiar que no falta en pueblo alguno americano o europeo, a juzgar por todas las crónicas antiguas y modernas, novelas, comedias, pasillos y entremeses. Allí estaba la cama que desaparecía tras de un biombo en cuanto se levantaba Silvestre, para transformar la alcoba en comedor, como éste se trocaba en salón de tertulia una vez quitados los manteles. Una caja de dominó, un juego de ajedrez y una guitarra, parecían atestiguar que no todo era chismografía en aquella habitación cuyo aspecto, aunque muy modesto, nada tenía de desagradable. Pero ¡ay si un curioso atisbaba detrás del biombo tapa-miserias! el rincón de la cama ofrecía el más completo y desaseado desorden, con sus palanganas y vasos de noche sin enjuagar, medias usadas, ropa blanca por el suelo, botines cubiertos de barro o de moho, corbatas, ropas exteriores tiradas -un Cafarnaum de criollo soltero en tiempos en que todavía no reinaban las higiénicas costumbres que van imperando poco a poco... hasta en el Pago.

Podríamos seguir describiendo aquello. Más aun: podríamos retratar uno por uno los personajes de este libro, es decir, todos los habitantes de Pago Chico, dibujar sus respectivas viviendas y almacenes, sus costumbres y sus trajes. Aquí, bajo la mano, tenemos toda la necesaria documentación, y lo que faltare podría suplirlo fácilmente la fantasía, cuando no el recuerdo de investigaciones y estudios hechos con paciencia y tesón en el teatro de los sucesos.

Pero preferimos pasar por alto miles de notas que harían de este volumen un infolio, sólo con adoptar el sistema imperante aun de no dejar nada al ingenio ajeno, imitando al actor aquel que declamaba los versos y las acotaciones, sin perdonar una. Vamos, pues, sin más tardanza, a los extractos anunciados del epistolario silvestrino. Son los siguientes, y como se comprenderá a primera vista se refieren a muy diversas fechas, pues su correspondencia abarcó un período de años:

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